Esta crónica forma parte de un proyecto de Ruido Photo con Revista 5W. La publicamos en paralelo con El Faro, el primer periódico nativo digital en América Latina.
En la casita del barrio de Corona, en Queens, ya ningún migrante teme contagiarse. El virus invadió todos esos cuerpos. El virus convirtió en cenizas a Nemesio y a Gabriel. Ya no hay miedo, pero sí luto. Por eso, toda la familia Méndez ahí rejuntada en la pequeña sala besará las urnas al final de la ceremonia. Botando lágrimas, se pasarán las reliquias uno a uno, las besarán, para que el otro las bese también, y luego se abrazarán entre todos. La pandemia ya no puede reducirlos más.
12 de abril de 2021. De camino a Corona, Nueva York se transmuta en una ciudad que no es newyorker ni alta ni moderna. Estación tras estación, el vagón del metro se vacía de tacones de aguja, oficinistas y bolsas de souvenirs. Cruzando el East River, la célebre Manhattan pierde sus íconos y el estereotipo de Queens gana cuerpo: un hombre con el pantalón manchado de pintura blanca, una señora que por teléfono dice en español que no puede pagar la luz, un muchacho que ni dormido suelta su caja de herramientas. Afuera, en la parada de la calle Flushing Main, la ciudad responde: La Gitana, El Gallo Negro, Mendoza Agencia de Vivienda.
Por aquí, migración y coronavirus anduvieron de la mano. En junio de 2020, Corona era ya la zona postal de todo Nueva York con más muerte por el virus: 394. Y también el lugar con más contagios identificados: más de 4.000. Desde hace más de una década, Corona es también uno de los vecindarios con más migrantes de toda la ciudad: el 63% de sus más de 110. 000 residentes nacieron fuera del país, y más de la mitad de ese porcentaje, en algún país de Latinoamérica. Por eso, es normal encontrar que en un restaurante vendan pupusas, tacos y baleadas con un toque ecuatoriano, o incluso que el carrito de la esquina ofrezca comida china, cordero sobre arroz y tortas mexicanas.
Si Nueva York fue capital del virus, Corona fue el kilómetro cero. Si Nueva York es capital del mundo, en Corona vive su internacional clase obrera.
Para entender, hay que entrar. Desde afuera no se entiende.
En la calle 111, nos dijo el padre Fabián Arias. Casita de segunda planta, dijo el padre Fabián. A las cuatro de la tarde es la misa de la familia Méndez, dijo el padre.
Llueve finamente y el edificio de tres plantas es un armatoste imposible de descifrar desde afuera: una puerta de reja, un pasillo con un foco pelón, unas gradas, ninguna certeza de cómo caben ahí seis familias. Todo parece un secreto detrás de la reja. ¿Cómo viven ahí unas 40 personas? ¿Cómo duermen ahí esas 40 personas? Porque en este edificio viven unas siete personas tras cada puerta. ¿En qué mesas cenan y almuerzan y desayunan esas 40 personas? ¿Dónde esas 40 personas se duchan en las correrías matinales y se aíslan cuando están tristes o circunspectas?
El padre Fabián llega tarde. A las 4:40, el señor cano de camisa negra y cuello clerical aparece agitado, cargando un maletín con los vasos sagrados del catolicismo. “Perdón, muchachos, entremos, entremos, que vamos tarde”, nos dice al fotógrafo y a mí con su marcado acento argentino. Tras el padre Fabián, camina un adolescente poco anglosajón, de 1,60 metros de altura, cuerpo macizo, moreno y pelo crispado. “Estaremos apretados, pero ustedes ubíquense donde puedan, será linda la ceremonia, sentida”, dice el padre Fabián cuando ya subimos las escaleras.
Abren una puerta. Abrazan al padre Fabián. Nos dan la bienvenida al fotógrafo y a mí. Nos ubican en la cocina, donde solo se cabe de pie.
La casita de Corona es un pasillo, una cocina del tamaño de un clóset, tres cuartos donde cabe una cama y poco más y una sala que más bien parece una pequeña tienda centroamericana: enormes bolsas de chucherías apiladas contra las paredes, cartones de sopas instantáneas, la mesa plegable y un colchón recogidos en una esquina.
El sueño americano, dicen todavía algunos osados.
La sala se ha convertido en un altar íntimo con las fotos de Nemesio y de Gabriel; y las imágenes de la Virgen de Guadalupe y San Judas Tadeo. En la sala, nueve adultos, tres niños y una pantalla desde la que una abuelita en Atlixco, Puebla, México, ve la ceremonia.
No es posible dar un paso sin tropezar con alguien.
“No tengan miedo, el desprendimiento es doloroso, como dar a luz, pero es necesario”, dice el padre Fabián a los Méndez, ya oficiando misa y enfundado en su casulla.
Entran dos familiares más. Uno de ellos, aún con la camiseta de su trabajo: una carita feliz en la espalda y el logo movin crew (equipo de mudanza). Lleva los músculos de los antebrazos aún tensos. Se soba, dice que recién terminó una mudanza. Ya son once adultos y tres niños. Ya apenas cabe el cura.
Por un momento, pienso que una casita así no es distinta a una en cualquier colonia populosa de San Salvador o San Pedro Sula. Luego pienso que sí que lo es: aquí hay comida acumulada en el salón, y nadie nos atacó afuera mientras esperábamos en la lluvia fina.
La misa termina. Y el momento más emotivo llega. Las urnas pasan de mano en mano. Los Méndez las besan y abrazan con la delicadeza de quien besa y abraza a un recién nacido. “Siempre vas a ser el mejor abuelito del mundo. Te amo mucho”, dice el menor de los Méndez a las cenizas de Nemesio.
