Dicen de Daniel Ortega que es un gobernante ausente. Que está enfermo. Que pasa semanas fuera del país, tratándose en Cuba, sin que nadie lo sepa. Se rumorea incluso que no estaba en Nicaragua el día que empezó la represión. Las alocuciones diarias de su mujer, Rosario Murillo, ponen todavía más en evidencia el vacío que se crea a su alrededor.
Ortega ha gobernado durante once años en la opacidad más absoluta. Ha vetado el acceso a la información pública, no da ruedas de prensa ni admite preguntas de periodistas independientes. Rodeado de fieles colaboradores, ha ido eliminando todo tipo de oposición, reformando la constitución para garantizarse la reelección indefinida, premiando lealtades útiles para fortalecer y agrandar su espacio de poder. Especialmente la de Murillo, a la que nombró vicepresidenta en 2017.
La crisis en la que está sumida Nicaragua ha hecho que por primera vez el presidente diera la cara y fuera interpelado en público, en una mesa de diálogo establecida por la Iglesia para buscar una salida pacífica al conflicto. Ortega negó ante todo el país la represión pero cada vez menos le creen. Nadie sabe con exactitud qué planea, hasta dónde está dispuesto a llevar a Nicaragua.
Ortega dejó hace tiempo de ser el heroico guerrillero, el líder de una revolución que sembró esperanzas en toda Latinoamérica. A sus 72 años, Ortega es el Saturno que devora a sus hijos por miedo a que lo destronen.
“Me atravesó”
Ernesto Téllez corría todo lo rápido que podía para resguardarse en la Universidad Nacional de Ingeniería (UNI). Desde el Estadio Nacional un francotirador disparaba contra los manifestantes. Eran las once de la mañana del viernes 20 de abril. Logró cruzar la calle, atravesó el aparcamiento, después el campo de fútbol y llegó a uno de los edificios de la UNI. Un grupo de estudiantes intentaba reanimar a un joven tumbado en la acera. Ernesto, voluntario de las brigadas de bomberos de Managua y entrenado en primeros auxilios, se sumó a la ayuda. “De repente vi que un policía nos gritó que dejáramos al herido. Nos empezó a disparar. Salimos corriendo. Varios agentes se llevaron al chico: nunca supimos adónde”.
Los enfrentamientos se calmaron un instante. Al rato le gritaron que había otro herido y corrió a ayudarlo. El joven estaba tirado en el suelo y en una mano tenía un cóctel molotov. Ernesto se lo quitó para intentar cargarlo. En ese momento apareció otro policía, que lo encañonó. Quizá era el mismo, quién sabe. “No me dio tiempo a reaccionar, de repente escuché el sonido de un disparo. Primero pensé que había dado al cóctel molotov, pero lo miré y estaba intacto sobre la acera. Entonces noté el dolor en el brazo”. La bala lo atravesó por encima del codo izquierdo. Cayó al suelo, desplomado, junto al otro herido. Segundos después el mismo sonido. Otro disparo, otra bala. Esta entró por el costado derecho y salió por el izquierdo.
“Me atravesó”, dice mientras se sube la camiseta para que defensores de derechos humanos registren con fotografías sus heridas. Su madre llora detrás de él al escucharle reconstruir los escenarios del horror. Ernesto es estudiante de secundaria, tiene quince años y dos heridas de bala. Habla despacio, como si le doliera exhalar, pero no para. Quiere denunciar lo que pasó y dice que no va a hacerlo ante la policía. Teme represalias. Por eso Ernesto Téllez no es su nombre real. Es lo único inventado de este espanto.
Lo siguiente que recuerda es el Hospital Manolo Morales Peralta, dependiente del gobierno. No le dieron analgésico para el dolor. Ni le desinfectaron las heridas. Ni siquiera le pararon las hemorragias. “Solo recuerdo que me quemaba, no sabía si eran las costillas o los pulmones, me desmayaba del dolor”. Así pasó seis horas, o una eternidad, esperando a ser atendido. El tiempo que tardó su padre en encontrarlo y llevarlo a otro hospital, esta vez privado, donde fue estabilizado.
