Lamiae, una joven de 20 años, camina entre árboles y arbustos por una de las laderas de la montaña de Montjuïc, en Barcelona, con una decisión proporcional al nerviosismo que confiesa llevar por dentro.
Se detiene junto a una precaria construcción levantada con viejos colchones, mantas y otros materiales desechados. La chica saluda en árabe. Del interior se asoman algunas manos desnudas, piernas con pantalón de chándal y cabezas tapadas con gorras: las de cinco adolescentes procedentes de Marruecos que dicen llevar meses viviendo allí. Lamiae se acerca a charlar y, pocos minutos más tarde, una pequeña bolsita de plástico blanco sale despedida por los aires. No cae muy lejos: contiene restos de cola, pegamento cuyos vapores tóxicos inhalan algunos de estos jóvenes de la calle.
Antes de despedirse, Lamiae les acerca su móvil para que escriban sus números, hacerles una llamada perdida y que puedan contactarla si tienen alguna emergencia. Todos están extremadamente delgados, los huesos de la cara muy marcados, la mirada ausente, el pelo graso, la ropa sucia. Ella promete volver otro día con ropa limpia y algo más de información práctica, desde sitios donde poder ducharse hasta recursos legales a su disposición.
“Los he visto muy mal, hechos polvo”, dice Lamiae cuando se aleja. En su mano lleva la bolsita blanca que antes lanzaron por los aires. “Me han dicho que quieren ayuda, ir a un centro”.
Se refieren a uno de los centros de acogida establecidos para chicos y chicas como ellos; para jóvenes que cruzaron una o varias fronteras solos antes de llegar a España; para Menores Extranjeros No Acompañados; para los MENA, el acrónimo con el que se les conoce, el acrónimo que, también, los deshumaniza. El caso de los chicos en las laderas de Montjuïc no es la norma, sino que se produce entre los que, por un motivo u otro, no entran en el sistema de acogida.
Mientras nos alejamos del lugar, nos cruzamos con otros dos niños marroquíes cuyas facciones no dejan atisbo de duda: son menores. Uno dice tener once años y medio. El otro no contesta. Lamiae les pregunta si duermen donde los otros y dicen que no, que un poco más allá, en “el parque verde”, dice. “Allí hay muchos más”, añaden. Ella les apunta también su teléfono en un trozo de papel y les dice que llamen si necesitan algo. Lamiae, que trabaja con los menores extranjeros de la calle por vocación y también por conocimiento de causa, da su teléfono a todo el mundo que lo pueda necesitar.
Forma parte de la Asociación Exmenas, un colectivo de cinco jóvenes que se hartaron de que se hablara de ellos sin ellos y que desde finales de 2018 dedican buena parte de sus fuerzas a luchar contra el racismo.
Pese al nombre, no todos responden a la definición completa del repetido acrónimo, pero cada uno es conocedor de al menos una parte del camino. Además de hablar el mismo lenguaje —el idiomático y el generacional—, una nació en Marruecos y conoce el lugar del que sale la mayoría, otro habla el dialecto bereber tamazight, y la propia Lamiae sabe qué es vivir en un centro de acogida.
Ella nació en Barcelona, igual que sus tres hermanos, pero sus padres no. Llegaron a Cataluña siendo menores: ella desde Marruecos y él desde Argelia. La fuerte personalidad de Lamiae no tardó en chocar con la herencia cultural que respiraba en su casa y una mañana, con trece años, salió para no volver. Se despidió para ir a clase como cada día, pero en aquella ocasión su mochila estaba llena de ropa en lugar de libros. Ya en España, estuvo varios años en un centro de acogida, hasta que alcanzó la mayoría de edad.
Ahora trabaja como camarera y se prepara para la selectividad. La nota de corte que necesita es alta porque en sus planes de futuro, como era de esperar, está convertirse en educadora social. Mientras, aprovecha cada minuto de su tiempo libre para echar una mano pateando las calles, dando charlas en centros culturales o educativos y ayudando a organizar concentraciones de repulsa al racismo.