Entregan al padre Fabián las dos urnas. El padre, con ayuda del muchacho que le acompaña, sale de aquel apartamento repleto de deudos y camina por las calles de Corona chineando las cenizas de dos humanos, para repatriarlas a México.
—¿No teme contagiarse, padre? —pregunto.
—Aquí ya a todo el mundo le dio.
—¿Cuántas misas como esta ha oficiado, padre?
—En el último año, yo, personalmente, unas 90, 100.
—¿De migrantes, padre?
—Todas.
¿Qué es peor, pandemia o pospandemia?
En mayo de 2020, tras una semana en el hospital, murió Nemesio Méndez a sus 72 años, contagiado con el virus. Dos meses antes, siendo un hombre joven, también murió Gabriel Méndez, hijo de Nemesio, contagiado con el virus. Ambos salieron hoy de su casita en Corona en las urnas cargadas por el padre Fabián.
Antes de los contagios, el patriarca compartía la casita de Corona con Gabriel, Alejandra, una de sus hijas, de 46 años, su marido y dos hijos, todos migrantes poblanos.
Cuando ya la misa ha terminado, aprovecho para salir de la cocina, y camino la sala: tres pasos a lo ancho, cinco a lo largo.
Me reúno en uno de los cuartos con los hijos de Nemesio. El cuarto es cuadrado, tres pasos. Dolores, Alejandra, Griselda y Valentín intentan explicarme su dolor. “Mutilados”, dice Griselda, y el adjetivo me parece el más potente de los que pronunciaron.
Griselda, Dolores, sus hijos y parejas, ocho personas, se han pasado a esta casita de Corona tras la muerte de Nemesio y Gabriel. “Por la situación económica, decidimos dejar los pisos donde vivíamos y juntarnos aquí”, explica Dolores.
“Guarde su distancia social” fue uno de los lemas durante la pandemia. “Quédese en casa” fue otra de las consignas. Aquí, en Corona, esos lemas son muy poco migrantes.
Les pregunto cuánto pagan por la casita. Siempre que pregunto eso en Nueva York espero la respuesta como quien aguarda un trueno, un tanto compungido. En este caso, no esperaba que tronara tan fuerte: “2.600 dólares al mes”.
También siempre hago cuentas mentales. Con eso, en Centroamérica o México, pienso, alquilarían una casa con jardín y piscina. Pero en Centroamérica o México, la familia Méndez en pleno no juntaría con todos sus salarios los 2.600 dólares al mes.
—¿Y cómo pagan eso? —pregunto.
—Pues ese es el problema —contesta Valentín—, no hemos estado pagando.
La primavera fracasó en Nueva York cuando la ciudad se preparaba para florecer una vez más. Asomaban las flores y el buen tiempo de 2020 cuando el virus se impuso. Para finales de marzo, con más de 25.000 contagios detectados y 125 muertes, el estado de Nueva York tenía el 6,5% de casos a nivel mundial, y cada día se duplicaban las personas contagiadas. Sin otro remedio, el estado de Nueva York, incluida su ciudad insomne, cerró.
“El año pasado, el sonido de la ciudad era el de una ambulancia”, recuerda Dolores.
Ellas trabajaban haciendo limpieza en casas, y cada vez hubo menos trabajo hasta que no hubo ninguno a mediados de 2020. Valentín trabajaba de mesero en un restaurante, hasta que el negocio cerró. Ahora que el restaurante ha abierto hace un mes, el jefe solo llamó a un muchacho, y Valentín recién empezó a trabajar en una empresa de mudanzas. “A veces, sale jale; a veces, no”.
—Debemos cuatro meses de renta —dice Valentín en el cuarto de tres pasos.
2.600 por cuatro es 10.400. Salir de esa deuda es una faena si, como dijo Valentín, a veces, sale jale; a veces, no.
La pandemia ya acabó en Corona. En el mundo, no. En Corona, el abandono estatal, la aglomeración habitacional y la necesidad de salir a trabajar aceleraron el contagio y el virus hizo que allá por junio de 2020 este barrio migrante adquiriera eso que suena tan severo: inmunidad de rebaño. El montón contagiado, el montón muerto. Para ese mes, el 68% de las personas que visitaban una clínica en Corona tenían anticuerpos; se habían contagiado, pues. La media de la ciudad era del 26%.
Ahora, la pandemia en Corona es esto: luto, precariedad e incertidumbre allá donde los neoyorquinos son migrantes indocumentados.
La tragedia de los repartidores
Tras la misa de los Méndez, el padre Fabián, que siempre parece tener prisa, nos dijo que lo buscáramos este día, 13 de abril, por la mañana, en Manhattan, cerca del río Harlem. Dijo que habría una marcha de los delivery boys, los repartidores. Dijo que eran puros migrantes mexicanos y centroamericanos, que llegáramos, que era importante, que ahí entenderíamos que la pandemia les puso la vida más empinada. Y se fue apurado.
Por la Primera Avenida, baja la romería de unos 60 migrantes. Caminan en dirección al puente Willis, que une la isla con el sur del Bronx. Predominan las banderas mexicanas, pero asoman dos guatemaltecas y una hondureña.
Un ataúd simbólico encabeza la marcha. Un asesinato la convoca.
Hace 20 días, allá por el puente, el repartidor de comida Francisco Villalba Vitinio, indígena nahua de Xalpatláhuac, Guerrero, México, fue baleado hasta la muerte a sus 29 años mientras se dirigía a entregar un pedido. Vitinio era migrante indocumentado, como buena parte de los repartidores. Vitinio tenía nueve años de haber llegado a Nueva York.
