Egipto es un país perfecto para explicar la resaca de la Primavera Árabe. En ningún lugar es más profunda y simbólica la brecha entre las esperanzas suscitadas por el levantamiento popular y la involución que representa el actual régimen militar. Cinco años después, el mariscal Al Sisi dirige el régimen más represivo de la historia contemporánea de Egipto.
Masr daula, mish muaskar! (“¡Egipto es un país, no una caserna!”), coreaban en la plaza Tahrir un grupo de ingeniosos muchachos tan solo unos meses después de la dimisión del exdictador Hosni Mubarak. Entonces, bajo el gobierno de la Junta Militar que, presuntamente, pilotaba la transición a la democracia, ya se intuía que las verdaderas intenciones de los uniformados eran otras. Hoy, nada queda de aquella plaza tumultuosa y colorida, convertida en escenario de todo tipo de protestas y debates. El pasado 25 de enero, quinto aniversario de la Revolución, en Tahrir reinó el orden y el silencio. Presidida ahora por un mástil y una enorme bandera egipcia, tanques y militares con metralletas gobernaban sus puntos de acceso. Igual que una caserna.
La historia del Egipto posrevolucionario consiste en una sucesión de pulsos entre sus tres principales actores —jóvenes revolucionarios, Hermanos Musulmanes y Ejército—, con la lucha por el poder como hilo conductor. En este texto, recorremos los últimos años a través de tres egipcios de cada uno de estos bandos: un informático, un islamista y un general retirado.
¿Quién ha ganado? Es cierto que durante un tiempo la democracia impuso sus normas, pero su ética no caló. Ni entre las élites, ni entre la ciudadanía. Al final, en la batalla del todos contra todos se impuso la lógica del más fuerte. No en vano, desde la Revolución de los oficiales libres, en 1952, son los generales quienes cortan el bacalao en el valle del Nilo.
La utopía revolucionaria de Tahrir
Al informático Bassem Tamrin, como a miles de personas, los dieciocho días que transcurrieron entre el inicio del levantamiento popular y la caída de Mubarak le cambiaron la vida. Antes, la política era una afición. Luego se convirtió en una pasión, casi una adicción. Cada tarde, tras el trabajo, se dirigía a los cafés del céntrico barrio de la Bolsa, santuario de los activistas durante la Revolución donde reposar entre batalla y batalla. Allí, fumando un cigarrillo tras otro, se pasaba horas discutiendo de política junto a otros centenares de jóvenes. “No nos vamos a conformar con cambios cosméticos, como quiere la Junta Militar. Queremos cambiar Egipto de arriba abajo”, proclamaba con determinación.
Fueron un grupo de jóvenes valientes como Bassem, creador de Abna Masr (“Hijos de Egipto”), una de las páginas de Facebook que llamaron a las movilizaciones, quienes encendieron la mecha revolucionaria. Aunque, en aquel momento, ni tan siquiera ellos mismos fueran conscientes de ello. “Al principio, no creíamos que fuera posible replicar lo conseguido por los tunecinos. Fue una sorpresa que tanta gente nos siguiera. Eso elevó nuestra ambición”, recuerda con nostalgia.
Bajo la dictadura de Mubarak, no había espacio para una oposición organizada, y menos de signo laico. Así que, cuando el tirano claudicó, aquellos jóvenes idealistas, cuyo núcleo inicial era de clase media pero que luego incorporó gente de todos los estratos sociales, se dieron cuenta de que no contaban con una hoja de ruta. Durante la Revolución, la plaza Tahrir fue la instantánea de una bella utopía autogestionaria. En el país de los tabúes y de las paredes con orejas, de todo se podía discutir. Los recelos sectarios y los resentimientos de clase fueron sustituidos por sentimiento de hermandad cristalizado en un lema común: “Pan, libertad y justicia social”. Durante la transición, más que una fuerza política, Tahrir se convirtió en una especie de magma, un espacio político en fluidez constante y sin un contorno claro.
