Una joven de gorra calada, piel clara y mochila en la espalda trepa a través de la verja de un costado del puente internacional Rodolfo Robles, que une las ciudades de Tecún Umán (Guatemala) y Ciudad Hidalgo (México). La jalean. Son dos metros y medio para llegar al otro lado y colocarse en posición de salto. Son algo más de 10 metros para zambullirse en el agua del río Suchiate, frontera natural entre ambos países. “¡Salta, güera!”, grita alguien. Echa un vistazo hacia abajo. No se decide. A su lado, otro tipo también con gorra, camiseta negra y una enorme bolsa lleva cinco minutos pensándoselo. En el puente no cabe ni un alfiler. Están cansados, sudorosos, doloridos, decepcionados. La puerta a México está cerrada. Llevan cinco días en ruta. El panorama al frente está claro, portón cerrado, policías formados. Así que todos miran hacia este borde, donde mujer y hombre dudan, con la malla metálica a sus espaldas y el vacío por delante. Desde abajo, les animan, a gritos, a que den el paso. Ella es la primera. Mira a ambos lados. Toma aire. Desaparece.
Segundos después (una eternidad), se escucha el impacto de su cuerpo contra el agua. Sale a flote. La recogen en una balsa. Llega hasta el otro lado. Acaba de convertirse en “irregular”, a ojos del Instituto Nacional de Migración (INAM) mexicano.
Salta el segundo.
La gente jalea.
El puente sigue lleno hasta reventar.
Es la desesperación del éxodo centroamericano. Saltar por un puente cuando te encuentras con una frontera cerrada.
“Bienvenidos a México”, dice un enorme cartel verde colgado frente al lugar en el que la joven se ha lanzado al río. Bajo el letrero, un portón blanco de metal impide el paso. Tras él, enorme despliegue de policías antimotines.
Bienvenidos, centroamericanos, a México.
Puente Rodolfo Robles. Tierra de nadie entre Guatemala y México. Viernes, 19 de octubre. 15.00 horas.
La caravana de migrantes, que salió el domingo 14 desde San Pedro Sula, en Honduras, ha sacado a la superficie una realidad que todos conocíamos, pero que permanecía en el subsuelo: cada año, cientos, miles de personas procedentes de los violentos y empobrecidos Honduras, El Salvador y Guatemala atraviesan México para dirigirse a Estados Unidos. Antes lo hacían a escondidas, pagando a un coyote, arriesgando su vida, vulnerables ante todos los grupos criminales que operan en el camino. Ahora caminan a plena luz del día, visibles, orgullosos, con llagas en los pies, completamente agotados.
El puente es un campo de refugiados en movimiento. Son cientos, miles de personas, hacinadas, exhaustas, castigadas por el sol, enfermas por la lluvia de la víspera, hambrientas, y comienzan a perder la esperanza. Hay mujeres embarazadas, niños de meses en pañales, hombres de manos enormes de trabajar el campo, menores no acompañados, adolescentes espigados con la barba a medio hacer, mujeronas entradas en años que presumen de sus manos con las baleadas, el plato tradicional del país centroamericano. Hay enfermos, hay personas con discapacidades, hasta un hombre con silla de ruedas lleva marchando desde San Pedro Sula.
Todo Honduras cabe en un puente entre Guatemala y México. Todo Honduras se asfixia.