La teoría policial es que cerca de uno de los condominios de vivienda social aledaños al puente Willis, un grupo de afroamericanos quiso robar la bicicleta motorizada de Vitinio, de esas que nuevas cuestan unos 2.000 dólares. El guerrerense se resistió y fue asesinado a tiros. Sin embargo, la bicicleta quedó ahí, a unos metros del cuerpo de Vitinio.
Atrás de la marcha camina Mauricio Salgado, otro migrante de Guerrero. La gorra casi le cubre los ojos y la ropa tumbada y los escapularios le proveen un estilo que en Centroamérica haría que muchos se cambien de acera, pero Salgado es amable desde la primera palabra. Le pregunto si tiene papeles. Responde que solo cuando necesita ir al baño. Le pregunto su edad y cuántos años lleva aquí. 33, 7, responde. Le digo que han venido varios repartidores a la marcha. “Qué varios ni qué varios, antes éramos un chingo, pero muchos murieron el año pasado, mucho mexicano y centroamericano. No quedaba otra más que andar chambeando con esa bestia verde suelta en el aire. Si no, la aplicación te baja de categoría o tu familia se queda sin comer, a cuál peor”.
Los repartidores trabajan para diferentes aplicaciones, como Uber Eats, Relay Rider o Doordash. Las condiciones de cada una son distintas, pero el denominador común es que no dan ninguna prestación social ni bicicleta ni mochila ni nada gratis. Ofrecen un porcentaje por entrega y la propina, como si saliera de sus bolsillos.
O sea, si los repartidores pedalean, ganan; si no, nada. Sin embargo, es uno de los pocos empleos para un migrante indocumentado, pues las empresas apenas chequean los números de Seguro Social, que en estos casos son falsos. De un día para otro, si se tiene una bicicleta en la que montarse, el migrante está en la calle trabajando. Rompiéndose el lomo y tensando las piernas unas 12 horas al día, un delivery boy puede hacer alrededor de 150 dólares por jornada. Es decir, el mínimo en esta ciudad, que es de 12,50 dólares por hora.
Pregunto a Salgado, el tumbado repartidor, si este año la cosa ha mejorado. “De la pandemia, sí, pero ahora estos morenos nos están robando y matando. Este año me han quitado dos bicicletas los pinches morenos. Es mucho, uno ya viaja con un bate en la bici”, dice.
Hay realidades que no son agradables de contar, pero eso no las hace desaparecer. En los últimos cinco años he viajado a Los Ángeles, Long Island, Carolina del Norte y Nueva York a contar historias de comunidades migrantes centroamericanas. En todos esos lugares la hostilidad hacia la comunidad afroamericana es punzante. Marginados contra marginados, un clásico de este mundo moderno.
En la página de Facebook llamada El Diario de los Deliveryboys en la Gran Manzana, donde se convocan a eventos como el de hoy, hay decenas de imágenes de bicicletas robadas y de guardias nocturnas montadas por los mismos repartidores al pie del puente Willis, en sus días libres, para prevenir que asalten a otros.
Para evitar problemas, la marcha la pastorean cuatro agentes de Asuntos Comunitarios de la Policía de Nueva York. El agente Miguel Murphy, de ascendencia dominicana, va a pie adelante del ataúd. Le cuento lo que recién me dijo Salgado, y el agente Murphy responde sin matices y en español: “No lo dudes, los delitos contra estos muchachos han aumentado mucho este año, más en esta zona en la que hay tantos projects (edificios de vivienda social)”. “¿Por las bicis?”, pregunto. “Y no solo por eso”, responde. “¿Por los 30, 40 dólares que puede andar en la bolsa un delivery boy?”, insisto. “Y después de la pandemia, no solo por eso”, responde. “¿Por qué más?”, pregunto. “Por la comida, señor, por la comida”.
La marcha cruza el puente Willis. Debajo del puente, a la par del padre Fabián, un líder de los delivery boys con megáfono da un discurso que cierra así: “Sigue ocurriendo a diario. Solo ayer, hubo seis robos a los nuestros”. Pasa el megáfono. El ruido de los carros se impone al pequeño parlante y solo escucho frases sueltas. Estas anoté: “Me atropellaron”. “Mataron a puñaladas a mi cuñado cuando hacía un viaje”. “Murió mi hermano de la enfermedad, por andar en esto”.
La muerte, el hambre y los impuestos
Han pasado apenas unas horas desde la ceremonia en el puente Willis, y el padre Fabián ya está en la calle 34 y el bulevar Junction, en Queens, al otro lado de la ciudad. Esta vez reparte 386 cajas de comida a los migrantes que se presenten.
Pregunto su nacionalidad a las primeras tres personas que veo en la fila: colombiano, dominicana, guatemalteco. Les pregunto de qué trabajan. Los tres dicen estar desempleados. Quien menos, desde hace siete meses.
La entrega la coordina Miguel, un migrante oaxaqueño y parte de la enorme red de voluntarios del padre Fabián.
Mientras Miguel despacha las últimas cajas de comida y de pañales para bebé, me dice que la red de esta zona de Queens son 22 migrantes organizados desde marzo de 2020, cuando empezaron a llevar cajas de comida a casas de otros migrantes que estaban encerrados y sin nada que llevarse a la boca. El dinero o las donaciones las recauda el padre Fabián con organizaciones humanitarias o empresas solidarias. “Esto no nos lo dio el Gobierno, sino el padre”, se apura a recalcar Miguel.
Mientras ellos andaban repartiendo comida, la pandemia les iba mutilando la familia. Miguel perdió a un hermano y a un primo aquí en Nueva York en 2020. Por si eso no fuera demasiado, los 22 de esta red de voluntarios perdieron su trabajo. Diez siguen desempleados, Miguel entre ellos.
