La ‘jungla’ de Europa

El campo de Calais, a tres horas de París, recuerda a Europa la crisis de refugiados que sufre el mundo

La ‘jungla’ de Europa
Salvador Banyó

Intentan cualquier medio de cruce, trenes o camiones. Incluso a pie o nadando. Pero eso solo durante unas horas. El resto del día lo pasan en el campamento, en La Jungla. Un nombre revelador para un insólito campo de refugiados situado en pleno corazón de Europa, a tan solo tres horas de París.

Nadie sabe a ciencia cierta por qué lo bautizaron así: unos dicen que fue la gente del pueblo, otros que los voluntarios y otros que los propios refugiados. Hay quien se sigue refiriendo al campo como Sangatte, el antiguo centro que arrancó en 1999 y que acogía cerca de 600 personas. Hoy son más de 3.000 en este espacio abierto y rodeado de hierbas altas que, con un nombre u otro, se ha convertido en un lunar para las autoridades francesas y en un recordatorio al público europeo de que, aunque normalmente no lo vea, este es el momento desde la Segunda Guerra Mundial con mayor número de refugiados y desplazados.

Un mapa etnográfico a pequeña escala donde se pueden leer algunos de los peores conflictos y grandes éxodos de los últimos años.

Llegan hasta aquí huyendo de los conflictos y la persecución política en Siria, Sudán o Eritrea. Creen que es su última parada en unas rutas migratorias que empezaron miles de kilómetros atrás. La meta está al otro lado del Canal de la Mancha, en Reino Unido, donde les han dicho que encontrarán trabajo sin necesidad de papeles y que quizá tengan derecho a unas supuestas ayudas para rehacer sus vidas truncadas. Pero no les avisaron del precio que todavía tendrían que pagar para llegar hasta allí. No hay cifras oficiales de cuántas personas pasan por La Jungla ni de cuántas se dejan la vida, pero según la asociación Calais Migrant Solidarity tan solo en el mes de julio han muerto ocho personas y otras nueve el mes anterior.

La falta de respuesta gubernamental y el crecimiento imparable de refugiados llevó a cuatro ONG (Solidarités International, Médicos del Mundo, Secours Catolique y Secours Islamique) a unir sus fuerzas para dar forma a esta nueva jungla que abrió a principios de 2015 y cuyos habitantes temporales se han organizado por barrios en función de su procedencia.

El barrio afgano

—As salam u aleikum

Alí saluda desde detrás de la nube de humo que sale de la sartén. En ella revuelve con energía cebolla, patatas y huevos, al tiempo que vigila que el té hierva correctamente.

—Wa aleikum salam.

— ¿Os apetece pasar y tomar un té?

El bar de Alí está situado en la entrada del campamento. Marta Arias

El interior de su tienda es sorprendentemente acogedor. Los zapatos se arremolinan en la entrada y el interior está alfombrado con telas de colores inconexos que a su vez recubren un par de manteles de hule sobre los que Ali va colocando tazas de té.

Con un bolígrafo verde anota meticulosamente en un cuaderno muy fino y morado las consumiciones que va repartiendo. La tienda de Alí es lo más parecido a un bar de pueblo. La gente va y viene. Se saludan, bromean y beben té sentados en su suelo mientras charlan de lo que podría charlar cualquier vecino. Nadie habla de los saltos si no se pregunta por ellos. Forman parte de la rutina y están interiorizados hasta el punto de ser una parte más del día que no merece ni ser mencionada.

En el interior de la tienda un hombre duerme profundamente envuelto entre mantas, ajeno a la cháchara que se ha formado a su alrededor. Dos chicos pasan, se sientan junto a él y le miran divertidos mientras esperan su plato de comida.

Todos son afganos. Esta zona del campamento es quizá la más hermética y la que más homogeneidad presenta. También la que parece más organizada: a lo largo de su calle principal se suceden toda suerte de provisionales establecimientos montados dentro de las casetas temporales. Tras ellas, todas las tiendas de campaña que sirven de viviendas.

Junto a la entrada de la tienda de Alí, dos trabajadoras de la ONG Solidarités International aprovechan la pausa para beber su té y ponerse al día de las novedades ocurridas durante la semana, pero su conversación es interrumpida por un anciano de pelo y barba blanca. Quiere hacerles un encargo pero no habla inglés ni francés y le cuesta describirlo. Alí intenta ayudar con la traducción pero no conoce la palabra exacta.

