Libia: refugiados convertidos en mercancía

Investigación sobre las redes de tráfico de personas en una de las principales puertas de entrada a la UE

Libia: refugiados convertidos en mercancía
Hazem Ahmed / Reuters

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Mientras estaba encerrado en aquella casa en Tobruk (norte de Libia), Mahmoud Hamza se enteró de que el pesquero Adriana había naufragado en aguas del Mediterráneo. La muerte de cientos de personas —muchas de ellas procedentes de Siria, como él— cuando intentaban llegar a Italia no le hizo cambiar de opinión. Ni a Hamza ni a ninguna de las 160 personas encerradas con él a la espera de embarcarse hacia Europa. El pesquero que el 14 de junio protagonizó la peor tragedia migratoria de los últimos años en el Mediterráneo había partido unos días antes desde las mismas costas donde ellos se encontraban, pero nadie dudó. 

—La gente estaba convencida de lo que hacía. Nadie mostró miedo —cuenta Hamza. 

Su principal preocupación era salir de Libia. Entonces todavía ignoraban que no les esperaba el mar, sino el desierto, pero aún faltaban unos días para que aquello ocurriera. 

Las costas libias han sido en la última década el principal punto de partida de quienes emprenden la ruta del Mediterráneo Central para intentar llegar a Europa. Solo este año, por primera vez, Túnez ha superado a Libia en número de salidas, en medio de una profunda crisis económica y social. En el relato de quienes consiguen llegar a Europa, Libia aparece siempre como un lugar hostil, donde los migrantes quedan a merced de traficantes y facciones políticas y sufren ataques, extorsiones, chantajes y secuestros. Son muchas las organizaciones que han documentado abusos perpetrados con total impunidad por parte de las autoridades libias o de las redes de traficantes. Por eso, cuando llegan a titulares noticias sobre naufragios, o sobre migrantes abandonados en el desierto norteafricano, se abren los mismos interrogantes.

¿Por qué elegir cruzar desde un Estado fallido como Libia, donde las personas migrantes están expuestas al chantaje y la extorsión? ¿Por qué evitar la ruta que parece más natural desde lugares como Siria, la que pasa por Turquía y Grecia? ¿Por qué la gestión de las rutas que salen de Libia —de las rutas en general— se ha convertido en un negocio? ¿Por qué no solo no cesa, sino que se ve alimentado tanto por los países del sur del Mediterráneo como por la Unión Europea?

Para intentar encontrar respuestas, Baynana y 5W han reconstruido los viajes de dos hombres y una mujer desde el sur de Siria hasta Libia y su estancia allí a partir de sus testimonios, recopilados a lo largo de semanas con llamadas, mensajes y videollamadas. El resultado revela una dinámica generalizada de ataques a los derechos de las personas obligadas a migrar: miles de hombres, mujeres y menores usados por bandas criminales y líderes autoritarios. Las primeras tratan la migración como negocio rentable. Los segundos, como moneda de cambio para obtener financiación o legitimidad de una UE dispuesta a ignorar las leyes humanitarias si así consigue blindar sus fronteras.

Los nombres que aparecen en este reportaje son pseudónimos para proteger la seguridad de sus protagonistas.

Salir de Siria

El relato de Mahmoud Hamza, de 24 años, arranca en Daraa, su ciudad natal. Situada unos 80 kilómetros al sur de Damasco, Daraa está considerada la cuna de la revolución de 2011. El régimen de Bashar al Asad, junto con sus aliados Rusia e Irán, se hizo con el control de la zona en 2018. Se desató entonces una guerra encubierta que se tradujo en violencia y asesinatos selectivos: entre 2021 y 2022 fueron asesinadas allí al menos 1.270 personas, casi la mitad civiles. Hamza, que había perdido a varios amigos y familiares, decidió huir junto con un primo de 14 años y algunos vecinos de su ciudad. 

El primer paso es conseguir un pasaporte. En Siria, tramitar este documento supone un desembolso de entre 100 y 300 dólares, mientras que hacerlo en una embajada en el exterior puede costar incluso 800 dólares, algo que contrasta con el hecho de que el sirio es uno de los pasaportes que menos cruces de fronteras sin visado permite en el mundo, por detrás de otros como Eritrea, Yemen o Corea del Norte. 

Un pasaporte sirio encontrado cerca de la costa de la isla griega de Lesbos. 8 de octubre de 2015. Santi Palacios / AP

Hamza cuenta que contactó con un “intermediario” —como se conoce a quienes ponen en contacto a los migrantes con las redes de traficantes—, Ali Ata, al que acordó pagarle 4.500 dólares a cambio de facilitar su salida. La condición era que Ali Ata solo recibiría el dinero una vez el joven llegara sano y salvo a Europa. Este tipo de pagos a posteriori son habituales en las dinámicas del tráfico de personas desde Siria: el dinero se deposita normalmente en oficinas de cambio, que se encargan de la transacción y se quedan con un porcentaje que puede llegar al 10%. La cantidad que Hamza acordó no incluía ni el billete aéreo a Libia —que supuso otros 1.500 dólares— ni otros gastos como comida, bebida o alojamiento. 

