El de Burundi es uno de los movimientos de población recientes más traumáticos en África. Más de 430.000 de sus cerca de diez millones de habitantes han abandonado el país desde 2015 hacia tierras vecinas como Tanzania, República Democrática del Congo, Uganda o Ruanda a causa de la violencia.
Una de estas refugiadas es la activista Marguerite Barankitse (Nyamutobo, Burundi, 1956), que empezó a recibir amenazas de muerte cuando acudió a la televisión para denunciar al presidente, Pierre Nkurunziza. Incluso llegó a plantarse ante él para pedirle cuentas sobre las desapariciones y asesinatos que estaban arrasando el país. Le preguntó si sabía que estaban torturando y castrando a chicos, si era consciente de que estaban violando y lanzando ácido a chicas. Las crónicas de aquel día dicen que lo acusó de hacer el trabajo “del diablo”.
—¿Es cierto que le dijo eso?
—¡Pues claro! No es normal que cuando eres jefe de Estado mates a la gente, envíes a tus milicias, lances los cadáveres al río. Eso es trabajo del diablo.
—¿Y qué le respondió él?
—Que Dios la bendiga.
—¿Perdón?
—Me respondió: ‘Que Dios la bendiga’.
La entrevistamos en la sede del CIDOB, a la que ha sido invitada para dar una conferencia. La situación de los refugiados es una de las principales preocupaciones de esta activista burundesa que, desde 2015, reside en Ruanda.
—Me gustaría decir a todo el mundo que los refugiados somos personas normales. No pedimos piedad de la gente ni de las oenegés. Queremos nuestra dignidad. Yo podría haberme quedado en Luxemburgo. Tengo los papeles para ser acogida como refugiada allí y cuando me dieron la documentación dije: ‘De acuerdo, gracias, me vuelvo al campo de batalla’. Porque es necesario también que cambiemos esta política internacional de migración. Cuando estoy en Ruanda hablo la misma lengua que ellos, como las mismas cosas, voy por la calle y nadie sabe que yo soy refugiada, nos parecemos, puedo integrarme fácilmente.
Barankitse, a la que casi todo el mundo conoce como el Ángel de Burundi, lleva la historia del país pegada a la piel. En octubre de 1993, más de la mitad de su familia fue asesinada ante sus ojos en pleno conflicto entre hutus y tutsis: la tensión entre ambas etnias desembocó aquel año en una guerra civil que se prolongaría hasta 2005. La desnudaron, ataron y obligaron a mirar cómo acababan con la vida de 72 personas ante ella. Dos días atrás, una turba de tutsis se dirigía a una casa de hutus buscando venganza. Y fue entonces cuando empezó su leyenda: la mujer, también tutsi y que entonces tenía 37 años, se plantó ante ellos y les cortó el paso. Unos la vieron como traidora; para otros, seguía siendo del bando contrario. Pero no le importó. Logró esconder y salvar a una veintena de huérfanos de ambos etnias de aquella escabechina. Fue el germen de la Maison Shalom, una escuela por la que, dos décadas después, han pasado más de 30.000 niños a los que enseñan a pensar más allá de las divisiones étnicas.
Burundi vuelve a vivir ahora una nueva ola de violencia que, pese a todo, apenas recibe atención mediática. Un informe de Care International analiza la cobertura que se hace de crisis humanitarias en los medios de comunicación en inglés, alemán y francés. El análisis de más de 1,2 millones de artículos en línea en 2017 mostró que la emergencia de Burundi fue la tercera más descuidada del mundo, solo por detrás de Corea del Norte y Eritrea.
La activista ha llamado la atención a la comunidad internacional en varias ocasiones, diciendo que si mira hacia otro lado, si no presta atención, hay riesgo de que se repitan los niveles de violencia de la guerra civil de la década de 1990. En una entrevista publicada tras recibir el premio Aurora en 2016, Barankitse recriminó que en la cumbre humanitaria celebrada entonces en Estambul nadie mencionase a Burundi. “Los refugiados sirios son un problema para los países europeos, pero los burundeses no son un problema inmediato”.
—¿Continúa pensando lo mismo?
—¡Claro que lo creo! Si estuviéramos en vuestra puerta, todo sería distinto. Pero no tenemos petróleo ni diamantes. Si los tuviéramos, el mismo día habríamos visto llegar aviones desde Francia para resolver el problema. Pero me gustaría deciros a los jóvenes que la mayor riqueza del mundo no son los minerales ni el petróleo, sino la persona humana. Yo lucho por eso, porque mis niños puedan crecer, porque mi pueblo, mis compatriotas, no vivan humillados.
—¿Cree que esta situación de tensión política y de violencia puede resolverse en las urnas?
