Dice Naciones Unidas que en el mundo hay 2,6 millones de refugiados afganos. La mayoría está en dos países vecinos, Pakistán e Irán, y no en Europa. Ahora que los talibanes han tomado Kabul, ¿cuántas personas más huirán de Afganistán?
Los países europeos que han participado en la guerra afgana con el envío de tropas tienen la responsabilidad moral de acogerlos, pero el presidente francés, Emmanuel Macron, ya ha dicho que prepara con otros países una “respuesta” para afrontar los “flujos migratorios irregulares” que puedan darse.
Pero no son flujos, sino personas. Y lo que esos refugiados afganos han encontrado en los últimos años en Europa es el hacinamiento en campos como el de Moria, en la isla griega de Lesbos, que ardió en septiembre de 2020, o los vuelos de deportación a un país, Afganistán, que algunas capitales occidentales consideraban “seguro”.
Esta es la historia de Nesime, una afgana varada en Estambul. No es una historia de hoy, sino de 2013 —y de mucho antes, porque su historia recorre las últimas décadas de Afganistán. El texto sale de un capítulo del libro No somos refugiados (Círculo de Tiza, 2017).
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No somos refugiados, de Agus Morales
Un libro de crónica sobre las migraciones contemporáneas
ComprarCamina lentamente sobre un desierto que se dilata, un día del verano de 1984, de ese verano asiático que quema los párpados, junto a miles de afganos que, como él, huyen de la guerra. El adolescente Kazim Kazimi, el poeta Kazim Kazimi —ya es poeta pero él aún no lo sabe— cruza la arena donde los ejércitos extranjeros son derrotados una y otra vez, ese cementerio árido de los imperios, y se adentra en Irán, la nueva patria para millones de refugiados. “Marcharé por esta carretera contra el viento ardiente —escribirá años después—. A pie vine, y a pie me iré”.
Me obsesionan las historias de esas personas que sirven para recorrer la historia de un país, de una guerra, de una revolución, de un proceso político, de un movimiento social. El éxodo sirio, el mayor del siglo XXI, se puede contar a través del diario de una adolescente. La mayoría de los sirios han visto la paz: ahora empiezan a asomar las nuevas generaciones que solo han visto la guerra. Pero el éxodo afgano es viejo: empezó en la década de 1980, con la invasión soviética de Afganistán, y desde entonces no ha hecho más que desbordarse. Tiene a sus poetas, como Kazim Kazimi; tiene su liturgia, su introspección, su historia. “La muerte es siempre amarga, pero la muerte en el exilio, la muerte en la soledad, la muerte en una tierra en la que nadie entiende lo que dices, es aún más cruel”, escribe Layla Sarahat Roshani (1960-2005). Ningún pueblo como el afgano, en el último medio siglo, ha sufrido tanto el dolor secreto del exilio. Ningún refugiado —ningún no refugiado— como el afgano ha sido tan ignorado: la historia ha inmortalizado la mística de una tierra donde los imperios se van a pique, pero no ha seguido a los millones de afganos que han huido.
Este éxodo centroasiático se puede contar a través de la fuga de una afgana: Nesime. Nació en 1979, el mismo año en que la Unión Soviética invadió Afganistán y el país se vio inmerso en ese ciclo de violencia del que aún no ha podido salir.
—Era muy pequeña, recuerdo a mis padres, recuerdo bombas. Nos fuimos a Irán.
Los hijos de Nesime corretean por el piso. La familia vive ahora en Estambul, en el barrio de Zeytinburnu. Los niños saltan sobre los colchones, dibujan con lápices de colores, no paran de hacer diabluras. Ajena al jolgorio, Nesime sigue hablando, balbucea ráfagas de palabras, mantiene su mirada fija, al frente. Al hablar de los orígenes, de cuando era niña, de la primera vez que huyó, se intuye que no solo habla de sí misma, sino de la historia, de un destino colectivo, de una tragedia pública que ahora resume en un relato: en su sufrimiento privado.