La única frase que es capaz de repetir sin problema, y a menudo, es “el dinero no es problema”.

Fue la primera vez que escuchamos esa expresión, pero no sería la última en el barrio afgano.

En el cuaderno de anotar las consumiciones, Alí garabatea algo parecido a unas baterías y pone fin al misterio. Quieren una pilas especiales para unas lámparas de jardín que les permitan iluminar la noche. Cuentan que cuando se pone el sol, la oscuridad se apodera del campamento. Señalamos las farolas de la entrada. Aseguran que no se encienden.

Mientras las cooperantes buscan en sus smartphones los modelos de lámparas disponibles, Nawrouz llega con un billete de 500 euros. Alguien le ha pagado con él y quiere saber si es verdadero. Lleva una camiseta de un color rosa muy chillón y una gran cadena en el cuello. Contrasta con su pelo negro, su piel tostada y su sonrisa bromista.

Nos invita a pasar por su “bar”, situado solo unos metros más allá del de Alí. En realidad no es suyo. Es de un amigo que se ha ido unos días a París a arreglar unos papeles, así que él se encarga de cuidarlo en su ausencia porque no tiene “nada mejor que hacer aquí”.

Una caseta convertida en restaurante afgano. Marta Arias

En cuanto cruza el umbral de la tienda, Nawrouz se transforma y parece sentirse más seguro y cómodo al contar su historia. Lleva semanas en La Jungla y planea darse media vuelta en cuanto le sea posible. Dejó Afganistán junto con su hermana alentado por su padre, que temía lo que pudiera ocurrirles si se quedaban. Ella se fue a Pakistán y él a la India para estudiar Ciencias Políticas.

De allí viajó a Italia, adonde llegó sin saber ni una palabra del idioma y ahora, dice, sabe hasta insultar como los locales. Asegura que habla nueve idiomas, y deja constancia de que así es al menos con el inglés, el italiano y el árabe. “Yo sólo quiero continuar mis estudios, no quiero ir a quitarle el trabajo a nadie”. Por eso se dirigía hacia Inglaterra hasta que Calais se cruzó en su camino y se quedó atrapado durante semanas.

Pocos días después de él, también llegó una noticia al campamento: sus padres habían sido asesinados por los talibanes. Él no pudo moverse de Calais.

El barrio eritreo

“Bienvenidos a la embajada eritrea". Marta Arias

Los eritreos son los más dispersos por el campo, repartidos a lo largo de varias islas. Pero nada más salir del barrio afgano, hay una construcción que llama la atención entre las tiendas de campaña negras y azules. Es una estructura más alta que las demás, recubierta de una tela impermeable blanca y coronada por una gran cruz hecha con dos listones de madera. Es una iglesia.

En su interior, varios hombres eritreos y algún etíope se afanan en colocar los últimos materiales recibidos. Uno de ellos se presenta orgullosamente como el arquitecto al tiempo que se apresura a señalar que las semanas de construcción que lleva invertidas hubieran sido apenas unos días en su país y con los materiales adecuados.

La iglesia construida con materiales reciclados y donados. Salvador Banyó

Justo en la otra punta del campamento, bordeando el extremo opuesto del barrio afgano, se encuentra otro pequeño islote de casetas eritreas. De una de ellas salen cánticos, sonidos acompasados de palmas y un ambiente festivo que dista mucho del estado de ánimo reinante en el resto de La Jungla.

Dentro hay una decena de jóvenes que rondarán los veinte años. La cerveza caliente y aguada pasa de mano en mano, de la botella de vidrio a vasos de plásticos. Por un momento Francia ha quedado muy lejos y parece que estamos en África.

Todos cantan y ríen. Todos menos Ana, que no se ha movido del quicio de la puerta desde que hemos entrado. Sus contribuciones a los cánticos del grupo se interrumpen por gestos de preocupación. En uno de esos parones, nuestras miradas se cruzan y me pide acompañarla fuera de la caseta. Allí confiesa el motivo de su inquietud.

“Esto no es lo habitual. No quiero que la gente piense que somos unos borrachos que estamos aquí todo el día bebiendo y cantando esperando a la noche para tratar de cruzar. Esta semana ha sido muy dura ¿sabes? No solo porque nadie ha logrado su objetivo en la frontera, sino también porque el padre de uno de los que están ahí dentro ha muerto y él estaba aquí cuando ocurría. Ha sido una semana muy dura. Lo necesitábamos”.