Pregunto al padre Fabián y a Miguel cuántas cajas creen haber repartido. “¿En general? Bueno, es difícil contar. Repartimos en el Bronx, Queens, Alto Manhattan, Staten Island, Brooklyn”, dice el padre Fabián. Miguel complementa: “Solo este grupo hemos hecho unos cuatro repartos semanales desde hace un año, nunca menos de 200 cajas por reparto. Haga cuentas”. Hago cuentas: unas 40.000 cajas de comida, calculando por lo bajo.
La solidaridad migrante salvó a muchos, al menos del hambre.
El Gobierno de Trump, que manejó la pandemia en 2020, supo rápidamente de los efectos del encierro, y a través de su Servicio de Impuestos Internos (IRS, por sus siglas en inglés) entregó lo que llamó cheques de estímulo: 1.200 dólares en abril, 600 en diciembre y 1.400 en marzo de 2021. Claro, los entregó a las personas elegibles: ciudadanos estadounidenses, residentes en Estados Unidos o poseedores de un número de Seguro Social. O sea, todo lo que un migrante indocumentado no es.
Así, hubo profesores universitarios que recibieron su salario y su cheque de estímulo, y también abogados y dueños de restaurantes. Pero la señora hondureña que vende sombreros en la calle de Corona, no. Y aquel repartidor de Xalpatláhuac al que mataron por el puente Willis, tampoco.
Cuando este país quiere, encuentra la manera. Por ejemplo, existe un número para que un indocumentado pague impuestos. Se llama Número de Identificación Personal de Contribuyente (ITIN, por sus siglas en inglés), y está diseñado, literalmente, para aquellos que no pueden acceder a un número de Seguro Social y que, como indica el IRS, “se emite independientemente del estado migratorio”. Eso sí, el IRS lo deja clarito en su sitio: el ITIN no te autoriza a trabajar en Estados Unidos ni a recibir los beneficios del Seguro Social ni a créditos estatales. Solo te autoriza a pagar. Muchos indocumentados lo tienen, sabedores de que si un día ocurre una amnistía migratoria, el ITIN será necesario para aplicar.
Los cheques de estímulo fueron solo uno de los servicios públicos a los que un indocumentado no pudo acceder: tampoco al seguro de desempleo, ni a las estampas alimentarias, ni al conocido como One Shot Deal, que permitía ayudas por deuda de alquiler si se trataba de la primera vez en mora y la persona iba a la Corte a declararlo. Para todo ello se necesitaba el número de seguro social. Aquí no se ayudó al necesitado, sino al documentado.
Ya no queda ninguna caja. El padre Fabián, que parece nunca parar, nos dice que hablemos en el carro, que nos lleva hacia Midtown, en Manhattan, donde tiene una reunión en el consulado argentino. En el asiento de atrás va el muchacho pequeño, recio y silencioso que lo acompañó a la misa de los Méndez.
Desde 2002, el padre Fabián es uno de los cuatro sacerdotes a cargo de la iglesia Saint Peter, en pleno Manhattan, en la avenida Lexington, rodeada de galerías de arte, bares de jazz y hoteles como el Waldorf Astoria. Eso solo hace más admirables las correrías diarias del padre, que lejos de tomar confesiones y bautizos en la cómoda Saint Peter se la pasa dando misas privadas en Corona o marchando con los repartidores en el Bronx. Le pregunto por qué. “Porque con la grandiosidad de este país, la política de Estado contra los migrantes me parece terrible, me conmueve, me mueve, me moviliza”, responde.
Este fin de semana, el padre Fabián tiene otras dos misas como aquella en la casita de Corona. Dice que muchas de las decenas de servicios que dio eran para familias sin cenizas. Con muertos, sin cenizas.
“Muchos no tenían dinero para pagar una morgue o una casa fúnebre, sus cuerpos iban a fosas comunes porque nadie los podía reconocer. Había fosas comunitarias. Los cuerpos los tiraban tipo la basura. Miles de cuerpos tirados”, dice el padre Fabián mientras conduce hacia Midtown.
Desde abril de 2020, cuando Estados Unidos apenas superaba los 15.000 muertos por la pandemia (y no más de 600.000 como ahora), las autoridades neoyorkinas empezaron a enterrar cadáveres a unos kilómetros de la costa este del Bronx, en la isla de Hart, que siempre ha tenido un uso infame: prisión, institución psiquiátrica, sanatorio de tuberculosis, albergue de indigentes, reformatorio juvenil y ahora cementerio de los sin nombre.
En Nueva York, según estimaciones de su gobierno, hay al menos un millón de hispanos indocumentados, y más del 34% de los fallecidos por el virus eran hispanos. No es ningún secreto que en la isla de Hart yacen los restos de decenas de indocumentados que vivían en la ciudad, que enfermaron y languidecieron como murieron: solos.
“Y lo de los centros de detención de migrantes, uuuh, eso fue bárbaro”, dice el padre Fabián. “Él vivió el covid en uno de esos centros”, dice y señala atrás con el pulgar.
El muchacho recio se llama Diego, tiene 19 años y es de Quiché, Guatemala, de donde huyó. Estuvo más de dos años en centros de detención desde que lo detuvieron cruzando por Texas en 2019. Como menor, pasó su primer año en ese estado, pero cuando cumplió 18 lo trasladaron a un centro de adultos en Nueva York, mientras su proceso de asilo continuaba. Lo dejaron salir recién hace unas semanas, y el padre Fabián es su guardián legal, como lo ha sido de otros 139 niños y muchachos migrantes en los últimos 12 años.
Le pregunto por qué huyó de Guatemala. Contesta, parco: “Porque está perro morirse a los 16 años”. Luego dice: “En mi celda habíamos dos”, y es todo lo que dice Diego, cuya voz parece un murmullo, y vuelve a perder la vista en las calles de la ciudad, que en esta parte es despampanante.