—Éramos chiíes, pero ser afganos, en Irán, era un problema. No teníamos los mismos derechos que los demás.
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El 25 de diciembre de 1979, 7.700 soldados soviéticos fueron aerotransportados a bases afganas, mientras que la 108 División Motorizada se dirigía a Kabul, donde los soldados soviéticos inmovilizaron a las divisiones 7 y 14 del Ejército afgano y desarmaron a tropas del Ministerio de Interior. El día 27, tropas del KGB asaltaron el palacio presidencial y mataron al presidente, Hazifulá Amín.
La invasión soviética había empezado.
Diez años, un millón de civiles muertos y cinco millones de refugiados después, la guerra terminó. Y empezaron otras.
Irán y Pakistán fueron los principales destinos de los refugiados. Los pastunes, de la secta suní, vieron cómo los pakistaníes de su misma etnia pastún les abrían las puertas de sus hogares. Fue allí, en la frontera afgano-pakistaní, donde se organizó la resistencia muyahidín contra el invasor soviético. Por allí ya campaba a sus anchas un tal Osama bin Laden, por aquel entonces prácticamente desconocido. Era la semilla lejana, plantada y regada por los servicios secretos de Estados Unidos y Arabia Saudí, del islamismo radical que floreció tras la Guerra Fría.
Los chiíes, minoría en Afganistán, y en general los hablantes de dari, dialecto del farsi, se refugiaron en Irán. Como Nesime. Pese a compartir muchos códigos culturales, la integración no fue fácil. Aquellos refugiados —y los de hoy— salían de países en guerra y llegaban a países que los trataban como un flujo migratorio clásico. No tenían una protección especial —mucho menos internacional—, pero los lugareños asumían que era una llegada que no podía detenerse. Había que asimilarlos.
Nesime se casó con un afgano y la familia empezó a medrar en Irán. Ya había quedado atrás la guerra soviética y la posterior guerra civil entre los muyahidines, pero poco después, en 1996, el movimiento talibán llegó al poder de la mano del mulá Omar, un clérigo tuerto que se enfundó la túnica de Mahoma en la mezquita sagrada de Kandahar. Los refugiados se resistían a volver. En Pakistán, se sentían como en casa. En Irán, pese a sufrir explotación laboral y discriminación étnica, al menos estaban seguros.
—No podíamos tener propiedades —recuerda Nesime—, y mi marido tenía una fábrica textil ilegal. Funcionaba bien. La policía iraní se enteró, la cerró, le requisó la documentación y lo deportó junto al resto de trabajadores a Afganistán.
Eso fue en el año 2000, en los últimos estertores del régimen talibán, antes del atentado del 11-S, que precipitaría la invasión estadounidense. Eran los años de la opacidad, de los burkas celestes, de la sharía, de las ejecuciones públicas en el estadio de Kabul.
—Cuando mi marido fue deportado a Afganistán, los talibanes le preguntaron de dónde venía. Cuando supieron que había llegado de Irán, como los iraníes son sus enemigos por ser chiíes, lo encarcelaron.
Poco tiempo duraría allí el marido de Nesime. Junto a un grupo de presos, organizó una fuga colectiva aprovechando una noche en la que solo había un guardia. Los ataron y escaparon, pero los talibanes los persiguieron por el desierto, el mismo desierto del exilio, el mismo mar de polvo y piedra, el mismo viento ardiente en la frente que quemaba los párpados del poeta.
—Les intentaban dar caza. No tenían zapatos, corrieron por el desierto y las montañas. Al final, llegaron a Irán. Mi marido estaba enfermo, no podía caminar, no podía parar de gritar. El médico nos dijo que iba a morir, pero poco a poco se fue recuperando.
La familia retomó su vida en Irán. Su marido reabrió la fábrica. Al otro lado de la frontera, en Afganistán, empezaba otra invasión, la de Estados Unidos después del 11-S, la de la búsqueda de Bin Laden en las montañas de Tora Bora. Los soviéticos habían llamado a su intervención Operación Tormenta. Los americanos llamaban a la suya Operación Libertad Duradera. Nombres diferentes: la misma guerra a ojos de Nesime. No tenía intención de volver: el exilio ya era su hogar, y allí se empezó a tejer otra historia, otro destino.
