Publicamos esta investigación en abierto por su interés público. Apoya a 5W y a Baynana para que sigamos haciendo periodismo.
Varios supervivientes del naufragio del 14 de junio en el mar Mediterráneo denuncian que la actuación de la Guardia Costera griega provocó el hundimiento del pesquero con 750 personas a bordo. En concreto, explican que el buque griego lanzó un cabo al pesquero y luego tiró de él a gran velocidad. Las autoridades griegas niegan que los guardacostas provocaran el naufragio o que intentaran remolcar el barco, y aseguran que los pasajeros querían seguir navegando y llegar a Italia. Pero los supervivientes ofrecen detalles concluyentes sobre la situación de emergencia que se vivía en un barco que necesitaba ayuda de forma inmediata.
Baynana y 5W han reconstruido el naufragio a partir de entrevistas en profundidad con siete de los supervivientes (los nombres que aparecen en este reportaje son falsos para proteger su identidad). Centenares de hombres, mujeres y niños iban empaquetados en un pesquero de fabricación egipcia como si fueran mercancía. Solo 104 sobrevivieron. El barco salió de Libia y tenía, efectivamente, como destino Italia. Por el camino se quedaron sin agua ni comida. Unos bebieron orina, otros se desmayaron, algunos incluso tomaron leche del pecho de una mujer. Pidieron socorro. Algunos buques les ofrecieron agua y comida. Fueron vigilados durante horas, pero nadie los rescató. Ya había muertos antes del hundimiento debido a la situación desesperada que se vivía a bordo. No hay imágenes públicas del momento del naufragio, que tuvo lugar a unas 50 millas de las costas del Peloponeso, en uno de los puntos más profundos del mar Mediterráneo. Nuestra investigación revela que las autoridades griegas confiscaron los móviles de los supervivientes. Sea cual sea el papel de la Guardia Costera griega en la tragedia, este relato coral deja en evidencia, al menos, su negligencia.
El pesquero hundido el 14 de junio en el mar Jónico es el símbolo de una época. La ruta de la muerte que recorrieron los centenares de pasajeros de ese barco azul explica por qué otros 27.000 han desaparecido en el Mediterraneo desde 2014. Todo se concentra en este naufragio: el fracaso de las políticas migratorias europeas para acoger a fugitivos de la guerra y el hambre, el desprecio a las vidas que no sean europeas, la sustitución del concepto de salvamento marítimo por el de “protección” de las fronteras, la humillación de quienes migran, la perversión y el enriquecimiento de las redes de tráfico de personas.
Esta es, paso a paso, la ruta de la muerte que describen los que lograron salir de ella con vida.
Naves para animales
Para la mayoría de quienes iban en el pesquero, el miedo, la angustia y los maltratos comenzaron antes de zarpar. Los testimonios recogidos por Baynana y 5W revelan que parte de los pasajeros había permanecido semanas e incluso meses encerrados en naves o almacenes cercanos a la ciudad libia de Tobruk, en condiciones lamentables y sufriendo abusos y violencia, a la espera de embarcar.
El cabecilla de una de las redes de traficantes era conocido como Abu Nibal, según coinciden varios de los supervivientes. Tres de ellos —Akram, Khaled y Ahmed— cuentan cómo la red que lideraba este contrabandista de personas los recogió, por separado, en el aeropuerto de Benghazi, la segunda ciudad de Libia, en el este del país. Desde allí los tres fueron trasladados, en momentos diferentes, a la ciudad portuaria de Tobruk, desde donde los llevaron a una nave preparada para acoger animales.
“Eran espacios habilitados para gallinas, vacas e incluso camellos. Estaba todo muy sucio”, cuenta Khaled. Allí les quitaron los teléfonos móviles y los encerraron. Estaban totalmente aislados: “Si hubiera habido una guerra fuera, no nos habríamos enterado”, dice Akram. Él permaneció allí ocho meses recibiendo golpes, amenazas e insultos. “No distinguíamos la noche del día”. Ahmed estuvo un mes encerrado allí; Khaled, mes y medio. Los abusos eran constantes. “Estaba prohibido hasta toser: si te oían, los traficantes entraban y te pegaban”, dice Khaled. Sus captores iban armados, algunos eran menores; durante el tiempo que él estuvo allí hubo robos y violaciones. Recibían solamente una comida al día —habitualmente una hogaza de pan y un pequeño trozo de queso, dice Akram—, y no podían hacer sus necesidades básicas cuando lo necesitaban. A menudo debían hacerlas dentro de la misma nave, donde comían y dormían, y el lugar se llenó de putrefacción y enfermedades como la sarna, cuenta Akram. Allí vieron personas de muchas nacionalidades, entre ellas pakistaníes, sirios y sudaneses.
