Es una colonia rodeada de campos de cultivo y llena de casas con voluntad de grandeza. Algunas no están bien mantenidas: parecen abandonadas. Entro en una de ellas y me siento en su amplio porche rodeado de columnas blancas a hablar con Badar Anwar, treinta años, la inocencia esculpida en el rostro, voz baja y temblorosa.
—Esta no es mi casa. Es de un amigo noruego —aclara enseguida.
Esto es Kharian, una ciudad de Gujrat, el distrito del que proviene la mayoría de la comunidad pakistaní en Barcelona. Pese al éxodo hacia ciudades europeas —Manchester, Londres, Oslo, Barcelona—, Gujrat es una maraña de pequeñas localidades densamente pobladas, una sucesión uniforme de campos de trigo, barrios y comercios. Aquí el campo está lleno.
A Badar lo han casado con una pakistaní que vive en Barcelona y pronto viajará a la capital catalana.
—Soy electricista —dice Badar—. Mi suegro tiene una sastrería en Barcelona. Estoy muy emocionado, porque allí aprenderé cosas. Será bueno para mi futuro. Quiero tener allí a mis hijos. No veo mi futuro en Pakistán, sino en Barcelona.
Le hablo de Barcelona, le comento que allí las dos lenguas más habladas son el catalán y el castellano. Le parece difícil de asimilar y le recuerdo que aquí pasa lo mismo: se habla punyabí y urdu. Asiente y espera otra pregunta.
¿Por qué Gujrat? ¿Por qué Barcelona?
—La gente va a Barcelona por dos motivos: porque es pobre y piensa que no tiene futuro aquí, o porque tiene familiares o amigos de Gujrat en Barcelona.
Subimos a la terraza de la casa de su amigo. Nos acompaña, entre otros, un hombre alto con bigote que asegura echar un vistazo de vez en cuando a todas las casas de alrededor, porque la mayoría de sus propietarios están en Europa y son familiares o conocidos. Aquella casa es de mi primo, aquella de otro primo, aquella de mi abuelo, señala desde la azotea. La mayoría de las familias vienen de vacaciones o tienen aquí algunos parientes.
—Yo quiero construir una casa así, por eso quiero ir a Barcelona —dice Badar.
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Si preguntamos por la calle, será difícil que alguien en Barcelona acierte a la primera cuál es la comunidad extranjera más importante en la ciudad: la italiana (31.500 residentes). En segundo y tercer lugar están China (20.555) y Pakistán (19.240), según datos del Ayuntamiento que se refieren al año 2018. En el distrito de Ciutat Vella, donde se halla el Raval —uno de los barrios más diversos de la ciudad—, hay 6.302 pakistaníes empadronados (13,3% del total de extranjeros). El otro punto en el que se concentran más extranjeros de esta nacionalidad es el barrio del Besòs, en el este.
El punto de inflexión para la inmigración pakistaní en Barcelona fue la década de 2000: al calor de la euforia económica —que después tuvo una terrible resaca— y de las regularizaciones de inmigrantes, la comunidad fue creciendo y se implantó con fuerza en la capital condal. Los datos demuestran que desde 2012 la cifra de pakistaníes en Barcelona se estabilizó. Bajó, incluso, durante los años más duros de la crisis económica.
De 18.150 en 2009 pasaron a ser 19.000 en 2018.
Se trata de una inmigración, desde el punto de vista histórico, joven y masculina. Pero eso está empezando a cambiar. Los reagrupamientos familiares han contribuido a ello. Las cifras ofrecidas líneas arriba no incluyen, evidentemente, las nuevas generaciones nacidas en España (donde hay un total de 82.874 personas de nacionalidad pakistaní, según datos del Instituto Nacional de Estadística), y eso significa que cada vez hay más mujeres. Estamos en un periodo de madurez y cambio de esa comunidad: que ya no es una comunidad, que son muchas. Madurez: la huella pakistaní es imborrable en Barcelona y ya va más allá de los estereotipos (colmados, peluquerías, taxis). Cambio: la incorporación de las nuevas generaciones a estudios superiores y sobre todo el protagonismo de las mujeres —que aún no ha llegado, que se está forjando— destruirán las ideas preconcebidas que la sociedad dominante tiene sobre los colectivos pakistaníes.