—Teníamos una vida bonita y una fábrica pequeña. Necesitábamos un contable iraní que nos sirviera como fachada para que no volviera a ocurrir lo mismo. Pero no sabíamos que era cristiano.
Puede parecer una anécdota. El comentario de una afgana intransigente que no quería cristianos a su alrededor. El contable iraní hizo migas con Mehdi, el mayor de los siete hijos de Nesime. Implacable, el contable lanzó una campaña proselitista para lograr la conversión de Mehdi al catolicismo.
—Mi hijo era un buen musulmán. Al principio nos dimos cuenta de que en Ramadán no se levantaba de madrugada para comer, como los demás. Luego nos dimos cuenta de que se metía en su habitación los domingos para rezar. Se había convertido.
La decisión del adolescente, en una familia de atemorizados refugiados afganos en Irán, provocó una cascada de descontento familiar. Le pidieron que desistiera, que “volviera a ser musulmán”. Cuando empezaban a sentirse en casa, sufrieron otro tipo de ostracismo: el de su propia comunidad, y también el de la sociedad de acogida.
—Mis hermanos empezaron a decirme que ya no éramos parte de la familia —dice Nesime mientras detrás de sus gafas menudas y rectangulares empiezan a brotar lágrimas—. Decían que mi hijo era una enfermedad. “Vete de aquí”, me gritaban. Cuando uno de mis sobrinos murió, no me dejaron ir al funeral. No podíamos ir a las bodas, no podíamos ir a casa de nuestros familiares. Torturaban a mi hijo, lo amenazaban.
Eso le duele mucho más que la guerra. El repudio familiar: un sufrimiento íntimo, intransferible, que ella carga como madre y refugiada. Un error que hizo suyo, una condena a volver a huir, una persecución imprevista, una historia en la que se mezclan de la forma más endiablada los grandes males de nuestro tiempo —la política, la religión, las fronteras— y en la que afloran los oscuros e insondables motivos que tiene el ser humano para hacer la vida imposible a los demás.
—El Gobierno iraní también quería que mi hijo se convirtiera de nuevo al islam —dice Nesime mientras mira el reloj y se oye girar la cerradura de la puerta del piso—. Incluso firmamos una carta garantizando que lo intentaríamos.
Es la una de la tarde y Mehdi, el hijo converso, llega de trabajar. Acaba de cumplir diecisiete años. Trabaja en una fábrica textil en Estambul junto a su hermano pequeño de trece años. Escuálido y sereno, con mirada piadosa, se sienta en el sofá sin sorprenderse por la presencia de libretas, bolígrafos y cámaras. Se presta a mis preguntas sin aspavientos, pero pide que no le robe demasiado tiempo, porque tiene que comer y volver a la fábrica.
—Me torturaban, me pegaban, me hacían cosas que no puedo contar aquí, frente a mi familia —dice el adolescente, que ahora sufre episodios epilépticos—. Cada vez que lo recuerdo, me siento fatal.
Pero esa memoria del dolor no parece adherida al sufrimiento físico, sino a la conciencia de que estaba haciendo daño a su familia, pese a lo cual su decisión espiritual sería firme, irrevocable.
¿Por qué lo hiciste?
—Tenía un amigo que me informaba sobre el cristianismo y al final me convertí. Mi madre siempre me ha apoyado porque soy su hijo, ha estado ahí en todo momento para mí —dice Mehdi—. Todo esto es culpa mía. Me siento mal porque, si no fuera por mi conversión, no habríamos huido y no le habría pasado nada a mi padre.
Su padre: se hace un silencio. Su padre no está. El adolescente se levanta para ir a comer: sus hermanos pequeños lo persiguen hasta la cocina. Nesime retoma el relato, ahora que su hijo se ha marchado, y explica por qué su esposo no está.
