Una chabola al final del camino

Así viven las personas migrantes que trabajan en los campos de Huelva

Una chabola al final del camino
Pau Coll / Ruido Photo

Esta crónica forma parte del proyecto The Backway de RUIDO Photo.

¿Qué hay al final del camino? 

La migración es una promesa. Las personas que viven en países africanos castigados por la guerra, el hambre o la crisis económica reciben esta promesa a través de las redes sociales: primos, amigos y amigos de los amigos se fotografían junto a coches de lujo, visitando monumentos históricos europeos, disfrutando de su nueva vida de afluencia. Aunque haya conocidos e incluso organizaciones que les advierten de que esa no es la verdad, aunque vean en los medios de comunicación cómo el Mediterráneo se traga las vidas de miles de personas cada año, la ilusión prevalece —porque es todo lo que les queda. 

Durante los dos últimos años un grupo de periodistas y fotoperiodistas hemos llevado a cabo el proyecto The Backway, que sigue las rutas de la migración de África a Europa. Hemos estado con senegalesas desde las dos orillas, con chamanes en Gambia que predicen el futuro de los que migran, con deportados de Arabia Saudí a Etiopía, con los abandonados en el desierto de Níger que denuncian haber sido tratados como esclavos en Libia, con un voluntario que entierra cadáveres de los naufragios en Túnez, con un barco de rescate en el Mediterráneo, con los expulsados a tierra de nadie por las autoridades argelinas. 

Al final de esa ruta de dolor no siempre hay una vida mejor. A veces, al final del camino hay una chabola.

Visitamos en agosto de 2019 y en enero de 2021 —antes y después de la declaración de la pandemia— los campos de Huelva para contar las condiciones de vida de los trabajadores que vienen de fuera. Allí muchos se reconocieron en ese camino: encontramos a personas que llegaron a través de la ruta libia, a través de Marruecos tras pasar por Argelia, desde Senegal a las islas Canarias… Los relatos de los trabajadores dibujan el mapa confuso y cambiante de las migraciones de África a Europa. 

Historias contadas desde una chabola —construida no en un país africano, sino en España.

Lepe: agosto de 2019

Un polígono industrial, el campo de fútbol del Club Deportivo San Roque de Lepe y una gran superficie comercial: Burger King, Leroy Merlin, una gasolinera, Worten, Espacio Casa (Bienvenidos). Enfrente del Parque Comercial Lepesur, en la ciudad onubense de Lepe, hay un cementerio y un solar convertido en asentamiento chabolista.

Desde casi todos los lugares de la zona, si se alza la vista, se puede ver un palo enorme:

Burger King

Autoking

Play King

En el asentamiento hay chabolas desperdigadas y tierra quemada, porque unas semanas atrás hubo un —otro— incendio y la gente tuvo que volver a construir sus casas. Ocurre a menudo por las lamentables condiciones higiénicas: como una chabola está pegada a la otra, si algo arde —el fuego que usan para cocinar, las cocinillas que tienen en algunas chabolas—, si hay cualquier pequeño accidente, todo prende como una caja de cerillas. Como no hay agua —solo algunos pozos hasta los que hay que caminar—, el fuego es invencible. 

(Desde la distancia, veo cómo los aspersores riegan el césped del campo de fútbol del San Roque de Lepe).

Las chabolas están hechas de cartón, palés y plásticos que los cubren. Hay algunas en plena construcción con cañas. En las calles de tierra hay paquetes de tabaco, montones de basura en rincones, cenizas, más cenizas, botes vacíos de Fairy, palés podridos, bicicletas, cepillos de dientes, gatos, sillas y sillones, carritos del Mercadona, colchones Flex, chanclas, más botellas, latas de atún, yogures, cajas de plástico de supermercado, tapones de más botellas, botes de tomate frito, cuchillas, latas de sardinas, botes de pintura, bidones.

Es verano y esto está casi vacío. Los trabajadores se han ido a otras cosechas, a la yincana del campo español, que cada año les lleva a visitar buena parte de la geografía agrícola peninsular. Algunas chabolas están vacías, pero en temporada aquí hay centenares de personas. En un tenderete entre dos chabolas hay varios amigos charlando, jugando a cartas. Hay sillas de plástico, un sofá con estampado de flores, un palé haciendo las veces de columna, música africana de fondo, una sombra, un gato. 

Chabolas en las que viven trabajadores del campo. 2019. Pau Coll / Ruido Photo

Uno de los amigos es Kalifa Keita, de 50 años, con camiseta rosa, que tiene a sus tres hijos y a su mujer en Mali. Cuenta que llegó a España en cayuco desde Mauritania en 2005, justo antes de la conocida como “crisis de los cayucos”. Solo ahora, hace muy poco, ha conseguido Kalifa regularizar su situación, los ansiados papeles. 