Álvaro Manuel Conrado Dávila era de la misma edad que Ernesto: acababa de cumplir quince años. Ese mismo día, prácticamente a la misma hora, caminaba por Metrocentro, muy cerca de la UNI, donde también había enfrentamientos. La noche anterior le había enviado un mensaje de móvil a una amiga:
“Nuestra tierra pinolera [nicaragüense]. El lugar donde nacimos y crecimos. Nuestra bandera azul y blanca manchada con sangre de hermanos. Dónde está el respeto a nuestra patria. Es Nicaragua, no cualquier basura. Somos nicaragüenses. Somos uno solo. Contra eso no podrán jamás”.
Ese sábado salió de casa sin decirles a sus padres adónde iba, para no preocuparlos. Sentía que tenía que ayudar. Compró unas botellas de agua y fue a llevárselas a los manifestantes cuando una bala le atravesó la garganta.
Llevaba una mochila y una camiseta roja. La gente corrió a ayudarlo: hay vídeos de ese momento y testigos que aseguran que fue un policía. “Me duele respirar, me duele”, dijo a los desconocidos que intentaban ayudarlo. “Tranquilo, tranquilo”, le contestaban. Lo tumbaron en una tabla, a modo de camilla improvisada, le preguntaron su nombre. “Álvaro Conrado”, alcanzó a decir. “Álvaro Conrado”, repitió. Lo llevaron al Hospital Cruz Azul, también público, donde se negaron a atenderlo. Murió a las dos horas. Es la víctima mortal más joven de esta nueva revolución.
La peor matanza en tiempos de paz
Durante los primeros cuatro días de represión, desconcierto y caos no paraban de sumarse muertos, heridos, detenidos, desaparecidos. Cuatro días que llevaron a los nicaragüenses 40 años atrás, cuando la Guardia Nacional perseguía a los rebeldes sandinistas. Cuatro días clave en los que Ortega perdió la calle, en los que la calle perdió el miedo. Cuatro días y el suficiente dolor para que los nietos del sandinismo decidieran hacer su propia revolución.
Las pocas veces que Daniel Ortega ha hablado en público desde que empezaron las protestas ha mandado mensajes de “paz, convivencia y fe cristiana” y ha asegurado que la policía “está replegada en los cuarteles”. Pero en las calles los nicaragüenses están siendo víctimas y testigos de otra realidad: la de la policía nacional, antimotines y grupos paramilitares afines al gobierno disparando a mansalva contra manifestantes, armados con piedras, machetes y morteros caseros.
Este último mes se han revivido escenas que los nicaragüenses creían haber enterrado en la década de 1990, con el fin de la guerra civil. Las agresiones contra los manifestantes empezaron el 18 de abril, con la intención sofocar las protestas contra una reforma de la Seguridad Social que reducía un 5% de las pensiones y establecía un impuesto a trabajadores y empresas. Esta medida, sumada a la subida del precio de la gasolina y a la inacción del gobierno durante el incendio de la reserva natural Indio Maíz a principios de ese mes, hizo que el descontento explotara en las calles.
Nicaragua parecía un oasis de calma en Centroamérica, aunque los episodios de protestas y represión durante el gobierno de Ortega no son nuevos. En 2013, un grupo de estudiantes respaldó a los ancianos que protestaban frente al Instituto de Seguridad Social (INSS), que pretendía reducir las pensiones. La protesta fue disuelta violentamente por unos 300 paramilitares, según el Centro Nicaragüense de Derechos Humanos (Cenidh). En 2016, las protestas de los campesinos que se oponían a la construcción del polémico Canal Interoceánico fueron reprimidas por la policía y hubo heridos de gravedad. El movimiento campesino denuncia amenazas desde entonces.
Antes de abril, los nicaragüenses sabían de los riesgos de manifestarse en la Nicaragua orteguista, pero la respuesta brutal de los agentes del Estado y de la Juventud Sandinista (grupos de civiles armados y pagados por el gobierno) superó con creces los episodios anteriores.
La represión del gobierno ha dejado un siniestro reguero de víctimas: más de 80 muertos, 868 heridos, 438 detenidos y un número indeterminado de desaparecidos. La cifra de fallecidos (en el momento de ofrecerla era de menos de 80) se la proporcionó el gobierno nicaragüense a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH). Es un número incluso superior al que tenían contabilizado las organizaciones civiles de derechos humanos. La lista de víctimas no ha dejado de crecer ni un solo día desde el 19 de abril.