En diciembre del 2011, se celebraron las primeras elecciones libres en seis décadas. Fueron legislativas. Los shabab al-zaura (“chicos de la revolución”), entonces aún populares entre los egipcios, no se presentaron a los comicios con un partido político. “Esta es una revolución sin líderes que no está interesada en las sillas ni en el poder. Nuestro trabajo está en la calle. Desde allí guiamos la Revolución”, argumentaba Tamrin cuando aún lucía una cola de caballo. Para aquellos jóvenes idealistas, la política era una actividad sucia que solo podía contaminar la pureza revolucionaria. Aunque tuvieron muchas dudas, los Hermanos Musulmanes, el histórico movimiento islamista fundado en 1928, finalmente se presentaron y aprovecharon la ausencia de rivales de peso para alzarse con una clara victoria en las urnas.
La plaza Tahrir fue escenario de la colaboración entre los activistas laicos y la Hermandad durante la Revolución, y también lo fue de su divorcio. A finales de noviembre de 2011, los revolucionarios lanzaron una ola de protestas contra la Junta Militar, que había roto su promesa de entregar el poder en medio año. Las fuerzas de seguridad respondieron con brutalidad: gases lacrimógenos caducados, balas y balines que los francotiradores apuntaban a los ojos de los activistas. Resultado: más de cuarenta fallecidos en cinco días de descarnado combate.
En lugar del enfrentamiento, los Hermanos Musulmanes apostaron por el pacto con el presidente en funciones, el mariscal Hussein Tantawi. Ni tan siquiera condenaron la violencia policial, lo cual fue percibido como una alta traición por Tahrir. Por eso, cuando los uniformados asestaron un golpe de Estado en verano de 2013, los revolucionarios no derramaron ni una sola lágrima por el expresidente islamista Mohamed Morsi. Algunos, los menos, anticiparon con preocupación una nueva tiranía militar. Otros, como Esra Abdelfatá, conocida como “la chica de Facebook”, se subieron a la ola anti-islamista. Tamrin, de cultura cristiana y siempre hostil al islamismo, fue de los que se quedaron al margen: “Tanto los islamistas como los militares son nuestros enemigos. Dejemos que se devoren entre ellos. En todo caso, una teocracia es la peor de las dictaduras”
A Tamrin le llevó meses reconocer que Egipto se había convertido en una autocracia atroz. Algunos de los símbolos de la revolución, como Ahmed Maher, uno de los fundadores del célebre grupo de protesta Movimiento 6 de Abril, o Alá Abdelfatá, un bloguero muy activo en la campaña contra los juicios militares a civiles, fueron condenados a largas penas de cárcel por el solo hecho de manifestarse. Divididos y desmoralizados, perdida su capacidad de arrastre en una sociedad hastiada de la inestabilidad posrevolucionaria, los shabab al-zaura desaparecieron de la escena política egipcia. Sin empleo ni esperanza en un futuro mejor, Tamrin dedica hoy sus energías a luchar contra un enemigo más tenaz: la depresión.
La ambición islamista
Durante la primavera de 2012, Mohamed Khanafy dejó de lado sus estudios de traducción y se entregó en cuerpo y alma a la campaña electoral de las elecciones presidenciales. El joven, residente en un barrio popular de El Cairo, era una pieza importante en el poderoso engranaje electoral de los Hermanos Musulmanes. Miles de voluntarios organizaron centenares de mítines a lo largo y ancho de todo el país. Y el día de los comicios, su candidato, Mohamed Morsi, fue el único con un apoderado en cada mesa, lo que les permitió computar los resultados pueblo a pueblo y proclamar su triunfo días antes del anuncio oficial. Ninguno de sus adversarios contaba con una organización tan potente y unos militantes tan comprometidos. De hecho, algunos de los otros apoderados reconocía sin ambages que lo hacía por dinero y que ni tan siquiera había votado al candidato que representaba.
En esta engrasada maquinaria basó la Hermandad su ascenso al poder. Entre la primavera de 2011 y el verano de 2013, los egipcios fueron citados a las urnas en seis ocasiones —dos referéndums y cuatro elecciones— y, en todas ellas, la cofradía islamista se alzó con la victoria. En la contienda más decisiva, las presidenciales, Morsi, un político gris del aparato, derrotó a Ahmed Shafiq, considerado el representante del antiguo régimen. Los revolucionarios, para variar, se presentaron divididos y ninguno de sus candidatos se coló en la segunda vuelta. En la primera, entre todos ellos, sumaron más de un 40% de los sufragios, frente al 25% de Morsi o el 23% de Shafiq.