Desde Barcelona, la comunidad pakistaní parece una parte más de su identidad, ¿pero qué ocurre si le damos la vuelta, si miramos todo desde Pakistán? Barcelona tan solo es uno más de los escenarios en los que se construye la diáspora pakistaní. Una diáspora dividida entre los países del Golfo Pérsico, grandes ciudades europeas y Estados Unidos.
La historia de las migraciones está hecha de pequeñas regiones que aspiran a lo universal. Zonas humildes de las que salen emigrantes dispuestos a buscar una vida mejor, y que después se encuentran al otro lado del planeta —o a pocos cientos de kilómetros—, fruto al principio de la casualidad y después del boca a boca. La mayor parte de los pakistaníes en el Reino Unido, por ejemplo, vienen del distrito de Mirpur, en la Cachemira bajo control pakistaní. La mayor parte de los pakistaníes en Barcelona son de Gujrat, como Badar Anwar, y de otras demarcaciones cercanas de la región del Punyab.
Eso determina una cierta homogeneidad cultural y social que no se corresponde en absoluto con el poliédrico Pakistán, un país predominantemente islámico pero con problemas para consolidarse como nación y que aloja en su territorio a pastunes, con una relación íntima con Afganistán; baluches, algunos de los cuales aún luchan por la independencia; sindhis, mohajires… Los punyabíes son la etnia mayoritaria y la que tiene más peso en las élites políticas y económicas. En Gujrat, distrito conservador e históricamente dependiente del campo, no se hallan las grandes ciudades ni las grandes fortunas, pero es parte del Pakistán profundo, del corazón del país. “Es una zona bastante poblada”, dice Ana Ballesteros, investigadora sénior asociada al Barcelona Centre for International Affairs (Cidob). “Allí encontramos el prototipo de patriota pakistaní: hombre, más de 40 años, punyabí y muy leal a la ideología nacionalista”.
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¿Cómo empezó todo? Antes de que España fuera vista como tierra de oportunidades y de que la comunidad pakistaní se implantara en Barcelona, antes del boom de la década de 2000, los primeros pakistaníes llegaron a España como alternativa a otros destinos, sobre todo al Reino Unido, que estaba endureciendo sus políticas migratorias. Son las décadas de 1970 y 1980, cuando la diáspora pakistaní se pluraliza y se dirige hacia el Golfo Pérsico y hacia otros lugares del norte de Europa. Se ensayan y se abren nuevas rutas.
Aquellos pocos pakistaníes no se establecían en Barcelona, sino en León, Jaén, Teruel, Toledo o Valencia, en ocasiones para trabajar en minas. Algunos incluso asistieron a la transición española, como Mohamed Farooq —60 años, acento y gracejo andaluz—, con el que converso bajo la sombra de los árboles en Kharian (Gujrat).
—Llegué a España en 1976. Estuve cuatro meses en Barcelona trabajando en un restaurante y luego me fui a Córdoba a trabajar en las minas de carbón. Estuve casi trece años allí. Cuando me jubilé, me fui a vivir a Linares. Ahora ya me he venido a Pakistán y solo voy allí para visitas médicas. Mi hija estudia aquí, en Pakistán.
Farooq trabajó en la cuenca minera de Peñarroya-Pueblonuevo. No se lamenta, no dice haber sufrido explotación laboral. Lo volvería a hacer. Se nota que añora aquellos años, aquella aventura. Su juventud.
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“La inmigración pakistaní a Barcelona ha sido un fenómeno de clase media”, dice la investigadora Ballesteros, autora del libro Pakistán (Síntesis). “Quienes han podido migrar es porque se lo han podido permitir, ya sea de forma legal o, en algunas ocasiones, a través de mafias que usan su situación para aprovecharse de la necesidad de algunos compatriotas”.