Frente a la verja están los más ansiosos, los que guardaron cola y todavía creen que México les permitirá entrar sin registrarse. Han tenido que establecer su propio cordón de seguridad. Si no, el empuje de la gente que llega desde Guatemala ahogaría las primeras filas. En los costados se han levantado tiendas de campaña con plásticos y sábanas. Estamos a más de 30 grados, hay personas que se desmayan, otras con la piel quemada, otras deshidratadas. Lo que más les preocupa: están parados. La valla no se abre y no parece que vaya a hacerlo. La caravana se encuentra con su primer gran obstáculo. Las mismas autoridades mexicanas que dijeron que los recibirían con los brazos abiertos (“de forma ordenada”, ahí estaba la trampa), les permitieron pisar un trocito de su país para después cerrarles la puerta en las narices y rociarlos con gases lacrimógenos. Hay tensión, incertidumbre, rabia. ¿Y ahora qué? Los que se hartan, se lanzan al vacío. Podrían dar media vuelta, caminar entre la multitud, bajar al río y pagar 25 pesos o 10 quetzales (algo más de un euro) por un trayecto en balsa de menos de tres minutos. Pero no. Deciden saltar. Son el símbolo de una huida masiva. En cierta medida, eso es la migración forzosa. Lanzarse al vacío porque cualquier cosa es mejor que el lugar en el que te encuentras.
En su frontera, México tiene oferta de plato único. Entrada registrada, previo paso por las autoridades. Esto implica entrar en la Estación Migratoria Siglo XXI, uno de los mayores centros de detención de migrantes en América Latina. Es una opción que no contempla casi nadie.
Ciudad de Guatemala. Casa del Migrante. Martes 16 de octubre. 18.47 horas.
“Quiero llegar a Estados Unidos, trabajar, ayudar a mi abuela. Mis tías venden café con pan. No reciben mucho dinero. Me gustaría poder ayudarles”. Brian Joseph Flores tiene 21 años. Es de Tegucigalpa. Es delgado, muy delgado, oscuro de piel, mirada avispada, lleva gorra y una camiseta que le queda grande. Se encuentra sentado en el colegio Santa María, uno de los albergues improvisados por la Casa del Migrante. Junto a él, tres menores de edad. Son sus primos Josué, Cesia y Fabrizio, de cinco, ocho y trece años, respectivamente. También su tía, Jessica. La mamá de Flores murió cuando este tenía dos años; a su papá, ni lo conoce ni lo espera. Quien se hizo cargo de él fue su abuela, Lidia Mendoza, de 64 años. “Muele tortillas para venderlas y así me ha sacado adelante”, dice.
Este es el prototipo de jóvenes que encontramos en la caravana. Abandonados desde muy pequeños, acostumbrados a una vida de estrecheces, con la violencia demasiado presente. Flores, por ejemplo, nació y creció en la colonia 3 de mayo, un arrabal de la capital hondureña. Es territorio controlado por la Mara Salvatrucha (MS-13). Esta es, junto a Barrio 18, una de las dos pandillas que operan en todo el territorio centroamericano.
En barrios como el de Flores, las pandillas son quienes deciden quién trabaja y quién no, a cambio de una extorsión, que en Honduras se conoce como “impuesto de guerra”. Quién entra o quién sale, por razones tan arbitrarias como haber nacido en una colonia controlada por sus rivales. Quién vive o quién muere.
Honduras es un país terriblemente violento en una región terriblemente violenta. En 2017, un total de 3.791 personas fueron asesinadas. Esto supone una tasa de 42,8 homicidios por cada 100.000 habitantes, según datos de la Policía Nacional de Honduras. Según la Organización Mundial de la Salud, pandemia de violencia es cuando se registran 10 víctimas por cada 100.000. En España, por ejemplo, este índice no llega a 1 homicidio por cada 100.000. Para que la violencia de Honduras dejase de considerarse una enfermedad debería de matarse cuatro veces menos. Y, aun así, seguiría chorreando sangre.
Si uno pregunta a los integrantes de la caravana por qué dejaron todo para enfilar el incierto camino a Estados Unidos, encuentra una sola respuesta con dos ideas: violencia y pobreza, violencia y pobreza. Cada cual, después, tiene su propio drama personal. Esta caravana está compuesta por seres humanos heridos, que han sufrido mucho.
Según datos del Banco Mundial, el 66% de los hondureños vive por debajo del umbral de la pobreza. El salario medio de un jornal en el campo es de 120 lempiras, poco más de 4 euros.
