Hacia la misma hora a la que Francis trepa al interior de una patera en una playa cercana a Trípoli, el AC Milán sale al terreno de juego en el norte de Italia para enfrentarse al Chievo Verona.
Los tifosi ocupan sus asientos en el estadio de San Siro. Francis, unos 1.400 kilómetros al sur, se apretuja entre más de un centenar de hombres y mujeres, varias de ellas embarazadas. También hay algunos niños. Una lancha motora ha sondeado las aguas antes para asegurarse de que no hay guardacostas a la vista: el bote se adentra en el mar y se aleja despacio de la costa libia, rumbo a Italia.
En la lejana grada del Milán estalla la alegría: el colombiano Carlos Bacca ha entrado en el área por la izquierda y ha inaugurado el marcador para el equipo local. Unos minutos después el árbitro pita penalti para el Chievo y el holandés De Guzmán lo transforma en gol. Termina en tablas la primera mitad del partido.
En las aguas del Mediterráneo, cada vez más agitadas, la patera no ha recorrido ni la mitad de su trayecto. El hombre al mando mira su brújula e intenta llamar por el móvil al traficante que se ha quedado en tierra. No hay cobertura. Las olas son muy altas, el bote baila enloquecido y trece personas caen en cadena al agua. Gritos, miedo. Solo consiguen rescatar a dos: el resto desaparece bajo un mar que sigue golpeando la barca. No pueden hacer nada.
Sobre el césped de San Siro, Bacca remata un córner y marca otro gol. Poco después, el argentino Lucas Ocampos es derribado en el área y Gianluca Lapadula transforma el penalti en el 3-1 definitivo. Desde la patera ya solo se ve el mar.
Es 4 de marzo de 2017. Al final del partido salen del campo entre aplausos los once jugadores rossoneri.
De los once ahogados Francis no sabe los nombres, ni de dónde venían, ni qué tipo de vidas dejaban atrás. Solo sabe que sus cuerpos acabaron en el fondo del mar que separa las costas de Libia e Italia, igual que los de otras 2.842 personas aquel año: son las cifras oficiales, pero solo el fondo del mar sabe cuántas fueron.
Inmigrante 121
—Si pudieras jugar en un equipo profesional, ¿cuál elegirías?
—El Milán.
No lo duda. Han pasado algo más de dos años desde que subió a aquel bote en el que casi pierde la vida. Vestido con una sudadera roja y unos vaqueros negros, Francis toma un refresco en una terraza de Bérgamo, a unos 50 kilómetros de Milán. Tiene 24 años, el pelo rapado por los costados y en el centro una franja de rizos prietos. El fútbol le apasiona: desde su Ghana natal seguía muy de cerca todos los torneos europeos. El estadio de San Siro queda ahora a algo menos de una hora en coche, pero nunca lo ha visto. Habla poco y muy bajito, con la mirada en un punto indefinido, como si secreteara con el aire. Hay que acercarse mucho para oírle sin que sus palabras queden enterradas bajo el ruido de la ciudad.
La patera fue rescatada de madrugada por el barco Golfo Azzurro, de la oenegé Open Arms, después de varias horas en el mar. Antes de poner rumbo a la isla italiana de Lampedusa, alguien dejó a Francis un móvil para que pudiera llamar a Ghana y decirle a su novia que estaba a salvo: habían tenido un hijo tres meses antes y era la única a la que había revelado su plan de viajar a Europa. A sus padres les contó que había encontrado un trabajo en Accra. Si hubieran sabido la verdad, dice, no le habrían dejado irse. Su novia intentó pararlo, pero Francis insistió: por el futuro del bebé, por la familia. Había rumores de que en marzo iba a haber una reunión entre ministros de Italia y Libia para bloquear la ruta del Mediterráneo Central y quería intentarlo antes de que eso ocurriera. ¿Su sueño? Como el de tantos otros, la ilusión, casi siempre imposible, de jugar en un equipo de fútbol europeo. Francis se mantiene fiel al AC Milán pese a sus malas temporadas.
—Me gusta el Milán. Todos los equipos son así, hay rachas. También le pasó al Manchester, y al Liverpool, que hace ocho años estaba mal y ahora está de nuevo en forma. De algún modo… el fútbol es así.
