Campo de Mavrovouni, Lesbos.
Lo que se ve:
Alambradas. Policías. Tiendas de campaña con el logo de Acnur. Un camino con piedras al lado del mar. Filas de contenedores blancos numerados que hacen de viviendas. Ropa tendida entre ellos. Bicicletas aparcadas. Bloques con cuartos de baño separados para hombres y mujeres. Generadores. Placas solares sobre algunos tejados. Una cuesta que lleva a un campo deportivo. Garitas de vigilancia.
Lo que no se ve:
Los meses o años de espera para resolver una solicitud de asilo. La desinformación. Las tasas administrativas impagables. Los cortes de electricidad. El insomnio. Los niños, niñas y adolescentes que se muerden el labio hasta sangrar, los que lloran dormidos, los que se autolesionan. Los adultos con estrés postraumático, con ansiedad, con depresión. La falta de libertad. Los 1.752 interrogantes que pesan sobre el futuro de cada una de las 1.752 personas atrapadas en este campo.
La normalización de un sistema migratorio que consume, poco a poco, la salud mental de las personas que permanecen estancadas a la espera de refugio en la Unión Europea.
Asif y Moslema
—Quería ir a un lugar seguro. No tenía planes de venir a Grecia ni a esta isla. Sucedió.
Asif fue una de las miles de personas que se agolpaban en las inmediaciones del aeropuerto de Kabul para huir, el pasado agosto, de un Afganistán tomado por los talibanes. Él era policía en la provincia norteña de Tahar, capturada por los insurgentes una semana antes de que cayera la capital. Recuerda las amenazas, la huida con su familia, su intento de dejar el país en uno de los vuelos de evacuación que salían de Kabul. Habla del ambiente en el aeropuerto, de la multitud desesperada y de su impotencia por no poder pedir ayuda a nadie: había talibanes por todas partes, dice, y no podía enseñar su documentación porque revelaba que pertenecía al cuerpo de Policía. Recuerda las explosiones —los atentados de Estado Islámico que dejaron más de 180 muertos en el aeropuerto—, el caos y la impotencia.
—Intenté dejar Afganistán con los extranjeros, pero no pude. Ellos se fueron y yo me quedé. Fue decepcionante, para mí y para mi familia.
Con pelo ondulado, ojos claros y media cara cubierta por una mascarilla, Asif habla sentado ante una mesa larga al lado de su mujer, Moslema, y sus tres hijos: la más pequeña, Elif, de 2 años, duerme en un carrito, mientras sus hermanos Yaldar y Yassir, de 4 y 6 años, juegan entre ellos. Estamos en una sala habilitada dentro de una tienda en el campo de Mavrovouni, en la isla griega de Lesbos. Hace algo más de seis meses que los talibanes volvieron al poder en Afganistán, y dos desde que el expolicía y su familia lograron cruzar el brazo de mar que separa Turquía de Lesbos.
Esta isla griega, a tan solo una decena de kilómetros de las costas turcas, ha estado desde 2015 bajo los focos por ser la puerta de entrada a Europa para miles de personas en busca de asilo. Llegó a haber más de 20.000 personas hacinadas en Moria, el que fuera el mayor campo de refugiados de Europa, consumido por las llamas en septiembre de 2020. Hoy son algo menos de 1.800 las que viven en Mavrovouni, el campo supuestamente provisional que se levantó para sustituir al arrasado Moria. En los días claros, desde este pedazo de terreno se ve perfectamente la costa turca de la que partieron quienes ahora esperan en tiendas y contenedores a que Grecia decida sobre su futuro.
Cuando Asif comprobó que era imposible abandonar Kabul en los vuelos de evacuación de civiles, estuvo cerca de dos meses escondido. Durante ese tiempo, su familia sufrió el asedio de los talibanes. Finalmente, el matrimonio y sus tres hijos lograron ponerse en marcha: de Kabul fueron a la provincia de Nimroz, en el suroeste de Afganistán. Él iba escondido bajo un burka simulando ser una mujer. Los acompañaba otro matrimonio: cuando los paraban en algún control, el hombre decía ser el responsable de aquel grupo de mujeres y niños entre los que iba oculto el policía. Lograron pasar a Pakistán; de allí fueron a Irán y luego cruzaron a Turquía. Asif intenta resumir su periplo en unas pocas frases.
—Nunca había dejado Afganistán y tuve muchos problemas. Si empezara a contarte todo, estaríamos hasta esta noche. Y podría seguir mañana. Y pasado mañana también.