Berta Güell, investigadora posdoctoral en el centro de estudios e investigación sobre migraciones de la Universitat Autònoma de Barcelona (CER-Migracions), es otra de las expertas que más ha estudiado la diáspora pakistaní, sobre la cual sigue reinando el desconocimiento; mucho más que en el Reino Unido, donde al fin y al cabo hay un lazo colonial. Todo ello pese a que la comunidad está transformando la geografía física y la economía de algunos barrios de Barcelona.
“Hay estereotipos y rumores falsos —dice Güell—, como que tienen todo tipo de ayudas sociales o que no respetan los horarios de apertura de sus tiendas”. La investigadora centró su tesis doctoral en los comercios pakistaníes, que tanto tiempo ocupan en las conversaciones cotidianas y tan poco espacio merecen en el ámbito académico e intelectual.
“Desde el último cuarto del siglo XX —escribe en su tesis—, uno de los cambios relevantes que ha sufrido el mercado laboral en Europa y Estados Unidos ha sido la emergencia de comercios y establecimientos regentados por inmigrantes y minorías étnicas en las ciudades postindustriales y cosmopolitas. Barcelona no es una excepción. Gracias a su internacionalización, el elevado flujo de movimientos migratorios y la presencia de un tejido comercial dinámico, se sitúa en una posición privilegiada a la hora de favorecer la emergencia de los negocios étnicos”. Y entre las comunidades extranjeras, la más emprendedora, junto a la china, es la pakistaní.
Se puede tirar de la clave cultural pero también de la económica: la densidad de población en las grandes ciudades favorece esta solución. Pero asumir que la comunidad pakistaní se reduce a esta red económica es un error y un cliché. Es un colectivo cada vez más plural, en cuyo seno las nuevas generaciones y las mujeres están operando un cambio. “Es algo aún incipiente. Hay grupos de mujeres jóvenes que lideran este cambio, que se traduce en trayectorias educativas más largas y en incorporación al mundo laboral. Hay algunas incluso en partidos, aunque son casos contados”, dice Güell. Además de la influencia de la familia y el entorno, tiene mucho que ver con su trayectoria personal y laboral si nacieron ya en Barcelona, si llegaron a los doce, catorce años. Ello determina su socialización y su futuro.
Aunque el cambio sea paulatino, la lógica dice que cada vez habrá más políticos de origen pakistaní —los partidos catalanes se devanan los sesos para intentar llegar a estos votantes, una masa suculenta en el caso de Barcelona—, más médicas, más deportistas, más grandes empresarios.
En Gujrat visito un despacho. Allí conozco a Ehsan Ullah, cuarenta años, impoluto shalwar kamiz (vestimenta tradicional pakistaní) blanco, ambición en los ojos. Está de visita en Pakistán: vive en Badalona y es el encargado de cinco establecimientos de una gran cadena de supermercados.
—Llegué por primera vez en 2004 y por segunda vez en 2005. Hay gente que en todo ese tiempo no aprende castellano, porque no le gusta. Yo empecé a trabajar en Badalona, en una tienda pequeña, y ahora tengo cinco supermercados: en Terrassa, Sabadell, Martorell, Abrera y Esparraguera. Hago los pedidos, miro los ingresos…
Se le ve orgulloso por su éxito económico, pero de lo que parece más pendiente es de halagar a la sociedad de acogida.
—La gente en España es muy maja, es muy amable, cuando lo necesito me ayudan, y yo también les ayudo. Yo he estado en Italia, Francia y muchos países europeos, pero lo que más me gusta es España. No me voy a ningún sitio.
Y otra cosa de la que intenta ocuparse es de defender a sus compatriotas:
—Hay pakistaníes que al principio tenían una tienda y luego dos, tres o cuatro… Hay gente que se va allí para trabajar y se gana bien la vida. La gente de mi país no roba ni un chicle. Pedir sí, pero robar no. Nosotros vamos a trabajar siempre, ocho horas y con o sin festivos, para ganarnos la vida.
