El casco de bombero profesional de Ronaldo no se movió de la pared de casa de su madre durante los casi dos años que estuvo fuera, primero en Ecuador y después en Colombia.
Ronaldo ya está de vuelta.
Tiene 30 años y hace dos abandonó el cuerpo de bomberos de Caracas porque “el sueldo no daba”. El casco rojo de su uniforme de gala se quedó colgado junto a otras reliquias de una década de vocación laboral que solo una madre puede guardar en su casa: medallas oxidadas de memoria, condecoraciones, recortes del periódico local alabando rescates imposibles o aquella chaqueta azul de uso diario ahora llena de polvo.
“Rescate”, se lee en el bordado en rojo junto al bolsillo de la solapa. Una palabra irónica.
Ronaldo se dio cuenta de que no podía seguir salvando vidas y garantizar la suya al mismo tiempo cuando un paquete de detergente comenzó a costar más de lo que ganaba trabajando un mes entre llamas y hollín.
“Por el tipo de trabajo que hacía, me veía obligado a meterme en ríos de aguas sucias, incendios o situaciones que nos llevaban al límite. El uniforme se contaminaba y tenía que lavarlo y desinfectarlo bien, pero no podía comprar ni siquiera un buen detergente porque no me alcanzaba el salario”, explica desde su casa de los Valles del Tuy, una localidad a unos cuarenta minutos de Caracas que sirve de vertedero para la ciudad. Por aquel entonces, cuando Ronaldo todavía era bombero, el kilo del detergente que compraba habitualmente costaba unos 6 dólares y su sueldo no pasaba de los 3 dólares mensuales, según el cambio oficial.
Así que lo dejó todo. Abandonó al cuerpo, a sus compañeros y a su preparación como rescatista en situaciones de máximo riesgo. Lloró mientras lo hacía, y vuelve a llorar ahora recordándolo después de varios periplos. “Me quedé con el alma rota”.
Ronaldo, un metro y setenta centímetros de altura, cuerpo fibroso, ojos negros, todo desparpajo, tomó la decisión de irse “en busca de una vida mejor”, y lo hizo —por primera vez— en noviembre de 2017. Se fue a Ecuador y aguantó casi un año. “Pero el diciembre me pegó fuerte y extrañaba demasiado a la familia, así que volví”. Era Navidad de 2018. Época de nostalgia pura, más en un país donde la costumbre es que el fin de año sea el acontecimiento de la familia.
Volvió a casa y duró ocho meses más malviviendo. Hasta que rehizo las maletas.
En mayo de 2019 partió en autobús junto a su mujer Irene y su hija Samantha, de cinco años. Llegaron a la localidad de Montería, la capital del departamento de Córdoba, en el norte de Colombia, donde tenían una cuñada que los recibió y apoyó en los primeros momentos.
Al cabo de una semana Ronaldo ya estaba trabajando. No tenía papeles y todos sus empleos, como los de la mayoría de venezolanos que migran a otros países suramericanos, eran en negro. A menudo les pagan menos, les tratan mal y sufren xenofobia.
Lo primero que hizo Ronaldo fue arrastrar un carrito vendiendo embutidos por las calles sin asfaltar de Montería. No duró mucho: se fue a un autolavado donde todos los empleados eran venezolanos como él. Allí, el dueño les pagaba por día según los vehículos que lavasen, un 40% del precio total por cada uno. Pero Ronaldo se dio cuenta de que el jefe les engañaba con las cifras, les decía que los clientes pagaban menos porque “regateaban” y con eso se quedaba con parte de su sueldo, así que cuatro meses después se fue.
Vendió un Chevrolet Malibú que tenía parado en Caracas y que había sido de su padre. Le costó horrores desprenderse de él por su valor sentimental, pero le dieron 800 dólares que fueron su sustento y colchón durante las peores semanas. Su mujer no trabajaba en Montería porque se quedaba en casa cuidando de la niña, y en Caracas ese carro no lo podía mantener porque comprar un simple aceite o cualquier repuesto para ponerlo a punto era sencillamente imposible.
Con el dinero que sacó por el coche invirtió, entre otras cosas, en una bicicleta y en un carrito y comenzó a vender café y aguas aromáticas por su cuenta.
“Había mucha competencia, muchos tinteros [como se llama en Colombia a los vendedores ambulantes de café], pero como yo tenía la bicicleta conseguía llegar a zonas donde no llegaban los otros y así más o menos me iba sacando mis pesitos diarios”, dice Ronaldo.