No tenían ningún destino en mente: se hubieran quedado en Turquía, dice, pero allí no les trataban bien y sobre ellos planeaba constantemente la amenaza de la deportación. Pasar a Grecia por mar pagando a un traficante de personas fue la única salida que encontraron. Asif cuenta que una vez llegaron a Lesbos y presentaron su solicitud de asilo, sufrieron su primer revés en territorio europeo: a pesar de la huida, de los talibanes, de los problemas sufridos por él y su familia —mira por un momento a su mujer—, su solicitud fue rechazada por considerar que Turquía es un “país seguro” en el que podían haberse quedado. De ninguna manera es un país seguro, dice Asif vehemente, e insiste en que, si lo fuera, seguirían allí. Recurrieron ese primer rechazo y ahora están a la espera de una decisión. Entre tanto, vuelven los fantasmas de todo lo vivido. Dice que él sufre pesadillas cada vez que cierra los ojos, su hijo de 6 años a menudo llora dormido y su mujer intenta superar graves traumas sufridos en los últimos meses. Cuando llegaron al campo, ella estaba totalmente bloqueada, “no podía hacer nada”, cuenta él. Moslema toma la palabra para hablar de las dificultades que afrontan ahora, especialmente la presión que padecen los niños, la falta de comida adecuada y de dinero para comprarles alimentos. Y dice que ella no se encuentra bien. En Afganistán, cuando su esposo estaba escondido, padeció su propia pesadilla a manos de los talibanes.
—Tengo problemas psicológicos desde que me fui. Ahora no soy la misma persona.
Saca un documento médico que, en inglés, certifica que está recibiendo seguimiento psicológico en Lesbos por haber sufrido “violencia sexual en su país de origen y violencia física en Turquía. También fue testigo de una gran cantidad de violencia en ambos lugares”.
El documento añade: “Necesita apoyo para su salud mental, porque después del primer rechazo de su solicitud de asilo, su salud mental comenzó a deteriorarse de nuevo”.
***
La denegación del asilo a esta familia afgana se basa en la decisión, adoptada por el Gobierno griego en junio de de 2021, de designar a Turquía como “tercer país seguro” para las personas procedentes de Afganistán, Siria, Pakistán, Bangladesh y Somalia (algo que también aparecía recogido en el polémico pacto de 2016 entre Ankara y Bruselas). Al considerar Turquía como un territorio en el que estas personas están protegidas, Grecia puede rechazar por la vía rápida, sin examinarlas a fondo, las solicitudes de asilo de las personas que llegan a través de ese país. Es decir, prácticamente todas las que llegan a Lesbos.
Esta designación se enmarca en la estrategia de disuasión y control de los solicitantes de asilo llevada a cabo por el Gobierno griego. El Ejecutivo conservador de Kyriakos Mitsotakis —que llegó al poder en julio de 2019 después de una aplastante victoria electoral de su partido, Nueva Democracia— está convirtiendo los campos de refugiados del Egeo en centros de detención a cielo abierto, y el proceso de solicitud de asilo en una carrera plagada de obstáculos.
La colina blanca
Mavrovouni es un espacio vallado en las afueras de Mitilini, la capital de Lesbos. Su nombre significa en griego Colina Negra, aunque lo que domina es el blanco de los contenedores y las tiendas de campaña que cubren el terreno. Quienes llevan más tiempo en la isla lo llaman también Kara Tepe (nombre de origen turco que también significa colina negra), y algunas organizaciones se refieren a él por su designación oficial, RIC (en inglés, siglas de Centro de Recepción e Identificación). Pero para la mayoría de sus habitantes es, simplemente, el campo. La entrada la custodia día y noche un autobús de la Policía, aparcado muy cerca de una garita de vigilancia con los cristales tintados y una caseta en la que ondean las banderas de Grecia y de la UE.
A pocos metros, los agentes registran concienzudamente a las personas refugiadas que regresan tras unas horas fuera del perímetro vallado. Los horarios de entrada y salida están restringidos y dependen del número de casos de covid-19 que se registren entre los cerca de 100.000 habitantes de esta isla: cuando hay menos de 100 positivos entre la población, los residentes de Mavrovouni pueden salir entre 8 de la mañana y 8 de la tarde. Si son entre 100 y 200, la mitad puede salir por la mañana y la otra mitad por la tarde, en días alternos. Cuando superan los 200, las salidas se limitan a tres horas al día en distintos turnos. Los positivos por coronavirus ahora en Lesbos no alcanzan los 200, lo que permite a los solicitantes de asilo salir por turnos medio día.