A lo largo de los ocho meses que Akram estuvo encerrado, algunas personas preguntaron en varias ocasiones el porqué de esa espera tan larga. La respuesta de los traficantes era que esperaban el visto bueno de las milicias: “Las responsables eran milicias armadas y bandas afines al Gobierno de Hafter [el mariscal Jalifa Hafter, que controla el este de Libia]”, dice Akram. Khaled también asegura que había soldados del Ejército de Hafter: “Era algo público, todo el mundo lo sabía [el contrabando de personas], incluido el Gobierno”.
No todos los que viajaban en el pesquero se quedaron en este tipo de naves: algunos que habían desembolsado cantidades mayores pudieron esperar en apartamentos en Tobruk, dice Lawand, otro de los supervivientes. Él llegó al aeropuerto de Benghazi y desde allí le trasladaron a un edificio de apartamentos. “En cada apartamento había gente como nosotros, personas que querían dejar el país. Egipcios, pakistaníes, sirios… Había más de 40 personas en cada apartamento”. Lawand permaneció allí 15 días. Cuando preguntaban cuándo iban a partir, los traficantes les decían que debían esperar.
Los supervivientes entrevistados coinciden en que pagaron a los traficantes entre 4.000 y 4.500 dólares por el viaje truncado desde Libia a Italia. Antes habían tenido que costear el desplazamiento a Libia desde sus lugares de origen, algo que osciló entre los 1.700 y los 4.000 dólares. A cambio de ese dinero, los traficantes les aseguraron que viajarían a Italia en un barco con un máximo de 400 personas, provisto de la comida y el agua suficiente, en una travesía que se prolongaría entre dos días y dos días y medio. “No vimos ninguna de esas promesas. Nada”, dice Lawand, que viajaba con su amigo Kawa y su primo, que moriría en el naufragio.
El relato de los supervivientes del momento en que los traficantes los llevaron hasta la playa de la que zarparían varía tan solo en los detalles: a todos les instaron a salir una noche, sin previo aviso y sin darles explicaciones. Lawand cuenta que a él y a sus acompañantes les avisaron a medianoche: debían salir de inmediato. Viajaron desde el apartamento en un taxi cerca de una hora y media, hasta una explanada en la que había mucha gente. “Estaban contando cuántos éramos. Nos preguntaban de qué traficante veníamos, con quién estábamos…”, dice Lawand. Al rato llegaron unos camiones a los que les hicieron subir. “Creo que en cada camión había más de 200 personas, íbamos todos hacinados”.
A Akram y sus compañeros les devolvieron los móviles que les habían arrebatado al encerrarlos en las naves de animales. Ahmed cuenta que a ellos los trasladaron desde esas naves hasta un lugar cercano a la costa en un camión para transportar alimentos: iban dentro de una cámara frigorífica totalmente sellada. “Éramos muchos e íbamos amontonados, el espacio no era suficiente. Sufrimos muchos problemas para respirar, algunos de nosotros nos asfixiábamos”, dice.
Una vez cerca de la costa, los traficantes dividieron a todos en grupos y les hicieron marchar deprisa monte a través, con amenazas y presiones, por caminos de tierra hasta llegar a la playa. Había personas que portaban mochilas con alimentos o chalecos salvavidas, pero los traficantes no les permitieron llevarlas. “Yo tenía una mochila y me dijeron que tenía que tirarla porque ocupaba el espacio de una persona. Incluso nos quitaron los chalecos salvavidas [que algunos llevaban], no se nos permitió llevar nada con nosotros”, dice Akram.
Lawand confirma que tampoco a ellos les dejaron llevar mochilas con comida y bebida. “Nos obligaron a dejarlas. Ahí comenzó el miedo: empezaron a pegarnos y a hablarnos mal. Entonces pensamos: no vamos a subir. Si esto empieza así, ¿cómo va a seguir? Pero no podíamos decir que queríamos regresar. No había posibilidad de volver”, dice Lawand. A golpes o con amenazas, obligaron a todos a continuar. “Hubo gente que pidió a los traficantes volver. Los llevaron a la fuerza”.