“Te diría que el 75% de la clase migrante en Nueva York quedó sin trabajo y no ha pagado su renta. La crisis es la que viene. Es un efecto calamitoso”, dice el padre Fabián ya bregando con el tráfico del corazón de Manhattan.
Le cae una llamada al teléfono que lleva empotrado en el tablero. Contesta. Es un líder garífuna hondureño que le dice algo de un problema de un menor migrante para su cita en la corte. El padre Fabián promete llamar a un despacho pro bono. Cuelga.
Pasamos la calle 52 Este y le cae otra llamada. Una mujer con un acento latino difícil de distinguir le pide una vacuna contra el virus para una migrante que tiene VIH. El padre le dice que verá qué puede hacer.
No terminamos de llegar al semáforo y cae otra llamada. Otra mujer le pide “comidita” para dos señoras con cáncer que no pueden salir a trabajar porque no están vacunadas y son indocumentadas. Al parecer, una es colombiana.
Llegamos a la 54 y llama una mujer que apenas puede con el inglés. Tiene un acento que a mí me parece de Europa del Este. Dice al cura que le dieron su número en un albergue, que tiene cuatro hijos, que uno tiene un año, y le dice help, help, help. “Yo te voy a ayudar, ya veré cómo”, le promete el padre mientras intenta virar a la izquierda.
Calaica con coco tierno
Cuando hace cuatro días hablé por teléfono con doña Carla García, me dejó claro que no cree en la medicina científica. Dijo que su comunidad allá en Honduras, en la costa atlántica de los departamentos de Colón y Atlántida, tampoco creía en eso. Que tenían mucho tiempo defendiendo sus costumbres del aplastamiento foráneo como para no saber cuidarse.
Ella es la coordinadora de relaciones internacionales de la Organización Fraternal Negra Hondureña (Ofraneh), pero ahora vive en Nueva York. Salió de Honduras en 2012 por una mezcla muy sincrética de motivos centroamericanos: busca de mejores oportunidades y amenazas de muerte.
Su padre, que llevaba años viviendo en Estados Unidos, la había pedido desde hacía más de una década, y el proceso parecía cuajar justo cuando doña Carla lideraba en la costa garífuna hondureña la lucha contra el canadiense Randy Jorgensen. Él intentaba construir un complejo de casas vacacionales en la bahía de Trujillo; doña Carla intentaba impedírselo. La comunidad garífuna lo acusaba de haber usurpado tierras. Por esos días, varios líderes garífunas fueron atacados a balazos. Tres días antes de que doña Carla y sus hijos salieran rumbo a Estados Unidos, varios hombres llegaron a buscarla a las oficinas de Ofraneh. Una semana después de haber aterrizado en esta ciudad, balearon la casa de su madre. Desde entonces, doña Carla vive aquí.
Por teléfono me dijo que lamentaba no estar allá, pues estaba convencida de que la mezcla de calaica con coco tierno es potente contra el virus, pero Nueva York, que todo lo tiene, flaquea de coco tierno y no se diga de esa fruta carnosa, amarilla y verrugosa que crece en el trópico centroamericano, la calaica.
Con lo cual, me dijo doña Carla, aceptaba mi entrevista, pero nos veríamos en el parque Prospect de Brooklyn, al aire libre, ya que de momento solo podía tomar sus tés de manzanilla con naranja agria y hacer gárgaras de agua tibia con yodo cada mañana.
Es 14 de abril, la primavera está aquí, tímida aún, hace fresco, y el parque Prospect es un cliché: gente sana trota con toda la indumentaria con la que la gente sana trota, bebés abrigados pasean en sus inmaculadas carriolas y perros con unas envidiables melenas se atraviesan cada dos por tres.
Doña Carla aparece y buscamos una banca para charlar. Es directa para hablar, proyecta seguridad y firmeza. Es una de las líderes de la comunidad garífuna en Nueva York, que ella estima en unos 100.000 migrantes, la mayoría en el sur del Bronx.
Doña Carla dice que en 2020 hubo muchos muertos: “En el Bronx, era una cadena de muertes diaria”.
Estados Unidos reaccionó tarde ante el virus. Si bien Nueva York se adelantó a otros estados, no fue hasta finales de marzo de 2020 cuando ordenó cuarentena obligatoria, salvo contadas excepciones. Para entonces, ya habían detectado casi 10.000 contagiados en el estado de Nueva York. Algunos países donde el virus aún parecía lejano, como El Salvador, decretaron cuarentenas desde principios de marzo.
Doña Carla, que aún lleva mascarilla y careta plástica en una ciudad que vuelve a la normalidad, explica que la comunidad garífuna hace sus fiestas al sol y celebra sus bailes, rituales espirituales y gastronómicos en comunidad. Para finales de marzo, cuando la primavera quedó afuera y los neoyorquinos adentro de sus casas, muchos garífunas se encerraron ya contagiados y en casas que estaban tan repletas como aquella casita de Corona.
A eso, doña Carla agrega una circunstancia, la desinformación: “Alguna información que circulaba del covid decía que las personas de comunidades negras tenían pocas posibilidades de contagiarse. Esto se dijo mucho entre los garífunas. El negro regular se sentía protegido”.
Así, muchos garífunas se encerraron en sus casas o en los albergues habilitados por la ciudad donde muchos indigentes y migrantes en proceso de asilo pasaron la cuarentena. “Hasta diez personas en un cuarto”, explica doña Carla.
Ese cóctel de circunstancias no podía resultar sino en tragedia: “Solo yo registré alrededor de 85 muertes en la comunidad garífuna. Soy coordinadora de atención de Salud (con una organización neoyorquina), y puedo decirle que mucha gente llamaba pidiendo auxilio a las líneas que habilitó la ciudad. Yo hablé con muchos de mis clientes, y muchos murieron después de que les dijeron que tomaran acetaminofén (paracetamol) y se alimentaran bien”.