El gran éxodo
Más de cinco millones de venezolanos han huido de la crisis económica y humanitaria de su país en los últimos años. Es uno de los grandes éxodos de la última década —no solo en América Latina, sino en el mundo entero. Desde que Nicolás Maduro tomó el poder tras el fallecimiento del carismático y polémico Hugo Chávez, el estado de la economía, muy dependiente del petróleo, no ha hecho más que agravarse,
Según un informe del Programa Mundial de Alimentos presentado en febrero de este año, un tercio de la población venezolana padece inseguridad alimentaria y necesita ayuda urgente: son 2,3 millones de personas que sufren “carencias extremas en el consumo de alimentos”.
La hiperinflación que azota al país caribeño desde hace varios años es considerada la peor de la historia americana: según datos oficiales del propio Banco Central de Venezuela, el 2019 cerró con una inflación del 9.585,5%.
¿Y qué impacto tiene ahora la pandemia? El Fondo Monetario Internacional (FMI) prevé —aunque en estas semanas hay tantos pronósticos diferentes— que la economía registrará a final de año una caída del 15% de su Producto Interno Bruto (PIB) y un alza de los precios del 15.000%.
El precio de los alimentos es lo que impulsó a Ronaldo y a cientos de miles como él a marcharse. Un salario mensual mínimo legal en Venezuela no alcanzaba durante los peores años de la crisis, ni alcanza ahora tampoco, para comprar más allá de dos paquetes de arroz y dos kilos de Harina Pan, la famosa marca de harina de maíz precocido para hacer las tradicionales arepas venezolanas, indispensables en la dieta de cualquier familia.
Un 59% de los hogares no cuenta con ingresos suficientes para adquirir comida y un 33% dice estar dispuesto a aceptar alimentos como pago por su trabajo, una situación que se ha agravado con la pandemia y la cuarentena obligatoria en un país donde más del 60% de la población vive del día a día, de la economía informal, del rebusque o de “matar tigres”, como le dicen en el argot venezolano a tener varios empleos —generalmente informales— para sumar dólares o bolívares (la moneda nacional, completamente devaluada) a final de mes.
Venezuela es uno de los países de América Latina con menos casos registrados de coronavirus (1.662). Tan solo 17 personas han muerto a causa de la covid-19, según asegura el Gobierno, que presume de ser uno de los países menos afectados del continente por haber aplicado desde el principio un método de prevención exhaustivo basado en la doctrina china: control casa por casa en las comunidades, uso de mascarilla obligatoria y test de diagnóstico para todos. Venezuela y China establecieron un convenio de colaboración desde el principio de la crisis, y Pekín ha enviado en puente aéreo semanal numerosos insumos médicos (material de protección para los sanitarios, ventiladores, exámenes…) para frenar la pandemia en el país caribeño. Incluso un equipo médico chino aterrizó en Caracas y permaneció en Venezuela dos semanas instruyendo al personal local sobre cómo combatir el virus.
Llega el virus
El 18 de agosto de 2019, Johemir, sobrino de Ronaldo, llegó a Montería con su esposa, Raquel. Los dos tienen 20 años y son barberos. Se fueron de Venezuela por lo mismo que todos.
“Quiero dejar claro algo”, dice Ronaldo sentado en el salón de su casa mientras le da un trago al zumo congelado de mango que le acaba de pasar su mamá. Es mediodía de un domingo de finales de mayo y el calor es insoportable. “Cuando decides marcharte, te vas no porque quieras irte, no. No te vas de turismo. Te vas con el alma y el corazón roto porque dejas a tu familia, a tu país y a tu casa. Dejas todo tirado y te vas con una sensación muy amarga, pero lo haces para buscar opciones porque en Venezuela no se aguanta más. Tienes que adaptarte allá y soportar la presión de otras personas que se aprovechan de tus circunstancias para pagarte menos o para explotarte. Y aun así hay que seguir teniendo fuerza para cuando tu mamá te preguntaba si todo estaba bien y había que decirle que sí, aunque fuese mentira”.
Ronaldo tampoco lloraba ni se quejaba delante de su esposa. “Si les mostraba debilidad, ¿qué seguridad les iba a dar? Yo era el pilar de la familia, el que salía a trabajar”.