La suya no es una historia extraordinaria: muchas de las personas que llegan a España de forma irregular y que trabajan en el campo, al menos muchas con las que hablamos en Huelva, pueden pasar mucho tiempo sin mejorar su situación. Siguen sin papeles después de haber trabajado durante años y haber puesto sobre las mesas de media Europa la fruta y verdura que comemos cada día. Se pierden en el laberinto legal y en el trabajo sin contratos mientras encadenan la fresa en Huelva, la cereza en Lleida, la naranja en Valencia, la aceituna en Jaén…

—No había viento —dice Kalifa sobre su viaje de 2005—, tardamos dos días. Estuve en Las Palmas cuatro días, luego 25 días en Fuerteventura, y fui a Madrid en avión. Una compañera de Cruz Roja nos compró el billete y nos dio 50 euros. Desde Madrid me fui pronto a Almería. Luego a Lepe dos meses. Mi cuñado estaba en Madrid y me dijo que fuera a trabajar en la construcción, estuve allí dos años, la situación mejoró, pero ahora estoy muy mal. En 2008 me fui a Lepe. He estado once años aquí. Antes estaba en la casa de mi jefe, pero vendió la finca. Desde 2011 estoy viviendo aquí, en una chabola.

Pronuncia la palabra con rabia, una y otra vez: chabola, chabola, chabola. Tartamudeando. Como si pronunciarla fuera una denuncia, como si fuera una palabra que nunca se debiera usar. 

—Estoy cansado. En África la vida es mejor. Allí tengo mi propia casa, aquí no puedo explicarte cómo es… Muy malo. ¿Por qué tengo que vivir en una chabola? Muy mal España para mí, pero todo igual en Europa, en Italia hay chabolas, en Francia hay chabolas, en España hay chabolas. Solo en Alemania y Bélgica no hay chabolas. Voy a estar un tiempo y voy a regresar a casa. Algún día el fuego nos va a matar a todos. Yo estaba aquí las tres veces que mi chabola se quemó. No me gusta la chabola, no me gusta la chabola. 

Kalifa está buscando el momento para volver: ahorrar un poco más y volver. No espera nada más de España. 

—Yo soy migrante y me busco la vida, y vengo aquí a trabajar y a callar la boca. Si el Gobierno es bueno o malo, un partido u otro, me da igual. No espero nada. Solo quiero trabajar y no tener problemas. Por eso tampoco me gusta quejarme. He trabajado en la fresa, los arándanos, la frambuesa, la naranja… Cuando me llaman mis amigos y me dicen que van a venir aquí, les digo: “No vengáis, África es mejor que esto”. Yo no miento, yo digo la verdad. Vas a vivir en una chabola. Hay gente que miente. No, Europa es así… Hay que decir lo que hay. 

Durante todo el día, en las conversaciones que tenemos en el asentamiento, se cuela una y otra vez una referencia a alguien que está pero no está. El borracho del barrio, del asentamiento. Kalifa se muestra enfadado con él, dice que no es amigo ni conocido, que se pasa la vida bebiendo. Por las calles también se habla de él. Que ahora estará durmiendo en un aparcamiento. Que debe ir a desintoxicarse. Que le han intentado ayudar, que han hablado con él, que de momento no han tenido suerte. 

Me pregunto cómo es posible que tanta gente se preocupe por él en un sistema sin recursos, en un asentamiento medio quemado, sin agua ni electricidad. En el barrio donde vivo nunca habría llamado la atención —lo dejarían morir de forma anónima. Quizá todo no se está derrumbando aquí, quizá se está derrumbando en lugares más cercanos de lo que pensaba.

Lepe: enero de 2021

Una valla protege el solar. Dentro: solo maleza. Ya casi no hay chabolas, tan solo algunas junto al cementerio. En verano de 2020, ya en plena pandemia, ardió el asentamiento y no se ha vuelto a levantar desde entonces.

Pero los trabajadores están. Se arremolinan en otros pequeños asentamientos alrededor del polígono y del centro comercial (Burger King / Autoking / King Play). Más invisibles que antes. 

En este asentamiento frente a un centro comercial de Lepe había decenas de chabolas en 2019.
Tras el último incendio, no se reconstruyeron. Pau Coll / Ruido Photo

Nos acompaña Francisco Braima Sanha, un veterano del lugar que echa una mano a sus compañeros cuando puede. Es de Guinea Bissau y tiene 61 años, pero aún se ve obligado a trabajar en el campo. Ahora vive en un albergue autogestionado por personas migrantes, pero también se ha visto obligado a malvivir en asentamientos en el pasado. Recorremos con él una carretera cercana a la zona y nos paramos en un terreno donde hay un puñado de chabolas. Hay varias personas sentadas sobre troncos de árbol y bidones. Hay un cartón de zumo de piña tirado en el suelo, una naranjada, un cuchillo, un vaso. Unas botas entre la maleza. 