Al margen de las personas refugiadas, a Mavrovouni solo pueden acceder los trabajadores y los voluntarios de algunas oenegés que llevan a cabo actividades en su interior. Los medios de comunicación tienen que solicitar un permiso especial que, por ahora, se concede con cuentagotas. 5W pudo entrar. A la hora de fotografiar las instalaciones, uno de los responsables del campo hace de guía-guardián durante el recorrido entre bloques asépticos de contenedores numerados. Se ve a niños jugando y algunos hombres y mujeres en los caminos empedrados o en la entrada de sus viviendas.
La imagen de este campo está muy alejada de las que llegaban del congestionado campo de Moria antes de su incendio en 2020: aquellas mostraban montañas de basura, letrinas insalubres y una superpoblación que puso a este lugar en el foco de Europa. Cuando Moria quedó reducido a cenizas, las autoridades griegas levantaron Mavrovouni en un tiempo récord. La población refugiada disminuyó progresivamente en medio de traslados a la Grecia continental y, sobre todo, en medio del blindaje de esta ruta migratoria; el nuevo campo y sus habitantes fueron quedando en los márgenes de la atención mediática. Ahora hay cerca de 1.800 personas en un lugar que en enero de 2021 albergaba a unas 7.000 personas. La mayoría de quienes se encuentran aquí han huido de Afganistán (un 65%, según datos de Acnur de febrero), aunque también hay muchas personas procedentes de países como Somalia, Siria y República Democrática del Congo. El 27% son niños o niñas; las mujeres son el 23%, y los hombres el 50%.
Al principio, el suelo del campo era una alfombra de barro sobre la que se levantaron precipitadamente las hileras de tiendas. El primer invierno fue muy duro para sus residentes: el terreno quedaba inundado por las lluvias, había escasez de electricidad y las tiendas sufrían penosamente el viento que barre la zona sin descanso. En los últimos meses, y con el número de llegadas reducido al mínimo, las instalaciones han registrado cierta mejora. El suelo se ha cubierto con piedras y los contenedores-vivienda —los llamados isobox— ofrecen un refugio más sólido que las tiendas de antes; también hay más duchas y aseos, y en lo alto de un montículo se ha construido un terreno deportivo con una cancha de fútbol y otra de baloncesto.
Más que lo que hay en Mavrovouni, llama la atención lo que no hay: no hay basura visible, ni multitudes, ni gritos, ni se ven las largas filas que se asociaban a los campos de refugiados en las islas del Egeo. En la entrada de muchos isobox, generalmente reservados a las familias, descansan zapatos depositados por sus habitantes antes de entrar, a menudo al lado de carritos de niño o bicicletas. En un lateral del campo, en grandes tiendas comunes, se alojan los hombres solos. Es una zona más precaria: solo en el mes de enero sufrió dos incendios que, con apenas dos semanas de diferencia, destruyeron todas las pertenencias de decenas de sus residentes.
Dentro de los contenedores-vivienda se ven, pegados a la puerta, avisos en inglés y árabe con algunas normas: prohibido fumar, prohibido cocinar, prohibido colocar demasiados objetos alrededor del contenedor; prohibido conectar más de dos dispositivos a la red eléctrica, prohibido pasar la noche en el isobox para cualquier persona que no esté registrada en él; prohibido pasar más de cinco días fuera sin informar a los responsables del campo.
Sin punto de inflexión
Falta de libertad y una espera con final incierto: estos dos factores tienen un complejo impacto en la salud mental de las personas atrapadas en Lesbos. Lo explica Paolo Vanni, psicólogo de la organización Medical Volunteers International (MVI). Con su equipo, presta asistencia a menores cuyo futuro permanece aprisionado entre las alambradas del campo.
Paolo cuenta que, entre los niños y adolescentes, las experiencias vividas y la incertidumbre actual provoca a menudo dos tipos de reacciones: agresividad y aislamiento. Desde MVI trabajan para estabilizar sus síntomas, darles más herramientas de comunicación y hacer que sean capaces de expresar sus emociones. Algunos pequeños asisten a clases informales dentro del campo; otros, cuando la situación lo permite, van a clase en escuelas de Mitilini. También pueden participar en programas deportivos de distintas organizaciones. Sin embargo, el difícil contexto en el que transcurre su día a día allana el terreno para que se reactiven traumas del pasado, tanto en los pequeños como en los adultos.
—Para los padres también es muy complicado, necesitan mucho apoyo. Los hijos les preguntan, ¿por qué me habéis traído aquí? Y no encuentran las palabras para explicarles la situación. Se sienten culpables.