Honduras también sufre una grave crisis política. El 26 de noviembre de 2017 celebró elecciones. A medianoche, todavía se anunciaba la victoria de Salvador Nasralla, candidato de la Alianza de Oposición contra la Dictadura. Cayó el servidor del sistema de cómputo de votos. Exactamente lo que los opositores habían anunciado que ocurriría. Se reinició. Por arte de magia, estaba por delante Juan Orlando Hernández, presidente y líder del Partido Nacional (PN). Los partidarios de Nasralla denunciaron fraude, pero el Gobierno decretó un toque de queda, reprimió a los disidentes (33 muertos, según el Comité de Familiares de Detenidos y Desaparecidos de Honduras, Cofadeh) e impulsó una política de mano dura contra sus detractores, amparándose en la violencia crónica que sufre el país.
En 2009, un golpe de Estado avalado por Estados Unidos depuso al entonces presidente, José Manuel Zelaya. Washington tenía miedo de su cercanía con la Venezuela de Hugo Chávez y repitió el esquema que tantas veces puso en práctica en la región. Como en Guatemala, en 1954, cuando tumbó al presidente, Jacobo Árbenz, para defender los intereses de la United Fruit Company. Como en la década de 1980 en El Salvador y Nicaragua, en plena ofensiva anticomunista, financiando a un Ejército asesino y a una “contra” igual de asesina, piezas de ajedrez en la Guerra Fría entre Estados Unidos y la Unión Soviética.
Estos antecedentes explican la Honduras que expulsa a sus ciudadanos. Un país donde se mata sin medida, se muere de hambre o se malvive sin alimentos. La definición es ampliable a todo el Triángulo Norte de Centroamérica.
“Miré que venía toda la gente, me entró un ánimo y me lancé”, dice Flores, al explicar por qué se sumó a la caravana. Dice que lo vio por la tele, habló con su tía e hizo la mochila. Pasta de dientes, cepillo, calcetines y calzoncillos. Ropa, la que lleva puesta, para que no pese. “Me quería traer un primo más pequeño, pero no me dejaron. Mis tías y mi abuela no saben que ando acá. Mi abuela sufre de la tensión, es bien preocupada y no le quise decir. La primera vez que me vine se quedó bien preocupada”.
¿La primera vez?
“Este año, en marzo, me vine. Me agarraron en Irapuato. Me tuvieron una semana preso. Después, me mandaron al DF. Después, a Tapachula. Y después, a Honduras”. Dice que viajaba solo. Que le asaltaron. “Me quitaron todito mi dinero”.
Dos intentos en menos de un año. Dos ocasiones en las que un chaval joven deja todo y se lanza al vacío, a un trayecto peligrosísimo e incierto en el que miles de compatriotas han muerto antes de que él se pusiese en marcha. Tiene que ocurrir algo serio para que haya cientos de Brian Joseph Flores dispuestos a transitar los 4.371,2 km que unen San Pedro Sula y Tijuana, la frontera por la que está previsto que intenten cruzar a Estados Unidos. Algo muy poderoso, que les lleva a caminar hasta la extenuación y plantarse, sin ninguna garantía, a las puertas de un país que les desprecia. Donald Trump ha construido su figura política a través de la xenofobia. Quién sabe a qué está dispuesto a llegar cuando los desarrapados toquen a su puerta.
“En Tegucigalpa la cosa está muy fea, no hay trabajo. Yo estuve en algo bien feo…”.
Flores no quiere decir más. No, al menos, que se publique. Cualquier cosa que pudiese decir podría tener consecuencias.
El joven relata que dejó atrás los malos pasos, que ahora es cristiano (denominación que se utiliza para los evangélicos), que va a la Iglesia Salem Bautista y que se despidió de ellos cuando decidió migrar porque ellos sí le habían tratado bien.
El guión de joven abandonado, criminalidad e Iglesia evangélica como redención es muy habitual en Centroamérica.