Con la llegada de su sobrino, la familia y las posibilidades —también los gastos— crecieron y, después de otras cuantas vueltas laborales, los dos comenzaron a trabajar en un restaurante de comida rápida que funcionaba muy bien. Se llamaba La Fama Dog y el dueño prometió pagarles 30.000 pesos diarios (unos ocho dólares), vendiesen lo que vendiesen. Era una buena oferta y estaban contentos. El negocio iba bien.
Hasta que llegó el virus. “Habíamos comenzado a escuchar de los primeros casos en Bogotá, pero como nosotros estábamos lejos no le hacíamos mucho caso, aunque yo un día pensé que, si esto venía de China y ya estaba aquí, pues que igual había que empezar a tomárselo en serio, ¿no?”, dice Ronaldo recordando con risa el principio del fin de su proyecto migratorio.
Llegaron los primeros casos a Montería y se decretó el toque de queda. Prohibido salir por la noche. Su negocio era eminentemente nocturno. Bajaron las ventas. El dueño del restaurante trató de cambiar los turnos y comenzó a vender almuerzos, pero su clientela no estaba acostumbrada a que allí se vendiese comida al mediodía, así que para cuando el Gobierno de Colombia decretó cuarentena estricta, el negocio cerró sus puertas definitivamente.
Previendo lo que podía pasar, su mujer y su hija se habían marchado ya en un autobús de vuelta a Caracas unas semanas antes. Al menos ellas ya estaban a salvo, aunque después de comprar esos billetes se había quedado, literalmente, sin un peso. Tocaba empezar a ahorrar de nuevo. En Colombia se quedaron él, su sobrino Johemir y su esposa Raquel, que no consiguió trabajo durante el tiempo que permaneció en Montería, salvo algún que otro corte de pelo esporádico.
Una noche se juntaron y decidieron que no podían seguir así: sin trabajo, sin dinero y sin perspectivas. Pidieron ayuda a la alcaldía y a las autoridades colombianas para que les facilitaran un transporte (que pagarían ellos, pero necesitaban el vehículo) hasta la frontera. No hubo respuesta. Así que Ronaldo decidió que volverían a Venezuela en bicicleta. Y así fue. En el grupo eran cinco: Ronaldo, Johemir, Raquel y otros dos compañeros venezolanos que habían conocido en el trabajo.
Huir a casa
Salieron el 10 de abril de Montería a las cuatro de la mañana. Raquel no sabía montar en bicicleta y, aunque su esposo intentó enseñarle los días previos a la salida, no hubo manera. Así que engancharon un carrito de vender fritos a una de las bicicletas, con la idea de que Raquel fuese allí montada durante todo el trayecto junto a las pertenencias del grupo. Esa bicicleta, que era la más pesada por motivos obvios, se la irían turnando entre los otros cuatro.
Google Maps decía que había 800 kilómetros desde Montería hasta Cúcuta, su ciudad de destino, en la frontera entre Colombia y Venezuela. “Eso era lo que decía Google”, se queja Raquel. “La realidad es que era mucho más, porque era todo montaña y caminos empinados y curvas. Fue horrible. Tardamos doce días en llegar”.
El primer percance lo tuvieron a los 40 minutos de comenzar a pedalear aquella primera madrugada. Una de las ruedas del carrito se torció. El andamiaje rústico que habían colocado no daba para mucho, así que tuvieron que parar y arreglarlo como pudieron. Para ese momento, ya se habían dado cuenta de que la estructura no podría llevar a Raquel y a sus pertenencias. Demasiado peso. Raquel pasó a colocarse en la barra principal de la bicicleta de su marido. Así aguantó, casi en volandas, con las piernas al aire y con calambres los doce días de camino.
“¿Que qué fue lo peor para mí?”, dice Raquel. “Creo que cuando vi un cartel donde por fin ponía Cúcuta y decía que quedaban doscientos y pico kilómetros, pero cuando levanté la cabeza para mirar hacia arriba solo vi una montaña enorme y empinada y pensé que no íbamos a llegar nunca. Ya estaba muy cansada. Además, durante el viaje me vino el periodo y lo pasé muy mal. Me daba vergüenza porque era la única mujer y me daba pena pedir que parásemos por mi culpa porque necesitaba ir al baño para limpiarme. Tampoco me pude bañar durante esos días y me sentía muy sucia”.
Se bañaron tres veces durante todo el trayecto.