En la playa esperaban un par de botes con capacidad para unas cincuenta personas cada uno; les dijeron que esos botes los transportarían hasta el pesquero, que les esperaba a una distancia prudencial de la costa. Había una multitud. Los traficantes iban eligiendo grupos para subirlos a los botes, pero pedían más dinero: quienes pagaban podían embarcar antes. Mustafá recuerda que la gente levantaba las manos, mostrando el dinero con desesperación. “Sabíamos que si el barco se llenaba no podríamos montarnos y nos tendríamos que quedar en Libia. Y quedarse significaba ser secuestrado y que extorsionaran a tu familia pidiéndoles dinero. Lo hemos visto”, dice Mustafá. Así que también él y sus compañeros sacaron más dinero. Eran un grupo de siete u ocho personas y pagaron 50 dólares. Montaron entonces en el bote que les debía llevar al pesquero; pero una vez en el agua, los traficantes exigieron otro pago. “Les dimos 40 dólares más, y después de 10 minutos llegamos al pesquero”. Todos los supervivientes confirman que pagaron entre 50 y 100 dólares para que los botes los trasladaran hasta el pesquero. “A quienes se negaban a pagar más, les daban palizas o les robaban”, dice Akram.
El pesquero
Los abusos siguieron una vez subieron al pesquero, una nave azul de 30 metros de eslora y tres niveles: la cubierta superior, otra inferior con un espacio cerrado y la bodega.
“Llegar al barco implicaba empezar a gritar entre la gente. Había niños, familias. A quienes llegaban los bajaban a la bodega. Solo si pagabas podías estar en cubierta”, cuenta Mustafá. “Nosotros éramos tres. Bajamos; yo pensaba que el espacio iba a estar bien. Pero llegué y vi allí a mucha gente, sobre todo de Pakistán. No sé cuántas personas exactamente, pero creo que más de 200. No había ningún sistema de ventilación ni ventanas. Hablé con los traficantes y les dije que tengo asma, que quería subir. Me dijeron que para eso tenía que pagar. Les di 100 euros por las tres personas que íbamos juntas, y nos dejaron subir”.
“Había un hombre en cubierta”, relata Khaled. “Empezó a pegarnos y nos llevó a la bodega. Mi primo y yo decidimos salir de ahí e ir juntos arriba sin que nadie nos viera y sin pagar nada. Salimos, subimos y vino un traficante. Nos empezó a pegar y nos amenazó con un cuchillo. Vimos que estaba recogiendo dinero de la gente. Mi primo habló con él y le dio 100 dólares para permitirnos estar ahí a los tres [ellos dos y un tercer primo]”.
Todos los entrevistados confirman que pagaron para salir de esa bodega y poder viajar en cubierta, lo que terminaría por salvarles la vida. “Algunos amigos que hicieron el viaje antes nos habían dicho que no aceptáramos quedarnos abajo”, dice Akram, que también pagó 100 dólares para poder ir arriba. “Empezaron a colocar a la gente en la cubierta. Llevaban palos, y si alguien no les respondía le golpeaban con fuerza en la cara, le insultaban”.
Los testimonios coinciden en que en el barco viajaban muchas más de las 400 personas que les habían dicho. “Íbamos unas 750 personas de distintas nacionalidades: sirios, egipcios, pakistaníes, palestinos…”, dice Akram.
En la bodega del barco la situación era mala, ratifica Khaled. Cuenta que a las familias las metieron en el espacio cerrado bajo la cubierta superior: solo había unos agujeros para que entrara algo de aire. Viajaban al menos siete familias numerosas procedentes de Siria, según los testimonios. Entre sus integrantes había mujeres, niños y niñas.
“Nos habían dicho que éramos 400 personas, pero había muchas más; y también nos dijeron que el Gobierno de Libia iba a estar [controlando la operación]. Pero después de ver a esas personas, el maltrato, esa basura… Nos quedamos desconcertados. Si hubiéramos sabido que aquello iba a ser así, no habríamos venido. Pero no habíamos visto el riesgo”, dice Lawand. Él y sus compañeros pagaron 200 dólares para estar en cubierta, donde no dejaba de llegar gente. Iban todos sentados en el suelo uno al lado del otro, con las piernas encogidas y pegadas a la barriga.
El pesquero, cargado con más de 700 vidas, zarpó al amanecer.
Relato de un naufragio
Tras el caos inicial, los supervivientes coinciden: “El primer día todo iba bien”. Mar tranquila. Recibieron comida y agua. El barco seguía su rumbo. El segundo día las cosas empezaron a torcerse. “Había olas muy altas y uno de los traficantes se nos acercó y nos dijo que estábamos perdidos en el mar”, dice Akram. “El pesquero empezó a girar alrededor de sí mismo. Nos dimos cuenta porque veíamos los mismos barcos en el lado izquierdo y luego en el derecho”, conviene Ahmed. Fue entonces cuando empezaron a escasear la comida y el agua. Pese a ello, intentaron no perder los estribos, porque aún quedaba mucha navegación por delante. “Todo el mundo tenía miedo. Pero aceptamos la realidad que estábamos viviendo y empezamos a calmarnos los unos a los otros”, dice Hasán.