“Vi la caminata y les alcanzamos en Chiquimula”, explica. Han conseguido una colchoneta. Los niños juegan, le tiran de la camiseta, agarran el celular con el que se graba la entrevista. Fuera, llueve a mares. Los albergues están desbordados. Hay gente durmiendo en la calle, tapados por una manta, acostados en el piso mojado.
“Me tiré por la frontera El Florido. Ahí me reuní y no me he apartado. No pienso apartarme. Si toca caminar, caminamos. Si nos dan aventón, lo tomamos. Vamos a seguir adelante”, decía Flores el martes, cansado pero ilusionado.
No llegará a cumplir su propósito.
El sábado 20 de octubre encontramos a Brian Joseph Flores derrotado por las calles de Tecún Umán, el último pueblo de Guatemala antes de alcanzar México. Se ha rendido, por el momento. Dice que le han informado de que su abuela está enferma y se siente culpable. Cree que, en parte, es responsabilidad suya, porque ella sufre de la tensión y le ha dado un disgusto. Por eso ha decidido regresar. Ya habrá tiempo, asegura, de volver a intentarlo. Está cabizbajo. Anda arrastrando los pies. Lleva la misma ropa del martes y se dirige hacia uno de los autobuses habilitados por los gobiernos de Guatemala y Honduras para el retorno de los descontentos o agotados. Según el presidente guatemalteco, Jimmy Morales, son unos 2.000 los que desandaron el camino. En la municipalidad de Tecún Umán solo reconocen a algo más de 600 retornados. Jessica, la tía de Flores, se dio la vuelta un día después. No había autobús para ellos. Tardó varios días en llegar a Tegucigalpa, haciendo autoestop, con tres niños pequeños a su cargo.
Lo del autobús no era más que un plan propagandístico. Ambos presidentes, Morales y Hernández, alimentan la tesis, repetida por Washington, que dice que esta es una caravana de engañados, utilizada para fines “políticos”.
Flores no lo sabe, pero a escasos metros de donde nos encontramos ya ha comenzado el éxodo en balsa. Cientos, miles de personas, abandonan el puente convertido en campo de refugiados y entran en Ciudad Hidalgo pagando algo más de un euro, o nadando las aguas marrones del Suchiate. Quizá Jessica tampoco se enteró a tiempo. Horas después, envía un mensaje, con un lacónico: “Nos vamos por los niños, llorando”.
Puesto fronterizo de Tecún Umán, Guatemala. Viernes 19 de octubre. 10.35 horas.
“Mi familia son mis hijos. Llevo cuatro días que no hablo con ellos”. Edwin Connors, de 40 años, es uno de los primeros en la cola ante el portón de Migración de Tecún Umán, en Guatemala. Unas cien personas aguardan, cada vez más rodeados de policía. El grueso de los migrantes está en la plaza, a cuatro cuadras. El colectivo toma forma, se protege, habla como una sola voz. Se ha convertido en un sujeto. Connors, piel oscura, camiseta de la selección alemana de fútbol, de Roatán, Isla de la Bahía, en Honduras, quiere intentar la vía legal. Confía en lo que las autoridades mexicanas han prometido, en las “puertas abiertas” y la visa humanitaria. Para él es imprescindible cruzar, no ser deportado nuevamente. En efecto, nuevamente. Connors residió en Houston, Texas, los últimos siete años. Entró como lo hace todo migrante irregular, pagando a un coyote, en 2011. No dice cuánto pagó, pero el mercado actual está en torno a 10.000 dólares por tres intentos. Él lo logró a la primera. Le siguieron su exesposa y sus tres hijos, que ahora tienen trece y once años. Los dos últimos son gemelos, no dice su nombre, pero muestra un vídeo jugando con ellos en un barquito.
Eran buenos tiempos esos de Estados Unidos, pero se vinieron abajo hace cuatro meses. Según explica, quiso bajar a México para apoyar a su hermana, residente en Chiapas, que no lograba el conecte para cruzar al norte. Muestra el billete de autobús para probar que no miente. Fue detenido en la frontera, en el lado mexicano, y deportado a Honduras. Se enteró de la caravana en San Pedro Sula. Como todos, por televisión. “Era la oportunidad”, dice. Eso es lo que pensaron todos. La oportunidad era juntarse, hacerse visibles, probar algo distinto.