Ousmane Fal nos saluda. Rastas. Camiseta, tejanos y zapatillas azules. 

—Llevo un año en Lepe. Antes vivía en el cementerio, y cuando se quemó el asentamiento vine aquí. Un día tengo trabajo y cuatro días no tengo. No tengo papeles. Aquí hacen falta papeles, sin papeles no puedo trabajar. Estoy viviendo en una chabola con cuatro personas.

La pequeña chabola que está a nuestro lado. 

—Yo no viviría así en Guinea Bissau —interviene Francisco—. Nos tienen abandonados, somos perros abandonados, solo necesitan nuestra fuerza. Aquí viven como en una lata de sardinas. Mira, aquí cocinan —detrás hay tierra tiznada—, ponen un barreño y cocinan un pollo para siete personas. Se apoyan unos a otros. Tienen una litera, se juntan dentro, cada uno con su colchoncillo en la chabola. Algunos día trabajan de 8 a 8, por 40 euros al día. 

—Hago de todo —dice Ousmane—. Fresa… lo que haga falta. Si hubiera un sitio mejor, me iría. Pero si voy a Madrid me quedo durmiendo en la calle. Llegué en 2018 a España, estuve un tiempo en Barcelona, pero allí no podía trabajar. Me siento mal. Seis meses sin trabajar. ¿Qué hago? 

Sus padres y hermanos están en Senegal. Me enseña el móvil, las notas de voz que se intercambia con su madre. Le pregunto qué le dice su familia. Si le pide que vuelva. 

—“Trabaja”, me dicen. “En África no hay nada”. 

—Tus padres te quieren —reflexiona Francisco—. Están felices porque no has muerto en el camino. Pero si vuelves a casa… la gente te mira mal. 

—Yo llevo casi tres años aquí. Si me voy a África sin nada… —confirma Ousmane. 

La presión de tu hogar, de tu barrio, de tu ciudad: migrar es una inversión que a menudo hace la familia, así que debe dar sus frutos. No puedes volver con las manos vacías. Tienes que enviar dinero a casa. 

El activismo: agosto de 2019

El activista Antonio Abad conoce bien la situación de los trabajadores del campo. Habla con pausa y llaneza, sin la jerga que se usa a veces desde el activismo y con la cercanía que a veces le falta. Tiene 60 años, las piernas como alambres y la pasión intacta. 

La palabra que más nos repite Antonio —cuando visitamos un albergue autogestionado por los trabajadores, cuando vamos en su furgoneta a los asentamientos de la provincia— es “nadie”. A nadie le importa, nadie hace nada, aquí han venido diputados y concejales y políticos y a nadie le importa, nadie hace nada y el problema sigue, lleva años: centenares de personas en condiciones indignas.

—Falta voluntad, nadie la tiene. En proporción con el volumen de beneficios que están generando, a mí me parece insignificante el gasto que habría que hacer en ellos. Habilitar una zona tipo cámping para que tenga unos servicios comunes, unos aseos, unos puntos de luz y de agua… La inversión necesaria para hacer eso sería mínima. Y luego que esta gente podría pagar su plaza ahí, no van a pagar 500 euros por estar en un cámping, pero sí 50 o 60 euros. Si tú habilitas un espacio para mil personas y te pagan 50 euros tienes un dinero por lo menos para mantenerlo y recuperar la inversión. Pero se gasta un montón de pasta desde las administraciones, en subvenciones para nada, todos los años… Esta situación interesa a los empresarios. Interesa mantener a la gente con el pie en el cuello. A mí lo que me parece tremendo es que no surja una iniciativa desde algún sector, o en alguno de los pueblos, un proyecto piloto para hacer una cosa pequeña… Nada. Y esto ya no es un problema nuevo, lleva veinte años y la bola se va haciendo cada vez más grande. Llevo años entrando cada día en chabolas y no me acostumbro. Si esto sigue empeorando de aquí a veinte años, seguro que va a generar problemas. 

El activismo: enero de 2021

En esta visita contactamos con Ana Pinto, de Jornaleras de Huelva en Lucha. Vamos hasta su casa, a una hora en coche de Lepe, para hablar con ella. Allí la entrevistamos. Pinto es jornalera desde los 16 años, pero ahora se dedica más al activismo y a defender los derechos de las trabajadoras del campo. Critica en varias ocasiones el Plan de Responsabilidad Ética, Laboral y Social de Interfresa (PRELSI), que se puso en marcha después de las denuncias de temporeras marroquíes de abuso sexual en los campos de Huelva, de las que se hizo eco un reportaje de las periodistas Pascale Müller y Stefania Prandi en una revista alemana en 2018. 

—El PRELSI es un lavado de cara de la patronal. Es poner al zorro a vigilar a las gallinas: si hay algún problema de alguna mujer, está en manos de la patronal. Hemos tenido muchas demandas de mujeres marroquíes, pero no podemos entrar en las fincas para ver qué sucede ni cómo es la situación.