La universal retórica del fútbol le tiñe la voz de entusiasmo, pero el tono se amortigua otra vez cuando retoma su historia. En la pequeña isla de Lampedusa les tomaron el nombre y las huellas dactilares y les dieron un número a cada uno: él era el 121. Allí permaneció un mes —el primer cigarrillo de su vida de la mano de un voluntario italiano, la llamada a sus padres para confesarles que estaba en Europa, las caminatas sin rumbo por la isla diminuta—, luego los trasladaron fugazmente a Sicilia, donde permanecieron solo el poco tiempo que tardaron en repartirlos en autocares. El número 121, el de Francis, correspondía a un autobús con un cartel blanco en el parabrisas que decía Milano.
Cuando supo que iba a la ciudad del club rossonero se emocionó. Más tarde se enteraría de que su destino final era Bérgamo, vecina a Milán pero mucho más pequeña: unos 120.000 habitantes en el corazón de Lombardía, la región de Italia con más residentes extranjeros (más de 1,1 millones, el 11% de su población). También es la que contabiliza más migrantes y solicitantes de asilo en centros de acogida: a finales de 2018 eran cerca de 18.500, el 14% de unos 135.000 repartidos en todo el país. Francis se convirtió en un nuevo número en las estadísticas lombardas.
En los dos años que lleva aquí ha visto cómo su vida se ha hecho más difícil al ritmo de una política de acogida cada vez más dura y de un discurso público populista y xenófobo —el de la Liga del ministro del Interior, Matteo Salvini— que ha calado en buen parte del país. Ha hecho cursos de italiano y buscado trabajo, sin éxito. Los fines de semana juega a fútbol con un equipo local, pero solo como entretenimiento. Su sueño de entrar en un club profesional también se ha ido esfumando.
El pasado noviembre supo que Italia había denegado su petición de asilo, igual que hizo con otras 63.741 en 2018: el 67 % de las más de 95.000 examinadas ese año. El trámite que terminó en rechazo se había prolongado, en su caso, un año y ocho meses. Le dieron un mes para recurrir y el mismo tiempo para dejar el centro que lo acogía a las afueras de Bérgamo. Ahora vive pidiendo favores: a un amigo que de vez en cuando le puede hacer un hueco en su piso compartido, a un compañero que lo cuela en su centro de acogida los fines de semana, a un conocido que de vez en cuando le presta dinero. También conoce los lugares donde puede encontrar wifi abierto, recicla los billetes de autobús cortando la parte picada para usarlos varias veces, va a los comedores sociales. Y a menudo se queda sentado todo el día, desencantado, sin saber adónde ir.
Presentó un recurso a la negativa de asilo pero cree que no saldrá adelante. Ni siquiera se atreve a visitar a su abogada: su familia logró reunir y enviarle 300 de los 500 euros que ella le pidió por tramitar el caso, pero le ha dejado a deber 200. No cree que pueda pagárselos.
—¿Qué tiene Bérgamo de bueno?
—No lo sé.
—¿Ni una cosa buena?
—Solo que… —piensa unos segundos—. La ciudad es bonita. Eso es. No hay nada más.
Vinci Salvini
Matteo Salvini, de 46 años, habla mucho y muy alto, con la mirada en un punto definido —sus interlocutores o las cámaras o los periodistas—. No secretea con el aire, no hay que acercarse mucho para oírle. No hay peligro de que sus palabras queden enterradas por el ruido de la ciudad.
Aunque las elecciones generales italianas las ganó el año pasado el populista Movimiento 5 Estrellas –un partido antiestablishment, difícil de encasillar en el espectro tradicional de derechas e izquierdas—, es el nombre del radical Salvini, vicepresidente y ministro del Interior, el que va de boca en boca cuando se habla de Italia y poder. Milanés, divorciado y con dos hijos, la política absorbió a Salvini desde muy joven. Nunca llegó a terminar sus estudios de Historia. El periodismo le apasiona desde su infancia —fue director y presentador de Radio Padania Libre, emisora de la Liga Norte, y también trabajó en el periódico de la formación— y maneja con habilidad la comunicación directa con el público.
Sabe explotar las redes sociales y sus frecuentes apariciones en televisión para transmitir el mensaje de que los inmigrantes invaden Italia y están detrás de la delincuencia, de que los italianos merecen estar por encima, de que Bruselas es un peligro, de que la izquierda lo vilipendia y acosa pero él sigue siempre adelante, siempre por Italia, siempre con una sonrisa. Interpela directamente a los internautas e intercala temas políticos con comentarios sobre su gusto por la pasta, por la pizza, por el vino blanco o por los gatitos; sobre sus hijos, sobre los ancianos, sobre su equipo de fútbol: el AC Milán.