Un par de días más tarde, Lamiae vuelve con la ropa limpia prometida. Ha hecho un llamamiento a través de redes sociales y no ha tardado mucho en llenar un par de bolsas con pantalones, camisetas y jerseys. “Mira, este es hasta de marca”, enseña divertida.
Uno de los chicos le dice que esa tarde han pasado un par de educadores que trabajan con los menores en situación de riesgo en la calle.
—¿Era la primera vez que venía alguien así?
—Sí.
—¿Y qué os han dicho?
—No sabemos. Como no hablaban árabe, no hemos entendido nada.
EL CIRCUITO
En la séptima planta del edificio F de la Ciudad de la Justicia, en Hospitalet de Llobregat, una localidad pegada a Barcelona, está el despacho de Francisco Tabuenca, fiscal de Menores. En su interior se apilan incontables carpetas de colores pastel en pequeños y ordenados montones, distribuidos por todo el mobiliario. Tabuenca aparta algunas carpetas de una mesa antes de desgranar los detalles del complejo proceso legal que regula la situación de los niños y adolescentes que llegan a España solos.
Empieza por el artículo 35 de la Ley de Extranjería, que establece que se dará la atención inmediata que se precise cuando se localice a un “extranjero indocumentado cuya minoría de edad no pueda ser establecida con seguridad”. Normalmente es la Policía quien contacta con la Fiscalía —en este caso con la sección de Menores, no la de Extranjería— al tener conocimiento de uno de estos casos, pero cualquier entidad protectora u organismo puede hacerlo.
La primera información suele ser precaria y se basa en lo que dicen los recién llegados. Algunos aseguran no tener familia en la zona y luego se descubre que sí, otros mienten con la edad, algunos ni siquiera tienen claro cuántos años tienen. “Ha habido casos en los que llegaban con un pasaporte que reflejaba una determinada edad, pero por el aspecto físico no podías dar fiabilidad a la fecha de nacimiento”.
Tabuenca pone el ejemplo de jóvenes que se quitan años para poder acceder al sistema de protección de menores, pero también el de una chica que falsea su edad al alza para huir de un país en el que la obligan a casarse siendo menor. Ni siquiera la fecha de nacimiento que figura en el pasaporte es siempre la correcta, ya que hay lugares donde no hay partidas de nacimiento y resulta más fácil trampear con las fechas aunque el documento esté legítimamente emitido.
Una vez comunicada la existencia de esta persona a la Fiscalía, el primer punto es establecer si hay dudas o no sobre la minoría de edad. Si no las hay, accede directamente al circuito de protección de la entidad competente. En cambio, si no es posible determinar la edad con absoluta seguridad, se ordena la ejecución de una prueba radiológica de muñeca y una ortopantomografía (radiografía panorámica de la de la boca).
Asegura Tabuenca que “son dos pruebas que en principio no tienen por qué ser invasivas, la ortopanto es lo primero que hacen a cualquier persona que va al dentista”, y que antes de realizarlas es necesario recabar el consentimiento del menor. Pero estos exámenes no están exentos de polémica, y organismos como Unicef denuncian que “las pruebas médicas utilizadas tienen un amplio margen de error, siendo algunos invasivos, y se aplican sin consulta alguna con el niño o niña”.
España también ha sido señalada por varios organismos de defensa de los derechos humanos e incluso por el Defensor del Pueblo por prácticas invasivas y poco fiables de determinación de la edad de los menores migrantes que llegan solos.
De forma paralela, se busca contactar con la familia en el punto de origen para obtener documentación que confirme, corrija o aclare su fecha de nacimiento. “Y generalmente llega, sobre todo en el caso de Marruecos”.
El siguiente paso del proceso está en manos de las respectivas entidades de cada comunidad autónoma. En Cataluña, por ejemplo, es la Dirección General de Atención a la Infancia y la Adolescencia (DGAIA).