Connors acompaña a Christian Romero Martínez, de doce años. Nació en Cofradía, departamento de Cortés. Tiene otros diez hermanos, aunque a uno lo mataron en un ajuste de cuentas recientemente. Lo que no tiene es documentación. En Honduras nació, pero Honduras no sabe que existe, al menos oficialmente. Relata que su padre es un bolo (borracho) que nunca se ha ocupado de él. Que a saber qué estaría haciendo cuando él llegó a este mundo, porque no lo registró en ninguna institución. Dice que se llama Christian Romero Martínez y que tiene doce años, pero si uno busca en el Registro Nacional de Personas, no encontrará a nadie que responda por esas señas. Con él no aplica ninguna oferta de “entrada ordenada”, porque no tiene nada que demuestre quién es. Oficialmente, Christian Romero Martínez, de doce años, no existe. Ni estudiar pudo, sin documento que probase su existencia.
A los problemas que Romero se trae de casa en la mochila se le suma otro directamente relacionado con esta romería y sus posibilidades de seguir adelante. Es un menor no acompañado. Eso es sinónimo de deportación. Cuando son arrestados, los migrantes que no llegan a los 18 y que vienen sin ningún familiar son expulsados con otro procedimiento. “Por su bienestar”, entregados a las autoridades del país del que querían huir, para que estas lo lleven de nuevo a ante esa familia ausente o lo encierren en un centro.
Eso es lo que le pasará a Romero Martínez si termina en manos de la policía mexicana.
Connors y Romero se conocieron en los primeros kilómetros de Guatemala, subidos a un camión. “Me di cuenta de que es muy joven y que viene solo, así que me he hecho cargo de él. Viene donde voy. Duerme donde duermo. Si él no tiene sitio, yo tampoco”, dice el adulto.
La conversación se interrumpe con los primeros gritos.
“¡Los migrantes no somos criminales! ¡Somos trabajadores internacionales!”.
“¿Por qué nos matan? ¿Por qué nos asesinan? ¡Si somos la esperanza de América Latina!”.
En unos segundos, cientos de personas han tomado la plaza que conecta con el puente que lleva a México. Son muchos y tienen la determinación de cruzar. Delante tienen una barrera de antimotines, dos jeeps militares J8 que el gobierno estadounidense donó a Guatemala para la lucha contra el narcotráfico y una barrera metálica custodiada por uniformados. Desde arriba, David López y Dennis Omar Contreras, mexicano y hondureño, dos de los coordinadores, arengan con un megáfono. “¡Si en media hora no abren paso, cruzaremos por el río!”. Son una masa, cuerpos pegados los unos a los otros, sudando, casi sin aire. Hay momentos en los que parece que alguien puede morir aplastado. Se suceden los desmayos. Es la desesperación. Todos empujan. Todos quieren avanzar. Alguien tiene que poner orden porque, si no, otro alguien morirá asfixiado.
En media hora, todos los obstáculos se vienen abajo y se produce uno de los momentos más épicos de la caravana.
El ejército de los hambrientos se abre paso entre los antimotines. El ejército de los hambrientos se sube a los J8 y exige que les abran la puerta. El ejército de los hambrientos encuentra el punto débil de la verja, lo rompe, y corre en estampida hacia la frontera mexicana.
“Bienvenidos a México” es el último letrero con el que van a encontrarse.