Le decimos que durante nuestras dos visitas a Huelva solo hemos entrevistado a hombres, que no hemos podido hablar con mujeres.

—Se habla siempre de hombres africanos [en el campo], y aquí hay una gran cantidad de mujeres marroquíes, rumanas, también subsaharianas. No se está teniendo en cuenta. Si ya de por sí un hombre está en condición de vulnerabilidad, las mujeres… Nos dicen que les piden su cuerpo a cambio de todo, ya sea el jefe, el que duerme con ella en la chabola, el que la ayuda en el empadronamiento…

Jornaleras en Lucha hace las veces de sindicato para las jornaleras, les da asistencia legal y denuncia en público las violaciones de los derechos humanos en los campos de Huelva. La activista Pastora Filigrana, a través de una cooperativa, da cobertura y asesoramiento legal a la entidad.

—Nos cuesta que la gente denuncie y pierda el miedo. Las inspecciones dicen que todo funciona bien… ¡El año pasado hacían teleinspecciones! Las empresas enviaban fotos respetando las normas de seguridad, con mascarilla, y todo correcto, claro. 

La lucha que llevan a cabo por los derechos de las trabajadoras es universal: Pinto dice que, en contra de lo que muchos puedan pensar, aproximadamente la mitad de las mujeres que aquí trabajan la tierra son autóctonas.

—Dependemos del campo. La necesidad existe de una forma para unas y de otra para otras. La patronal nos intenta enfrentar, no deja que autóctonas y por ejemplo africanas nos juntemos. Así no luchamos juntas por nuestros derechos. Cuando convives y la relación es más intensa es cuando se crean los lazos de compañerismo. 

Pinto teme que se fomente un discurso del odio en Huelva negándole trabajo a las personas autóctonas y azuzando las diferencias entre comunidades. Cree que es posible que suceda algo similar a los disturbios racistas de El Ejido en 2000. Defiende la regularización de las personas migrantes. Dice que su vulnerabilidad actual sirve para que las exploten, pero también para poner presión a quien esté en situación regular y no acepte peores condiciones de trabajo. 

—Con 16 años empecé a trabajar en el campo, y en 2018 empecé a denunciar lo que pasaba, sentí que alguien tenía que romper con esto… Intento convencer a la gente de que debemos luchar juntas. 

Interior de una chabola de trabajadores del campo. Pau Coll / Ruido Photo
Abu es de Costa de Marfil. Llegó a España en 2014 tras saltar la valla de Melilla. Desde entonces vive en un asentamiento de Lepe. 2019.

Ismael en el albergue: agosto de 2019

En el polígono industrial hay un albergue autogestionado por los temporeros. Antonio Abad, que echa una mano a la gente que vive allí, nos lo muestra. Es un edificio a medio construir —abandonado por las administraciones, un proyecto fallido— en forma de ele, con dos plantas. 

Cae el sol. En la planta baja, al final del pie de la ele, nos unimos a un grupo que está comiendo algo. Allí conocemos al sevillano: todo el mundo lo llama así, “sevillano”, aunque sea costamarfileño. Se llama Silué, vive en Sevilla desde hace muchos años pero viene aquí a trabajar en coche. La barbilla en forma de candado, un cierto aire pijo, camiseta y pantalones cortos. Me cuenta que conoció en un supermercado de Sevilla a su mujer, que se fue a vivir con ella, que tienen una hija. Otro de los chicos que me llama la atención es Dauda, de Mali, que limpia todo de forma compulsiva: cuando todo el mundo devora de un barreño común pescado con cuscús, él enseguida pasa la mopa para limpiar lo que ha caído al suelo. 

—Yo quiero estar limpio, que todo esté limpio, no me gusta estar sucio. 

Se sienta a mi lado, le enseño en el móvil algunos de los reportajes de The Backway. Me dice que llegó a través de la ruta libia, que lo salvó un barco de rescate de una oenegé. A su lado, un compañero no para de mirar Facebook y poner canciones. Canciones que nos acompañan siempre en el albergue: Dauda tiene unos altavoces de gran potencia. Nos preparan un té delicioso y charlamos hasta bien entrada la noche: el tema estrella es la esperanza de que Neymar vuelva al Barça. Prehistoria del fútbol.

En los siguientes días pasamos muchas horas en el albergue. Convivimos. Hay cuatro cocinas en las que se reparten entre diez y veinte personas para cocinar y comer. En la pared de una de ellas veo un calendario artesanal con los días que le toca cocinar a cada uno. Con la limpieza funcionan igual: cada domingo alguien limpia, se van turnando. Las habitaciones están numeradas. Parece una gran nave industrial más que un albergue: en el centro hay una avenida con bancos de hierro, que le da al conjunto un ambiente más habitable y familiar. En las zanjas donde debería haber hierba está la zona de lavandería. Hay una hamaca para tomar el fresquito, jazmín, palés dispuestos al final de la ele. 