El virus se volvió tabú entre la comunidad garífuna. Nadie quería decir que en su familia habían sufrido el contagio o, peor aún, que alguien había muerto. Sabían que la vida volvería tarde o temprano y, como dice doña Carla, la vida garífuna es en comunidad y al sol.
Ofraneh se preocupó por la situación. Doña Carla, justo en los días en los que el gobernador Andrew Cuomo anunció la cuarentena, tuvo un sueño. “Yo soy guía espiritual, tenemos sueños, revelaciones, diferentes formas de escuchar cómo los ancestros quieren que la comunidad se dirija”, explica.
Doña Carla llamó a Miriam Miranda, la directora de Ofraneh, hasta Honduras para contarle su sueño: “Dije a Miriam que los ancestros me dijeron que había que sobar, los masajes en las coyunturas, como cuando un niño tiene fiebre. No me dijeron nada nuevo, solo que recordara las prácticas para despertar el sistema inmunológico. Yo no solo tengo sueños, pero en Estados Unidos es bien difícil decir que escucho voces, porque aquí te dicen esquizofrénica. A veces tenemos lo que llamamos concentración, que es como la meditación de los hindúes, donde entramos en un espacio mucho más cercano con el espíritu, y se nos pueden acercar distintos tipos de espíritus. Yo no sé nada, yo puedo pasar el mensaje y me dieron el permiso de darlo. En ese momento, los ancestros me enseñan que la calaica, o cundeamor, una enredadera que se da mucho cerca de los ríos en la costa atlántica, era la mejor medicina. Me lo dijeron entre garífuna y español. Era la mejor, por ser amarga, y me dijeron: no hay cura, lo que hay es que el cuerpo se acostumbre a luchar. Si siguen los consejos, no van a morir”.
Esto no tiene que ver solo con usos y costumbres. La población indocumentada quedó excluida no solo de las ayudas financieras del Gobierno, sino también de su atención hospitalaria. En estos días en Nueva York me ha quedado claro que la comunidad migrante relacionaba hospitalización con posible deportación o, en caso de tener permiso para vivir aquí, hospitalización con una deuda impagable o un futuro sin oportunidades.
El miedo a recibir una factura exorbitante existe, aunque muchos indocumentados saben que pueden acudir a los servicios públicos de Medicaid, un sistema diseñado para atender a aquellas personas con ingresos por debajo del salario mínimo (12,5 dólares la hora en Nueva York). Sin embargo, los Estados Unidos de Trump fueron particularmente crueles con sus cálculos de tiempo.
Justo cuando la pandemia asomaba, el 24 de febrero de 2020, el Gobierno implementó una nueva regla que básicamente dice que aquel indocumentado que algún día aspire a una regularización debe demostrar que nunca recibió una ayuda pública. O sea, que nunca pidió nada gratis a Estados Unidos. O sea, que no se gastó ni un centavo estadounidense en su salud. O sea, que vino, sudó, limpió, construyó, repartió, cuidó, cocinó, atendió, jardineó, y siempre sin pedir nada, calladito, sin molestar.
El indocumentado ideal no se queja, esa es la lógica gubernamental en este país.
Pero el miedo que más surgió en mis conversaciones con migrantes fue el de acercarse a un hospital y terminar deportado.
Hace unos días hablé con Nathaniel Kratz, médico que ahora trabaja en el norte de Manhattan, en el hospital Columbia Presbyterian, y que antes trabajó en el sur del Bronx, en el Montefiore. Nate, como lo llaman sus amigos, también colabora en proyectos de apoyo a la comunidad migrante. Le pregunté al respecto:
—¿Hubo discriminación en los hospitales por ser indocumentados, hubo persecución de parte de Migración?
—La respuesta corta es claro que sí. A pesar de que en esta ciudad sí existe atención a todo el mundo, hay muchísimas barreras. Muchos pacientes míos que estaban graves no querían ir al hospital porque… Acuérdese en qué momento y bajo qué régimen vino la pandemia. Nunca ha habido una política buena para los migrantes, pero fue mucho peor en los cuatro años (de Trump). Ese ambiente de miedo tiene raíces en amenazas reales. He estado trabajando en las salas, superviso residentes, médicos en proceso de especialización, y han recibido llamadas de ICE (Servicio de Inmigración y Control de Aduanas) preguntando por pacientes bajo nuestro servicio. Es una amenaza cotidiana y real.
—¿Han recibido llamadas de ICE?
—Preguntando por pacientes que están ahí, enfermos, preguntando detalles de ellos. Es algo que pasa y todo médico lo puede testificar que eso sí pasa en el hospital. Muchos pacientes murieron en sus casas negando ir al hospital, pacientes míos. Es totalmente real y tiene raíces en una realidad vivida en esta pandemia. Sé de casos que han localizado pacientes y los deportan cuando ya están en sus casas. Siempre están buscando cualquier tipo de dato para luego localizarlos y deportarlos. Llaman al trabajo, a sus casas, al hospital.
De vuelta en el parque Prospect, decenas de sanos corredores se pasean frente a nosotros, cuando doña Carla me dice: “Esto no me lo crea si no quiere, pero es lo que se decía en la comunidad garífuna, que a los indocumentados no se les daba la atención médica, que se les dejaba morir”.
También me cuenta que, en sus sueños, los ancestros le hablaron de baños de mar, que su comunidad allá en el Caribe echó guacaladas de esa agua en las calles, que hicieron dos manuales alternativos para el cuidado de su gente, que en cierta forma la calaica se parece a la bola verdosa y orejona de la covid-19, que tiene muchas ganas de volver a reunirse con los suyos alrededor de un tambor a comer casabe de yuca y pan de coco y agradecer a sus ancestros.