Entre los adultos, dice el psicólogo, el peso de la situación se manifiesta en estrés, en descuido, en falta de apetito, en dar vueltas sin cesar a los mismos pensamientos, en insomnio y miedo a atravesar el umbral del sueño por las pesadillas que vendrán. Cuando el campo de Moria ardió, muchos solicitantes de asilo pensaron que aquello iba a ser un punto de inflexión, que Europa iba a reaccionar. Pero no hubo ningún giro en las políticas de asilo: por el contrario, la construcción de Mavrovouni sirvió para bajar a tierra una política migratoria basada en el control y el aislamiento, en la que las solicitudes de protección internacional caen en un embudo administrativo cada vez más estrecho mientras las fronteras se siguen blindando. Este cierre gradual se plasma en las cifras: según Acnur, en 2015 llegaron por mar a las islas del Egeo más de 850.000 personas en busca de refugio; en 2019 la cifra había caído a menos de 60.000, en 2020 a unas 9.700 y en 2021 a poco más de 4.300. En lo que va de año se han registrado, oficialmente, 325 llegadas.
En el entorno de Lesbos, dice Paolo, muchos de los problemas de salud mental los sufren varones solteros que, al llegar a la isla, no tienen ningún tipo de apoyo en un mecanismo que los relega a los últimos puestos en la escala de asistencia social. Lo confirman también desde Médicos Sin Fronteras (MSF), que ofrece servicios de salud mental, sexual y reproductiva en Lesbos desde antes de que Moria quedase arrasado por el fuego.
—No saben nada sobre el proceso legal, no saben cómo funciona en general el proceso de asilo, ni dónde pueden pedir ayuda médica más especializada.
La psicóloga clínica Öznur Sayakci, responsable del programa de salud mental de MSF en Lesbos, cuenta que entre los pacientes que atiende la organización —actualmente cerca de un centenar— hay personas con alucinaciones, con flashbacks, con síntomas graves de estrés postraumático. En esas condiciones, son incapaces de llevar a cabo la imprescindible entrevista ante las autoridades que gestionan su proceso de asilo. También hay personas refugiadas, incluidas menores, que expresan ideas de suicidio y comparten un plan de acción para quitarse la vida. En el caso de los niños, niñas y adolescentes, dice la psicóloga, la tensión y las experiencias traumáticas se transforman en autolesiones, que pueden ir desde morderse los labios hasta hacerse heridas visibles, o golpearse la cabeza contra la pared.
MSF ya denunció el “alarmante” número de casos de problemas de salud mental en menores solicitantes de asilo en Lesbos en un informe publicado en 2021. En él detallaba que entre 2019 y 2020 la organización había tratado a 456 niños y niñas en el campo de Lesbos. De ellos, más de 120 habían experimentado autolesiones, ideas suicidas o intentos de suicidio.
El más joven tenía 6 años.
Cualquier país que no se parezca a esto
Wahida es afgana y lleva dos años y medio bloqueada en Lesbos. La entrevistamos en la misma sala del campo de Mavrovouni en la que hemos hablado con el expolicía Asif y su esposa Moslema. Wahida llegó a la isla en 2019 con su marido y sus tres hijos, que hoy tienen 13, 11 y 7 años. En los últimos dos años y medio ha visto cómo Grecia ha rechazado su solicitud de asilo dos veces. Mientras lo cuenta, saca una carpeta con papeles. Uno de los responsables del campo que supervisa la entrevista le pide que no nos muestre documentos; pero lo que Wahida quiere enseñar es una fotografía de su hijo mayor, Puria, en la que aparece conectado a un respirador de oxígeno en el isobox en el que viven. Dice que el adolescente sufre problemas respiratorios, que estuvieron en el hospital de la ciudad e incluso en Atenas, pero no consiguieron ayuda. También dice que el chaval padece problemas psicológicos graves y está medicado.
—Se niega a comer. Está muy deprimido por la situación. Repite que son dos años y medio en los que nadie nos dice nada.
Wahida dice que su hijo tiene “malos pensamientos” y, en ocasiones, sufre delirios. Sus problemas de salud mental empezaron en Moria, un lugar “terrible” en el que había peleas continuas. También su marido ha sufrido delirios: durante un largo periodo, escuchaba voces inexistentes que le llamaban y le pedían que les siguiera. “Todos tenemos pesadillas”, dice.
Cree que Mavrovouni es en este sentido mejor que Moria, que hay más seguridad y menos peleas, pero dice que aquí los problemas psicológicos persisten. La familia, estancada, ve transcurrir los días sin ningún plan. Le preguntamos adónde le gustaría ir si su proceso de asilo saliera adelante.
— A cualquier país, donde sea. Cualquier sitio, pero que no se parezca a este lugar.