Ismael —no es su nombre real, pero me pide que lo identifique así— es uno de los que más tiempo lleva aquí. Es de Mali. Por la mañana trabaja en el campo, así que quedamos con él a la hora de comer. Nos sentamos en una de las cocinas del albergue. 

—Yo fui de Mali a Mauritania y de Mauritania a España en cayuco. En 2006 llegué a Las Palmas. Me quedé un mes y después me llevaron en avión a Madrid. Estuve cinco años en Madrid. Luego estuve en Murcia… No podía trabajar porque no tenía papeles, iba un poco al día… Empecé a trabajar en la construcción, pero no tenía experiencia. Luego he estado en diferentes sitios: si hay trabajo voy a Lleida, si hay trabajo voy a Jaén, si hay trabajo voy a Huelva. 

Años y años trabajando en el campo. Ismael tardó 13 años en regularizar su situación: en 2019 le dieron los papeles. Le tuvieron que operar del ojo porque tuvo un herpes, no recibió atención médica adecuada y al final se lo tuvieron que quitar y colocarle uno de cristal. Pero Ismael no se lamenta. 

—Con corazón todo ha salido. Hemos luchado. Hemos venido con una misión: trabajar. Hay que cumplirla. 

Ismael tiene mujer y dos hijos en Mali. No los ha visto desde que llegó a España, pero ahora que ya tiene los papeles está planeando viajar por fin a Mali. 

—Estos son los comedores. En cada fogón hay dos, tres, cuatro, cinco personas.. Cocinamos muchas cosas. Arroz, fufú… —dice mientras damos una vuelta por el albergue para que nos lo muestre. 

—¿Podemos ver tu habitación? 

—Está arriba, vamos.

Abre la puerta, pero choca contra algo. 

—Este es mi cuarto. No se puede ni abrir, está lleno. Tengo la cama y cosas… 

Hay ropa, un póster de La tribu, una película protagonizada por Paco León. Insecticidas, chaquetas, jerséis. Un body milk. Gafas de sol. 

—Ahora en verano salgo aquí al fresco. Hay una hamaca y duermo fuera. 

Saca una tableta y nos dice que está estudiando para sacarse el carnet de conducir. Se pone a responder algunas preguntas de tipo test. 

¿En el paso de peatones puede hacer una parada?

a) Sí, pero solo para subir o bajar personas.

b) No, porque está prohibido. 

c) Sí, porque hay peatones cruzando. 

—B. No, porque está prohibido. 

Correcto. 

En este albergue viven decenas de trabajadores del campo.
Ismael en el albergue. 2019. Pau Coll / Ruido Photo

Francisco en el albergue: enero de 2021

Cuando volvemos a Lepe en enero de 2021, el albergue sigue ahí. Los mismos murales —“Senegambie”, dice uno de ellos—, las mismas habitaciones, la misma ele, pero algo más de movimiento porque ahora es temporada y el calor no ahoga. Ismael no está: se ha ido a Jaén, a la cosecha de la aceituna. Pero está Francisco, que vive en el albergue y que echa una mano a los compañeros más vulnerables. 

Paseamos con él por el albergue, saludamos a la gente que nos encontramos, pero esta vez no nos paramos tanto tiempo a hablar. Francisco nos lleva al almacén para poder charlar un rato. Nos sentamos en una mesa poblada de papeles y con un cenicero. Francisco es un trotamundos: su vida ha dado mil bandazos. Fue jefe de cocina de la embajada de Guinea Bissau en Portugal, estuvo en Bélgica, en Noruega, en Francia, en Italia… Llegó a España en 1984. Estuvo varios años en Madrid, luego trabajó en el campo en varios puntos del país. Los trabajos que lograba eran intermitentes e inseguros, hasta que logró regularizar su situación en 2000. Trabajó en la construcción, abrió un bar en la provincia de Almería y parecía que las cosas le iban bien, pero entonces llegó la crisis económica. 

—Me quedé parado ocho años. Ahí me hundí. 

Ni siquiera en el campo lo aceptaban, no por no tener los papeles, sino porque ya era muy mayor y los empresarios preferían a los más jóvenes. Hasta que en 2016 vino a Lepe y consiguió trabajar en la naranja.

Le pregunto cómo ha visto desde dentro la evolución del campo en Andalucía durante los últimos años.

—Antes pagaban menos, pero no ha cambiado casi nada. 

Habla de un hombre que lleva trabajando veinte años en el campo y se pregunta por su jubilación. Dice que las cosas ni siquiera han cambiado con la pandemia, que no se han hecho test, que los trabajadores viven igual que antes. 