Necesitábamos dejar nuestra cabeza en blanco durante unas horas. Ha sido una semana muy dura.

Tres etíopes pasan frente a su casa cargados con garrafas de agua. Recorren el camino de vuelta a su barrio. Ana los mira sin cambiar el gesto. Calais es el lugar donde algunas fronteras se borran.

El barrio etíope

En la entrada del barrio etíope hay una de las casetas más peculiares de todas: de su fachada cuelgan macetas con plantas y flores, como si de una residencia habitual se tratara. Junto a ella está sentado Ahmel, que apoya su pierna sobre otra silla. Está escayolada. Tuvo una mala caída jugando a fútbol y el médico le ha dicho que tiene para unos tres meses. “¡Y ni siquiera ganamos el partido!”.

No quiere salir en fotos ni que le grabemos su voz. Tiene miedo de que le pueda causar problemas, pero también de que le reconozcan en casa. En la época de las redes sociales, muchos se afanan en ocultar la realidad que están viviendo a quienes se sacrificaron en casa para que ellos pudieran tener una oportunidad.

El viento derribó este árbol en el barrio etíope. Salvador Banyó

Céline Morin, responsable de la ONG Solidarités International, lo confirma. “Soy amiga de algunos de ellos en Facebook y al principio me llamaba mucho la atención las fotos que colgaban: desde la playa, paseando, con otros chicos del campamento como si estuvieran con amigos en cualquier sitio… Nada parecido a La Jungla. No quieren preocupar a sus familias”.

Mientras Ahmel cuenta su historia, se acerca curiosa una chica. Lleva un gorro de lana y los puños apretados en los bolsillos. Hoy Calais se ha levantado con su habitual y desapacible clima atlántico. En comparación son pocas, pero también hay mujeres en La Jungla. Según datos de la asociación France Terre d’Asile, en noviembre de 2014 suponían el 14% del total.

La chica se llama Woma. Dice que lleva una semana en Calais y que desde que llegó ha intentado cruzar cada noche. Ha fracasado en todas las ocasiones, pero hoy lo intentará de nuevo. “Tengo que hacerlo. Lo intentaré hasta que lo consiga”.

El barrio sirio

En este lugar donde la geografía sigue sus propias reglas, Etiopía hace frontera con Siria. Aquí está uno de los grupos más numerosos y aunque hay algunas casetas a su alrededor, la mayoría comparten un mismo techo en una de las barracas más grandes de todo el campamento.

Un refugiado recoge su ropa tendida junto a las tiendas sirias. Salvador Banyó

“Yo lo que quiero es que Francia envíe su ejército a Siria y eche de allí a Bachar al Assad”. El autor de esta frase apenas tiene seis años y se llama Yessan. La inocencia de sus ojos pasa a un segundo plano en cuanto comienza a hablar. Dice que él solo quiere volver a su casa porque echa de menos a su abuela y sus juguetes. Y que quiere visitar a sus amigos del colegio, a Mohamed y Bessim, pero no para jugar con ellos. Quiere visitar sus tumbas y rezar por ellos, porque también fueron asesinados. Yessan ha dejado de tener seis años.

“Yo solo quiero que toda la gente que está aquí pueda volver a Siria en paz”.

“Y que no volvamos a escuchar las bombas nunca más”, añade una voz espontánea que escuchaba la conversación.

Junto a Yessen sigue la conversación muy atentamente otro niño algo mayor que él. Se llama Hassan, tiene trece años y dice que sus sueño es poder ser médico cuando crezca. Lleva 25 días en Calais. Llegó aquí con sus padres muy enfermos tras caminar kilómetros y kilómetros huyendo de su país.

El corrillo de personas que se acercan a la charla en el interior de la tienda va creciendo. Todos tienen alguna historia salpicada de horror que contar, como el hombre cuyos ojos color miel desaparecen tras las lágrimas al contar cómo violaron a su mujer ante él y ahorcaron a su hijo por tener una enfermedad mental. El adolescente que lo único que recuerda de su hogar es el sonido de los gritos. O el que habla de las decapitaciones en su pueblo y cómo usaban las cabezas cortadas para jugar a fútbol.