El circuito, no obstante, nunca es definitivo. En la Comunidad de Madrid se ha puesto en marcha la fase inicial de un proceso de devolución de menores marroquíes. Este sistema al que la propia administración denomina “retorno voluntario” supone la reactivación de un acuerdo entre el Gobierno español y el marroquí del año 2012.
DE CÁDIZ A BARCELONA
Mientras Andalucía ejerce de puerta de entrada, regiones como Cataluña o País Vasco se convierten en destino final para muchos de estos menores. Ese planteamiento lleva a aplicar estrategias diferentes: más enfocada a acogida de emergencia la primera, y a la integración a largo plazo las segundas.
En el sistema de protección de España había registrados, a finales de 2018, un total de 13.012 menores extranjeros no acompañados, más del doble de los 6.414 de 2017. Solo en Cataluña había a finales de 2018 un total de 3.450 menores tutelados, frente a los 1.153 de 2017, según un informe de la DGAIA.
Desde la entidad reconocen que el año pasado se trabajó con una mentalidad de emergencia debido al pico de llegadas. En 2016 llegaron a Cataluña 684 menores no acompañados; un año más tarde el número subió a 1.489, y el año pasado las llegadas ascendieron a 3.659, siempre según la DGAIA. Y la cifra sigue creciendo: en los primeros tres meses de este año se han registrado 625 llegadas, un 48 % más que en el mismo periodo del año anterior, y se espera que en todo el año superen las 5.500.
Solo en Cataluña se abrieron entre junio de 2017 y diciembre de 2018 un total de 181 espacios con 2.660 plazas: son centros que reciben financiación pública, pero están gestionados por entidades privadas. El propósito de 2019 es dirigir los esfuerzos hacia un plan que mire a largo plazo.
Una vez el menor entra en el sistema de acogida, el circuito es en apariencia sencillo. En primer lugar es trasladado a un centro de emergencia en el que no debería permanecer más de un par de semanas, para después pasar a un centro de acogida. Pasada esta fase, el recorrido se diversifica con una ensalada de siglas: puede ir a uno de los llamados CRAE (Centro Residencial de Acción Educativa), a un piso 16-21 (en referencia a la edad), un IPI/SAEJ (Itinerario de Protección Individualizada o Servicio de Acompañamiento Especializado en Jóvenes tutelados y extutelados), a una AFE (Acogida en Familia Extensa)…
Georgina Oliva, secretaria de Infancia, Adolescencia y Juventud de la Generalitat, insiste en que la situación en Cataluña no es algo aislado, sino que se enmarca dentro del fenómeno global de los movimientos de población. “Que Italia decida cerrar fronteras, que Francia opte por tener una política represiva o policial respecto a estos niños, que Marruecos abra y cierre la frontera como le plazca o en función de los acuerdos que tenga”, dice, en referencia a los pactos con la Unión Europea y el Gobierno español. “Todo esto hace que tengamos una vías de entrada u otras, y eso afecta al sistema de protección de la infancia”.
LA VIDA EN UN CENTRO
Mientras remueve con sus manos la primera capa de tierra seca hasta llegar a la parte húmeda, Albert Martínez bromea diciendo que si hace tres años le hubieran contado que iba a saber todo lo que ahora explica sobre agricultura, le habría costado creerlo. Tanto se ha trabajado su aprendizaje hortícola este educador social, que los chicos se dirigen a él entre bromas y cariño con el apelativo de flaha, “agricultor” en árabe. En ese idioma ha aprendido también a decir algunas de las palabras que más usa en su día a día, desde el nombre de las herramientas hasta las semillas.
Pasan pocos minutos de las once de la mañana y seis adolescentes vestidos con monos de trabajo color marrón claro se reparten las tareas en un pequeño huerto situado en la parte trasera del centro cívico de Les Planes, a siete kilómetros de Barcelona. Criban la tierra y la reparten sobre un espacio que han habilitado para plantas aromáticas. La tranquilidad de la sierra de Collserola que rodea este espacio solo es interrumpida por los trenes que cada poco tiempo rugen sobre las vías que corren paralelas al jardín.