“A todos nos dio, a todos toditos”
El buzón de la familia Portillo parece la alineación de un equipo de fútbol. Trece nombres decoran la negra caja de correspondencia.
Nueva Jersey ya no es Nueva York, en términos formales. En términos migrantes, Nueva Jersey no se entiende sin Nueva York. Decenas de miles de indocumentados que viven en este pequeño estado huyen de los precios de las rentas neoyorkinas y se alejan hasta los suburbios de Nueva Jersey. Precios amables, según la familia Portillo, significa 800 dólares al mes por un sótano, 700 por un cuarto con baño; 500 por un cuarto con el baño compartido.
Es complicado dar una cifra real de toda la población migrante en la ciudad, pero, según datos del consulado salvadoreño, en Nueva Jersey viven más de 50.000 personas del país más pequeño de Centroamérica.
Trece de ellos viven en esta casa de la calle Adams.
Los Portillo son “tepecianos”, ese grupo de casi 200.000 salvadoreños que tienen papeles de trabajo que renuevan año a año desde que Estados Unidos concedió el estatus temporal en 1990 (TPS, por sus siglas en inglés), cuando el país salía de la guerra civil de 12 años. Aquilino y Nidia, patriarca y matriarca de los Portillo, llegaron en 1990 y 1994, respectivamente, huyendo de la guerra y de lo que la guerra dejó: parientes muertos y un país en los huesos.
Aquí el virus se metió en el cuerpo de todos, “de todos toditos”, me cuenta Nidia este 14 de abril. Incluso en el cuerpo de Karla, la ecuatoriana de 36 años que cuida al menor de los Portillo, un niño de nueve, y a la muchacha de 24, que tiene autismo. El virus también hizo a William retornar en abril. El hijo de 30 años de los Portillo perdió el trabajo repartiendo productos naturales y tuvo que refugiarse en el sótano de sus padres, junto con su esposa embarazada y su hija.
La casa es un retrato de la vida migrante en Estados Unidos, un laberinto que en cada recodo alberga a una familia. Una sala, dos cuartos al lado, donde duermen Aquilino, Nidia y sus dos hijos menores. Un cuarto arriba, que alquilan a una familia de tres salvadoreños. Un sótano en el traspatio, donde Erick, otro de sus hijos, vive con su pareja y tatúa. Otro sótano bajo la casa, con tres cuartos hechizos con tablaroca y una sala improvisada, con la tele sobre la lavadora, donde viven sus otros tres hijos, incluyendo a William y su familia, un gato y un perro.
La familia es el ejemplo de lo que la pandemia dejó: una deuda de 5.400 dólares por las cuotas hipotecarias de tres meses de la casa, una casa repleta, uno de los pulmones de Nidia con infección, otro de los pulmones de Karla con una masa y una familia que, tres décadas después de llegar, vuelve a empezar.
El virus redujo años de lucha migrante, minimizó décadas de esfuerzo y penurias. El virus ha obligado a mucha gente exhausta a volver a empezar. Esta es gente que en 30 años solo dejó de trabajar cuando la pandemia se impuso.
Al final de la plática, pregunto a Nidia cómo se contagió. Los Portillo creen que ella fue la primera, y aún recuerdan cómo cayó desmayada afuera del baño un día de abril de 2020.
Nidia me responde: “La señora a la que yo cuidaba se murió. Era colombiana. Se murió. Después de eso yo me enfermé. La internaron con una neumonía, no alcanzaba a respirar, y con una tos y una tos y una fiebre y una fiebre, pero, bueno, murió a las dos semanas en el apartamento, y yo estuve con ella hasta el último día y, la verdad, después de eso yo me enfermé. Ese virus sí se pasa rápido. Yo me cuidaba, guantes, máscara, pero no vale nada”.
“¡Abra, buscamos a Juan!”
La escena es repetitiva, pero su final no lo es.
Es 16 de abril y, una vez más, el padre Fabián reparte comida, 124 cajas, muy cerca del puente Willis, donde asesinaron a aquel repartidor de Xalpatláhuac, en la esquina de la calle 139 Este, en el Bronx.
Las cajas traen manzanas, papas, cebollas, leche en polvo, yogurt, queso americano, piernas de pollo precocidas y una variedad de carnes frías. Llueve y hace 12 grados centígrados, pero la fila de migrantes espera una hora por las cajas.
Una hondureña sale del negocio donde hacen uñas y pide que si sobra una caja se la guarden, por favor. Entra y vuelve a los pies de una señora. Aparece otra mujer desde el restaurante mexicano del que proviene el sonido gordo de la tuba norteña. Pide lo mismo. Sale otra mujer de una tienda que repara bicicletas. “¿Me pueden dar una?”. Los voluntarios responden que, si quienes se anotaron no llegan, les darán.
El padre Fabián abre la cajuela de su carro y saca cajas de pañales. Una mujer con un bebé en brazos le dice que es guatemalteca, que es indocumentada, y que la van a deportar. El padre Fabián, cargado de cajas, le responde: “¿Tu nombre, querida? Te llamo en 30 minutos y hablamos”. Ella le deja su nombre y su teléfono, le dice que no tiene saldo para llamar, que si él es tan amable y le llama, ella estará agradecida “siempre”. El padre Fabián le dice que lo hará. El padre Fabián, aún cargado de cajas de pañales, recibe otra llamada, una mujer le recuerda que debe ir a bendecir un estandarte de la Virgen de la Asunción. El padre Fabián le hace ver que no tiene la dirección. Ella se la dicta. El padre Fabián responde: “Gracias, querida, en una hora te bendigo a la virgen”. Está muy ocupado, pienso, y me alejo. El padre Fabián, en medio de un círculo de mujeres que le piden pañales, me grita: “Tenés que subir a casa de Javier. Él te va a contar cosas”.