A pesar de que ya ha pasado más de una década desde que llegó a Cataluña, su familia sigue aquí, en Gujrat. Tiene tres hijos y dos hijas. “Aquí viven bien”, dice. Su caso no es tan extraño: hay muchos varones que vienen de vacaciones a visitar a sus familias en Pakistán, a la espera de una reagrupación familiar. Dice Ehsan Ullah que él tiene la intención de hacerlo, pero de momento no han puesto en marcha los trámites burocráticos.
—Cuando alguien te pregunta de dónde eres, ¿qué le contestas?
—Tengo que decir que soy español —responde Ehsan Ullah—. Tengo la nacionalidad. Cuando voy a otro país y me preguntan, les digo que soy de España. Cuando vengo aquí, a Pakistán, me siento bien, porque tengo a mi familia y a mis amigos. Pero cuando vengo aquí, los amigos en Barcelona se quedan preocupados, me llaman, me preguntan que cuándo vuelvo.
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Aunque en plena transformación, la comunidad pakistaní en Barcelona sigue teniendo una estructura jerárquica y patriarcal, que bebe no solo de la religión sino del sistema de castas que impera en el Sur de Asia, aunque en el caso de Pakistán sea más fluido que en la vecina India. La familia es el centro de todo. Los matrimonios concertados siguen estando a la orden del día. Las jóvenes que he entrevistado para este y otros reportajes, sin dejar de criticar el machismo que existe en la llamada sociedad de acogida, censuran sin ambages el que sufren en su comunidad. Saben que no son solo sus familias: que en el Raval todo el mundo se conoce, que si quedan con alguien todo el mundo lo sabrá, que el rumor es un mecanismo de control. Algunas de ellas, las que han tenido menos oportunidades para conocer Pakistán, se preguntan si allí es exactamente igual: temen que la pequeña comunidad que se ha implantado aquí no avance de forma natural debido a su cerrazón o a la discriminación que sufre. Como resume la investigadora Ana Ballesteros, existe la sensación de que “Barcelona vive de espaldas a los pakistaníes y los pakistaníes viven de espaldas a Barcelona”.
No es el caso de Sidrah Ishaque, que nació en Arabia Saudí de padres pakistaníes. Cuando cumplió cinco años, la familia volvió a Pakistán. A los catorce, la joven se mudó de nuevo a Barcelona, donde vive desde entonces. Su obsesión desde el principio fue estudiar: acabó el Bachillerato y cursó Formación Profesional.
—Cuando estudiaba, en cuarto de ESO y primero de Bachillerato, tuve muchos problemas. Cada vez que iba al instituto había un grupo de niños que me molestaba, que miraba, que hacía ruido, que decía frases que no eran muy educadas… Un día pegué a uno. Mi hermana me agarró para que no le hiciera más daño… Después de eso no pararon, nos empezaron a molestar mucho más. Al final incluso puse una denuncia.
Perseverante, Ishaque terminó sus estudios y trabaja ahora para la fundación Tot Raval, formada por entidades que se dedican a fomentar la cohesión y la convivencia en el barrio del Raval. Es técnica de referentes comunitarios de salud: participa en la organización de sesiones con mujeres de origen inmigrante del barrio para charlar y para que puedan exponer sus dudas, sin tabúes, a profesionales de la salud.
Mujeres como Sidrah Ishaque se saben agentes de cambio. No solo por su labor, sino por la influencia que ejercen en las personas que hay en su entorno. La presión social que sufren, sin embargo, es abrumadora.
