Alrededor de unas siglas puede armarse un relato. Una serie de tópicos y simplificaciones. Por ejemplo, MENA: menores extranjeros no acompañados. Nos hemos acostumbrado a que los titulares de prensa usen este acrónimo en un contexto borroso y, casi siempre, ligado a problemas de orden público. El fotoperiodista José Colón, que desde 2001 fotografía a los chavales marroquíes que llegan a España, teme que a veces se pierda la perspectiva y recuerda quiénes son: “Niños. ¡Son niños! No entiendo por qué se desprestigia esta palabra. MENA es un término institucional. La gente no ve un niño ahí, ve un nombre, unas siglas, pero no dejan de ser lo que son. Niños”, dice Colón.
“El de Castelldefels no es el primer caso de ataque racista”, dice el fotoperiodista en alusión al asalto contra un centro de menores extranjeros en las afueras de Barcelona el 9 de marzo. Colón empezó a fijarse en las vidas de los menores magrebíes que llegaban a España a raíz de los disturbios de El Ejido a principios de la década de 2000, y su obsesión por el tema le ha llevado a Tánger, Fez, Nador, Ceuta y Melilla, entre otros lugares.
“A principios de siglo ya llegaban menores”, dice Colón. “La desprotección institucional y social sigue existiendo o es incluso peor que antes. Las leyes españolas e internacionales dicen que los niños y niñas deben tratarse antes como tales que como migrantes. Eso se incumple sistemáticamente. Estos niños son el eslabón más débil”.
En estas dos décadas conociendo y fotografiando a niños llegados a España, Colón se ha dado cuenta de algo: los que tienen 12 años podrían tener perfectamente 18. La odisea del viaje, los obstáculos, las humillaciones y a veces las palizas hacen que su experiencia pese mucho más. Y también su carga emotiva. Eso ayuda a explicar su caos psicológico y vital.
A partir de estas quince fotografías, Colón hace un recorrido por la migración hacia España desde inicios de la década de 2000 y relata, en primera persona y de cerca, quiénes son esos niños que se esconden bajo un frío acrónimo.
Esta es la foto de una tumba en Fuerteventura (islas Canarias) en 2004. La tomé en La Antigua, uno de los pueblos donde fueron enterradas más personas a causa del naufragio de cayucos que por aquel entonces tomaban la ruta atlántica para intentar llegar a Europa. Ahora sería muy raro ver una cosa así, porque normalmente las lápidas llevan inscripciones o incluso son de metal. Aquí vemos la humanización y a la vez la deshumanización: el propio enterrador intentó darle dignidad al entierro, pero al no tener ninguna ayuda institucional decidió escribir con los dedos “cadáver sin identificar” e “inmigrante sin identificar”.
Esto es en enero de 2014. Es el primer grupo de chavales marroquíes con el que trabajé en Melilla. Había unos quince chicos que vivían en el espigón. Esa es una constante: siempre van juntos, al menos dos, siempre se apoyan. En esta imagen se ve muy claro. El más pequeño está ayudando al mayor a que suba. En esta piedra del espigón hay escrita una frase de Julio Cortázar: “La risa ella sola ha cavado más túneles útiles que todas las lágrimas del mundo”. Eso es justo lo que ves allí. Aunque sufran violencia, los chavales están contentos, felices e ilusionados de conseguir su sueño, que es ir al otro lado.
Bilal, Hassan y Mohamed comparten el calor del fuego con otros compañeros. Esta fotografía también es de Melilla, pero de 2018. La situación sigue siendo la misma. Los chicos viven las mismas experiencias y casi de la misma forma. Los encuentras en los mismos lugares. En este caso están bajo el puente de bomberos, en el río Seco, que es uno de los refugios que usan en invierno para dormir. Normalmente los chavales tienen entre 10 y 17 años, aunque aquí son más bien mayores.
Tomé esta foto bajo el puente de la fotografía anterior en marzo de 2018. Este chico estaba enfermo. A esto lo llamo violencia sanitaria. En Melilla vi cómo su asistencia médica dependía de un enfermero o un doctor que les quisiera ayudar, pero en muchas ocasiones quedaban desatendidos. En los centros para menores hay falta de higiene, y eso hace que los niños se vayan a la calle. Nunca me permitieron acceder al interior del centro de menores La Purísima, pero hay niños que han denunciado dormir hacinados y en nefastas condiciones higiénicas. La saturación del centro hacía que en una habitación para tres chavales pudieran llegar a dormir hasta diez.