El plan era volar desde la capital siria a Bengasi, en el noreste libio, para desde allí ir a las costas de la vecina Tobruk y tomar un barco que lo trasladara a Italia. No es la ruta predominante: la más habitual para llegar a Europa desde Siria siempre ha sido la terrestre, que atraviesa Turquía para llegar a Grecia y, desde allí, a otros países de Europa occidental en viajes que pueden superar el año. Pero el blindaje de las fronteras terrestres ha fomentado la apertura de nuevas rutas, y cada vez son más las personas migrantes que llegan a Bengasi por aire, procedentes sobre todo de Oriente Medio y Asia. Estas dos comunidades suponen cerca del 8 por ciento de los migrantes en Libia, según cálculos de la OIM. El grueso de quienes llegan al país procede de países norteafricanos y subsaharianos como Níger, Egipto, Sudán y Chad. 

Mahmoud Hamza se presentó a finales de mayo en el aeropuerto de Damasco con su pasaporte y un billete de ida. Recuerda que allí sufrió el primer “robo”: el personal del aeropuerto exigía a todos los migrantes que dejaban el país el dinero en moneda local que llevaran encima. Ya no lo necesitáis, les decían. “Incluso el funcionario que pone el sello de salida en el pasaporte te pide que metas dinero dentro”, cuenta. 

El vuelo a Bengasi dura algo más de dos horas y lo cubre Cham Wings, una aerolínea privada siria que está bajo la lupa de la UE por, precisamente, el supuesto transporte irregular de personas migrantes desde Damasco y Bangladesh a Libia. Cham Wings estuvo en la lista negra de la UE por su papel en el traslado de migrantes en 2021 a Bielorrusia (desde donde trataban de cruzar a Polonia de forma irregular). En abril, el diario MaltaToday reveló que la aerolínea traslada a cientos de migrantes de Bangladesh a Libia, vía Damasco, para luego embarcar a Europa. Según la investigación, los grupos criminales exigen unos 1.500 euros por cada vuelo de Cham Wings, además de una “tasa administrativa” de 500 euros. El tema se llevó al Parlamento europeo el pasado abril, sin que se llegaran a tomar medidas. La aerolínea sigue sujeta a sanciones estadounidenses por haber transportado combatientes y equipo militar durante la guerra en Siria para Bashar al Asad.

Un Airbus A320-231 de la aerolínea privada siria Cham Wings.

Hamza calcula que más de la mitad de las personas que iban en aquel avión con destino a Bengasi —familias enteras con mujeres, niños y ancianos— viajaban con la intención de embarcarse hacia Europa desde las costas libias.  

Otras rutas hacia Libia

Mariam Um Ibrahim, de 44 años, es viuda y también viene de Daraa. Ella salió de allí a finales de 2012, tras la escalada de la guerra en Siria, cuando decidió huir a la vecina Jordania con sus cuatro hijos. Allí permanecieron una década como refugiados, hasta que a principios de este año decidió emprender el viaje a Europa. “Hay pocas oportunidades de trabajo en Jordania y allí la vida es difícil para una mujer sin marido y con cuatro hijos. Decidí aventurarme para conseguir una vida digna que asegure el futuro de mis hijos”, cuenta por teléfono. 

Desde Jordania, Mariam consiguió contactar con un ciudadano sirio residente en Libia implicado en el tráfico de personas, Amer Yawad; se trata de un hombre que mantiene vínculos familiares con el traficante que en Libia organizó el viaje de Hamza, Khalil Mostafa. Este último es, a su vez, hermano de Abu Nibal, uno de los organizadores del viaje del naufragado pesquero Adriana. Tanto estos dos hermanos como Yawad son de nacionalidad siria. Viven en Libia desde antes del estallido de la guerra en su país.

El traficante pidió a Mariam 30.000 dólares para organizar el viaje hasta Italia para ella y sus cuatro hijos —dos chicas de 20 y 16 años, y dos chicos de 24 y 14 años—. Yawad trabaja para una empresa libia de turismo; la mujer le hizo llegar el dinero requerido a través de esa compañía. En enero de este año, ella y sus hijos salieron del Aeropuerto Internacional Reina Alia, en Amán, hacia el aeropuerto de Benina, en la ciudad libia de Bengasi. 

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Para las personas que en Siria no tienen la opción de tomar un avión —en muchos casos, porque se exponen a ser detenidas por sus posturas políticas o por no haber cumplido el servicio militar obligatorio—, la ruta de salida es la terrestre. Casi siempre deben moverse dentro de territorio sirio con la ayuda de funcionarios y miembros del régimen a cambio de dinero, hasta llegar a zonas fuera de control del Gobierno. 

Edificios destruidos en la ciudad siria de Daraa como consecuencia de los enfrentamientos y bombardeos entre las facciones de la oposición y las fuerzas del régimen sirio. 23 de marzo de 2016. Mohamad Abazid

Eso fue lo que hizo Ubay Al Masri, de 27 años, casado y padre de dos hijos. En Daraa sufría amenazas constantes y carecía de lo básico para salir adelante. Emprendió el viaje en octubre de 2020. Su primera parada fue Damasco; desde allí, un oficial del Ejército le facilitó el traslado hasta Homs, en el norte, previo pago de 1.200 dólares. Luego viajó a Alepo, donde se reunió con un grupo de unas 700 personas que también buscaban salir del país. “Fue uno de los momentos más difíciles”, cuenta. En la zona había milicias chiíes y de la unidad de élite del Ejército, responsables, dice, de las peores atrocidades durante la guerra. “No podíamos movernos por miedo a que nos vieran”. Tras once días, el grupo fue trasladado por personas vinculadas a facciones militares kurdas hasta una zona controlada por la oposición. En Azaz, ya en la frontera con Turquía, el joven pagó 1.600 dólares a un traficante para cruzar. El dinero no garantizaba el éxito: hubo un primer intento fallido en el que fue detenido, golpeado por los guardias fronterizos y devuelto a Siria. Lo logró al segundo intento: entró en territorio turco y se dirigió a Estambul. 