Detrás de su inmensa popularidad en las redes (solamente en Facebook tiene unos 3,6 millones de seguidores) está la mano discreta de Luca Morisi, que en su perfil de Twitter se describe como “filósofo digital” y “megáfono social”. Morisi, de 45 años, es asesor de comunicación de Salvini y también quien le ha dado el sobrenombre de Il Capitano: el Capitán. Así lo llama en muchos de sus posts, que enseñan al líder de la Liga rodeado de multitudes, en programas de televisión o en mítines. El pasado abril le llegó a mostrar incluso con una metralleta en mano en un mensaje en Facebook con el que replicaba a críticas de la oposición: “¿Os habéis dado cuenta de que hacen de todo para enfangar a la Liga? Se acercan las europeas y se inventarán cualquier cosa para frenar a El Capitán. ¡Pero nosotros estamos armados y provistos de cascos!”.
Además de dominar los algoritmos de las redes, Morisi es artífice de campañas como #VinciSalvini, que da puntos a quienes más y más rápido dan likes a los mensajes del ministro en Facebook, Twitter e Instagram. ¿El premio? Cada día se difunde una foto del ganador en las redes de Salvini, y los más afortunados pueden conversar con él por teléfono. “¡Imagínate, qué premio increíble!”, dice el propio Salvini en un vídeo hecho a medida de las redes.
La bandera del miedo
Las elecciones europeas coincidirán con las municipales en Bérgamo, y la ciudad está en plena campaña. En la plaza Marconi, frente a la estación de tren, el centroizquierdista Partido Demócrata (PD), oponente natural de la Liga, ha colocado una especie de photocall. Por delante desfilan militantes que piden la reelección del actual alcalde, Giorgio Gori. Su lema es “Adelante juntos”, en choque frontal con el eslogan más utilizado por la Liga de Salvini: “¡Los italianos primero!”.
—Lo peligroso de la Liga es que en la década de 1990 era un partido nordista. Luchaba por el federalismo, por conseguir separarse de Roma. Ahora recibe apoyos en nombre de la unidad nacional, aprovechando la ola emotiva de populismo. Agitando el miedo, la delincuencia y la inmigración.
Quien habla es el secretario del PD en Bérgamo, Federico Pedersoli. Mientras sus compañeros posan ante el photocall, él arremete contra la Liga y contra Salvini, un político —dice— que “ondea la bandera oscura y opaca” del miedo al inmigrante. Y recuerda que en sus orígenes, en la década de 1990, la Liga se llamaba Liga Norte y basaba su propaganda en la acusación “Roma Ladrona”.
Esa frase la repitió una y otra vez el fundador y durante años carismático líder del partido, Umberto Bossi, hasta convertirla en un clásico del partido. Su odio al Gobierno central lo conjugaba con una retórica racista y xenófoba que levantó no pocas polvaredas: hace más de quince años propuso recibir a cañonazos a los inmigrantes que ya entonces cruzaban el Mediterráneo. El objetivo político de la Liga Norte era en esa época la secesión de la denominada Padania, territorio formado por las regiones septentrionales del país. Era la zona más industrializada y próspera, muy por delante del centro y sur: para la Liga Norte, la locomotora de Italia.
Bossi era un político hábil que selló alianzas con el partido de Silvio Berlusconi —llegó a ser ministro de Reformas en el Gobierno de Il Cavaliere— o con la neofascista Alianza Nacional, pero siempre con el Norte por bandera. El fin de su liderazgo se produjo en 2012, cuando se descubrió que se había quedado con fondos públicos destinados al partido y presentó su dimisión como secretario federal. Pero, acostumbrado al poder, se resistía a abandonarlo. En 2013 se presentó a las primarias de su partido y sufrió una contundente derrota frente al vicepresidente de la formación, Salvini, que obtuvo más del 80% de los votos. El eslogan liguista era en aquella época “El Norte primero”. Salvini dijo entonces que su primera batalla sería la de sacar a Italia del euro: la moneda única era, en aquella época de crisis de deuda, otro de los grandes enemigos del euroescéptico partido. Hoy, la nostalgia por la lira ha quedado atrás y en su lugar el discurso de la Liga pone acento en otras medidas, como la de aplicar una polémica tasa única a todas las rentas.