Hay otro tópico relacionado con esto: el de que los niños no quieren ir a centros de menores. Durante todo el tiempo que pasé en Melilla, los chicos me insistían en que sufrían violencia física y psicológica. Decían el nombre de los educadores que los maltrataban. Un informe de las entidades Harraga y Prodein denuncia incluso la “violencia química” que han sufrido algunos niños, en alusión a la medicación que les suministran para dormirlos.
Hassan era conocido como “el Saharaui” en Melilla. Nació en Tinejdad, un pequeño pueblo de la zona de Er-Rachidia, en el desierto del Sáhara. Cuando lo conocimos tenía 17 años y hacía seis meses que había llegado a Melilla. Siempre intentaba estar ocupado y ayudando a alguien, nunca se quejaba ni pedía nada a cambio. Era bastante tímido, hasta que lo conocías: hablaba poco y siempre sonreía. Pero su mirada delataba una dura historia detrás.
Se crio en una familia numerosa. El padre los abandonó y la madre se volvió a casar. Con 13 años tuvo que dejar los estudios para ponerse a trabajar. Aprendió el oficio de panadero y más tarde encontró trabajo de vendedor. “Un día mi padrastro decidió que ya era bastante mayor y que no podía seguir viviendo en casa con mi familia”, nos dijo con un nudo en la garganta. “Aquella misma noche me encontré durmiendo en la calle”. Entonces recordó que hacía tiempo un vecino había ido a España y enviaba dinero regularmente a su familia. Viendo las pocas posibilidades que le ofrecía Marruecos, decidió emprender el mismo camino. Con los bolsillos vacíos y sin papeles, se embarcó en la aventura de llegar a Europa con el objetivo de trabajar. Le daba igual dónde y de qué. Pero acabó regresando a Marruecos. Lo último que sé es que lo metieron en la cárcel en Nador por robar un móvil.
Este es Osama a las puertas del Centro de Estancia Temporal para Inmigrantes (CETI) de Melilla. Es septiembre de 2015. A su espalda hay dos refugiados kurdos. El CETI es lo más parecido a una cárcel, pero dentro los ocupantes tienen una estabilidad: cama, ducha, comida… La gente puede salir fuera, y alrededor del CETI se crea un microclima especial en el que cada uno hace sus grupos. Osama vivía en un centro de menores cercano y venía por aquí para buscarse la vida. Al final, logró llegar a la península. Ahora está en Granada.
Estas son fotografías de carnet y documentos de Hosein, un sirio de 16 años que solicitó el asilo en las oficinas de la frontera de Beni Enzar, en Melilla. Tomé la imagen en octubre de 2015. Aquel año, un millón de personas llegaron a Europa de forma irregular. En Melilla se produjo una situación sin precedentes: la mayoría de los ocupantes del CETI eran sirios que huían de la guerra y que habían llegado al norte de África desde Líbano y Turquía, ya fuera en avión o atravesando varios países. Hosein vino solo, su familia se quedó atrás, según me dijo él mismo.
Mucho de los chicos entraron en Melilla a través de pasadores que les ayudaban a cruzar la frontera desde Marruecos a cambio de dinero. Recuerdo que en esa época mucha gente en Nador se sacó el pasaporte para poder ganar algo de dinero con los refugiados vendiéndoselo.
Varios personas con las que hablé en el CETI me dijeron que los pasadores cobraban entre 500 y 1.000 euros por cada persona que ayudaban a meter en España. Los niños que huyen de la guerra, con o sin familias, eran una fuente de lucro.
Salima tenía 15 años cuando la conocí y es de Siria. Pudo entrar en Melilla, pero sus padres se quedaron en Marruecos. Siempre hablo de “chicos” o “niños” porque la gran mayoría son varones. Es raro encontrar a niñas menores que viajen solas. Y tampoco se informa demasiado sobre estos casos: son obviamente mucho más vulnerables y acostumbran a estar más aisladas.
El padre de Salima estaba enfermo del corazón y su madre no se separaba de él. Vivían en Nador. Salima tenía un hermano menor y una hermana mayor de edad a la que le concedieron el asilo en Barcelona. Esta fotografía la tomé en Melilla: Salima vivía en este espacio de 20 metros cuadrados que compartía con otros sirios, que le cobraban una fortuna. Al final, entró dentro del protocolo institucional y la llevaron a Barcelona, donde ingresó en un centro de menores. Ha conseguido papeles. Tengo previsto ir pronto a Marruecos para visitar a su madre.