La única arma de esta larga marcha es el cuerpo de cada uno de los hombres y mujeres que la componen. Delante de la policía mexicana, la utilizan. Se abre un portón metálico y todos tratan de cruzar. Es la misma estrategia que utilizaron minutos antes. Empujar hasta que el otro lado se agote. En este caso no ocurre como en Esquipulas, en Guatemala, o como en Tecún Umán. Estamos en un cara a cara. Migrante frente a policía. Pueden mirarse a los ojos, olerse, desafiarse o suplicar. Es el Bloque Negro de los desposeídos contra un enorme despliegue de uniformados de una de las mayores potencias de América Latina. Lucha desigual que perderán los más débiles. Hay empujones, gritos, golpes. Cae gente al suelo y cae la primera bomba lacrimógena. Se lanzan algunas piedras. La primera fila se queja, no vaya a ser que el ataque contra los policías se vuelva en su contra. Ojos rojos, llorosos. Pica la garganta. Varias mujeres emergen de entre los antidisturbios con sus hijos en brazos, entre lágrimas. En su cara se observa que no comprenden nada. ¿Cómo no van a dejarles pasar si tienen hambre? ¿No ven a sus hijos sin pañales, llorando, sucios y agotados? ¿Es que no tienen corazón?
Esto no va de sentimientos, sino de fronteras. Los ricos las cruzan. Los pobres se quedan por el camino.
Huele a gas en el puente internacional Rodolfo Robles. La gente se ha dispersado y la policía ha ganado unos metros. Los suficientes para cerrar el portón metálico bajo el cartel de “Bienvenidos a México”. Los últimos que trataron de evitarlo dan patadas con rabia. Todo iba muy bien, demasiado bien, casi hasta fácil, hasta que todo se vino abajo. Hay heridos, ojos llorosos, gente que tose y un hombre de camiseta azul que clama: “¡Hay días en los que no comemos nada! ¡Hay días en los que trabajamos y otros que no! ¡Nuestra familia es pobre! ¡Tenemos que hacer este camino para dar de comer a nuestra familia!”.
En medio del caos, Connors, el adulto, y Romero, el niño que no existe, se han separado.
Connors aprovecha un pequeño espacio, el único de la jornada, para subirse a uno de esos autobuses que el Gobierno mexicano dispone para quienes acatan sus leyes.
No sabemos nada del niño.
Días después, Connors está encerrado. Se encuentra en la Feria Mesoamericana de Tapachula, extensión improvisada de la Estación Migratoria Siglo XXI. En realidad es una cárcel, porque es un lugar cerrado en el que la gente entra y no puede salir. Dicen las autoridades que están regularizando su situación, que tienen que tener paciencia, que en unos días podrán transitar con libertad. Pero la ley dice que la Comisión Mexicana de Ayuda al Refugiado (Comar) dispone de 45 días, ampliables a otros 45, para tomar en consideración las peticiones. Y dice la ley que quien solicita asilo en un estado tiene que permanecer en él. A Connors le tocaría Chiapas. Pero él no quiere quedarse en Chiapas. Quiere subir a Estados Unidos, donde están sus hijos. En su formulario ha indicado la única dirección de la que dispone. La de Houston, Texas.
México deporta más que Estados Unidos. Por mucho que ahora se presente como hermano mayor de los “hermanos centroamericanos”.
Mazatepec. Estado de Chiapas. 24 de octubre. 11.23 de la mañana.
“No sé ni cómo se me metió esa tontera para hacer este camino. Yo, que soy una mujer bien haragana para salir”. María Antonia Nuñez tiene 52 años, es oronda y se ríe como con pudor, tapándose la boca, con ojillos pícaros. Viene con su esposo, Alfredo Troches, y su hija, Brenda, y el novio de esta, Melvin. Son del departamento de Colón.
Su hija no estudiaba ni trabajaba. Nada. Dice que quiere ir a Estados Unidos para tener un empleo. Honduras es un país en el que una joven de 17 años ni estudia ni trabaja. Porque no puede. Porque no le dejan.