En esa ciudad encontró un trabajo, pero la vida era muy difícil. Obtener papeles y traer a su familia parecía imposible. Había campañas de detenciones y deportación de ciudadanos sirios. “Eso sin mencionar el racismo: no podíamos movernos con libertad, y hasta el idioma se volvía en nuestra contra. En una ocasión una mujer me oyó hablar árabe en la calle y empezó a insultarnos: ‘¿Qué estáis haciendo aquí, sirios? ¡Idos a vuestro país! ¡Aquí no tenéis sitio!’ Nos sentíamos como si estuviéramos en una gran prisión”.

Casi un año después de haber salido de Daraa, Al Masri decidió partir hacia Grecia. Emprendió el viaje junto a una docena de compatriotas, incluido un menor de 12 años. Cruzaron el río Evros —la frontera natural entre Turquía y Grecia— y luego comenzaron a caminar siguiendo las indicaciones que les enviaba un grupo de voluntarios. Andaban de noche y durante el día se escondían de las patrullas militares. “Subimos montañas, atravesamos laderas y valles”, recuerda.

Durante siete días caminaron por zonas boscosas, hasta que decidieron salir a los caminos porque varios integrantes del grupo estaban heridos. “De pronto apareció una patrulla del Ejército griego. Gritaron: ‘¡Alto, alto!’ Y empezaron a disparar al aire para asustarnos”. La mayoría fueron detenidos. Solo Al Masri, el chico menor de edad y una tercera persona consiguieron huir. Los tres prosiguieron el camino, pero a los cuatro días, preocupados por el estado de salud del niño  —que sufría dolores abdominales y daba señales de agotamiento—, entraron en un restaurante y pidieron al dueño que llamara a las autoridades.

Un grupo de personas migrantes tratan de atravesar el río Evros en un bote hinchable para alcanzar la orilla griega desde Turquía. 8 de marzo de 2020. Felipe Dana / AP

A partir de aquí el relato de Ubay Al Masri es una secuencia de abusos, violencia y vulneraciones de derechos como los documentados en informes de Amnistía Internacional y Human Rights Watch. “La policía nos entregó a un grupo de encapuchados —cuenta Al Masri—. Nos metieron en un vehículo pequeño. Había otros migrantes detenidos; éramos una treintena y el coche apenas tenía sitio para cinco. Nos esposaron y nos trasladaron a una prisión. Nunca había visto una cárcel así: era como un granero, sucio, orinamos allí mismo porque no había baños. Nos obligaron a desnudarnos, fuimos golpeados y humillados”. 

Después los devolvieron a la frontera con Turquía. Al Masri dice que había sirios enmascarados colaborando con las autoridades. “Eran muy duros en el trato: golpeaban, humillaban y extorsionaban. Su papel era devolver a los migrantes a Turquía cruzando el río. Nos registraron y robaron todo”. A golpes, los obligaron a subir a botes de goma. “En el nuestro iba una persona que no estaba bien sentada porque tenía miedo. Lo golpearon hasta que su cuerpo quedó cubierto de sangre”, recuerda. Salieron del río en el lado turco. “No había nadie allí, ni siquiera los guardias fronterizos”. 

El grupo regresó a Estambul.

No pasó mucho tiempo hasta que las autoridades turcas decretaron la expulsión de Al Masri: debía dejar el país. “No quería volver a Siria, así que decidí ir a Libia y de allí a Europa”. Consiguió el contacto de una red de traficantes. A cambio de 1.400 dólares le enviaron el visado, una autorización de seguridad para viajar y la reserva de un billete de avión. 

En octubre de 2022, Ubay Al Masri partió en un vuelo Estambul-Bengasi. 

La llegada a Libia: Bengasi

“Lo llaman aeropuerto, pero en realidad es una guarida de milicianos”, dice Al Masri.

El de Benina, en la ciudad libia de Bengasi, es un aeropuerto pequeño en el que es fácil reconocer de inmediato a ciudadanos de Siria, de Bangladesh o de Pakistán que no forman parte del tejido socioeconómico de la zona. Al Masri aterrizó allí hacia las diez y media de la noche. Aquellos sirios que cuentan con un “representante” o “intermediario” en Libia —alguien designado por la red de tráfico de personas— deben esperar a ser recogidos. El “representante” de Al Masri, un sirio también de Daraa residente en Libia, se demoró el tiempo suficiente como para que el joven tuviera que pagar veinte dólares a un empleado libio por estampar en su pasaporte el sello de entrada en el país. 

Un grupo de migrantes sudaneses espera en fila a ser deportado a su país desde el aeropuerto libio de Benina, en Bengasi. 8 de agosto de 2019. Esam Omran Al-Fetori / Reuters

Hamza, por su parte, está convencido de que el personal del aeropuerto y los “intermediarios” están coordinados. “Todos llevamos equipajes parecidos y todos somos de nacionalidad siria, así que está claro que venimos con el objetivo de migrar”, dice. Esto los hace vulnerables al abuso y la extorsión antes incluso de salir del aeropuerto, algo de lo que Ali Ata les había advertido. Hamza, su primo de 14 años y el resto del grupo esperaron durante dos horas y media en las inmediaciones del aeropuerto hasta que llegó una camioneta para llevarlos de Bengasi a Tobruk. El trayecto se alargó siete horas.