El tercer día se acabaron la comida y el agua, y a partir de entonces la situación se hizo insostenible. Ahmed recuerda que había un tanque con agua sucia en el que los traficantes orinaban, y que al tercer día mucha gente se vio obligada a beber de él. El sol era abrasador y la noche inclemente. Empezaron los vómitos y los desmayos. “Bebíamos agua del mar”, dice Lawand. “Atábamos las botellas con cuerdas y las tirábamos al mar para recoger agua”. En ocasiones usaban dátiles para mezclarlos con el agua marina y que no supiera tan salada.
Todos los supervivientes con los que hemos hablado iban en la cubierta —sobrevivieron precisamente por eso— y tienen información limitada sobre lo que pasaba en la bodega, donde la tragedia ya se estaba incubando en el cuarto y quinto día. “Había mucha gente enferma y nos dijeron que un pakistaní murió en la bodega. Luego decían que había más muertos, pero no lo vimos. Cinco o seis…”, dice Khaled. Las condiciones del viaje tampoco eran óptimas en la cubierta. “No podías dormir estirado. Si dormías, te venían a pegar”. La situación ya estaba fuera de control. “Había hasta ataques de locura. Ataques nerviosos y alucinaciones. Vi cosas que no había visto en mi vida”, dice Lawand.
Un avión de reconocimiento aéreo de Frontex, la agencia europea de protección de las fronteras, avistó el pesquero el martes 13 de junio a las 9.47 (UTC). En un comunicado, Frontex especificó luego que “el barco estaba abarrotado y navegaba a una velocidad lenta (6 nudos) en dirección noreste”. Los supervivientes también dicen haber visto al menos un dron y un helicóptero que sobrevoló la zona varias veces. Los actores principales ya estaban alertados: Frontex —que en su comunicado asegura que no estaba vigilando la zona en el momento del naufragio porque uno de sus drones se había dirigido a otra embarcación cerca de Creta, a instancias de Grecia— informó a las autoridades italianas y griegas. Alarm Phone, una red de activistas que mantiene un teléfono de socorro para apoyar las operaciones de rescate, recibió llamadas desde el barco que alertaban de la situación, y también las reportó. “Durante los últimos días los que manejaban el barco hablaban por teléfono y decían que habían pedido ayuda”, dice Akram. Por la tarde apareció un petrolero en el cual se podía leer: “No fumar”. Coinciden en este detalle todos los supervivientes. Una investigación de la BBC que analiza el movimiento de barcos en esas horas determina que el barco en cuestión era el Lucky Sailor, de bandera maltesa. La Guardia Costera griega había pedido al Lucky Sailor que se acercara para ofrecer agua y comida al pesquero. Así fue, pero lo que tenía que suponer un alivio se convirtió en un problema.
“Hablamos con ellos en inglés. Les pedimos agua, y efectivamente nos la dieron con unos cabos. Pero el agua no alcanzó para todos”, dice Akram. “Varias personas del barco saltaron al agua para coger los cabos y atarlos a nuestro barco. Como no todo el mundo comió y bebió, hubo problemas. Había gritos… Éramos muchos. La gente empezó a desmayarse”, dice Hasán. Horas después apareció otro petrolero —identificado por la BBC como el Faithful Warrior, de bandera griega, aunque los supervivientes difieren sobre este detalle— y la reacción a bordo ya no fue la misma. “Se nos acercó mucho, lo cual ocasionó un gran oleaje que casi vuelca nuestra embarcación. Nos daban agua y comida, pero les dijimos que no, que lo que necesitábamos era un rescate. Siguieron navegando y nos dejaron solos. Nos grababan con sus teléfonos móviles mientras se iban”, recuerda Akram. Mustafá completa: “Sirviéndose de cabos, nos tiraron agua y comida, que cayeron sobre la cabeza de la gente. Todo el mundo empezó a gritar y a pegarse. Dijimos que no queríamos agua ni comida. ‘¡Ayudadnos, ayudadnos, tenemos muertos!’, les decíamos”. En aquel momento ya se decía en el pesquero que el “capitán” había muerto o abandonado el barco.