Lo que pido es que la gente mire. Que no quiere decir que miren solo por nosotros, la situación está mal para todo el mundo. Pero si la gente puede echar una mano, por lo menos para comer, para ir manteniendo… Que busquen una forma para ayudar a la gente que vive en las chabolas. Para sobrevivir. Porque esta es una vida de supervivencia. La gente no tiene casas buenas, ni mantas, ni comida, ni agua potable. Pero cuando nos necesitan, ahí estamos. Somos gente mal pagada, con contratos y nóminas falsas. Y me pregunto: ¿Cuándo llegaremos a jubilarnos nosotros? ¿Dónde está la humanidad? ¿Qué somos? ¿Por qué no se puede ayudar a una persona que lo está pasando mal? 

Francisco me cuenta lo mismo que me contaba Ismael hace un año y medio. Entonces me doy cuenta: mi vida y la de la gente a mi alrededor ha cambiado con la pandemia, pero la de ellos sigue igual.

El oro rojo: agosto de 2019

Desde la furgoneta de Antonio vemos pasar chabolas, pinos y arena, talleres y palés. Lepe, Cartaya, Moguer, Palos de la Frontera, Lucena. Una sucesión de siembras de arándano, frambuesa, mora, fresa. Es el oro rojo de Huelva, provincia líder en exportaciones de frutos rojos, con un 78% de las ventas de España y 428 millones de euros facturados tan solo en el primer trimestre de 2020, más de la mitad provenientes tan solo de la fresa. El primer destino internacional de estos frutos es Alemania, seguida del Reino Unido y Países Bajos. Aquí se recogen los frutos que tienen como destino las mesas europeas.

Atravesamos químicas y refinerías, con sus llamaradas que se extinguen en el cielo. En el paisaje se mezclan la industria y los campos de frutos rojos. Circulan coches, temporeros van en bicicleta, mujeres en grupo intentan pasar desapercibidas. 

Visitamos un asentamiento que está entre el término municipal de Moguer y el de Palos de la Frontera, rodeado de campos de fresa. Siempre había pensado que iría a Moguer para ver la casa de Juan Ramón Jiménez, mi poeta de cabecera; no sabía que allí había un asentamiento, fuera del núcleo urbano, en una pineda sobre la arena. 

En el asentamiento hay una chabola con una bandera de España raída en un palo que hace las veces de mástil. No parece que haya mucha gente, pero se oye una música de fondo, un ritmo machacón con palabras entrecortadas, y vamos a su origen: el bar de Beleti. 

Lo llaman Beleti pero su nombre real es Issa Diakité, y tiene 54 años. Es de Bamako. Nos sentamos a charlar en el porche de su chabola-salón, sobre la cual hay una placa solar tumbada completamente. 

—Aquí vemos sobre todo fútbol europeo, por eso tenemos la parabólica —está plantada frente a nosotros—. Desde 2010 veía el fútbol en mi chabola, pero mucha gente venía a verlo también, la chabola se hizo pequeña y en 2013 instalé el bar. 

Visitamos el bar por dentro. Debajo del enorme televisor hay un reproductor de DVD y la consola del satélite. Beleti dice que aquí caben más de cien personas, aunque no me imagino cómo. Hay bancos de madera en los que caben seis personas, sillas de plástico de colores montadas en una pila en la esquina. Hay un tablero de damas con tapones de refresco como fichas, mantas aislando el techo, un póster de líderes religiosos de Mali, un mapa de Mali tapado por un extintor. Y un sistema artesanal dolby surround: ocho altavoces que rodean toda la sala. 

—Salí de Mali y fui a Mauritania, desde allí fui a España en 2009 en cayuco, llegué a Las Palmas y después me llevaron a Fuerteventura. Luego fui a Madrid, estuve 20 días, después a Lleida, mi hermano estaba allí, y luego aquí, a Moguer, en 2010. Trabajo en la fresa y en los arándanos. Estos días trabajo en el campo, pongo los plásticos para las fresas, preparamos el agua de regadío… En este asentamiento ahora mismo hay unas 40 personas, en temporada más de 500. La televisión la compré en un mercadillo de Sevilla —lleva aún escudos del Barça enganchados en las esquinas, él no se los quiere quitar aunque es del Madrid—. Aquí el té es gratis, solo cobro los refrescos y si hay fútbol importante, como un Barça-Madrid, un euro por entrada. Las pelis son gratis, los otros partidos son gratis… Aquí se ven mucho Atlético de Madrid, Sevilla, Barça y Madrid. 

Me fijo en un póster que anuncia una fiesta en una gasolinera. En medio del bar hay un colchón con una manta-esterilla encima. En la puerta, una pintada: “Atansion Bileti”.

De vuelta a Lepe en la furgoneta de Antonio, paramos en Cartaya para coger palés de una cooperativa para la chabola de Kalifa, el maliense que conocimos en el asentamiento de Lepe.

—¡Suficiente! —sopla Kalifa con los ojos iluminados cuando ve los palés en el vehículo, porque ahora ya puede reconstruir su casa—. ¡Antonio! Antonio. Gracias. 