Cuando Mariam y su familia aterrizaron en el aeropuerto de Benina, la persona que coordinaba su viaje estaba esperándolos para trasladarlos a Bengasi. Aquella noche la pasaron en un hotel, y al día siguiente los llevaron a su vez a la ciudad de Tobruk.

También Al Masri fue trasladado a Tobruk, previo pago de 200 dólares. El joven sirio recuerda que las carreteras estaban llenas de puestos de control y el conductor pagaba dinero en cada puesto. Relata también que los contrabandistas iban “escoltados y protegidos por las fuerzas de Haftar [el mariscal Jalifa Haftar, que comanda el este de Libia], incluida la brigada Tariq Ben Zayed, comandada por el hijo de Haftar, Sadam Jalifa Haftar”. 

El testimonio de Al Masri coincide con el de Hamza y los de otros migrantes —entre ellos los supervivientes del naufragio del Adriana—, que sostienen que las fuerzas de Jalifa Haftar no solo están al tanto, sino que —como han documentado otras investigaciones— participan en el tráfico de personas en el este de Libia.

El mapa libio del poder

Para entender el escenario en el que se mueven Al Masri, Mariam y Hamza —y los miles de migrantes de África y Oriente Medio que intentan llegar a Europa desde Libia—, es imprescindible repasar el mapa político y social de Libia y el papel que juega Jalifa Haftar. 

Libia se hundió en el caos tras el levantamiento —apoyado por la OTAN— que derrocó y acabó con la vida de Muamar al Gadafi en 2011. Se abrió un fallido proceso de transición, que derivó en 2014 en una guerra civil a la que se quiso poner fin en 2020 con un alto el fuego firmado por los dos bandos enfrentados: el Gobierno de Acuerdo Nacional (GNA), reconocido por la ONU y con sede en Trípoli, y la Cámara de Representantes con sede en Tobruk, cada uno de ellos con el respaldo de distintas milicias y gobiernos extranjeros. Aquel acuerdo no consiguió traer estabilidad. Libia, que alberga una de las mayores reservas conocidas de petróleo y gas de África, sigue hasta hoy bajo el mando de dos gobiernos paralelos, uno en el oeste y otro en el este, que pugnan por el control del territorio. 

Libia consta de tres grandes regiones: las costeras Tripolitania y Cirenaica, en el oeste y este, respectivamente, y Fezán, en el centro y sur. En el oeste, el GNA está liderado actualmente por el primer ministro Abdul Hamid Dbeiba. En el este, el hombre fuerte es el mariscal Haftar, de 79 años. Al mando del autoproclamado Ejército Nacional Libio (ELN), en la región oriental de Libia “no se mueve una hoja si él no quiere”, dice Nancy Porsia, periodista independiente, analista y autora del libro Mal di Libia (2023, editado en italiano por Bompiani). “Haftar es un señor de la guerra, sobre esto no hay sombra de duda. Lo mueve el objetivo de convertirse en el nuevo Gadafi y tal vez dejar el legado a sus hijos. Es mayor y no podrá gobernar mucho, pero obviamente él tiene esta idea. Se la hicieron creer los egipcios, los emiratíes [que se cuentan entre los aliados internacionales de Haftar]… Lo creyó y sigue luchando hasta el final”. 

Libia consta de tres grandes regiones: Tripolitania, Cirenaica y Fezán. El Gobierno de Unidad Nacional (GNU) tiene su sede en Trípoli (oeste). El este está controlado por el mariscar Haftar, al mando del Ejército Nacional Libio. Mapa: elaboración propia.

En su juego de alianzas y apoyos, y con una Unión Europea volcada en blindar sus fronteras, la migración es una herramienta clave para Haftar. El pasado mayo se reunió en Roma con la primera ministra italiana, la ultraderechista Giorgia Meloni, para hablar del aumento “sin precedentes” de llegadas a Italia desde Libia (hasta aquel momento, Roma solo había mantenido reuniones oficiales con el Gobierno de Trípoli). Ese mes, el Gobierno italiano remarcó que más de 16.600 personas habían llegado a Italia desde las costas libias desde principios de año, más del doble que el año anterior. La mayoría, más de 10.000, había partido desde las costas del este del país, territorio de Haftar. 

“Claramente, Haftar está llevando a cabo un nuevo juego. Está haciendo salir a muchísimos migrantes, de tal manera que luego pueda obtener fondos para bloquear el tráfico”, dice Porsia. Subraya que para Haftar todo entra dentro de una dinámica política. “Él necesita números. Si quiere que se vayan 10.000 personas en una semana, no le importa quién los haga salir, le importa que esa gente se vaya. Por eso hace acuerdos que garantizan el resultado, esa ‘entrega’ [de personas]. Y en general, ¿quiénes logran hacer esa clase de trabajo? Los criminales”.

Los criminales: aquellos que llevan a cabo una estrategia de abusos y extorsión a la que se enfrentan migrantes como Hamza, Mariam y Al Masri desde el momento en que pisan Libia. 

Tobruk y la incertidumbre

“Cuando llegamos a la ciudad de Tobruk, a cinco horas de Bengasi, nos llevaron a almacenes custodiados por las fuerzas de Saddam Jalifa Haftar [uno de los hijos del mariscal Haftar]”, relata Al Masri. “Eran como establos para animales. Estaban divididos en habitaciones y había una gran cantidad de personas de diferentes nacionalidades. Vi sirios, paquistaníes, egipcios, nigerianos… No había visto nada igual en mi vida. Suciedad, muchísimas personas. No había luz”. 