Durante un mes, los estudiantes no han parado de organizar protestas por el día y de atrincherarse por la noche. En universidades e iglesias: levantando barricadas, defendiéndose con piedras, machetes y morteros caseros de las turbas orteguistas y de la policía. La represión transformó a los universitarios en revolucionarios y convirtió a Ortega en el nuevo Somoza.
Daniel Ortega gobernó en la década de 1980 tras el triunfo de la revolución y, cuando entregó el poder tras perder las elecciones de 1990, prometió gobernar “desde abajo”. Pero miembros de su primer gobierno, compañeros de guerrilla, aseguran que nunca pudo encajar aquella derrota.
Hugo Torres, exguerrillero sandinista, fue el Comandante Uno en la toma del Palacio Nacional en 1978. Tras el triunfo de la revolución, fue general de brigada en el Ejército Nacional hasta 1998. “Yo fui comandante de esa revolución y fue muy doloroso ver cómo perdimos con los votos en 1990. La población estaba cansada de la guerra, estaba desangrada, las familias divididas, el país destruido económicamente. La gente dijo basta y votaron en contra”. Torres cuenta la historia, la del país y la suya, con la tranquilidad amarga del que ha asumido un fracaso que todavía le pesa.
“En los primeros momentos después de la derrota, la Asamblea Sandinista, el principal órgano de consulta del Frente, se reunió para analizar lo que acababa de pasar y asumir las consecuencias. Unos entendimos que teníamos que convertirnos en un partido de izquierda democrática, crear un sistema de desarrollo económico, con justicia social y sometido a la ley. Ortega no lo entendió”, explica Torres en su casa de Managua. “Como se dice vulgarmente, tenía sangre en el ojo por la derrota, guardó su rencor, esperando a que fuera su momento”.
Ortega empezó por apoderarse del Frente, convirtiéndose en el eterno secretario general. Torres fue diputado opositor y actualmente es vicepresidente del ilegalizado Movimiento Renovador Sandinista (MRS). Este partido fue fundado en 1995 por disidentes del FSLN. Desde que Ortega ganó las elecciones en 2006, fue deshaciéndose de toda oposición política. El poder judicial fue despojando de personalidad jurídica al resto de partidos, incluido el MRS, alegando irregularidades. Los observadores internacionales de la Unión Europea y la Organización de Estados Americanos (OEA) alegaron falta de transparencia en las elecciones presidenciales de 2011. En 2016, Ortega prohibió el acceso a los observadores, se convirtió en el único candidato y convirtió en vicepresidenta a su mujer.
En estos once años de gobierno, el tándem Ortega-Murillo ha desmantelado las instituciones del Estado, ha modificado la constitución para garantizarse la reelección indefinida, se ha autonombrado jefe supremo de la Policía y del Ejército, ha eliminado jurídicamente a toda la oposición política, ha fulminado la libertad de cátedra y se ha enriquecido con fondos de ayuda internacional. En sus manos están el Tribunal Supremo, la Asamblea Nacional, los sindicatos y la mayoría de los medios de comunicación, que dirigen sus hijos.
En Nicaragua dicen que Somoza aplicaba la política de “las tres P: plata para los amigos, plomo para los enemigos, palos para los indiferentes”. A estas alturas, Ortega ya cumple todas.
La universidad, refugio de los manifestantes
Desde el primer día de las revueltas, amenazados por su protagonismo en las manifestaciones, decenas de estudiantes de diferentes universidades y carreras decidieron refugiarse en la Universidad Politécnica de Managua, la UPOLI. La universidad está rodeada de barricadas que bloquean los accesos. En una de ellas, en una lámina de metal oxidado sujetada por ladrillos, han pintado con letras azules: “Estudia, no seas policía”.
En los siguientes días, “los chavalos”, como les llaman en Nicaragua, se organizaron rápidamente en brigadas: médica, de comida, de limpieza, de farmacia, de seguridad, de municiones. “La UPOLI es el ombligo del huracán”, dice Reyes, como se hace llamar. Va con pasamontañas a pesar de los 34 grados y no suelta su mortero. No le gusta identificarse como uno de los dirigentes estudiantiles. “No soy líder, solo soy parte del nervio de este músculo”, asegura. Aprendió a coser puntos de sutura el primer día de la represión. “Pensé, ¿y si nos voltean, cómo curo? Así que le pedí a un estudiante de medicina que me enseñara”. Aprendió sobre la marcha, dando 16 puntos a un herido. Reyes estudia contabilidad.