***
Todos los que viven en Mavrovouni comparten el peso de la incertidumbre. Para Fadhila, de 66 años y procedente de Siria, el interrogante no está en el resultado de su solicitud de asilo: a ella ya se lo concedieron. Pero sigue anclada en este campo a la espera de que se resuelva la situación de un pequeño al que se refiere como su sobrino. Se llama Mohammed Nur, tiene 6 años y está bajo la custodia de una organización de menores en Mitilini, la capital de Lesbos.
Como miles de personas sirias en los últimos años, Fadhila huyó de un país en guerra y terminó subiendo a un precario bote en las costas turcas en dirección a una isla de la que no sabía nada. Viajaba con su madre —una anciana a la que vemos moverse con dificultad en el interior del isobox en el que vive Fadhila—, su hijo, su nieto y el pequeño Mohammed. Este fue criado por su madre y ella misma desde que tenía seis meses, nos cuenta. Llegaron a Lesbos el 3 de diciembre de 2019.
—El primer día, en cuanto nos registraron, nos quitaron al niño.
Lo cuenta entre lágrimas, y dice que desde entonces todo ha sido una batalla por recuperarlo. A ellos les concedieron el asilo hace nueve meses, pero no hubo ni rastro de los documentos del pequeño, dice. Se han embarcado en un proceso legal para recuperar al niño lleno de lagunas de información, en el que los abogados les advierten de que la decisión está en manos del Gobierno. Lo único que hace ella es esperar. Dice que al pequeño podían visitarlo en el centro de acogida de Mitilini dos veces por semana, pero que hace ya tres semanas que no lo ven porque han cancelado las visitas a causa de la pandemia.
—Ayer fuimos a la puerta [del centro] y nos dijeron que no podíamos verle por el coronavirus. Les dijimos que al menos nos dejaran verlo desde la puerta.
Pero no lo lograron, cuenta. A esto se suma que, cuando les dieron el estatus de refugiados, les cortaron la reducida ayuda económica que recibían mientras su solicitud aún estaba en el proceso de trámite: antes, quienes recibían el asilo contaban durante seis meses con una pequeña cantidad de dinero para facilitar su integración. El año pasado, el Gobierno de Nueva Democracia recortó esa asistencia a un mes.
—No sabemos qué pasará.
La estrategia del desgaste
Los muros invisibles en el camino hacia el asilo en Grecia están construidos con decisiones en apariencia pequeñas, que van desde el recorte de las ayudas a la exclusión de los servicios más básicos, el trato discriminatorio y la falta de información; todo ello cimentado en procesos administrativos que, a menudo, son de una lentitud y opacidad exasperantes y consumen los días de quienes esperan refugio.
—No puedo describir la situación a la que hemos llegado mi esposo, mis hijos y yo en esta prisión. La llamo prisión en todos y cada uno de los sentidos de la palabra. Más de dos años y medio de la vida de mis hijos se ha ido en esta cárcel. Tienen derecho a vivir una vida normal.
Munira es de Siria y tiene cuatro hijos. La conocemos en la fila de distribución de comida de Zaporeak, una oenegé que desde 2016 ayuda con alimentos cocinados a las personas en campos de refugiados de Grecia. Llega al punto de reparto, fuera del campo, empujando en un carrito a su hija menor, que dentro de poco cumplirá un año y medio. La pequeña nació tan solo diez días antes del incendio de Moria, donde Munira vivía con su familia desde su llegada a la isla: igual que a las otras 13.000 personas que entonces estaba en ese campo, el fuego les dejó al raso, con el bebé, durante varios días. Luego los trasladaron al nuevo campo de Mavrovouni. Al principio compartían una tienda con más personas, pero al cabo de un tiempo los trasladaron a un isobox. Munira habla de los cortes de electricidad y el calor, también de las peleas entre comunidades, pero tiene claro qué ha sido lo peor en los dos años y medio que lleva en Lesbos.
—Hemos tenido cuatro rechazos [de la solicitud de asilo]. No tenemos ninguna ayuda financiera, y ahora nos piden 100 euros para reabrir nuestro caso.
Se le rompe la voz cuando habla de la última medida impuesta por el Gobierno griego a los solicitantes de asilo, una ley que estos días en Mavrovouni está en boca de todos: la obligación de pagar una tasa de 100 euros si se quiere tratar de reabrir una solicitud —que se cierra tras un máximo de cuatro revisiones—. Esto supone, por ejemplo, que la familia de Munira debe pagar 600 euros para que su caso vuelva a ser estudiado y, eventualmente, readmitido a trámite. Ningún otro país de la UE contempla una tasa similar, que para la mayoría de las personas bloqueadas en Lesbos supone una cantidad inalcanzable. Tan solo Suiza impone una tarifa administrativa parecida, que en su caso es de 600 francos suizos (575 euros). Munira no esconde su frustración.