El joven no quiso quedarse en ese lugar. “Pero la decisión no estaba en mis manos: para salir había que pagar. Yo pagué 300 dólares para salir y volver a Trípoli”. El regreso tampoco fue fácil, porque “el camino estaba lleno de retenes y milicianos”. Tuvo que pagar otros 300 dólares adicionales para llegar a la capital libia. 

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Mariam Um Ibrahim y sus cuatro hijos también fueron trasladados a unos almacenes en la ciudad de Tobruk. Las condiciones en este tipo de lugares, donde las personas migrantes esperan para partir, son pésimas: distintos testimonios describen espacios cerrados donde no se distingue el día de la noche, suciedad, falta de espacio y abusos continuos por parte de los traficantes. Mariam cuenta que había muchas enfermedades, desde problemas respiratorios a sarna. Allí permanecieron veinte días a la espera de que les anunciaran la partida. Pero de los traficantes solo obtenían una sucesión de mentiras y promesas de un viaje que nunca llegaba. 

“Llamé a Amer Yawad y le dije que las condiciones eran muy malas y que no podíamos quedarnos allí. Él me aseguró que el viaje se acercaba y que teníamos que esperar. Aguardamos otra semana, pero cada vez [que les preguntábamos por el viaje]  mentían. Así que le dije que no podíamos soportarlo más. Vino al día siguiente y fuimos a un hotel”. 

Mariam y sus hijos se quedaron en el hotel durante casi dos meses a la espera de embarcar. Amer Yawad les decía cada día que el viaje estaba más cerca. Ella veía impotente cómo pasaba el tiempo y en un momento dado decidió cancelar la operación: “Les dije que no quería ir con ellos y les pedí que me devolvieran el dinero. Me dijeron que esperara mi turno, que no me iban a devolver nada”.

Finalmente, a principios de abril, Mariam recibió el esperado anuncio: partirían ese mismo día. A partir de aquí, su relato es muy similar a lo vivido por los ocupantes del pesquero Adriana, aunque con diferente final. Salieron de madrugada del hotel hacia la playa, donde había cientos de personas. Los traficantes comenzaron a meter a la gente en botes de goma para trasladarlos al barco que les esperaba mar adentro. “Los botes eran muy pequeños y había mucha gente. Uno de los que iba a nuestro lado volcó. Una madre y su niño se ahogaron. Los dejaron allí sin prestarles atención. En ese momento sentí un miedo que nunca antes había sentido”.

El barco que los debía trasladar iba abarrotado. “Nos colocaron en la parte inferior. Éramos unas 650 personas de muchas nacionalidades, entre ellas de Siria y Pakistán. Las personas que llevaban el barco eran egipcias”, detalla. 

A los dos días, el barco perdió el rumbo. Al tercer día se acabó la comida y bebida, recuerda la mujer. Pasaron varios días más perdidos en el mar, en condiciones desesperadas. “Mi hija, buscando agua, metió la mano cerca de uno de los motores del barco y se cortó un dedo. Fueron momentos muy difíciles, solo pudimos cubrir la herida con un paño y tratar de detener la hemorragia”. La joven perdió el dedo. 

El barco estuvo otros tres días a la deriva en aguas pertenecientes a la zona de rescate de Malta, sin recibir asistencia. La pesadilla terminó cuando consiguieron entrar en aguas italianas: el 12 de abril fueron rescatados por la guardia costera de Italia y trasladados a ese país.

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Hamza también tuvo que esperar largo tiempo en Tobruk. Las mentiras de los traficantes eran continuas: siempre anunciaban que la partida estaba cercana, pero nunca llegaba. Él estaba en una casa con unas 160 personas, en condiciones algo mejores que los almacenes: en su grupo había un médico que, antes de partir, había negociado para recibir buen trato a cambio de dar asistencia médica a quien lo necesitara. “Lo respetaban, y por eso nos pusieron en un buen lugar”, dice Hamza. Les daban dos comidas al día —un trozo de pan y algo de queso por la mañana; arroz o patatas y tomates por la noche—. Allí permaneció 20 días. 

Durante su estancia en aquel lugar, se produjo una gran operación contra la migración irregular en el este de Libia: registros, detenciones, expulsiones. Hamza recuerda que aquellos días permanecían en silencio y sin moverse. “Algunos días ni siquiera nos traían comida por miedo a que el lugar quedara expuesto”, dice. 

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La campaña de la que habla Hamza fue la mayor de este tipo en el este de Libia en años. Para entender las causas y por qué se produjo en aquel momento, es necesario detenerse en el entramado de poderes en esa zona, tejido por milicias y clanes de traficantes apoyados por Haftar. Una de las más poderosas es la que menciona Al Masri en su testimonio: la brigada Tareq Ben Zayed, controlada por Sadam Haftar, hijo del mariscal Haftar. Tiene un amplio control del territorio “y por ende de todo lo que se mueve en él”, incluidas las personas migrantes y las drogas, explica Nancy Porsia. 