Por fin, después de ochenta años marcados por el ostracismo y la represión estatal, la Hermandad saborearía las mieles del poder. “Nosotros creemos en la democracia. La idea de que somos radicales es falsa. Ya lo veréis”, aseguraba Khanafi, miembro de una familia enraizada en la cofradía desde hacía décadas. Él mismo, universitario políglota, siempre bien afeitado e interesado en conocer otras culturas, contrastaba con el estereotipo del barbudo fanático asociado al islamismo.
Aparte de una Constitución que incluía numerosos guiños al electorado islamista, el año escaso de gobierno de Morsi no se caracterizó por la imposición de la islamización de Estado a la sociedad egipcia. Ni el hiyab pasó a ser obligatorio, ni se prohibió el alcohol. Los pecados de la Hermandad fueron de otro tipo. Quizá el principal fue abandonar el gradualismo y la actitud cautelosa que habían guiado su política durante las últimas décadas. Embriagados por sus éxitos electorales, no supieron leer correctamente el complejo panorama político egipcio. Les pudo una ambición desmesurada por el poder.
Ganaron todas las contiendas electorales, pero sus apoyos fueron menguando paulatinamente. En la segunda vuelta de las presidenciales, Morsi venció por el canto de un duro, con un 51%. Y en el referéndum constitucional de principios de 2013, tan solo pudieron arrastrar a un 33% de la ciudadanía. Los islamistas no eran una mayoría hegemónica en la sociedad egipcia, sino más bien una minoría hipermovilizada. En el contexto de una región ya convulsa, esta realidad sugería la necesidad de buscar complicidades y tejer alianzas más allá de sus filas.
Sin embargo, los líderes de la cofradía no estaban preparados para este tipo de empresa. Formados en la clandestinidad, entendían la política como una actividad opaca e introvertida, siempre volcada dentro de los confines de la organización. Menospreciaron a los jóvenes revolucionarios y a los partidos laicos, considerándolos parte de una reducida élite urbana, e intentaron dividir al llamado “Estado profundo”, los poderes fácticos que habían sostenido a la dictadura. Su estrategia se basaba en apropiarse del Ejército y el Ministerio del Interior, y en desmantelar las estructuras dirigentes de la judicatura, los medios de comunicación y la élite empresarial vinculada a la era Mubarak.
Pero su política de divide et impera fracasó. Y cuando se desató la furia del Estado en forma de arrestos masivos y algunas masacres, los Hermanos Musulmanes se encontraron solos y aturdidos. “A la gente le han lavado el cerebro. Los mismos que antes se beneficiaban de nuestras actividades benéficas, ahora atacan nuestras manifestaciones y nos llaman terroristas. Es increíble”, se lamentaba Khanafy. La última vez que lo entrevisté, quedamos en la mezquita Amr Ibn al-Ass, la más antigua de la capital y el único lugar que consideraba a salvo de las redadas. Pese a ello, se pasó la conversación mirando de reojo a su alrededor. Por aquel entonces, ya dormía cada noche en una casa diferente, nunca en la suya. Se había cambiado incluso el nombre, pero no había abandonado su abnegada entrega a la causa de la Hermandad. “Alá pone a prueba a los mejores de sus fieles para comprobar la fortaleza de su fe. Pero al final, Él acaba imponiendo la justicia sobre la opresión. Esta idea es central en nuestras creencias”.
La hegemonía militar
Mahmud Jalaf es un influyente general retirado. Oficial de la guerra de Yemen, conocida como el “Vietnam” del rais Gamal Abdel Náser, ejerció de asesor de la campaña presidencial de Abdelfatá al Sisi, el ministro de Defensa que ejecutó el golpe de Estado contra Morsi y que ahora preside el país árabe. El apartamento de Jalaf, decorado de forma barroca, se encuentra en un complejo de viviendas militares del barrio Medina Náser. Una de las muchas posesiones del Ejército egipcio, un auténtico imperio económico que incluye fábricas, hoteles y hasta clubes deportivos, dirigido por sus miembros más veteranos. De ahí que la revista Foreign Policy describiera Egipto como “la República de los generales retirados”. Algunas estimaciones sitúan el valor de sus activos en el 30% del PIB.