Corrió entonces la noticia en el barco de que la Guardia Costera griega ya estaba por fin en camino. Algunos recelaban. “Empecé a sentir miedo, porque conocía las prácticas de la Guardia Costera griega, había visto vídeos de ellos. Incluso devuelven a la gente a Turquía, con muestras de haber sufrido violencia, yo mismo lo he visto”, dice Akram, en alusión a las devoluciones en caliente que Grecia practica en su frontera marítima con Turquía. “La gente empezó a llorar, y muchos estaban asustados y aterrorizados cuando recibieron la noticia de la llegada de la Guardia Costera griega. Además de eso, la gente estaba bebiendo orina mezclada con agua de mar. Había una mujer que tenía un bebé y para salvar a algunas personas tuvo que sacar leche de su pecho”.
Por la noche llegó el buque de la Guardia Costera griega, y observó el pesquero desde la distancia, casi escoltándolo, según los supervivientes. La versión de la Guardia Costera es que ofreció ayuda de forma repetida al pesquero mediante contacto telefónico, pero que esta fue rechazada. El pesquero “siguió su curso” y el buque griego permaneció a su lado “para una posible ayuda”. El barco finalmente se hundió y entonces la Guardia Costera empezó “inmediatamente” una “amplia operación de búsqueda y rescate”.
Los supervivientes ponen en entredicho esta secuencia. “Nos dijeron que los siguiéramos y empezamos a navegar detrás de ellos. Pero vieron que nuestro barco ya estaba roto”, dice Mustafá. “Volvieron hacia nosotros y tiraron un cabo azul”. Akram lo confirma: “Arrojaron una cuerda y amarraron el barco. Tiraron de la cuerda a mucha velocidad, el pesquero se volcó sobre el lado izquierdo, luego volvieron a tirar más fuerte en otra dirección, y entonces el pesquero volcó por completo”. Así lo vivió Ahmed: “Amarraron el barco con un cabo en un intento de llevarnos a tierra. Tiraron del barco unos metros y se inclinó hacia el lado izquierdo, y en el segundo empujón, la fuerza de tracción fue muy alta, por lo que el barco giró y se volcó”. El comunicado inicial de la Guardia Costera dice que en todo momento su buque se mantuvo a distancia. Pero un portavoz gubernamental, Ilias Siakantaris, admitió más tarde a la televisión griega que los guardacostas usaron un cabo para intentar estabilizarlos, aproximarse y ver si necesitaban ayuda, aunque en ningún caso la intención era remolcarlos. Los pasajeros rechazaron ese apoyo y quisieron seguir adelante, siempre según la versión oficial.
Los supervivientes aseguran que, en cuanto el pesquero volcó, la Guardia Costera se alejó. “Nos veían, pero no vinieron a salvarnos”, dice Mustafá. Varios de los supervivientes coinciden en que durante los primeros momentos el buque de los guardacostas observaba la situación a distancia, hasta que se acercó a la zona del naufragio y la rodeó. “Hizo una vuelta rápida, provocó olas grandes y eso ahogó a mucha gente”, dice Mustafá. Hasán recuerda estar agarrado a un amigo y que, cuando el buque pasó por allí, las olas los separaron. Akram va más allá y asegura que esas olas contribuyeron a que el barco se hundiera por completo. “Deliberadamente hundieron nuestro barco porque son racistas y no quieren que los inmigrantes lleguen a su país. Solo ayudaron a las personas que alcanzaron a nado su barco”. El relato de los demás supervivientes es similar, pero Akram y Khaled acusan directamente a los guardacostas de haberlos hundido de forma deliberada. El resto se limita a describir la escena del cabo y el rodeo.
Los guardacostas descolgaron una lancha del buque. “Ninguna parte del pesquero quedó flotando sobre el mar”, dice Akram. Para los que viajaban en la bodega, era imposible salvarse. Los que iban en cubierta intentaron saltar. “Empecé a nadar y me alejé un poco de la gente durante diez minutos seguidos. Vi gente ahogándose y el pequeño bote de la Guardia Costera que daba vueltas a nuestro alrededor. No me acerqué a ellos hasta ver lo que hacían con la gente. Vi que los estaban rescatando, así que comencé a nadar hacia ellos. Me sacaron del agua”, recuerda Akram. ¿Cuánto tiempo había pasado? “En el momento en que la Guardia Costera nos alumbró con sus focos, miré mi reloj y eran las 2:50 am del 14 de junio. Después de que nos sacaran, vi en el reloj de la Guardia Costera que eran las cuatro de la mañana”.