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En Gujrat hago migas con Qamar Abbas, treinta y dos años, fortachón, mandíbulas anchas, perilla recortada al milímetro. Trabaja de cocinero en un restaurante de kebabs en Barcelona. Está aquí para una celebración: su primo se casa. Es Aqeel Abbas, de treintaiún años, que vive en París y que tiene cara de travieso. A su lado, el tímido Zeeshan, de treinta y cinco años y compañero de piso de Qamar en Badalona. Estamos —ellos y otros primos que no viven en Europa— sentados en la sala de estar de la casa familiar en Gujrat. La boda ya ha acabado —tres días de jolgorio— y parecen extenuados.
—Fui el primero de todos en llegar a Europa. Llegué en 2008 a Barcelona. Tengo una tienda de alimentación. Tengo muchos recuerdos de mi infancia aquí, en Gujrat, y cuando vuelvo a Pakistán siempre estoy contento. Jugaba con mis primos en este campo a críquet, y a veces este era el capitán —dice Zeeshan señalando a uno de los no europeos.
—Yo primero fui a Italia —dice Qamar—. Pero como Zeeshan estaba en Barcelona, me fui con él. Cuando llegué fue difícil, porque no hablaba español ni tenía papeles, pero cuando pasa un poco de tiempo y vas conociendo gente y trabajando, la cosa va mejor. Me lo paso muy bien, me gusta Barcelona, me gusta España. Ahora estoy intentando llevar a mi familia, tengo una mujer y dos hijos, pero es difícil.
—Estás cansado, ¿no? —le pregunto a Aqeel, el primo que ha celebrado en Gujrat su boda, que aunque es parlanchín hoy es el que menos habla.
—No, no, estoy bien —dice Aqeel, que en todo momento habla en francés—. Yo estoy en París desde 2012. Había llegado en 2011 a Italia pero enseguida me fui a Francia. Me gusta mucho ir a Barcelona, sobre todo ir de fiesta…
—Cuando viene se queda en nuestro piso —dice Qamar.
—Vivimos con otro compañero, de Gujrat también, somos tres en el piso, está en Badalona… —dice Zeeshan—. Yo trabajo los siete días de la semana, diez horas al día. No tengo ni un día de fiesta.
En el barrio se sabe de decenas de jóvenes que viven en Barcelona, Londres, París, Oslo. Todo el mundo conoce a alguien que está fuera, que acaba de llegar a su destino, que espera la reagrupación familiar, que viene de visita a pasar unos días, que se casa estos días, que se casa el mes que viene… Algunos de los que se quedan, sobre todo los más jóvenes, parecen tristes: como si no hubieran cumplido con su cometido, como si temieran el reproche social.
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En el viaje a Gujrat he visto un enorme mercado con una galería abarrotada de gente, de zapatos en extrañas cajas falsas de Google y Apple, de chatarra electrónica, de joyas, de vestidos. He visto los barrios europeos, los barrios de la gente que se ha ido. He conocido a los forasteros pakistaníes que vienen de vacaciones y vuelven a casa. He hablado con ellos en urdu, en inglés, en español, en francés.
Pero no me he adentrado en el trigo que rodea todas las ciudades de este distrito. Así que lo hago. Me meto en un campo de espigas. No tengo que caminar demasiado para encontrarme con un agricultor de piel negrísima, castigada por el sol. Es un hombre mayor. Dice que se llama Afzal. Me cuesta comunicarme con él, su punyabi es difícil de entender. Lo saludo pero no lo entiendo. El periodista pakistaní que me acompaña, Sabookh Syed, me hace de traductor.
—Dice que uno de sus vecinos fue a Europa, volvió treinta años después y un día vino al campo y le preguntó: “¿Para qué es esto?” —en alusión al trigo—. Dice que él le contestó: “Tú comes pan, ¿verdad? Pues el pan está hecho de esto”.
Barcelona-Pakistán-Barcelona es un proyecto de Revista 5W y CIDOB (Barcelona Centre for International Affairs) que recibió la beca DevReporter convocada por Lafede.cat.
Esta crónica se hizo con contribución financiera de la Unión Europea, pero su contenido es responsabilidad exclusiva de Revista 5W y no refleja la posición de la Unión Europea.