—Sufrimos mucho para llegar a esta tierra buscando seguridad. En la frontera entre Siria y Turquía sufrimos ataques. Después cruzamos el mar, ocho horas en un bote pequeño con un motor que falló. Aquella vez, mi marido, mis hijos y yo vimos la muerte de cerca. Aspirábamos a una vida mejor, pero nos encontramos con lo contrario de lo que habíamos imaginado. Pagamos todo el dinero que teníamos para intentar alcanzar una vida mejor, estabilidad. No para vivir en esta prisión. Cuatro negativas, ¿por qué?
Esta tasa, que para muchas familias cierra definitivamente las puertas al proceso de asilo, es la última medida del Gobierno de Nueva Democracia para complicar la senda del refugio y la integración. Son obstáculos administrativos que pasan casi inadvertidos y, por tanto, levantan menos polémica. En octubre del año pasado, además de recortar la asistencia financiera y alimentaria en los campos para quienes ya habían recibido su estatus de refugiado, lo hizo para aquellas personas que hubieran visto su solicitud rechazada. Hay otras medidas cuya importancia es en apariencia menor, pero que son un quebradero de cabeza para quienes han recibido el asilo. Por ejemplo, una vez reciben su tarjeta de identificación en Lesbos con su estatus, las personas refugiadas no reciben el pasaporte en la misma oficina: deben trasladarse a Atenas o a Tesalónica para recogerlo, en un viaje que muchos no pueden permitirse.
El deporte como salvavidas
—Respirad, sííí. Ahora tocamos el suelo con las manos, pierna derecha atrás, pierna izquierda atrás, ¡y aguantamos!
Una decena de personas, en su mayoría hombres jóvenes, sigue las instrucciones del monitor de yoga. En este gimnasio situado en una explanada elevada a pocos minutos de Mavrovouni se respira un ambiente de calma. Sobre un suelo acolchado rojo y azul, los hombres practican los ejercicios de distintas posturas: respirad, agachaos, manos al suelo, piernas extendidas, levantad el pecho. Respirad. Al terminar la clase, se tumban sobre las esterillas y se relajan unos minutos, mientras el monitor pasa a arroparlos con mantas, uno por uno.
La gran mayoría de quienes asisten a esta clase son solicitantes de asilo procedentes de Afganistán. Este gimnasio es una de las grandes vías de escape —a veces la única— para muchas personas refugiadas que esperan en Lesbos a que se resuelva su situación. Lo ha creado Yoga and Sports with Refugees, una oenegé que trabaja en la isla desde 2017 utilizando el deporte como herramienta para cuidar la salud física y mental de los solicitantes de asilo. Ahora hay unas 200 personas apuntadas de forma regular, pero por aquí han llegado a pasar más de un millar en un mes.
En la entrada, un voluntario sentado frente a un ordenador da la bienvenida a quienes llegan. Sobre la mesa se ve el horario de las clases de la semana: yoga, escalada, boxeo, circo, fitness, culturismo, acroyoga, kung fu, parkour… Clases de hasta dos horas que se suceden de forma ininterrumpida desde primera hora de la mañana hasta última hora del día. Todas son mixtas, a excepción de algunas marcadas específicamente con el aviso de “solo para mujeres”. La entrada es libre y, además de la ropa y el equipamiento deportivo, las personas que vienen aquí pueden obtener comida y una ducha caliente. Para algunos de los residentes de Mavrovouni, el gimnasio constituye un salvavidas para su salud mental.
—A veces vengo y hago cuatro clases seguidas, una después de la otra. Culturismo, boxeo, lucha libre… Algunos profesores me dicen que estoy loco.
Se ríe Toyalay mientras lo cuenta sentado en la explanada al aire libre frente al edificio que alberga el gimnasio. Es afgano y desembarcó en Lesbos el 28 de diciembre de 2019, tras pasar por Irán y Turquía. Recuerda el frío que hacía cuando llegó al campo de Moria y habla de las filas largas, de las duchas gélidas y de cómo al principio no tenían una tienda donde dormir. Elucubra sobre la autoría del incendio que destruyó el campo — “algunos decían que fueron los fascistas; la policía decía que no, que fueron los refugiados”—, y rememora la rapidez con la que se construyó el nuevo campo al que fueron trasladados. En su caso, a la zona de hombres solteros.
—Es un poco como Moria… La seguridad es mejor, pero a veces la gente se pelea y la policía lo único que hace es mirar.