Kalifa parece ese tipo de persona al que le resulta difícil dar las gracias; por eso, la palabra “gracias” tiene verdad cuando la pronuncia.

—¡Venga! —le responde Antonio.

El bar-salón de Beleti construido en un asentamiento de Huelva.
Issa Diakité, conocido como Beleti, es un trabajador del campo en Huelva. Pau Coll / Ruido Photo

El oro rojo: enero de 2021

Antonio no está ahora en Lepe. Intentamos volver a los asentamientos que visitamos en verano de 2019. Llamo a Beleti por teléfono para que nos dé indicaciones de cómo llegar al suyo, en esa lengua de tierra entre Moguer y Palos de la Frontera, porque no lo encontramos. Con algo de intuición logramos acercarnos al lugar, y él aparece con su coche en una carretera principal. 

Lo acompañamos de vuelta al asentamiento. Allí todo está igual y diferente: hay más chabolas, se nota que ya es temporada. Sigue la bandera de España en una chabola, pero ya no está raída, parece nueva. Su bar sigue en pie, impertérrito al paso del tiempo y de los virus. Los escudos del Barça pegados a la televisión, los altavoces, una silla azul con el logo de Pepsi, bancos, un calendario, los líderes religiosos de Mali e incluso el mapa de Mali tapado por un extintor. Un reproductor de DVD, un generador para la televisión, un equipo de música, la placa solar, el tablero para jugar a las damas… Todo igual, al milímetro. Incluso el cartel que dice: “Fiesta pub sin límites, 22-2-2019”, que suena a otra época. Quizá el único cambio es un discreto bote de gel hidroalcohólico. 

Nos sentamos en la veranda a charlar con él, como hicimos la última vez. Vamos todos con mascarilla, pero el encuentro es más cálido que el primero. Se muestra abierto a que le hagamos fotos, a explicar su vida y la de sus compañeros: algo no tan común en un lugar donde muchos prefieren pasar desapercibidos o temen sufrir represalias si hablan con la prensa. 

—La gente está sufriendo mucho, la gente en las chabolas no tiene agua, es todo lo que pedimos… Cada dos días el Ayuntamiento manda un camión con agua y todos vamos con nuestras garrafas para llenarlas. 

Será la única queja que haga a lo largo de la conversación. Le preguntamos si ha cambiado algo con la pandemia. Si en el campo se toman medidas de protección para trabajar. 

—Todo igual, la verdad. Todo el mundo va con mascarilla, pero poco más. Los guantes por ejemplo me molestan, no puedo trabajar con ellos. Pero aquí nadie se ha enfermado. Estoy contento con el trabajo. Tengo papeles, me los arregló mi jefe. Me los dieron en 2016. 

Como Beleti ya lleva tiempo en el lugar, ayuda a los recién llegados. Procura que duerman en una chabola —siempre con otras personas—, que se sientan cómodos, y que poco a poco se incorporen al trabajo si pueden. 

—Este —dice Beleti señalando a un joven detrás de él, sentado en la veranda del bar-chabola— no va a trabajar de momento. Le ayudamos con la comida y con un techo hasta que encuentre trabajo. 

El joven, también maliense, se llama Diakité, acaba de llegar de Almería, no habla demasiado, pero confirma que llegó hace poco a España a través de las islas Canarias. Como Beleti hace trece años. 

—Yo llegué en 2008 y estuve ocho años sin papeles —dice Beleti—. Mira, mi campo está ahí, voy andando cada día desde la chabola, cada día salgo de la chabola y en cinco minutos estoy allí. Empiezo a las 8.30 y acabo a las 15.00. Es cansado. Trabajar la fresa es muy duro para la espalda, hay que usar las dos manos —se levanta y hace el gesto de que hay que trabajar con las dos manos, no con una. 

Beleti es el único trabajador feliz que conocemos en toda la cobertura. El bar que se ha montado lo llena de alegría. 

—Cuando juegan el Barça y el Madrid viene muchísima gente —insiste.

Su vida no ha cambiado en este tiempo. Solo en que lleva una mascarilla. La mía sí que lo ha hecho. Nos separa el abismo del consumo. 

El otro fútbol de Lepe: agosto de 2019

Llega a mis oídos que hay un equipo de fútbol en Lepe en el que juegan trabajadores del campo. Su presidente se llama Alaji Ladiane. Quedamos con él para ver un entrenamiento. 

Subimos por un camino que nos lleva unos kilómetros a las afueras de Lepe y llegamos, en medio de la nada, a un complejo deportivo con varios campos de césped. Poco a poco empiezan a llegar chavales. 

Mientras se cambian: 

—¿Cómo va el Barça?

—1-1. 

—¡Ha marcado Ansu Fati! 

—Oh, sí, qué bueno que es. 