La primera noche pararon en un pueblo pequeño y durmieron frente a una panadería, en un suelo de cerámica blanco. Cenaron arroz con coco y sopa de queso, y se quedaron dormidos enseguida, exhaustos. Dormían siempre en la carretera o en la calle. Donde les agarraba la noche. Hacían guardias durante la madrugada para que no les robasen las bicicletas. Cada vez que llegaban a un pueblo, eran objeto de comentarios de los vecinos y la policía de turno no tardaba en llegar para advertirles de que se tenían que ir. Los miraban como si ellos fueran el virus.
Entre los cinco, para todo el camino, apenas contaban con 150 dólares. Su dieta durante los días de viaje consistió en comer pan en todas sus variedades: pan blanco, pan dulce, pan de guayaba, pan de queso; y mangos que recogían de los árboles de la carretera. Un día, una señora les regaló una bolsa de carne y la cocinaron con el caldero que acarreaban.
“Bebíamos agua hirviendo porque hacía tanto calor en el asfalto que se calentaba en seguida. Fue muy duro físicamente”, dice Ronaldo, acostumbrado a poner al límite su cuerpo por su experiencia como bombero.
Las ruedas del carrito y de las bicicletas se estropearon, se pincharon o se rompieron hasta cuatro o cinco veces, y todas esas veces tuvieron que improvisar por el camino para buscar cómo arreglarlas. Al final decidieron deshacerse del maletero y de un montón de cosas más que no tenía sentido seguir cargando. Se desprendieron de casi todo.
Lo peor para el grupo fue “la noche de la tormenta”, solo un par de días antes de llegar a Cúcuta. “Llegamos a una zona que era como un bosque y en el silencio de la noche vimos un mar de luciérnagas alumbrando por todas partes”, relata Ronaldo. “Comenzó primero una brisa, después un relampagueo que se hizo cada vez más fuerte y yo dije: ‘Muchachos, se viene la lluvia’”.
No les dio tiempo a nada. Tuvieron que hacer un sobreesfuerzo humano para lanzarse al suelo, encima de sus bolsos. Los árboles volaban, las ramas y los techos de uralita de las casas cercanas les pasaban rozando la cabeza. Se fue la luz, estaban desorientados y muertos de miedo.
Ronaldo, que es muy religioso —aunque, según él, no tiene ninguna confesión en particular—, dice que después de esa experiencia todavía cree más en Dios, porque se puso de rodillas y comenzó a clamar al cielo con todas sus fuerzas pidiendo que la tormenta cesara.
“Y créeme si te digo que no pasaron tres minutos y de repente paró”.
En la frontera
Cúcuta es una ciudad típica de frontera: inhóspita, tensa, “malandra” y llena de grupos armados, incluidas las fuerzas de seguridad de ambos países. El grupo pidió ayuda a unos “trocheros” —los que ayudan a transitar pasos— para que les ayudaran a cruzar a Venezuela a través caminos verdes alternativos al paso legal.
Ante el cierre de la frontera por la pandemia, los trocheros no dan abasto debido a la cantidad de venezolanos que están regresando al país. El paso legal por el puente Simón Bolívar no está abierto para ellos y la policía colombiana se ha desentendido al respecto. Ese trayecto, apenas 40 minutos de incertidumbre, se hace eterno por las dificultades orográficas y por el terror de sentirse un fugitivo huyendo a la patria propia.
Pagar por volver a casa.
Por el río y las montañas transitan venezolanos cargados con una mochila de frustraciones: una historia de fracaso, la de su migración, y otra de humillación, la del regreso al hogar. Un éxodo mal gestionado en medio de una pandemia.
Según cifras oficiales, más de 50.000 venezolanos han vuelto al país desde el comienzo de la pandemia; pero es difícil saber cuál es la cifra real, dado que a menudo cruzan de forma irregular y no hacen la cuarentena obligatoria que el Gobierno ha decretado como medida de prevención sanitaria.
Según las autoridades colombianas, el número de venezolanos en el país vecino se ha reducido por primera vez en cinco años, aunque este descenso representa apenas el 0,9% del total. En febrero de este año había 1.825.687 venezolanos emigrados en Colombia; y en marzo la cifra había descendido a 1.809.872. Hasta el pasado 26 de mayo, habían retornado 66.492 solo desde Colombia, según este organismo. Este es un nuevo motivo de disputa entre ambos gobiernos, tradicionales enemigos acérrimos. Maduro ha acusado al presidente colombiano, Iván Duque, de tener un plan para “traer a venezolanos infectados” de vuelta a su país con la intención de “contaminar Venezuela”.