En un aula del edificio principal del campus, los jóvenes han improvisado un quirófano de campaña. Con cada dos pupitres hacen una camilla. A los pies de cada una, otra mesa con alcohol, gasas y tijeras escolares. A la cabeza, una percha sujeta una bolsa de suero.
Alexander Rodríguez tiene 21 años, estudia medicina y es uno de los responsables del quirófano. Lleva días sin dormir porque los ataques se producen por la noche. Se quiebra cuando cuenta que vio morir a un amigo de un disparo en la cabeza.
“Empezaron atacándonos con balas de goma. Luego con gas pimienta. Luego con balas reales. No sé cuánto va a durar esto, cuánto tiempo más vamos a tener que aguantar. Aquí los muertos los ponemos nosotros, y por ellos, porque las vidas de nuestros compañeros no se han perdido en vano, no vamos a parar. De que se van, se van”, dice refiriéndose a Ortega y Murillo. “Ya tienen todo, ya nos han robado todo. Que se vayan con todos sus millones y dejen a Nicaragua respirar”.
A los estudiantes de medicina y enfermería se han sumado médicos profesionales. El doctor Óscar González es uno de ellos. “Intentamos salvaguardar la vida a todo el que ha venido, estudiantes, vecinos, incluso policías. Nuestra labor es netamente humanitaria”. Tiene unos 50 años. Asegura que va a acompañar a los chavalos mientras siga la represión. “Hacemos lo que podemos, controles hemorrágicos, esterilizamos algunas fracturas, estabilizamos a los heridos lo más rápido posible y los vecinos los trasladan con lo que tienen: motos, coches, taxis”, dice a las puertas de la universidad-trinchera. “Los hospitales públicos tienen la orden de no atender a los manifestantes, y además los heridos tienen miedo de ir porque saben que serán identificados y, después, amenazados”. Al doctor ya le han advertido de que si sigue en la UPOLI le van a despedir del hospital público en el que trabaja, y que prefiere no nombrar. “Ya nos han amenazado de muerte a mi familia y a mí. Si me van a correr, que me corran, pero no voy a renunciar. Es una cuestión de principio humano, después de ver cómo masacran a los estudiantes en la universidad, uno no puede quedarse perplejo sin actuar”. Junto a él, hay vecinos que también se han volcado con los estudiantes: les llevan comida, medicinas, ropa, material de aseo e incluso tubos de metal y pólvora para construir morteros.
Una revolución 2.0
Las protestas y la represión que intenta acallarlas se han extendido prácticamente por todo el país. A Managua, León, Estelí, Jinotega, Matagalpa, Sébaco, Tipitapa, Juigalpa, Bluefields. También a Masaya, la cuna del sandinismo, el departamento donde se replegaron las tropas del FSLN antes de la toma final de Managua, en 1979. Donde fue asesinado en 1978 el Comandante Camilo Ortega Saavedra, hermano pequeño del presidente. Donde nació en 1895 el héroe nacional, Augusto C. Sandino.
Las calles del barrio de Monimbó, epicentro de los rebeldes de hace 40 años y de los rebeldes de ahora, son un laberinto que se extiende por toda la ciudad de Masaya, capital del departamento que tiene el mismo nombre. Los vecinos han levantado barricadas con piedras, adoquines, neumáticos y árboles talados para frenar la entrada a los grupos paramilitares y la policía. Hay carreteras bloqueadas y ellos controlan quiénes transitan, quiénes entran y quiénes salen. Durante el día no es extraño sentir el olor a llantas quemadas, o escuchar el sonido de morterazos disparados al aire a cada rato. Jairo Mauricio Hernández, de 24 años, fue la primera víctima mortal en Masaya. Murió el 20 de abril de un disparo en la cabeza.
El cura de la iglesia de San Miguel, Edwin Román Calderón, ha sido testigo de los enfrentamientos en el centro de la ciudad. En la casa cural donde vive, refugia a heridos de las protestas. Calderón, como otros tantos párrocos que están apoyando las manifestaciones, asegura que ha sido amenazado de muerte.