Esta semana hay vacaciones escolares y por eso se han podido apuntar a esta actividad voluntaria algunos chicos que normalmente estarían en clase a estas horas. A mediodía y con la labor acabada por hoy, se montan en la furgoneta blanca que les lleva de nuevo a Mas Pins: un centro de acogida, activo desde 2008, en el que viven junto a cuarenta chicos.
Algunos comen, otros aprovechan el rato libre para conectarse a internet y otros empalman turno echando una mano en otro huerto que tienen junto al centro. Uno de estos chicos es Taha, un marroquí de 16 años que empuja con destreza una carretilla. Hace siete meses que llegó a Barcelona en autobús tras pasar por un par de centros en Jaén y Málaga. Cruzó el estrecho en una patera que recuerda abarrotada. “Creo que éramos cincuenta”.
Su sueño era llegar a Barcelona y estudiar. Ahora está matriculado en 4º de la ESO y ya tiene claro por dónde le gustaría encauzar su futuro académico: “Quiero ser biólogo”.
La mirada alegre que filtran sus gafas de pasta negra solo pierde algo de brillo cuando recuerda a su familia. Sus padres y sus hermanos de 20 y 23 años se quedaron en Marruecos. Habla con ellos a menudo, pero les echa de menos. “Es muy difícil estar aquí. Muy difícil”, dice.
El perfil de Taha es uno de los más habituales entre los menores extranjeros que llegan a Cataluña. Cerca del 80% proviene de Marruecos y el 52,6 % llega con expectativas de poder realizar alguna formación.
También el que su viaje fuera una decisión apoyada por toda la familia muestra un cambio de tendencia en los últimos años. “Antes eran más chicos de la calle”, apunta Albert Martínez. “Con las últimas llegadas hemos notado que el perfil ha cambiado. Son chicos que tienen más claro el proyecto migratorio, que vienen a buscarse la vida, que tienen un proyecto familiar”.
Lo mismo ocurre con otro de los chicos que esta mañana está trabajando en el huerto. Aboubak, de 17 años, viajó con su madre desde Costa de Marfil hasta Marruecos. Su padre falleció tiempo atrás y no tiene más hermanos por parte de madre, así que ambos pensaron que podrían labrarse un futuro en Barcelona. En su caso el destino no fue casual: el joven es un entusiasta seguidor del Barça y de Messi.
Cuenta que pasaron un año y diez meses trabajando en Marruecos para poder ahorrar dinero y continuar el viaje, pero finalmente solo Aboubak llegó a Barcelona. Su madre, agotada, decidió que no tenía fuerzas para seguir y prefirió volver a casa. Del total de menores actualmente atendidos por el sistema de protección catalán, solo el 16,8% procede de algún país de África subsahariana, según la DGAIA.
Además del fútbol, Aboubak tiene un plan B algo más prosaico, que pasa por trabajar en un almacén. Mientras, él pone todo de su parte para hacer su sueño realidad y tres días por semana entrena con un grupo de chicos del pueblo. Es el único del centro que juega en ese equipo.
Que acudan a clase en colegios del pueblo o practiquen actividades que impliquen a otros vecinos no es fruto de la casualidad. “Ahora ya podemos decir que se ha normalizado la presencia de estos chicos dentro del barrio”, dice Abdessamad Hamdi, director de este centro que se abrió en 2008. “Nosotros nunca hemos dejado de dar la cara con los vecinos”, interviene Albert Martínez. “Ahora nos ven con la furgoneta por el barrio y nos conocen”.
“Esa es la diferencia”, retoma Hamdi. “Nuestro trabajo antes se limitaba a controlar el conflicto. Si había una incidencia, veíamos cómo hacer para que no volviera a ocurrir, pero no hacíamos esta parte”, dice en referencia a la integración.
En el centro conviven 45 chicos. “Ahora tenemos algo de sobreocupación”, confiesa Hamdi. Normalmente deberían ser 30, pero el incremento de llegadas en los últimos dos años ha forzado la apertura de nuevos centros y la búsqueda de espacio extra en los ya existentes.