Toyalay estudió dos años para ser dentista en Afganistán, aunque terminó en una empresa logística que trabajaba para Estados Unidos. Pero la situación “no era buena” y decidió marcharse. Su padre era militar del Ejército y sigue en su país. “Ahora, con la llegada de los talibanes, pienso mucho en él”. De momento han rechazado su solicitud de asilo dos veces; hace cuatro meses hizo una nueva entrevista, y desde entonces espera una respuesta. Dice que algunos amigos que la hicieron a la vez que él ya la tienen, y se pone nervioso al pensar en ello. Desde hace algunos meses, Toyalay es coordinador logístico del gimnasio gestionado por la oenegé, que le ha facilitado alojamiento en un piso en Mitilini compartido con otra media decena de refugiados que también son entrenadores.
—Cuando estaba en el campo solo hablaba sobre mis documentos, mi solicitud. En el gimnasio, mientras hago ejercicio, me olvido de la documentación, me olvido de los problemas en mi país.
A unos minutos de Mavrovouni se encuentra también el campo de fútbol Spanos. Allí entrena a grupos de niños y jóvenes del campo otra oenegé, Movement on the Ground, que con apoyo de la Fundación Barça utiliza el fútbol como herramienta de integración social a través del programa FutbolNet. La organización ofrece también apoyo psicosocial y lleva a cabo actividades dentro del Mavrovouni —que mantuvieron incluso en los meses más duros del confinamiento por la pandemia—, pero organiza las salidas de niños y niñas a Spanos para que tengan la oportunidad de salir, al menos por unas horas, de ese entorno.
Mohammed Khalaf es uno de los entrenadores. Es iraquí; lleva seis años en Lesbos y obtuvo el estatus de refugiado hace más de tres, pero decidió quedarse en la isla porque aún “había muchas cosas por hacer”, dice. Cuando habla de las situación de las personas refugiadas y las políticas migratorias, Mohammed utiliza el lenguaje del fútbol para llamar a la acción.
— El equipo de la UE debería estar en el terreno, no solo en la oficina; porque nadie sabe ni se imagina cómo vive la gente en el campo. Cuando tienes una buena casa, con una buena ducha y todo lo suficiente, no piensas en la gente que depende de ti. No hay acción en el terreno. Y los derechos humanos se quedan en palabras… no son algo real.
Centros cerrados y de acceso controlado
Mavrovouni se levantó, desde el principio, con la perspectiva de ser un campo provisional. En febrero de 2020, antes del incendio, las autoridades ya habían anunciado su intención de construir un nuevo centro “cerrado y de acceso controlado” para las personas que llegasen a la isla en busca de asilo. La idea ha estado rodeada de polémica desde que se planteó, y el rechazo a este centro lo comparten tanto los defensores de los derechos humanos como los grupos de extrema derecha, aunque por motivos muy distintos. Los primeros tachan este tipo de instalaciones, más restrictivas aún que Mavrovouni, de centros de detención, espacios de excepción donde los derechos quedan vulnerados. Los grupos radicales se oponen a que haya más campos que alberguen personas refugiadas en la isla, igual que parte de una población local que se siente abandonada por la UE y culpa a los migrantes de todos sus males.
Pese a la oposición local, el proyecto obtuvo el respaldo de la Unión Europea, que en marzo de 2021 anunció que destinaría cerca de 250 millones de euros para la construcción de cinco campos de este tipo en otras tantas islas del Egeo: Lesbos, Samos, Chios, Kos y Leros. La isla de Samos inauguró el pasado septiembre el primero de estos centros: un espacio cercado con alambradas de espino, con cámaras de vigilancia, escáneres de rayos X y puertas con cerraduras magnéticas de seguridad. El ministro griego de Migración, Notis Mitarachi, aplaudió con motivo de su inauguración este tipo de centros “modernos, seguros y de acceso controlado” y destacó que están fuera del tejido urbano y tienen estrechas medidas de seguridad “para proteger a los beneficiarios, a los trabajadores, pero también a las comunidades locales”. Multitud de oenegés y organismos de derechos humanos denuncian en cambio que se trata de prisiones para personas cuyo único crimen es buscar seguridad y estabilidad.
En el mapa de Lesbos, la ubicación exacta del previsto nuevo campo, al que irán destinados 87 millones de euros de la UE, es difícil de encontrar: se trata de un punto aislado en una zona boscosa del interior. A principios de febrero, la Policía detuvo a media decena de personas por quemar durante una protesta varias excavadoras en el terreno de construcción. Al intentar acercarnos a ese lugar, nos encontramos con que nadie conoce el nombre exacto de su ubicación; conseguimos llegar gracias a las indicaciones de los vecinos. Después de un largo recorrido por caminos de monte, sobrepasamos un vertedero y llegamos a un desvío custodiado por dos policías que, tras preguntarnos qué hacemos allí, nos impiden el paso. “Esto es propiedad privada”, dicen. Avanzamos un poco más y, a pie, nos adentramos en un desvío sin ninguna señalización. Después de una media hora, avistamos tras una valla un terreno con un par de excavadoras. Alrededor, solo hay pinos y algunos rebaños de ovejas.
