Es una casa como las demás en un barrio de clase media del este de Teherán, con un muro que evita que la gente fisgonee desde la calle. En una sociedad obsesionada por esconder el mundo íntimo y guardar las apariencias, estos muros se han convertido en el símbolo de las múltiples máscaras que los iraníes aprenden a ponerse desde su infancia. Podría argumentarse que es un acto de supervivencia, pero tiene grandes consecuencias. Sobre todo a la hora de construir una relación sentimental, algo tan deseado como esquivo para los iraníes, especialmente los jóvenes.
Lo sabe bien Mahsa, de 29 años, que esta mañana cruza el jardín delantero de esta casa y se quita los zapatos antes de entrar por la pequeña puerta que la arrojará a un universo impensable desde fuera: decenas de mujeres que corretean llevando en la mano formularios con fotos…
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