El padre Edwin, como lo llaman los masayas, tenía 19 años cuando triunfó el FSLN en 1979. En aquellos días participaba en las manifestaciones, era un joven estudiante comprometido con las ideas de revolución y libertad. Lo lleva en la sangre: su abuela Manuela era hermana de Sandino.
“Patria libre o morir” es lo que el general Sandino contestó en un telegrama a los marines estadounidenses cuando le pidieron que entregara las armas en 1927. Esa frase se convirtió en el grito de guerra de los sandinistas en la década de 1970 y ahora es una de las más repetidas por los manifestantes en las protestas.
“Hay muchas similitudes en las reivindicaciones de hoy con las de la revolución”, dice el cura. “Pero hay dos diferencias fundamentales: la primera es que esta es una revolución pacífica, no hay dos ejércitos enfrentándose, los estudiantes no tienen armas de fuego”. La otra es que las imágenes de la represión se están retransmitiendo en tiempo real a través de internet. “Cuando el presidente dice que la policía está replegada, sabemos que miente porque vemos a los uniformados escoltando a las turbas. Usan incluso vehículos de la alcaldía para moverse. Ahora no nos pueden engañar, sabemos lo que está pasando”.
El sacerdote está fascinado por esta revolución del siglo XXI que ha conseguido eludir la censura de la familia presidencial. Los canales oficialistas, la mayoría de todos los que emiten en el país, omiten las imágenes en las que la policía aparece escoltando a las turbas o cargando directamente contra manifestantes. Pero esas imágenes se transmiten a través de las redes. Desde que empezaron las protestas, el gobierno ha bloqueado las señales de televisiones críticas, sus grupos de choque han incendiado emisoras de radio y han tumbado sitios webs de periódicos independientes. El periodista Ángel Gahona retransmitía una protesta por Facebook Live el 21 de abril cuando fue asesinado de un tiro en la cabeza.
Los masayas acusan a las autoridades locales de orquestar los saqueos y destrozos. Quemaron el mercado de artesanías y lo han intentado con el mercado de abastos, que ahora está custodiado por la población, resguardado entre trincheras hechas con los adoquines de la carretera. Los comerciantes permiten el acceso al mercado solo en grupos de diez, a mujeres identificadas previamente por su cédula, porque han detenido ya a tres infiltrados que intentaban, dicen, quemar los puestos.
Como no podían llevar a “los detenidos” a la policía porque sabían que habría represalias, los llevaron a casa del padre Edwin. El cura llamó al representante de una organización de derechos humanos y los interrogaron. Los chicos confesaron que una dirigente del FSLN de Masaya les pagó 200 córdobas al día (poco más de seis euros) y una comida por provocar los disturbios. Luego fueron entregados intactos a sus familias. Esto también fue grabado y colgado en redes.
La victoria de los símbolos
El padre Edwin también ha tenido que mediar en su pueblo natal, Niquinohomo, el pueblo del departamento de Masaya donde nació Augusto César Sandino.
En una de las marchas, “los chavalos” decidieron quitar de la estatua de Sandino el pañuelo que tenía atado al cuello con los colores del FSLN y ponerle otro con los colores azul y blanco de la bandera de Nicaragua. Un grupo de ancianos lo discute sentado en el Parque Central. “Ellos se adueñaron de su nombre para ponérselo al Frente, pero en realidad Sandino nunca fue sandinista”.
El “general de hombres libres” fue asesinado en 1934 luchando contra la ocupación estadounidense; el partido que lleva su apellido fue fundado a principios de la década de 1960 para derrocar a la dictadura somocista.
“El Frente se apropió de Sandino, pero Sandino es de los nicaragüenses”, dice uno de ellos.
Así lo sienten ahora los niquinomeños. Muchos combatieron al lado de Ortega en la década de 1970, pero ahora quieren que el pedestal de la estatua esté pintado de azul y blanco y que la bandera izada a su lado sea la nacional, no la rojinegra del partido.
Al día siguiente de aquella audacia, la estatua de Sandino amaneció pintada de rojo y negro. El conflicto se elevó hasta la alcaldía y el padre Edwin presionó a la alcaldesa para que se comprometiera por escrito a dejar los colores nacionales en la estatua.