Khaled tiene recuerdos vívidos y truculentos del naufragio. “Salté al agua cuando el barco se zarandeaba. Me acerqué luego, cuando ya estaba boca abajo. Se veía el motor. Había una mujer con niños gritando. Pedíamos ayuda, pero nadie nos respondía. Tardaron mucho en enviar el barco pequeño [la lancha de rescate]. Cuando vino, dio una vuelta alrededor de nosotros. Teníamos miedo de acercarnos a ellos, porque ellos nos estaban matando, ellos conscientemente nos ahogaron”. Khaled dice haber visto medio centenar de cadáveres flotantes mientras estaba en el agua. “Parecía que la gente estaba rezando, con los pies abajo y la espalda flotando. Cuando me cansaba de nadar, me intentaba agarrar a algo, lo que fuera, y luego me daba cuenta de que era un muerto. Tenía miedo”. Ahmed lo vivió así: “Saltamos al agua. Veía a personas a mi alrededor ahogándose. Traté de alejarme para que no se agarraran a mí y me ahogaran. Unos cien metros. Miré a mi alrededor y vi a todo el mundo pidiendo ayuda. Me quité toda la ropa excepto la interior para aligerar el peso. Tiré incluso mi pasaporte, que llevaba bien envuelto para que no se estropeara”.
Del relato coral no se desprende que hubiera una “amplia” operación de rescate como la que describe la Guardia Costera en su comunicado. No había un despliegue de lanchas de rescate ni lanzamiento masivo de aros salvavidas, siempre según los entrevistados. Los barcos que había en la zona no se involucraron en el rescate. Los supervivientes con los que hablamos dicen haber nadado hasta la lancha desplegada por el buque. “Yo era la sexta persona a bordo de esa lancha, luego nos trasladaron al barco grande [de la Guardia Costera]. Nos montamos y nos pusieron en medio del barco. Iban con uniformes militares”, dice Ahmed.
“Cuando vi que subían a gente al barco grande me calmé un poco”, dice Hasán. “Fui hacia ellos. Nadé dos kilómetros más o menos. Unos 200 metros antes de llegar, vino una lancha y me subió, a mí y a otras personas que estábamos allí”. Según Mustafá, los que nadaron más fueron los que tuvieron más posibilidades de sobrevivir. “Todos querían salvarse. Se ahogaban unos a otros. Me alejé de la gente y pedimos ayuda a gritos. Nos iluminaban con grandes focos. Nos veían. Nos dejaron mucho tiempo en el agua. La gente que sabía nadar se alejó del barco y nadó hacia ellos”.
El pesquero había sido avistado a primera hora de la mañana. Pasaron más de 15 horas hasta el momento del naufragio. La Guardia Costera estaba allí. Aunque fuera cierto que los hombres que conducían el pesquero rechazaran el rescate y quisieran seguir hasta Italia, nuestros entrevistados describen problemas evidentes en un barco cuyo motor no funcionaba bien, en el que ya había cadáveres y en el que la gente se desmayaba debido a la falta de agua y alimentos. También dicen que hubo reiteradas peticiones de ayuda. El rescate en tales condiciones es obligado bajo la ley del mar.
Solo 104 personas sobrevivieron.
Después del naufragio
Algunos de los supervivientes denuncian el mal trato recibido en el buque de la Guardia Costera, cuando ya estaban a salvo. “Nos dieron agua potable y mantas, pero nos trataron mal. No les interesaba cómo estábamos”, dice Ahmed. “Entre las personas rescatadas había dos en mal estado de salud. Una de ellas vomitaba, otra tenía incontinencia y una tercera sufría ataque de nervios y temblores, pero nadie les prestó atención. Yo tenía heridas en mis manos y ojos, y solo les pedí algo para cubrir las heridas, pero no me dieron nada. Me entró miedo, pensé que nos querían arrojar nuevamente en un lugar lejano del mar y ahogarnos”. Hasán explica que fueron los mismos rescatados los que se daban primeros auxilios los unos a los otros. “Ellos no hacían nada”.
“Llevaban ropa militar, hablaban entre ellos y se reían”, dice Mustafá. “Teníamos miedo, no sabíamos nada, estábamos en shock, y pensábamos que nos sacaron del agua para matarnos, para hacernos algo. No sabíamos adónde íbamos. Queríamos levantarnos para ver lo que estaba pasando alrededor del lugar del accidente. Pero no nos dejaban. Nos dijeron que teníamos que sentarnos”.