Pregunta obligada: por qué. “Allá está duro ahorita. Los pobres hombres se dedican a sembrar frijol, maíz; uno mete dinero, los hombres se quedan hasta comiendo con sal para hacer la trabajadita. Uno se queda sin la trabajada, sin ropa, sin nada”. La mujer está sentada en el parque central, convertido, otra vez, en campo de refugiados. El campamento tiene vida propia. Se levanta a primera hora de la mañana, con los aventajados, los que lograron jalón antes de que despuntase el día. Comienzan a desplegarse toldos negros hechos con plástico. Aparecen algunas tiendas de campaña. Se extienden sacos, esterillas, cartones, colchonetas. Se hace fila. Los pobres que huyen siempre tienen que hacer fila para cualquier cosa: reparto de comida, usar el baño, darse una ducha, cargar el teléfono móvil, bien preciado para los que meten toda su vida en una pequeña mochila.
“Lo más difícil es la caminata”, dice Nuñez.
La caminata. Tremenda palabra esta, desde Ciudad Hidalgo, el primer municipio mexicano en el que irrumpió la larga marcha.
Cientos, miles de personas avanzando por el arcén, quemados por el sol, pidiendo autoestop. Todos ellos son considerados “ilegales”. Todos ellos deberían ser deportados, según las amenazas del presidente mexicano, Enrique Peña Nieto. Le queda un mes en el cargo, antes de que Andrés Manuel López Obrador tome posesión, el 1 de diciembre.
Asistimos a algo inédito. En lugar de perseguir a los migrantes, la policía los acompaña, ordenando el tráfico. Hostiga a los rezagados, demostrando que el valor de esta larga marcha es el grupo. Ya son algo mediático. Son los mismos migrantes invisibles que hace semanas se colaban por cualquier rendija en México, pagando sumas astronómicas a tipos sin escrúpulos que podían llevarlos a México, venderlos al crimen organizado o abandonarlos a su suerte en medio del desierto. Son los mismos migrantes a los que, hace unas semanas, estos mismos agentes habrían perseguido, detenido, arrestado o, aún peor, entregado a un cártel. Ya no. Ahora los acompañan. “Tengan cuidado. Buen viaje”.
Nunca fue así.
Desde hace una década, el símbolo de la migración centroamericana fue la Bestia, el tren que atraviesa México de sur a norte.
La nueva Bestia es un tráiler lleno hasta la bandera, con un joven aferrado a la ventanilla del conductor. Es una pick up en la que decenas (sí, decenas) de personas se han introducido haciendo un Tetris con sus cuerpos. Es un camión en el que subirse y bajarse en marcha.
La nueva Bestia también mata.
Se llamaba Melvin José López Escobar. Tenía 22 años. Cayó de un vehículo en el que trataba de ganar metros al agotamiento. Otro vehículo lo remató en el suelo. Ninguno de los dos se quedó para ver cómo estaba. A las 14.00 horas del lunes, 22 de octubre, su cuerpo estaba cubierto por una sábana en la carretera que une Tapachula con Huixtla.
Un día antes, otros seis migrantes perdieron la vida al volcar un tráiler en la carretera Internacional Ciudad Cuauhtémoc-Tuxtla Gutiérrez. No formaban parte de la caravana. Los migrantes invisibles siguen dejándose la vida en su camino hacia Estados Unidos.
“Yo me iba a regresar. Yo pensaba que era poquita la que iba a venir. Y mira qué multitud”, dice María Antonia Nuñez. Está contenta, explica, porque la víspera una familia les permitió almorzar en su casa. Era gente pobre, como ellos. “Probé el mole de Chiapas. Al menos he podido probar un plato de aquí”, dice la mujer, tremenda sonrisa, mofletes hinchados, humanidad desbordada.
A estas alturas, la dinámica de la caravana se ha estabilizado. Se madruga para evitar el castigo del sol. Se descansa durante el día. Quedan muchos kilómetros por delante.
Los imaginamos entrando en Ciudad de México, recibidos como héroes, ejército de los derrotados orgulloso de que, por una vez en la vida, el mundo les esté mirando.
Los imaginamos en la frontera con Estados Unidos y entra terror de pensar qué es lo que puede ocurrir.
Los imaginamos en los libros, porque esto es historia de Centroamérica. Triste, dramática, heroica historia de Centroamérica.