Con Salvini a la cabeza se ha dado una transformación sutil pero articulada de la imagen del partido. Uno de los cambios más visibles fue el cromático: atrás quedaron veinte años de verde —tomado de la bandera de Padania—, un color que había estado en el logo, en las banderas, en los carteles y hasta en las corbatas y en los pañuelos que sobresalían del bolsillo de sus líderes; en su lugar apareció un azul brillante. El enemigo ya no era Roma, sino Bruselas. El término “Norte” desapareció y el partido pasó a llamarse simplemente la Liga. En la parte inferior del logo se incluyeron dos palabras con vistas a las generales de 2018: Salvini premier (primer ministro).
Este lavado de cara permitió lo impensable: que hasta el sur de Italia —denostado por la Liga durante años— diera a la formación un apoyo relevante. Salvini fue el artífice de que el partido creciera del 4% de 2013 al 18% en las elecciones de 2018: un sorpasso histórico al otro gran partido de derechas, la Forza Italia de Silvio Berlusconi.
Los sondeos con vistas a las europeas dan a la Liga de Salvini un apoyo superior al 33% que preocupa a sus aliados en el Gobierno italiano: temen que, al verse como primer partido de Italia, la Liga fuerce nuevas elecciones y los devore. La preocupación se extiende a muchos Gobiernos europeos, inquietos por el auge de la ultraderecha en el continente: Salvini, la francesa Marine Le Pen o el húngaro Viktor Orbán son representantes de este populismo xenófobo que amenaza con sacudir a Europa desde dentro.
Bloqueo de puertos y cierre de centros
Las oficinas de la oenegé ADL a Zavidovici están en Brescia, la segunda ciudad de Lombardía, de unos 200.000 habitantes. La organización se encarga de gestionar media decena de proyectos de acogida e integración bajo el paraguas del SPRAR, el acrónimo que da nombre al Sistema italiano de Protección para Solicitantes de Asilo y Refugiados. En la puerta de su sede hay un póster con la imagen de un buque de Open Arms en el Mediterráneo. En una habitación contigua, un chico de Mali saca fotocopias de un certificado de asistencia a un curso de cocina, mientras en la entrada una joven con velo espera su turno abrazando una carpeta.
En un despacho tranquilo con fotos y una bandera arcoiris en la pared está el fundador de la oenegé, Agostino Zanotti. En los últimos meses ha visto cómo Salvini, además de negar el desembarco a los buques de rescate en el Mediterráneo, ha promovido un decreto en materia de seguridad e inmigración que, con el argumento de hacer una Italia más segura, endurece las condiciones de asilo, facilita las expulsiones y prevé el cierre de los mayores centros de acogida del país. De facto, la ley abre el camino para desmantelar el actual sistema de acogida del sistema SPRAR. Los medios italianos lo han bautizado como Decreto Salvini, pero él, indignado, se niega a llamarle así.
“No quiero reforzar aún más el personalismo de esta persona en Italia. La ley es la 132 del 1 de diciembre de 2018”, dice puntilloso. Uno de los aspectos más polémicos de la nueva norma es la limitación de la protección humanitaria, que se concedía a un tercio de los solicitantes de asilo: conllevaba un permiso de residencia de dos años y, además de acceso a instalaciones de acogida, programas de integración como los que lleva a cabo ADL Zavidovici. Ahora este tipo de protección se otorgará solo en casos extremos y conllevará un permiso de residencia de solo un año.
Zanotti advierte de que el Decreto Salvini —se le escapa involuntariamente el nombre— significará, en la práctica, dejar en la calle o relegados en centros masivos, sin reconocimiento ni papeles, a miles de personas. Se calcula que la cifra podría ascender a unas 120.000 en un periodo de dos años: estas personas dejarán de tener acceso a los centros del sistema SPRAR y a sus servicios —desde clases de italiano hasta cursos de formación profesional, servicios de asistencia médica y psicológica, información legal—, lo que les deja en una peligrosa situación de vulnerabilidad.
“Esto supondrá un aumento del conflicto social, la marginalidad produce antagonismo social”, insiste. La situación se agrava, añade, por “la desinformación, dirigida a crear alarmismo, que ha entrado en el discurso público; cuando se habla de ‘éxodo bíblico’, de ‘río de inmigrantes’ y cosas por el estilo, se enfatiza un fenómeno que en realidad puede ser bien contenido”.
Frente a la sede de la oenegé, situada en una zona multicultural cercana a la estación de Brescia, hay un restaurante con una gran pancarta en la puerta. “Gestión italiana”, se lee en letras grandes sobre los colores de la bandera nacional. El dueño del local afirma que es para distinguirlo del resto de restaurantes que se ven en la calle.