Esta brigada está estrechamente vinculada al Ejército Nacional Libio (ENL). En 2019, Haftar lanzó una operación militar para conquistar Trípoli: “Pensó que podría ganar la guerra en Trípoli y comandar todo el país; y Tareq Ben Zayed estaba convencida de que entonces se convertiría en la milicia más importante del sur”, detalla la autora de Mal di Libia

Pero aquella operación de Haftar sobre Trípoli fracasó. Una vez perdida esa guerra, con las arcas vacías, no pudo mantener el envío de dinero a las milicias en el sur. Sin fondos procedentes del gobierno de Haftar, estas milicias “usan la migración y el contrabando de otro tipo para sobrevivir”, explica Porsia. “Haftar les deja hacer, porque después de incumplir su promesa de enviar más dinero, de ser el líder, no puede decir nada”. Estos grupos armados forman parte de las filas políticas de Haftar y le siguen siendo fieles, porque entre otras cosas reciben, a modo de “ofrenda”, beneficios rentables de la migración. Porsia, que ha investigado a fondo las redes de traficantes de personas en Libia, apunta a la existencia de operaciones coordinadas entre distintos grupos armados que, en una especie de sistema de cuotas, se dividen beneficios obtenidos de los migrantes. “Dado que la economía de Haftar ha fracasado por completo, existe esta economía paralela que Haftar acepta y legitima, de manera extraoficial, solo para mantener la lealtad de estos grupos”.   

En el este de Libia actúan también otros clanes más pequeños vinculados a tribus fronterizas. El distrito de Butnan (donde se encuentra Tobruk) es territorio de la tribu de los Obeidat —a la que pertenece Aguila Saleh, líder de la Cámara de Representantes—. Según el medio egipcio independiente Mada Masr, los traficantes de personas de esta tribu mantienen una alianza con los de otras dos tribus, Qatan y Haboun, que controlan la zona de la frontera con Egipto. La rivalidad entre los traficantes de esas tribus fronterizas y los Haftar estuvo, según Mada Masr, detrás de la gran campaña contra la migración irregular lanzada en Tobruk y otras áreas de Butnan. La operación se produjo, además, poco después de las reuniones que Haftar mantuvo en mayo con Meloni y otros representantes europeos, incluida la embajadora británica y una delegación de alto nivel de Malta a finales de mayo. 

Se calcula que cerca de 4.000 migrantes, la mayoría de nacionalidad egipcia, fueron arrestados durante registros de almacenes y casas gestionadas por traficantes, y más de la mitad fueron expulsados a Egipto. Las autoridades les obligaron a caminar varios kilómetros para cruzar al país vecino a pie desde la zona fronteriza de Mosaed. Aquellos días, Hamza se mantuvo oculto en la casa de Tobruk.

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La espera se alargaba, y el plan inicial de Hamza cambió con la intervención de un nuevo intermediario, Sufian Al Khalil, que les animó a dejar Tobruk para partir desde el distrito de Sirte (a medio camino entre Trípoli y Bengasi). En esa costa, les dijo Al Khalil, les esperaría un barco preparado para trasladar a unas 400 personas hasta el sur de Italia a finales de junio. El traficante insistió en que tendrían los suministros necesarios —agua, dátiles y otros alimentos— y que el viaje sería de unas 48 horas, frente a los cinco días que se tardan normalmente desde Tobruk. 

Este tipo de garantías vacías son similares a las que los traficantes dieron inicialmente a quienes terminaron viajando en el maltrecho Adriana y en otros barcos parecidos, como el de Mariam. Son promesas que se desdibujan en el momento de embarcarse bajo la presión de personas armadas que empujan a hombres, mujeres y niños a subir a botes en condiciones pésimas. Cuantos más migrantes hay en cada embarcación, más dinero ganan los intermediarios.

Pese a ello, la propuesta de Al Khalil convenció a un grupo de migrantes, entre ellos Hamza. Viajaron de vuelta de Tobruk a Bengasi y descansaron un par de días en un hotel. Luego partieron hacia Sirte.

El desierto en lugar del mar

El grupo de migrantes con el que viajaba Hamza durante la travesía por el desierto libio.

Seguíamos la historia de Mahmoud Hamza y su grupo a través de llamadas telefónicas, videollamadas y mensajes. En Sirte, la comunicación se interrumpió repentinamente. Aquello podía ser interpretado como una señal de que había zarpado hacia Europa. Esos días seguimos de cerca la información publicada por activistas y organizaciones de rescate sobre los barcos que salían de Libia. En vano. 

Una semana después, Hamza volvió a telefonear y relató lo sucedido. 

En Sirte los habían recibido dos personas que les quitaron sus teléfonos móviles y sus pasaportes. Dijeron que era para impedir que informaran a las autoridades, y aseguraron que se los devolverían una vez hubieran zarpado. Algunos miembros del grupo lograron ocultar sus móviles. 

Los traficantes los trasladaron entonces junto a un grupo mayor, de unas 300 personas, a una casa abandonada en medio de un desierto árido. Tras varias horas de espera, les trajeron comida: “Un poco de pan con un trozo de queso, una botellita de zumo y otra de agua para cada persona”. Era 26 de junio, víspera de la festividad islámica de Eid Al Adha. De nuevo pasaron varias horas hasta que uno de los traficantes regresó y ordenó al grupo caminar hasta donde les esperaban, supuestamente, varios vehículos. Hamza lo recuerda con ironía: “Vaya festividad en el desierto”.

“Pensamos que nos iban a llevar al barco o a alguno de los almacenes cerca de la playa”, dice el joven. No fue así. Se adentraron a pie unos cinco kilómetros en el desierto, ya de noche, a la luz de la luna y con mucho frío. Desde los móviles que habían escondido pudieron hacer llamadas y hablar con los intermediarios, que les aseguraron que todo estaba en orden. De madrugada llegó hasta el grupo uno de los traficantes. Les dijo que les habían hecho salir de la casa abandonada por miedo a una redada policial y les ordenó quedarse allí, en pleno desierto. “La gente tenía miedo de los escorpiones y las serpientes. No dormimos hasta la mañana”, relata. 