Esta posición privilegiada es la que puso en peligro a los Hermanos Musulmanes, que no se conformaron con ostentar una presidencia simbólica. Su anhelo era sustituir a la élite gobernante del país en todas las instituciones. Más que un movimiento religioso fundamentalista, demostraron ser un voraz partido político. Y ese fue uno de los motivos de la asonada militar.
Pero el interés económico y las presiones de las otras instituciones del “Estado profundo” no son las únicas explicaciones de la actuación de los generales egipcios. Hay que tener muy presente la imagen de sí misma y de su misión histórica que tiene la institución militar. “El Ejército fue el creador del Egipto moderno, y es el motor de su desarrollo. Solo él defiende los intereses nacionales, mientras los partidos políticos persiguen intereses particulares”, comenta Jalaf, un anciano hombre alto y delgado, de porte elegante. “De momento, los Hermanos Musulmanes deben vivir excluidos de la sociedad, en guetos. Se podrán reintegrar cuando estudien, se modernicen… Cuando sean como nosotros”, remacha.
Desde la Revolución de 1952, las Fuerzas Armadas ocupan un lugar central en la identidad nacional egipcia. Gracias a alguna gesta y a varias décadas de una ingente dosis de propaganda patriótica, el Ejército egipcio, el más poderoso del mundo árabe, es uno de los pocos motivos de orgullo de Egipto, país de glorioso pasado y precario presente. Por esta razón, cuando Al Sisi tocó a rebato, millones de personas salieron a la calle exigiendo la dimisión de Morsi, y luego aplaudieron que lo destronara. La narrativa de la Hermandad no fue rival para la de los militares, apoyada por los medios de comunicación públicos y privados, y profundamente enraizada en la sociedad.
Aunque muchos egipcios no lo percibieran en su momento, el golpe de Estado estaba marcado por el sello de la contrarrevolución. Con gran rapidez, se fue reconstituyendo el Estado policial de Mubarak, aletargado durante un par de años, nunca desmantelado. Ya sea por falta de imaginación o inercia, el Egipto de Al Sisi resulta familiar: elecciones sin verdadera competición, hostigamiento de cualquier disidencia y la lucha contra el terrorismo islamista convertida en el principal elemento legitimador del régimen. Sin embargo, la magnitud de la represión es mucho mayor, pues buena parte de la sociedad egipcia rompió el muro del miedo y de la apatía política en 2011 y ahora se requiere una violencia de mayor escala para someterla. Según Gamal Eid, responsable de la Red de Información Árabe sobre los Derechos Humanos, por las cárceles egipcias han pasado 60.000 prisioneros políticos.
Curiosamente, el principal argumento de Al Sisi para justificar el golpe de Estado fue que el país se encaminaba a una guerra civil. ¿Qué dicen los datos? Durante los últimos seis meses de gobierno islamista, murieron una decena de personas a causa de la violencia política, mientras que en el primer año del nuevo régimen militar han perdido la vida más de dos mil, la mayoría simpatizantes islamistas. Además, la insurgencia yihadista, con la firma de Estado Islámico, lleva a cabo atentados a diario, y ya han fallecido centenares de miembros de las fuerzas de seguridad, sobre todo en la rebelde península del Sinaí.
Hipotecado por los créditos del Golfo, el régimen parece fiar su supervivencia a la vigilancia de la disidencia en internet, al culto a la personalidad de Al Sisi y a un programa de desarrollo económico basado en obras faraónicas, como la construcción de la ramificación del Canal de Suez o de una nueva capital administrativa en mitad del desierto. Por el momento, no parece que su política económica pueda generar y redistribuir una prosperidad suficiente para absorber la explosión demográfica que experimenta Egipto.
A la vista de los vaivenes inesperados que ha experimentado el gigante árabe durante estos últimos cinco años, cualquier pronóstico sobre su futuro se antoja temerario. Lo que parece claro es que con una sociedad civil diezmada, una filial de Estado Islámico envalentonada y unas fuerzas de seguridad cada vez más violentas, a la convulsión presente no le espera un final cercano.