A Ṣalāḥ ad-Dīn le llamaban “el Rubio” en Melilla. Esta imagen es de marzo de 2018. Muchos son como él: chavales espabilados y rápidos de mente. Estuvo en un centro para menores. Ha intentado varias veces meterse en un contenedor, en los bajos de un vehículo o de polizón en un barco para llegar a la península, pero no lo ha conseguido. Sigue yendo al puerto de Melilla, que es donde se concentran casi todos los chavales. Su historia es la de tantos otros que lo intentan pero no lo logran.
Zakarias era un trozo de pan. Era de Fez. Se fue a la frontera, aún en Marruecos, estuvo un tiempo malviviendo allí e intentó pasar al otro lado, pero no lo consiguió y decidió volver a casa. En la imagen, de 2018, está saltando una valla que da al puerto de Melilla, que es por donde entran casi todos los chicos.
Era un chaval afable y siempre estaba preocupado por su forma de vestir. Iba limpio y bien vestido, algo que no es demasiado habitual. Ese es otro de los prejuicios ligados a estos menores: ¿por qué van sucios? Porque son niños, y si a un niño no le creas el hábito de la higiene, lo único que hace es jugar, ir de arriba abajo… Lo mismo pasa con la comida. Cuando consiguen algo de dinero, se lo gastan en chucherías; lo he visto una y otra vez. Cuando están en la calle, no tienen a nadie que les diga lo que deben hacer.
Mustafá, de 11 años, entra en un contenedor del puerto de Tánger en 2003. Esta es una de las formas más usadas por los menores para entrar en España. A Mustafá lo conocí en el espigón de Tánger. Quedamos para entrar en el puerto por la noche, saltamos la valla, entramos y estuvimos toda la noche en un coche escondidos, porque había controles. Hasta que se metió en el contenedor. A veces crean dobles fondos para esconderse. En ocasiones saben adónde va el barco; otras, no. Ha habido casos de niños muertos en estos viajes.
Mohamed, de 16 años, se esconde en los bajos de un camión que debe entrar en un barco en el puerto de Tánger en 2004. No sé nada de él: lo acompañé a la zona donde estaban los camiones que partían en barcos, se metió debajo de uno y desapareció.
Los antidisturbios de la Guardia Civil llevaron a cabo una redada el 13 de enero de 2014 en Melilla. Había unos quince chavales en el puerto y los detuvieron para llevarlos a comisaría. Para chicos de esa edad, la corpulencia física de los agentes debe ser imponente. A menudo, en el proceso de identificación catalogan a estos chicos como mayores, ya que la prueba de edad ósea, que se realiza cuando no llevan documentación, tiene un margen de error muy amplio, que puede llegar a los dos años. Hay pruebas que se hacen sin prácticamente explicación, que son intrusivas y que resultan violentas para los menores. El resultado, muchas veces, es que el sistema los acaba tratando como adultos.
Llegamos a una de las cosas que más denuncian los chicos: la violencia policial. Son comunes, según testimonios de algunos de ellos, las palizas por parte de la guardia civil, policía o portuaria. Yo he visto cómo les quitaban objetos de valor que llevaban y los tiraban al agua. Algunos me han contado que los han encerrado durante horas en una furgoneta. Y ha habido también, por supuesto, devoluciones en caliente de menores. A todo eso hay que unir la violencia psicológica que sufren y los problemas que puedan tener en las calles.
Después de haber vivido un año así, ¿qué confianza puede tener un niño extranjero en el sistema de protección de menores cuando llega a Madrid o Barcelona? Hay un problema de base: no tienen las herramientas para trabajar con ellos, ni siquiera la del idioma. Y los niños acaban volviendo a la calle: parece que haya una estructura que conduce siempre a eso, a que digamos que están en la calle, que no quieren ir a los centros, que roban, que son violentos, que se drogan.
El espigón de Melilla es una de las zonas donde conviven los chicos. Es el lugar más cercano a su objetivo, que es pasar al otro lado. Esta foto es de enero de 2014.
Cuentan en Melilla que había tres chavales que querían llegar a la península. El más espabilado dijo: vamos a meternos debajo de un autobús. Pasó día y medio y empezaron a escuchar sonidos. “¡En España hablan igual que nosotros!”, dijo uno de los chavales. No, no era así: habían cogido un autobús de turistas que los llevó a Marrakech, su ciudad natal. Todos se indignaron con el cabecilla, pero volvieron a Melilla para intentarlo otra vez. Y alguno de ellos pasó.