Javier Rodríguez Méndez y Gabriela Valdez son mexicanos, pareja, llegaron hace 12 años, trabajan en un restaurante y son parte de la red de solidaridad del padre Fabián.
El 15 de enero de 2020, antes de la pandemia, a Javier lo detuvieron en una redada adentro del edificio. Llegaron, tocaron, dijeron que eran oficiales de la Policía de Nueva York, que buscaban a un tal Juan, que abriera, que nada pasaría, que no eran ICE. Javier abrió. Lo detuvieron. Eran ICE. Es indocumentado.
Lo tuvieron casi un mes detenido. El padre Fabián logró sacarlo. Empezó la pandemia.
Las redadas siguieron. En este mismo edificio, ya con pandemia, la Policía arrestó a otros tres migrantes de la misma forma entre marzo y abril: buscamos a Juan, a Nidia, a Aquilino, a Fidencia. Buscamos a…
La casa no es una casa, es un cuarto y vale 1.375 dólares al mes. El edificio está frente al punto donde se repartieron las 124 cajas de comida, en el sur del Bronx. En el cuarto viven ellos, su hijo de nueve años, su bebé de siete meses y el hermano de Javier.
Cuando Javier salió de detención, su restaurante estaba cerrado y Gabriela había perdido el trabajo. Ahora, apenas trabajan algunas horas y buscan lo imposible: pagar menos por el alquiler en Nueva York. Pero hoy repartieron 124 cajas de comida al pie de su cuartucho.
Si hubiera tenido un sombrero, me lo habría quitado varias veces. Una por Javier, otra por Gabriela y otra por el padre Fabián.
—¿Qué van a hacer? —pregunto.
—Buscar —dice Gabriela.
Y hoy repartieron comida.
Vale la pena repetir, por si no quedó claro: y hoy, sin certezas ni futuro, Javier y Gabriela bajaron de su cuarto y repartieron comida.
“Recuerde de dónde venimos”
La Morada es un ícono de la solidaridad migrante en Nueva York. La familia Méndez es de Oaxaca, indocumentada, y es la familia que fundó La Morada el 5 de abril de 2009. Es restaurante, es centro de acopio, es lugar de asistencia, es lo que hicieron en pandemia…
La última necesidad que tuve en mi viaje corto a esta inabarcable ciudad fue encontrar esperanza. Y la señora Natalia Méndez me la explicó, sin heroísmos ni grandilocuencias ni utopías, cocinando tamales verdes para regalar a migrantes. “Recuerde de dónde venimos”, me dijo casi al final. Y me dijo de dónde venía. Ya les contaré cuando termine este relato.
Hoy hay dos voluntarios en La Morada. Una de ellas es Alexandra Delano, profesora de la Universidad de Nueva York, que despepita chiles.
La señora Natalia Méndez me cuenta que llegó en 1992 desde Ahuehuetitlán, mixteca baja de Oaxaca, sin hablar español, con su marido, el señor Antonio Saavedra. Y me dijo cómo llegaron. Ya les contaré cuando termine este relato.
La pandemia les dio fuerte aquí en Nueva York. Natalia no podía caminar, su hija no tenía gusto y su hijo no tenía olfato. Se encerraron. Fue cuando el señor Antonio dijo: “Saquemos estos granos, que no se arruinen”. Y los sacaron.
Un día de abril hicieron 200 sopas de pollo. Las regalaron en una hora. Al otro día, 400; una semana después, 1.000; una semana después, 5.000. Se acabaron sus recursos.
La señora Natalia recuerda que entonces alguien llegó a entregar su cheque de estímulo. Fue un académico chileno de la Universidad de Nueva York, Marcial Godoy, y luego llegaron otros. Y, “sin planearlo, La Morada terminó enviando comida a edificios donde la gente se moría de hambre, y a albergues”.
—¿Cuántas comidas? —pregunto, y la señora Natalia, segura y oronda, me responde.
—Usted fue a la escuela, sabe matemáticas, 5.000 comidas cada semana durante un año.
—¿Y el Gobierno? —pregunto.
—Ni una verdura —responde.
—¿Y cómo pagan el local?
—Debemos siete meses, nos van a cerrar, son 5.000 dólares al mes, pero no tenemos miedo, sino satisfacción, hemos hecho lo que el humano debe hacer —dice la señora Natalia enrollando tamales verdes que regalará, y aún logro pronunciar la última pregunta.
—¿Hay futuro?
Y ella responde.
—Nos vamos a levantar. Nunca ha sido fácil. Nunca hemos dicho: aquí está mi ronco pecho, que venga la bala, pero… Qué me hace hablar usted… Le sabemos resistir. Nunca ha sido fácil. Se nos abre y se nos cierra. Lo siento por las personas que no saben estar descalzas, comer un día y otro no, lo siento por ellas, con nuestras manos podemos trabajar. Aquí aprendí a hablar español, soy de Ahuehuetitlán. Yo entré con mi esposo el 4 de febrero de 1992, por Nogales, y lo único que traía era un hoyo en el alma por la separación de mis hijos. Dos hoyos en el alma. El coyote nos llevó hasta un parque de Washington Heights, aquí en la ciudad. Era invierno. Yo traía una camiseta; mi esposo, dos, y cinco dólares, con los que compramos dos abrigos a un indigente. Parecíamos papalotes, pero aquí estamos.
Y luego, la señora Natalia dijo:
—¿Nos da miedo esto? Sí, pero venimos de donde venimos. Venimos del frío, venimos del hambre, venimos del esfuerzo y el dolor. De ahí venimos.
Y luego dijo más:
—Los invito, vengan a pelar papas.