—Hay cosas que pararían la violencia de forma inmediata. Por ejemplo, que Tanzania decrete el embargo si no hay pausa, si no hay diálogo [en alusión a un eventual compromiso oficial de diálogo para frenar la violencia y al poder de Tanzania como puerta de entrada y salida del comercio internacional burundés]. Burundi no podría sobrevivir. Porque se han cometido crímenes contra la humanidad. Hay medios para buscar soluciones, pero la comunidad internacional lo ignora porque todo el mundo es hipócrita, todo el mundo dice que no hay que intervenir, que es injerencia. ¿Cómo que injerencia? ¿Cómo que injerencia cuando se ha asesinado a tantas personas?
—¿Qué perspectivas de futuro ve para usted y para Burundi?
—¿Yo? Yo quiero volver a casa. Haré lo que haga falta. Volveremos. Reconstruiré mi patria y no volverá a ser como antes. Porque nadie podrá detenernos.
RELEVO GENERACIONAL
“Cuando me despierto, no pienso que soy católica, burundesa o tutsi. Pienso que soy un ser humano que forma parte de una gran familia”. Así es ella. Voz dulce, carcajada generosa, silencios largos, palabras reposadas, ideas firmes. Pasado y futuro de un país en el que se vuelven a repetir las escenas de violencia.
“Cuando asesinaron a todas esas personas de mi familia, no quería tener odio, sino cambiar la situación. Quería decir que quien mata es el sistema, que el individuo ha sido manipulado. ¿Quién ha ideado esos crímenes? ¿Quién los ha planificado? Porque esto de los hutus y los tutsis es estúpido, es una historia política. Hablamos la misma lengua, vamos a los mismos colegios, tenemos la misma religión. Yo quiero demostrar que una auténtica convivencia es posible”.
La fe de Barankitse recae sobre la próxima generación, y por eso vuelca todos sus esfuerzos y recursos en ayudar a formarla. Durante la entrevista, la burundesa repetirá varias veces la idea de que la falta de educación lleva a la gente a ser fácilmente manipulable y a caer en la guerra.
“Estoy convencida de que la nueva generación no será tan estúpida como la nuestra. Es el turno de los jóvenes”.
EL MIEDO A QUE LA HISTORIA SE REPITA
Si en 1993 se hablaba de un conflicto étnico, ahora se habla de conflicto político.
El 25 de abril de 2015, el presidente Pierre Nkurunziza decide eludir la Constitución del país, que marca un límite de dos mandatos, y anuncia que se presentará a las elecciones para un tercer mandato. Su argumento: que su primer periodo en el poder, inmediatamente posterior a la guerra civil, no cuenta porque no estuvo precedido de elecciones.
Tras el anuncio, los ciudadanos salen a las calles y el Gobierno contesta con represión. Algunos líderes políticos de la oposición son arrestados. La violencia vuelve a los barrios de Burundi.
Informes de la ONU y Human Rights Watch documentan centenares de casos de tortura. “Golpearon a los detenidos con martillos y barras de construcción de acero, les clavaron varillas de acero afiladas en las piernas, les echaron encima plástico fundido, ataron cuerdas alrededor de los genitales de los hombres y usaron descargas eléctricas”, denuncian.
Como colofón, en octubre de 2016, Nkurunziza firma un decreto que permite al país convertirse en la primera nación en abandonar la Corte Penal Internacional.
Barankitse opina que la violencia ha vuelto porque “se ha tratado de reconstruir el país sobre la mentira, sobre lo tácito”. Con un ojo puesto en la historia, la activista cree que lo que ocurre ahora en su país es diferente. “La gente se han levantado para decir basta —utiliza la palabra ‘basta’, en español—, para decir que no acepta esto”.
Y sigue empeñada en que cambiar el futuro está en manos de los jóvenes y de la educación.
—Más vale encender una vela que maldecir la oscuridad. Quiero mostrar a los jóvenes que es posible reconstruir la vida, pasar página, y volver a casa. Mira la historia del mundo. Durante las guerras mundiales, Europa estaba destruida. Si miramos la historia de los países, siempre ha habido guerras por religión, ha habido cruzadas, pero siempre ha habido personas que se han levantado para decir no.
—¿No aprendemos de la historia?
—Los hay que no aprenden nada. Los hay que leen el reloj en el sentido contrario. En el momento en que tienen que entrar, salen, y en el momento de salir, entran. Desde que la humanidad existe, ha existido la esclavitud y otras cosas terribles. Pero también han existido Gandhi, Mandela, Martin Luther King…
Pese a su indignación de activista, Barankitse mira con esperanza hacia el futuro.
—La vida es una fiesta. Hay que celebrarla cada mañana, levantarse y cantar. Es posible. Porque si hay una mujer que ha sufrido en la vida, he sido yo: a los cinco años perdí a mi padre, cuando cumplí 16 estalló la guerra, y a los 60, cuando estaba pensando en la jubilación en mi pueblo natal, ¡bam! el exilio. Soy refugiada, sin patria, sin nada. Me fui solo con un bolso. Pero aquí estoy.