AUMENTO DEL RACISMO
En marzo de 2019, un grupo de 25 encapuchados atacó un centro de menores de la localidad barcelonesa de Castelldefels y agredió a algunos de los trabajadores y chicos internos, después de una discusión entre varios jóvenes que volvían al centro y otros del municipio. Unos días antes, un hombre había irrumpido armado con un machete en otro centro en Canet de Mar –un pueblo de unos 14.500 habitantes también en la provincia de Barcelona– en el que viven actualmente unos cincuenta chicos.
“No se puede reaccionar con ira y con violencia”, dice el fiscal Tabuenca. Preguntado por el supuesto incremento de delincuencia que muchos asocian a estos menores, reacciona casi con indignación: ha habido un aumento, sí, pero es proporcional al volumen de población. “La inmigración no es un factor de delincuencia. ¿Puede delinquir un chico de un centro de protección? Pues como puede delinquir el hijo del vecino. Lo que pasa es que aquello no es noticia, y ahora esto sí”.
Los ataques racistas sufridos por los menores extranjeros tuvieron una respuesta pacífica en Canet de Mar. A finales de marzo, un centenar de personas se congregó junto a la biblioteca del municipio. En esta zona habitualmente ocupada por adolescentes ávidos de wifi, los reunidos leyeron un comunicado, entonaron canciones de acogida y recitaron varios discursos. Impulsados por los acordes de la guitarra, algunos chicos elevaron y agitaron sus móviles encendidos como si fuera un concierto. Varias personas del público congregado devolvieron el gesto elevando sus pantallas iluminadas.
Alba Cuevas, directora de SOS Racisme Catalunya, reconoce que los recientes ataques en han supuesto un punto de inflexión en la organización para incrementar unas intervenciones que hasta ahora eran de denuncia más global. En el último informe sobre el estado del racismo en Cataluña, publicado en 2018, Cuevas denunciaba que “el sistema de protección de infancia responsabilidad de la DGAIA no funciona. O al menos no siempre sabe dar respuesta a las necesidades que plantean los niños y niñas que, por muchos motivos diferentes, se encuentran en situación de desamparo y han de ser atendidos por la administración”. Desde la sede de SOS Racisme en la Rambla de Santa Mònica, la directora enumera algunos de los que considera frentes abiertos: trabajadores sociales desbordados, mala formación de los equipos que trabajan en los centros o lenta respuesta a la documentación de los menores.
¿QUÉ OCURRE AL CUMPLIR LOS 18?
En uno de los pisos de acogida de un bloque residencial en el centro de Barcelona viven ocho chicos que hasta agosto de 2018 no se conocían de nada, y que ahora comparten espacio con una organización envidiable. Su interior está impoluto, con muebles blancos de los que pueblan los salones de media Europa. Un gran sofá en forma de ele rodea una mesa baja central y mira hacia una estantería con algunos libros, una pequeña planta de plástico, un tablero de parchís —por lo visto capaz de competir con los smartphones en esta casa— y una pantalla de televisión ahora encendida. Las imágenes pasan de unos dibujos animados a varias tandas de anuncios, pero los chicos no parecen hacerle demasiado caso.
En una de las habitaciones descansan Ayoub e Ibrahim, ambos marroquíes de 18 años. El primero mira el móvil y el segundo por la ventana. El primero estudia un curso de ayudante de cocina —asegura que su especialidad son los arroces— y el segundo está con un módulo de artesanía. El primero es madridista y el segundo culé. “Aunque en esta casa hay seis del Barça y dos del Madrid”, apunta Ayoub.