Ronaldo y el grupo no tenían más dinero cuando llegaron a Cúcuta, así que pagaron a sus trocheros con sus bicicletas. Las dejaron allí cuando llegaron al otro lado, a San Antonio del Táchira, el primer pueblo venezolano tras cruzar la frontera, y sintieron que les arrancaban un pedacito de algo. “Qué nostalgia, vale”.
Enseguida se encontraron con unos militares venezolanos que les preguntaron cómo habían llegado hasta allí. Mintieron y dijeron que habían pasado por el puente. Los militares hicieron caso omiso ante el embuste evidente y les dijeron que tenían que ir a la terminal de autobuses de San Antonio, donde estaban reuniendo a los migrantes como ellos hasta que les dieran instrucciones de lo que tenían que hacer.
“Llegamos a la terminal y aquello estaba lleno de gente. Había miles de personas. Parecía una cárcel y nos sentimos como los presos cuando les sueltan en el patio de la cárcel el primer día y no saben qué hacer”, explica Ronaldo, que dice que la escena le recordó a la serie Prison Break, una de sus favoritas. “Todo el mundo estaba tirado por el suelo con sus cosas e incluso con su ropa interior colgando en cuerdas improvisadas. Todo estaba muy desorganizado”.
“No nos dieron más información”, continúa. “Solo nos dijeron que teníamos que esperar, aunque allí nos hicieron la primera prueba rápida de coronavirus y salimos negativo. También nos metieron en un túnel de agua con cloro para descontaminarnos”.
El grupo pasó una noche en la terminal y al día siguiente los derivaron a un “refugio” habilitado por el Gobierno para que pasaran su cuarentena preventiva. Tuvieron suerte. Recuerdan espantados cómo en esas horas de espera la gente se agolpaba descontrolada cuando las Fuerzas Armadas venezolanas gritaban que la comida estaba lista; y cómo pillaron a un grupo tratando de robar unos bolsos y los militares les colgaron un cartel en la espalda —que decía: “No debo robar en la terminal”— y los pusieron a dar vueltas para que todo el mundo supiera lo que habían hecho.
Los colores de las casas
En el refugio pasaron cuatro días aislados. Aseguran que todo estaba mucho más organizado y que los trataron bien. “Nos daban las tres comidas y había baños y cuartos limpios”. Al quinto día por la mañana les hicieron otra prueba de diagnóstico, volvieron a dar negativo y los subieron a un autobús rumbo a Caracas. Tardaron más de 24 horas en llegar y, una vez en la capital, hicieron otra cuarentena en un refugio y otra más, de 14 días, en su casa, también obligatoria y supervisada en esta ocasión por sus propios vecinos, que les prohibían moverse más allá del límite de su propia frontera familiar.
El alcalde de los Valles del Tuy se ha puesto en contacto con Ronaldo para ofrecerle ingresar en el cuerpo de bomberos del municipio, pero el salario sigue siendo insuficiente para vivir, así que su plan ahora es montar un horno en casa y comenzar a hacer pan con su hermana. El pan que les alimentó durante su aventura en bicicleta de vuelta a Venezuela aparece ahora como una opción de futuro viable.
Su sobrino Johemir y su esposa Raquel tienen planes de montar una barbería, también en casa y con precios populares, con el dinero que fueron mandando desde Montería.
“Aun con la nevera vacía sigue siendo un paraíso estar en casa. Prefiero pasar hambre, pero en casa”, dice Ronaldo, que ya ha dado buena cuenta en su salón de varios vasos de zumo de mango congelado.
“¿Sabes cuándo note que Venezuela está mal? Cuando crucé la frontera y vi los colores de las casas. Están pálidas. El país está pálido y las casas llevan años y años sin una mano de pintura. ¿Os acordáis cuando el venezolano pintaba su casa cada fin de año? Ahora ya no se puede. Se evidencia el declive. En Colombia todas las casas eran de colores vivos, cuidadas, bonitas, pero aquí no”.
Ronaldo, Johemir y Raquel pasan el resto de la tarde mirando fotografías de su viaje en bicicleta en las pantallas de sus teléfonos móviles sin internet y bebiendo zumo de mango congelado.
Los mangos son de la mata de la calle de enfrente.