—Decidimos irnos de Irán. Nuestra situación era muy peligrosa. No podíamos sacar dinero del banco, la fábrica estaba a nombre del contable iraní, pero teníamos algo de dinero y oro. Fuimos a Teherán y de allí intentamos cruzar a Turquía de forma irregular. Tuvimos que caminar doce horas a lo largo de la frontera. Vimos cadáveres, fue horrible. Éramos tres grupos, nosotros íbamos en el del medio. La policía iraní nos descubrió. El primer grupo se paró y nosotros nos quedamos callados. Estábamos en el medio, así que no sabíamos qué hacer. Hubo disparos. Cinco personas resultaron heridas, dos de ellas mayores de edad. Arrancamos a correr. Seguimos corriendo y corriendo y yo creía que mi marido estaba allí, con nuestro grupo. Corrimos muchos kilómetros, hasta el alba. Mi marido no estaba.
Nesime asume que su esposo murió acribillado por las fuerzas de seguridad iraníes. Lo da por descontado, pero es una pérdida especialmente dolorosa porque no está certificada. No me atrevo a preguntarle si no contempla la posibilidad de que su marido hubiera escapado, o de que hubiera sobrevivido y no quisiera reunirse con su familia. No sé si es más cobarde la pregunta o no atreverme a hacerla.
La familia vive ahora en este humilde piso de Estambul y ha solicitado el asilo a través de Acnur, pero se queja de que el proceso burocrático no hace más que alargarse, y tiene pocas esperanzas de que fructifique.
—Queremos un lugar donde vivir en paz. Cuando llegamos aquí, mi hijo seguía chillando, estaba ansioso, pensaba que iban a venir afganos enviados por la familia y lo iban a atacar por la espalda. Tiene miedo a los afganos de este barrio. De hecho, no queríamos pedir el asilo por miedo a que nos encontraran. Los extranjeros no están interesados en nosotros. Somos humanos pero no les importa nada. Si nos pasara algo, les daría igual. Los familiares de mi marido decían que nos perseguirían allá donde fuéramos para acabar con mi hijo. Me gustaría irme a Australia. Lo más lejos posible.
Acabamos la entrevista y me pongo a jugar con los pequeños. El alboroto es descomunal: me llevo varias hostias. Me guardo el dibujo de uno de ellos: Messi con el diez a la espalda, unas rayas azulgranas, una pelota ovalada, un sol derramado, un césped que no puede ser afgano, que es europeo. Salgo del piso y me voy con el traductor afgano a comer algo. El joven degusta su pide —una especie de pizza turca— con ahínco, ajeno a todo lo que hay a nuestro alrededor. Empezamos a olvidar la historia de Nesime. Una historia más.
Días después, fui a la isla griega de Lesbos y hablé con los afganos que, ya en aquel lejano 2013, se subían en barcazas para llegar a territorio europeo. Pensé que quizá esa era la única vía posible para Nesime y su familia.
Dos años después volví a Lesbos y recorrí la ruta de los refugiados hacia el norte de Europa. Grecia, Macedonia, Serbia, Croacia… Los bloqueos, las esperas, la humillación. Los sirios y los afganos eran mayoría. Me imaginaba al cristiano Mehdi, ya cabeza de familia, liderando un grupo de afganos cruzando la oscura frontera entre Grecia y Macedonia. Veía en los autobuses a señoras afganas con gafas rectangulares y pañuelos azules. Buscaba a Nesime por todas partes. Pocas historias como la suya resumían todos los tipos de persecución que puede sufrir un ser humano: las bombas, el fanatismo, las fuerzas de seguridad. Me imaginaba a la familia llegando a Suecia y presentando su solicitud de asilo, que sería rechazada porque no podían aportar documentos sobre la persecución que habían sufrido, porque no podían aportar documentos sobre la destrucción de su pueblo en la década de 1980, porque no podían aportar documentos sobre una guerra permanente que era de dominio público, porque no podían aportar documentos sobre su condición de refugiados.
Todo esto no fue por culpa de un contable iraní.