Ahí estaba mi abuelo. La foto me la acababa de enviar mi tía Estrella, después de unas vacaciones de Semana Santa a principios de abril. Pensé que sería una foto vieja del pueblo, mostraba un grupo de unos diez hombres que hablaban con dos mujeres de negro a través de una alambrada perforada. A sus setenta y tantos, mi tía es atlética, pizpireta, comunicativa e hiperactiva, y a veces me envía fotos antiguas de la familia. “¿A quién ves en esa foto?”. Lo reconocí enseguida: alto y espigado, encorvado, la cuenca de los ojos pronunciada, la sonrisa asimétrica, socarrona y honesta. Le respondí en tres minutos: “Papaía, segundo por la izquierda”. Es el nombre cariñoso que se les da a los abuelos en el pueblo, una contracción de “papá Ginés María”. Y regresé a mis asuntos.
Pero algo en la imagen había captado mi atención. A los diez minutos volví a mirarla con más detenimiento. Era un panel con un pie escrito en francés sobre fondo burdeos donde podía leer parcialmente algunas palabras cortadas por la foto: “mémoire… d’Argelès 1939-1942”. Busqué online, pero no daba con la imagen. Amplié la foto y otra anotación más discreta, en blanco y negro, rezaba: “Campo de Argelès-sur-Mer, marzo de 1939. Fotografía Robert Capa”. Me dio un vuelco el corazón. Y al instante me sentí muy sola, porque en mi humilde familia casi nadie sabía, hasta hace 15 días, quién es Robert Capa.
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