El entrenamiento empieza con centros a la olla. Me tienta pedir un disparo, un centro, pero no hacen ningún ademán de ofrecérmelo, así que me quedo en la línea de fondo, esperando a Alaji. Aparece pasadas las siete de la tarde, se sienta a mi lado, sobre la hierba mojada, y lo entrevisto mientras miramos con el rabillo del ojo el entrenamiento. 

Nacido en Senegal, Alaji llegó a España con su familia cuando tenía doce años. Fue mediocentro defensivo, un 4: militó en el Aljaraque en 1995 y luego, entre 1997 y 2000, en el filial del Real Club Recreativo de Huelva. En 2006, ya retirado, se fue de viaje a Senegal y propuso crear allí una academia de fútbol, porque quería que los niños aprendieran con método. 

—Todo el mundo persigue el balón, pero veo que no saben: lo que voy a hacer es enseñarles fútbol, la poca experiencia que tengo. Traje ropa deportiva y para ponerle nombre dije: voy a ponerle Recreativo Senegal. Como yo salí de la cantera, la academia se llama así. 

Creó otra más allí, la llamó Betis Senegal. Pero también había que hacer algo en Huelva. 

—A partir de 2012 empezaron a llegar chicos africanos. Empecé a llevar a chavales a clubes, porque vi que algunos de ellos no podían incorporarse rápidamente a los clubes y necesitaban ayuda. Los llevaba a hacer una prueba al San Roque, al Betis… 

Hacía eso con los que despuntaban. Pero había muchos más. De ahí nació la idea del equipo que ahora vemos entrenar. Un equipo de recién llegados. Todo recién llegado tiene las puertas abiertas. No hay un propósito de que sea una cantera de clubes andaluces profesionales. Cuando los chavales llegan sin papeles, sin conocer el idioma, aquí tienen un grupo de amigos para jugar, para hacer piña, para olvidarse de todo. 

El Recreativo Ladiane es un salvavidas. 

—La mayoría lleva poco tiempo aquí, menos de un año algunos, otros más. La mayoría no tienen papeles, el trabajo no es una cosa segura para ellos… Algunos los están arreglando. Hay jugadores de Senegal, Mali, Guinea… de todas las nacionalidades. 

Alaji fue en 2012 a la federación andaluza para participar en campeonato oficial, le dijeron que no, que debía tener una sociedad deportiva. Alaji lo consiguió: en 2014 tenía todo arreglado. Cada año, desde entonces, se propone que el equipo participe en competición oficial, pero nunca logra el dinero para pagarlo. Los chavales deben conformarse con los entrenamientos. Y, algunos, con probar en otros clubes. 

—El trabajo que estoy haciendo lo tendría que estar haciendo el Gobierno. Cuando los jóvenes vienen aquí con menos de veinte años, son el futuro de España. Seguro que se van a quedar aquí casi toda su vida. Facilitar su incorporación es bueno para España. Mañana ellos son los que van a trabajar en los invernaderos, los que van a trabajar en la fruta, y la fruta es la que va a Inglaterra, a Alemania, para traer millones de euros aquí, a Lepe.

Los jugadores siguen colgando balones al área y rematando de cabeza: el portero está siendo masacrado. 

—Si no fuera por los extranjeros, el campo no funcionaría.

Entrenamiento del Recreativo Ladiane en 2019.
Alaji Ladiane en enero de 2021. Pau Coll / Ruido Photo

El otro fútbol de Lepe: enero de 2021

Está lloviznando. Hemos quedado, un año y medio después, con Alaji para ir otra vez al campo de fútbol. Pero será un ejercicio de nostalgia, porque no hay entrenamiento debido a la pandemia. 

—Ahora también tenemos a muchos menores que han llegado de África y que están estudiando y haciendo formaciones, cursillos. Chavales de 16 o 17 años que están en centros para menores y al mismo tiempo con nosotros aquí entrenando. 

Pisamos el césped húmedo. Dice Alaji que pronto volverán los entrenamientos del equipo. Del Recreativo Ladiane. 

—El deporte no solo es llegar a ser jugador profesional. Físicamente te ayuda. Algunos de los jugadores hacían deporte en su país natal, y cuando llegan aquí les gusta seguir disfrutando del deporte. Con nosotros por lo menos tienen la oportunidad de empezar con su primer equipo. El deporte les ayuda a incorporarse, adaptarse y conocer España. 

Ha pasado año y medio y el equipo sigue sin apoyo económico. Ladiane dice que necesitan unos 9.000 euros para participar en Segunda Andaluza y cubrir los gastos de toda la temporada. Los trámites burocráticos ya los hizo. Solo falta el dinero. Alguien que crea en el Recreativo Ladiane. 

—Esperamos que el año que viene llegue un patrocinio que nos permita participar en la Liga. 

Es viernes por la mañana y los jugadores mayores de edad del Recreativo Ladiane —los que tienen más “suerte”— están trabajando en un campo que no es de fútbol.

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