Al día siguiente, 27 de junio, a las nueve de la mañana la temperatura ya era alta. Harto de la espera, el grupo decidió volver al lugar del que había partido. Caminar era difícil, los pies se hundían hasta 20 centímetros en la arena del desierto, detalla Hamza. Una vez alcanzado su destino, recibieron nuevas instrucciones telefónicas: debían caminar de nuevo a un punto donde pasarían coches a recogerlos. A duras penas, y bajo un sol abrasador, el grupo fue al lugar indicado. 

Entonces se desató el caos: nada más llegar, el polvo comenzó a volar a su alrededor, sonaron sirenas, varios vehículos de la policía los rodearon y hubo disparos al aire. “Todos iban encapuchados excepto la persona que estaba al mando; vestían uniformes militares y llevaban pistolas, kaláshnikovs y armas americanas. Eran seis coches y dos furgonetas”, precisa. La persona al mando les ordenó que se sentaran y les preguntó de dónde eran y cómo habían llegado hasta allí. “Ahora estáis a salvo en presencia del Gobierno”, recuerda Hamza que les dijo.

A los niños pequeños los llevaron en vehículos policiales, y al resto del grupo les dijeron que marcharan a pie. “Algunos de los ancianos se desmayaban por el sol. Un policía libio nos preguntó [sobre uno de ellos]: ‘¿Qué le pasa? ¿Ha muerto? Si es así, déjenlo’. Le dijimos que no dejábamos a nadie”. Solo entonces, prosigue, empezaron a subir a las personas desmayadas a los coches. “Llegó un punto en que no podíamos caminar más y nos sentamos en el suelo; se convencieron de que estábamos agotados”. En ese momento trajeron camiones en los que los trasladaron a la comisaría de Sirte.

Allí pudieron descansar hasta el día siguiente. El trato a los niños fue excelente, dice Hamza, pero al resto del grupo le quitaron sus objetos personales y se los repartieron entre ellos, desde anillos y relojes hasta perfumes, cargadores de móviles y mecheros. Luego empezó el interrogatorio. Sabían que eran migrantes irregulares, recuerda Hamza. La propia Policía les contó que el grupo de traficantes que les llevó al desierto había sido detenido, y los pasaportes de Hamza y el resto del grupo habían sido recuperados: “Nos dieron los pasaportes y firmamos un documento con la promesa de no violar las leyes libias ni tratar con contrabandistas”. De los móviles y el dinero entregado a los traficantes no supieron nada.

Con la mediación de la Policía, pagaron a una compañía de transporte —con dinero enviado por sus familias desde Siria— para que los llevaran de regreso a Bengasi. Allí, el grupo se dispersó. 

Hamza volvió a Tobruk, a la misma casa que había dejado unos días atrás.

Libia y Europa

En las historias de Hamza, Mariam y Al Masri han intervenido intermediarios, traficantes, las fuerzas de Haftar, milicias, policía. Pero este engranaje está movido también por otro actor fundamental: la Unión Europea, que con su política migratoria ha convertido el Mediterráneo en un muro líquido y a los países norteafricanos en sus vigilantes. 

Lanchas patrulleras de última generación, tecnología, formación para los guardacostas libios: la Unión Europea ha destinado millones de euros a acuerdos con el Gobierno de Trípoli para gestionar sus fronteras y frenar la migración. Esta cooperación viene de atrás: hace al menos una década que los países europeos dan apoyo a Libia para la gestión de sus fronteras. En 2013, cuando ya estaba claro que el proceso libio de transición había fallado, se lanzó la EUBAM Libia, una misión civil enmarcada en la Política Europea de Seguridad Común, que “apoya a las autoridades libias para mejorar la seguridad” de las fronteras. Supuso un flujo de asistencia en forma de fondos y formación que sigue en marcha hasta hoy.  

Pero el punto de inflexión llegó en 2015, el año de la mal llamada crisis de los refugiados, cuando cerca de un millón de personas (en buena parte sirios que huían de la guerra) llegó a la UE a través del Mediterráneo. Aquel año la UE lanzó la llamada operación Sophia, que supuso la militarización de la frontera en el Mediterráneo. Al mismo tiempo, se produjo un giro en el perfil de los traficantes de personas. Muchos de los que recibían dinero a cambio de transportar a los migrantes se retiraron, porque no tenían ganas de enfrentarse a los militares europeos. “Y llegaron los criminales, los verdaderos traficantes, que tienen el coraje y el perfil criminal para enfrentarse a los militares”, explica Nancy Porsia.  Esta dinámica se produjo también en otras fronteras de Libia, como la de Níger. 

Poco importó que la propia Frontex apuntara, en un informe de 2016, que en el tráfico ilícito de personas migrantes desde la costa oeste de Libia hacia Italia estaban implicados “oficiales libios de alto rango”. Pese a este secreto a gritos, hasta hoy los oficiales libios siguen recibiendo formación. En 2017 la UE firmó nuevos acuerdos de cooperación con Libia para reforzar el control de fronteras y la seguridad. Desde entonces, más de 82.000 personas han sido interceptadas en el mar y devueltas a Libia, donde la propia ONU ha advertido de que se enfrentan a extorsión, detenciones arbitrarias, trabajos forzados, violencia sexual y abusos de todo tipo. 