De otra de las habitaciones sale Oussama, de 18 años, y se sienta en uno de los laterales del sofá para charlar. En septiembre empezó un curso de jardinería y desde marzo hace prácticas en un centro del cercano municipio de Badalona. Dice que se le da muy bien, que lo hacía cuando estaba en Marruecos, que le encanta la primavera y que lo que más le gusta es plantar flores. Se ríe cuando le señalo que la única planta que veo en todo el piso es una pequeña de plástico en la estantería de la tele. Brahim, de 18 años y también proveniente de Marruecos, sale en su defensa: “Es que no tenemos balcón”. Oussama vuelve a reír y añade: “Tenemos que plantar algo”.
Continúa explicando que venir a Barcelona no siempre había estado en sus planes. Él formaba parte de un equipo de fútbol en Tánger, su ciudad de origen, y un día les llevaron a jugar a Málaga. Fue entonces cuando decidió que quería ir a España. Poco después trató de cruzar el estrecho con un hidropedal. Fue interceptado por la Guardia Civil poco antes de alcanzar la costa y trasladado a territorio español. No avisó a sus padres hasta cuatro días después. “Me dijeron que estaban muy preocupados”, reconoce bajando la cabeza. Ahora habla con ellos a menudo.
En el sofá se sienta también Ridouane, marroquí de 18 años. Está estudiando un curso de comercio y atención al cliente, pero el año que viene le encantaría hacer un grado medio de cocina. “Pero si no puedo no pasa nada, porque atención al cliente también está bien”. Él llegó desde la localidad marroquí de Nador hasta Almería escondido en los bajos de un camión. “Hace diez días que cumplí un año en Barcelona”, dice.
La idea es que lleven una vida lo más independiente posible, aunque su situación la siguen de cerca tres educadores sociales divididos por turnos y un coordinador. Ellos se encargan de ayudarles en lo que se les escapa, desde el papeleo académico hasta la documentación oficial. El piso lo gestiona una fundación y se abrió en agosto de 2018 para acoger chicos de entre 16 y 21 años. “Hay una especie de leyenda sobre que a los 18 años se quedan en la calle, y no es cierto. Yo llevo veinte años trabajando con mayores de edad”, apunta el coordinador, Sergi Gabernet. “Lo que intentamos es, a través de la formación y de la normalización absoluta de su vida, conseguir la inserción sociolaboral. Porque conseguir la social sin la laboral es muy difícil, y la laboral sin la social es imposible”.
En un tipo de vivienda muy diferente vive Elvira, una camerunesa de 19 años que llegó a Barcelona hace dos. Sentada en el interior de una cafetería cercana al piso de acogida en el que vive desde hace algo más de un año, la joven remueve un café con leche que dice no beber a menudo. “Sobre todo lo tomo en época de exámenes, como el último mes de marzo. Ese sí que fue duro”. Se levantaba temprano, entre las seis y media y las siete de la mañana, para llegar a tiempo a clase. Estudia un ciclo de Técnico Superior en Imagen para el Diagnóstico y Medicina Nuclear, y su ilusión es poder hacer Medicina. Por las tardes llega a casa, come algo rápido, y en época de exámenes se va a la biblioteca hasta que cierran. Cuando llega a casa, cena y sigue estudiando hasta bien entrada la madrugada con la educadora social que hace el turno de noche.
El espacio en el que vive ella se asemeja más a una residencia de estudiantes. Es un edificio de tres pisos situado en una zona tranquila de Barcelona. En el primero hay varios despachos, y los dos siguientes son apartamentos para una, dos o tres personas. El de Elvira es de estos últimos, pero ahora solo comparte espacio con otra chica. En su apartamento, como ella lo llama, hay una sala común con un pequeño salón —con sofá y televisión— y una cocina abierta en tonos naranjas. Elvira reconoce que no le entusiasma cocinar, así que no suele dedicarle mucho tiempo. A derecha e izquierda hay sendas puertas que dan a sus respectivas habitaciones: individual la de la camerunesa, doble la otra.
En las cifras globales de menores extranjeros, las chicas son minoría. En el registro del Ministerio del Interior figuraban inscritos en diciembre de 2017 un total de 6.414 menores bajo tutela o acogida, de los que solo el 9 % eran niñas. En Cataluña, ellas no alcanzan ni el 3%.