Amaneció. La Guardia Costera transfirió a los supervivientes al yate de lujo Mayan Queen IV, al que solicitó que los llevara a tierra. Varios guardacostas subieron al yate y los escoltaron durante el viaje. Hasán insiste en que los teléfonos y los pasaportes de los supervivientes fueron requisados en el Mayan Queen IV. “Había más de diez móviles. Todos habíamos grabado. En nuestros teléfonos hay [imágenes de lo que pasó], pero no han salido. En esos teléfonos estaba todo el viaje. Había una persona que incluso estaba haciendo entrevistas [en el pesquero] para documentarlo todo”. Lo mismo cuenta Mustafá: “Mi móvil cayó al mar. Pero tengo amigos que llevaban el móvil y se lo quitaron. Les prometieron que se los iban a devolver al llegar a tierra”. A su llegada les devolverían los pasaportes, pero no los móviles.
“Nos pusieron en una esquina del barco. Había sillas pero no nos dejaron sentarnos. Íbamos sentados en el suelo. Nos impedían movernos, si queríamos ir al baño nos acompañaba una persona”, dice Ahmed. Eran horas de confusión, de shock, de pensar en los seres queridos. “No sé cuántos éramos. Había gente que había perdido a su hermano, a otro familiar… Nadie sabía dónde estaban o qué había pasado con ellos”, dice Mustafá.
El yate Mayan Queen IV desembarcó a los supervivientes en el puerto de Kalamata, en el sur de la península del Peloponeso, la mañana del 14 de junio. Las imágenes de los náufragos envueltos en mantas y bajando a puerto desde la lujosa nave, de 93 metros de eslora y propiedad de una de las familias más ricas de México, quedarán como otro símbolo más de las profundas desigualdades del sistema: un yate de 175 millones de dólares que navega de puerto en puerto con bandera de las Islas Caimán, dejando en tierra a un centenar de personas que pagaron unos miles de dólares por cruzar fronteras, a costa de sus vidas, para encontrar un lugar seguro.
Los supervivientes fueron trasladados a una nave en el propio puerto de Kalamata, donde había colchones que ellos mismos tendieron en el suelo para descansar. “Me acosté dos horas y después empecé a sentir dolor y me desmayé”, cuenta Akram. Lo llevaron al hospital. Allí recibió tratamiento, pero no información. “No me dijeron nada en absoluto”. El revuelo que el naufragio había desatado llegó hasta su cama en el hospital: “Alguien vino, me tomó una foto y me preguntó cómo me llamaba. No sé quién era, pero lo sacaron y le dijeron que no podía tomar fotos. Después de aquello pedí ver a los otros supervivientes que estaban en el hospital, pero se negaron”. Entonces Akram exigió que lo sacaran de allí. “Me quité las vías que me habían puesto y me negué a comer y beber, porque no quería quedarme ahí. Y, efectivamente, me sacaron del hospital”. Al salir se cruzó con una persona que había viajado en el pesquero con él: “Quise preguntarle cómo estaba, pero no nos permitieron hablar”. Lo subieron a un coche y lo llevaron de vuelta al puerto.
En el recinto de Kalamata, cercado por una doble reja, los supervivientes permanecieron dos días. En ese tiempo, familiares y amigos de quienes viajaban en el pesquero hundido se desplazaron hasta allí desde distintos lugares de Europa para intentar conocer el paradero de los suyos. En uno de los casos, un superviviente pudo reencontrarse con su hermano, que había llegado en su busca. Quienes estaban allí vieron cómo los dos jóvenes se abrazaban brevemente a través de las rejas e intercambiaban unas palabras. Luego llegó un militar y con gestos y gritos les hizo alejarse. Al superviviente le obligaron a volver a la nave. Solo hablaron unos segundos.
Imponer el silencio fue la política adoptada desde el principio por el Gobierno griego. Tras el sufrimiento en la ruta, tras perder a los suyos ahogados, tras su lucha por mantenerse con vida en las aguas del Mediterráneo, a los supervivientes los mantuvieron encerrados en las instalaciones sin permitirles hablar con familiares ni amigos. Sus guardianes, según Khaled, iban armados y gritaban mucho. “No entendíamos lo que decían, pero sí comprendimos que estaba prohibido entrar o salir del lugar”.
El 16 de junio 86 supervivientes, entre ellos cinco menores no acompañados, fueron trasladados en autobuses desde Kalamata a la capital griega.
El traslado
El centro de acogida e identificación de Malakasa está a unos 40 kilómetros de Atenas, en una antigua base militar. Abrió sus puertas en 2016 con una capacidad inicial de 1.000 personas. Al principio tenía tiendas que acogían, sobre todo, a personas que llegaban a las islas del Egeo. Con el tiempo, las tiendas fueron sustituidas por contenedores blancos que hacen de vivienda para los refugiados. En la actualidad tiene capacidad para albergar a 1.500 personas.