—No tengo nada en contra de los inmigrantes, pero en esta zona están proliferando locales de gente extranjera, están por todas partes. No quiero que la gente deje de entrar pensando que lo gestiona un extranjero: este restaurante es de un italiano.
‘Fast politics’
Las estanterías del Centro de Estudios para la Inmigración (CESTIM), creado en Verona en 1990, están llenas de carpetas con informes y documentos. En la cabecera de una mesa larga, el sociólogo Carlo Melegari, uno de los fundadores de este centro, define la era actual como la de la política “de rápido consumo, fast politics”.
—No hay tiempo para convencer con argumentos, solo para convencer con gritos. El que grita más fuerte es el que tiene la razón. Es un problema para la democracia, y un hecho que tiene que ver con el triunfo de las fake news.
Para luchar contra las percepciones erróneas sobre la migración, el CESTIM se encarga de poner en números el fenómeno, de afinar la terminología —no es lo mismo migrado que inmigrante que refugiado que solicitante de asilo, insisten—, de recopilar datos que desmontan el discurso de la xenofobia. Por ejemplo, el dato de que en Italia los extranjeros residentes son un 8,5% de la población, aunque, cuando se les pregunta, los italianos creen que se acerca al 25 %. Que la mitad de estos extranjeros proviene de otros países europeos. Que entre las nueve primeras nacionalidades de origen no hay ningún país subsahariano. O que Alemania, Francia y Suecia están muy por delante de Italia en número de refugiados acogidos.
Melegari recuerda también que la política de “puertos cerrados” impulsada por el líder liguista, junto con el acuerdo del anterior Gobierno con Libia para frenar la llegada de migrantes, han hecho que las llegadas a Italia hayan caído en picado desde 2016. Aquel año se registraron algo más de 181.000 llegadas, mientras que en 2018 llegaron 23.370 personas: menos que los 27.000 espectadores que había en el estadio de San Siro el día que Francis se lanzó al Mediterráneo.
Son números que contradicen los términos de invasión o asalto, pero que quedan ahogados por los gritos que colocan la inmigración en el lugar del enemigo.
Túnel sin salida
—Dai, dai, bravo! Avantiiii ancora!
Volvemos a Bérgamo: los gritos de ánimo de los familiares y amigos de los jugadores resuenan en este campo de fútbol en la zona de Valcalepio, a menos de una hora de la ciudad. Una verja delimita la cancha en la que se enfrentan los dos equipos juveniles. Es sábado y Francis, con el número 10 estampado en una camiseta negra, corre veloz por la banda derecha del campo bajo un cielo plomizo. En la grada hay 42 personas y un perro.
Para llegar a esta zona montañosa hemos tenido que coger un autobús en la estación central de Bérgamo y bajarnos en las afueras de la ciudad, donde nos ha recogido un asistente del entrenador para acercarnos en coche hasta el campo. Durante el trayecto, habla de política.
—El Gobierno de Salvini sí que hace cosas, las lleva a la práctica. A Italia llegaban demasiados inmigrantes. Aquí no hay espacio para acogerlos a todos. Los países europeos no cumplen, ellos también tienen que acoger.
Francis, en el asiento trasero, mantiene la boca cerrada y la mirada fija en el cielo sombrío como un muro gris.
El partido finaliza con una derrota (2-1). Sin intercambiar más que un par de palabras con sus compañeros, Francis se cambia y volvemos a la ciudad. Lleva una gorra verde firmada por el argentino José Luis Palomino, jugador del Atalanta, el equipo bergamasco de la Serie A. Formar parte de un club europeo profesional parece ya un sueño muy remoto.
De haberlo sabido, asegura Francis, no repetiría el viaje.
—Me quedaría con mi hijo y con mi novia. No creo que pudiera emprenderlo otra vez.
En Ghana, la novia de Francis espera que vuelva, o que les lleve a ella y a su hijo con él a la borrosa Europa. Francis enseña fotos y vídeos de su familia en la pantalla resquebrajada de su móvil. El pequeño ya da patadas a una pelota de fútbol. Su nombre es Alvin. Ella, su novia, se llama Patience. Paciencia.
—Después haber dejado a mi familia y estar dos años aquí, ahora mismo no puedo volver con las manos vacías. Sería vergonzoso. Hay gente que espera algo de mí.