Poco después, nos para de nuevo una patrulla de la policía. Piden nuestras identificaciones y carnés de prensa, revisan las fotos de nuestros teléfonos móviles y nos dicen que no podemos estar allí. “Propiedad privada”, insisten, aunque no hay vallas ni carteles que lo indiquen. Hablamos del nuevo campo, de que nadie quiere que se construya, de que la fecha de apertura, prevista inicialmente para septiembre de este año, será difícil de cumplir. ¿Por qué lo construyen en este lugar apartado?, preguntamos.
—¿Y dónde si no? —dice uno de los agentes.
Devoluciones en caliente
Fuera del ojo público, en territorio griego se lleva a cabo la práctica, tan oscura como ilegal, de las devoluciones en caliente. En febrero, el Alto Comisionado de la ONU para los Refugiados, Filippo Grandi, mostraba su “alarma” por los informes “recurrentes y consistentes” de este tipo de devoluciones ilegales en las fronteras terrestre y marítima de Grecia con Turquía, donde Acnur ha reportado al menos 540 casos desde principios de 2020. En Mavrovouni son muchos los que hablan de estas devoluciones, de los barcos interceptados en el mar y devueltos a aguas turcas, de los botes que han logrado llegar a la costa de Lesbos y cuyos ocupantes están escondidos para evitar que las autoridades los expulsen sin darles opción a presentar su solicitud de asilo.
Los informes sobre las devoluciones en caliente de Grecia en el Egeo son públicos; hay documentación gráfica, artículos de prensa, y la propia Acnur recoge denuncias de que, tras ser interceptadas, hay personas que son dejadas a la deriva en botes salvavidas o directamente en las aguas, “con un cruel desprecio hacia la vida humana”. Desde septiembre, según la agencia de la ONU, al menos tres personas han muerto tras ser devueltas de este modo.
Sobre estos casos informa continuamente la organización Aegean Boat Report, que monitorea y difunde los incidentes que se registran en el Egeo a partir de informaciones contrastadas desde el terreno. Su fundador, el noruego Tommy Olsen, que trabajó como voluntario en Lesbos entre 2015 y 2016, critica con dureza unas devoluciones en caliente que en su mayoría, dice, se producen en pleno mar y ponen en riesgo numerosas vidas.
—Los rechazan y los meten en lanchas, sin chalecos salvavidas. No tienen documentos, les quitan los móviles y no pueden pedir ayuda: quedan totalmente abandonados. Si tienen suerte, serán recogidos por los guardacostas turcos.
Por teléfono, Olsen detalla que las devoluciones se practican de forma indiscriminada, incluyendo a menores o mujeres embarazadas. Cada semana, su oenegé recibe numerosas llamadas de socorro, fotos y vídeos de los teléfonos móviles de personas refugiadas en situaciones de riesgo. También dan cuenta de los naufragios: este mismo 1 de marzo, la oenegé informaba de al menos siete cuerpos sin vida hallados en una playa cercana a la capital de la isla. Olsen cuenta que en los últimos meses se ha detectado un aumento de intentos de alcanzar las costas griegas en barcos en pésimas condiciones que deberían ir al desguace.
—Están en muy mal estado, pero los traficantes de personas los utilizan. Tienen capacidad para veinte o treinta personas y los traficantes embarcan incluso diez veces más. El riesgo de que vuelquen es muy alto.
Le preguntamos por el papel de Frontex, la agencia europea de fronteras, en las devoluciones en caliente en esta zona del Egeo, y suelta una carcajada.
— ¿Frontex? En este lugar Frontex tiene su mayor despliegue. Tienen drones, tienen helicópteros. Pero son ciegos y sordos. Nunca ven nada.
***
A pocos kilómetros de Mavrovouni, en la explanada que ocupaba el campo de Moria, aún se ve entre los escombros el rastro de las vidas que pasaron por aquí. Alambradas oxidadas, ropa, zapatos, restos de aparatos electrónicos, cepillos de dientes, juguetes, cuadernos, carpetas de documentos con datos personales de las personas que buscaron refugio y se encontraron con un sistema que los dejó estancados: registros de entrada y salida, del número de nuevas llegadas, de menores no acompañados, de traslados en autobús.
La hierba ha crecido y ahora avanza sobre los restos del que fuera símbolo del fracaso de las políticas migratorias europeas.