El año pasado, la agencia estadounidense AP publicó un informe militar confidencial de la UE en el que el contralmirante de la marina italiana Stefano Turchetto reconocía el “uso excesivo de la fuerza” por parte de las autoridades libias. Pese a ello, la formación a los guardacostas libios continúa: hace apenas dos meses, la UE inauguró en Trípoli el llamado Centro de Entrenamiento de la Guardia Fronteriza. Lo definió como “un hito” para promover la gestión de fronteras. 

Imágenes del barco en el que viajaban Mariam y sus hijos para tratar de llegar a Italia.

Los interrogantes del futuro

Al Masri sigue hasta hoy en Trípoli. Se gana la vida con distintos trabajos, desde obras de construcción hasta tareas de carga y descarga. “Estoy sometido a explotación. Me dan el 40% del salario que me corresponde. Pero no puedo hacer nada”, dice. Los migrantes en Libia sufren una profunda discriminación. Durante años, antes de 2011, Libia había asumido el papel de amortiguador económico de África: el país, rico en recursos, era destino de subsaharianos pero también de egipcios, tunecinos o marroquíes que llegaban no para emprender la ruta marítima, sino para trabajar y luego regresar a sus países de origen con lo ahorrado. 

Fue en noviembre de 2012 cuando el flujo de ciudadanos sirios a Libia empezó a aumentar: en Siria la guerra había empeorado y Libia había celebrado sus primeras elecciones parlamentarias tras la caída de Gadafi, en un proceso de transición que parecía prometedor. Los sirios eran considerados entonces trabajadores formados y contemplados por parte de la población como “hermanos de armas”, por lo que eran bien recibidos. Pero pronto la transición libia descarriló, empezó la guerra y la situación cambió. Hoy hay, según Acnur, algo más de 10.700 ciudadanos sirios registrados como refugiados. “Pero el número real puede ser mayor, porque hay una parte que posiblemente no se ha registrado”, dice Işıl Göksel, responsable de información de la oficina de Acnur en Libia. La OIM, de hecho, estima que son más de 24.000. Una parte de ellos, como Al Masri, espera la oportunidad para salir hacia Europa. 

A finales de julio, a Al Masri lo tuvieron que ingresar en un hospital a causa de un golpe de calor después de trabajar bajo temperaturas extremas en una obra de construcción. Aún busca el modo de salir de Libia.

La travesía desde Trípoli hasta el sur de Europa es “más rápida y mejor que desde Bengasi, pero hay muchas patrullas de guardacostas libios”, dice. Y las consecuencias de ser detenido son conocidas: se exponen a que sus familias en el país de origen sean extorsionadas con sumas que pueden ir de 3.000 a 5.000 dólares a cambio de su liberación. Si no pagan, pueden acabar indefinidamente en prisión en durísimas condiciones. “Por eso las personas migrantes se alejan de esta ciudad y se dirigen a Bengasi”.

***

Tras el periplo por mar, Mariam, sus hijos y el resto de supervivientes del barco en el que viajaban fueron trasladados a tierra y de allí a distintos centros de acogida repartidos en Italia. Pero ella no quería quedarse en ese país: su objetivo era Alemania, donde tenía a personas conocidas. La familia dejó el centro de acogida y consiguió llegar a Milán, donde tomó un tren para tratar de llegar a Alemania vía Suiza. 

En Suiza fueron detenidos y puestos en libertad al día siguiente, tras tomarles las huellas dactilares. La familia pudo proseguir el viaje: lo consiguieron, nos dice Mariam desde un centro de acogida, por fin, en Alemania.

***

Hamza, desde Bengasi, volvió a la casilla de salida: a Tobruk, a la misma vivienda donde había estado varias semanas tras su llegada a Libia, en medio de la campaña de deportaciones, esperando a un barco que nunca llegaba. Vive junto con una treintena de personas en una habitación. Por videollamada, vemos que ha contraído sarna debido al hacinamiento: nos cuenta que la mayoría de las personas están contagiadas. Nunca antes había sufrido esta enfermedad, ni siquiera durante las duras condiciones de la guerra en Siria. No reciben atención médica y tienen prohibido salir. Cuando piden a los traficantes que compren medicinas y alcohol para tratar la sarna, se demoran y les cobran el doble de lo que cuesta o, directamente, no las compran. 

La noche del 1 de agosto, los traficantes anunciaron que habría una salida desde una playa cercana y les dijeron que estuvieran preparados. Pero solo se llevaron a 25 personas, incluido el médico y varios amigos de Hamza. Él y otro grupo permanecieron allí. Cuando Hamza preguntó al médico a través de WhatsApp cómo estaban, supo que ellos tampoco habían partido aún: “El intermediario no nos responde —le escribió el médico—. Estamos en una casa que es una lata de sardinas”. 

En el momento de publicar este reportaje, Hamza espera todavía a que los traficantes le anuncien que ha llegado el día de zarpar rumbo a Europa. 

“Será hoy, será mañana, será un día de estos, nos dicen los intermediarios. Llevamos tres meses con estas mentiras”.

Tres meses en el laberinto libio. Si la situación en Tobruk se alarga, Hamza se plantea varias opciones: ir a Trípoli, volver a Siria o viajar a Rusia para desde allí intentar hacer la ruta por Bielorrusia y Polonia hasta Alemania. Ninguna de esas rutas será fácil. 

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