En el interior de esta tienda conviven mujeres, hombres y niños sirios. Salvador Banyó

Pero entre ellos hay alguien que, pese a buscar lo contrario, destaca. Se llama Fátima, tiene 24 años y está embarazada de cinco meses. Sabe que sus padres perdieron la vida en una explosión que derribó su casa pero no ha tenido noticias de su marido desde que se casaron. No sabe si está vivo o muerto y ella, en su avanzado estado, no puede intentar cruzar ni tampoco volver a casa. Está atascada en este limbo. Cuando llegó a Calais, durmió durante cinco días en la calle hasta que encontraron una tienda de campaña vacía que colocaron en el interior de la caseta para que pudiera tener intimidad. Es tímida y solo habla árabe. El hombre que se ofrece a traducirla, Salim, intercala su propia indignación entre las palabras de Fátima. “Este no es lugar para ella ni forma de pasar un embarazo. Debería estar en su casa, con su familia. Su preocupación debería ser escoger la ropa para su bebé y preparar su nacimiento. Tendría que tener revisiones médicas regulares. Ayer no comió nada en todo el día. Tendría que estar en cualquier otro sitio. En cualquier sitio menos aquí”.

El barrio sudanés

“La policía me paró. Me echaron gas en los ojos, me metieron en un coche y me llevaron a la comisaría. Me preguntaron la edad y la nacionalidad. Les dije que tenía 16 años y que era eritreo”.

En esta declaración de Ahmad — cuyo nombre real no quiere revelar — se esconde una mentira que él mismo nos confiesa. Su país de origen no es Eritrea, sino el vecino Sudán. Pero lo primero que aprendió al llegar a Calais es a ocultarlo. “Si te para la policía, no digas que eres sudanés. Miente. Di que eres eritreo. A los eritreos no les pasa nunca nada, pero a los sudaneses los retienen todo lo que pueden”. parafrasea el adolescente recordando el primer consejo que recibió nada más llegar aquí.

A la mañana siguiente de su detención, la policía se presentó con un traductor eritreo. No era el primero que intentaba la argucia y querían que él mismo se delatara. El traductor comenzó a hablar en el idioma de la tierras altas, y el joven reaccionó rápido diciendo que venía de las tierras bajas. Allí hablan árabe, como él. En 19 horas estaba fuera. Ahmad asegura que si hubiera confesado su auténtica nacionalidad, le habrían retenido durante cuatro o cinco días.

Los sudaneses son uno de los grupos más numerosos. Salvador Banyó

Entre la policía francesa existe la creencia de que los sudaneses crean problemas, pero los cooperantes que trabajan con ellos en el campo dicen que es todo lo contrario. Él mismo lleva diez días viviendo aquí y niega haber visto ningún tipo de altercado.

En el barrio sudanés es precisamente donde se sitúa la escuela. “Laica ¿eh? Para que todo el mundo pueda venir”, se apresura a matizar Zumako. Este nigeriano — el único en La Jungla por ahora, según sus palabras — construyó esta pequeña barraca y la abrió hace tres semanas. En ella dan clases profesores voluntarios venidos de Calais y de los pueblos aledaños. Les enseñan sobre todo a hablar correctamente el idioma, tanto inglés como sobre todo francés. Una pizarra blanca en el exterior anuncia los horarios de clases semanales, e incluso tienen un grupo en Facebook donde cuelgan los programas de clases.

Voluntarios de Calais y pueblos cercanos acuden cada semana a esta escuela para dar clase a los refugiados. Salvador Banyó

Un grueso candado cuya llave custodia Zumako protege el valioso interior. Los mapas, dibujos, cuadernos y bolígrafos han sido donaciones de gente del pueblo. También las sillas y mesas. Casi todos los que acuden a estas clases son adultos y hombres. “No queremos hacer distinciones de ningún tipo, pero eso nos está costando que las mujeres sean más reacias a venir porque no se sienten cómodas compartiendo pupitres con los varones”, cuenta Lucy, una de las profesoras voluntarias.

A escasos metros hay una curiosa casa que emula una vivienda tradicional sudanesa. A su propietario lo conocen como “el artista” y la entrada está salpicada de pizarras con frases reivindicativas. “Aquí vendemos la vacuna contra el racismo”, dice una de ellas.

“Aquí vendemos la receta contra el racismo”, rezaba esta pizarra medio borrada por la lluvia. Salvador Banyó

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