Akram cuenta que al llegar a Malakasa fueron atendidos por una psicóloga. “Nos trató con agresividad y dureza. Nos hizo preguntas incómodas. ‘¿Por qué no te quedaste con tu madre?’ ‘¿Por qué no te quedaste en Siria?’”, dice Akram. “Pedí al traductor de árabe que acortara la traducción, no quise seguir con la sesión”.
Pese a que les habían dicho que allí les proporcionarían lo necesario, Ahmed recuerda que los dos primeros días carecía de ropa o de asistencia médica adecuada y solo les daban una comida al día. “Yo estaba con ropa de verano y enfermé. Tuve fuertes dolores en los oídos hasta perder la sensibilidad en ellos. Contraje hongos y pedí medicinas, pero no me dieron nada”, dice. “Estas medidas eran una forma de humillación e insulto”.
Varios entrevistados coinciden en que registrarse en Grecia para solicitar asilo no era una opción, sino una obligación bajo amenazas de cárcel y deportación. “Dijimos que antes de registrarnos queríamos saber dónde están nuestros familiares, las víctimas. Dónde están los cuerpos. Queríamos verlos antes de registrarnos. Pero no nos respondieron, no nos dijeron nada sobre ellos. Les dijimos que teníamos familiares en Europa y queríamos ir a buscarlos. Pero al final nos obligaron [a registrarnos]. Nos amenazaron con dos opciones: ir a la cárcel o que nos deportaran a Turquía si no lo hacíamos. Nos sentimos obligados”, dice Hasán.
Varios de los supervivientes entrevistados culpan sin rodeos a las autoridades griegas. “Vosotros sois culpables de esta catástrofe”, dice Mustafá. “Nuestra salud mental está destruida. Queremos ir a buscar a nuestras familias. No queremos quedarnos aquí”.
“Queremos ir a Alemania, a Holanda, a Inglaterra, a cualquier otro lugar. Pero no Grecia”, ratifica Khaled. “Hemos huido de Bashar al Asad porque él ha matado a nuestras madres y hermanos, ha encarcelado a la gente. Pero estar aquí es como estar sentado al lado de Asad. Ellos nos han matado, han matado a nuestros niños, a nuestros familiares”, denuncia. “No nos vamos a quedar aquí, por ahora no está en nuestras manos salir. Pero saldremos”.
Las autoridades han fijado ya entrevistas para solicitar asilo el 28 y 29 de junio, tras lo cual los supervivientes pueden ser transferidos a otros centros. “Tengo tres hijos: dos niñas, un niño y mi esposa. Viven en Jordania. Si me quedo aquí no podré verlos más”, se lamenta Ahmed.
A la losa de la falta de libertad se suma el dolor por los muertos: hasta ahora, los supervivientes no han podido ver ni identificar ninguno de los 82 cadáveres recuperados del mar.
Ninguno de los supervivientes pudo ver los cuerpos que fueron trasladados al hospital de Kalamata. “No dejaron entrar a nadie en el hospital, ni pudimos tener una lista de nombres de las personas hospitalizadas o los cadáveres. Queríamos saber, pero nos dijeron que estaba prohibido”, cuenta Mustafá. Dice que en el barco se habían visto todos, que se conocían, que ellos podían reconocer cuerpos. Pero no les autorizaron a ver ninguno.
“No vamos a quedarnos en Grecia porque ellos son los culpables de las muertes, como el régimen de Asad. Solo pedimos los cuerpos de los fallecidos, y ya está”.
El pesquero y el submarino
Más allá de los detalles de este naufragio, que solo una investigación independiente y a fondo puede determinar, la tragedia se inscribe en una lógica que es la que permite y permitirá que esto siga sucediendo. Es la concepción del Mediterráneo como fosa de la Fortaleza Europa. La sustitución de las operaciones oficiales de rescate por las de vigilancia, abanderada por Frontex y avalada por los Estados. Las devoluciones en caliente, los acuerdos con Turquía, Libia y Marruecos, la criminalización de las personas que migran. Organizaciones de ayuda humanitaria se han tenido que tirar al mar para salvar a miles de personas —algunas han tenido problemas con la Justicia por ello—, pero todas saben que solo están poniendo una tirita. Los naufragios se suceden. Son cotidianos. Mientras los Gobiernos endurecen sus políticas migratorias, la opinión pública mira al mar para otros menesteres, como la implosión del submarino que iba en una expedición turística con cinco personas para ver los restos del Titanic.
“Hemos oído la historia del submarino. El mundo se ha movilizado por esas personas. Nosotros éramos 750 personas y nadie ha movido un dedo”, dice Akram.