Ha sido una pequeña victoria de la nueva revolución. En Niquinohomo han caído los símbolos del partido, que hoy son los símbolos del orteguismo, y se han reemplazado por los colores nacionales. El 18 de mayo se cumplió un mes de esta crisis. Era además el natalicio de Sandino. Todos los años, los Ortega-Murillo iban a Niquinohomo a conmemorarlo y a darse un baño de masas, pero esta vez no aparecieron. Así que los niquinomeños celebraron por partida doble: el 123 cumpleaños de su paisano heroico y la ausencia del orteguismo en su propio bastión.
Los manifestantes sienten que están ganando la guerra, al menos la de los símbolos. No hay protesta sin “Nicaragua, Nicaragüita” o “Vivirás Monimbó”, las míticas canciones de los Mejía Godoy. En las paredes se lee por toda Managua “¡que se rinda tu madre!”, la frase que pronunció el poeta sandinista Leonel Rugama cuando un general de la Guardia Nacional de Somoza le pidió que se rindiera o que afrontara la muerte. Ahora son los estudiantes los que le gritan a Ortega, el viejo guerrillero, que tendrá que matarlos para derrotarlos.
Pero la metáfora constante de esta revolución está siendo el derribo de los chayopalos o arbolatas. La vicepresidenta Rosario Murillo ordenó en 2013 levantar por toda la capital unas 140 estructuras de metal de entre 15 y 20 metros de alto, con forma de árbol, pintadas de colores. La mujer de Ortega, esotérica y supersticiosa, los llamó “árboles de la vida” y los mandó colocar en las principales avenidas, a modo de amuletos. Fueron polémicos desde el principio, no solo por su estética cuestionable y porque se talaron árboles para levantarlos, sino por su elevado coste: unos 23.000 euros cada uno. Rosario Murillo se gastó más de 3 millones de euros del erario en sus caprichos místicos. Los críticos suman a ese gasto el coste de su iluminación, que según La Prensa es de más de un millón de euros al año. Cifras de escándalo para un país donde el 39% de la población vive bajo el umbral de la pobreza, según datos del propio gobierno.
Los nicaragüenses han derribado una treintena de chayopalos este mes y celebran cada caída como símbolo del fin del orteguismo. Muchos lo comparan con la caída del Caballo de Somoza, un monumento ecuestre del primer dictador de esa dinastía, tumbado por los sandinistas el 17 de julio de 1979, dos días después de que huyera el último de la estirpe, Anastasio Somoza.
Dos chicos encapuchados y con la cara tapada sierran con fuerza las patas que sustentan un chayopalo en el Paseo de la Unión Europea de Managua. Uno tiene una bandera nicaragüense atada a la mochila, otro una cinta azul y blanca anudada al brazo. Mientras, otro chaval trepa a lo alto de la estructura para amarrar unas cuerdas a los barrotes de metal. Van a tirar de ellas hasta que el arbolata caiga. Decenas de personas alrededor organizan el resto de la escena: una chica pide que no se fotografíe a los chavalos, otros cortan el tráfico. Otro dice a la gente que se separe del tendido eléctrico, otro dispara morterazos al aire. Los vecinos, expectantes, lo celebran. “De que se cae, se cae”, gritan. “Viva Nicaragua libre”, repiten. En un cartel luminoso a los pies del chayopalo se lee: “Ortega asesino”.
Todo está listo. Los ejecutores se preparan para tirar de las cuerdas mientras la gente saca sus móviles para registrar el momento. El arbolata se tambalea. “El pueblo, unido, jamás será vencido”, gritan. Llega el éxtasis: el chayopalo se derrumba. Aplasta el cartel luminoso. Suenan las bocinas. Lanzan morteros. La gente grita y corre a saltar sobre él. Muchos se sacan selfies. Desenroscan alguna de las cientos de bombillas de las que está recubierto el chayopalo de arriba abajo. Se han convertido en el souvenir de la revolución. Entre la exaltación, otros jóvenes se apresuran a sacar el cablerío que hay dentro de cada estructura. Metros y metros de cable que conecta el entramado de bombillas: lo venderán al día siguiente por unos pocos córdobas. De repente la imagen de la celebración se convierte en la imagen de la necesidad, otra de las caras de la compleja realidad nicaragüense.
Diálogo para una salida
Como el mito de Saturno, Ortega ha devorado, durante sus once años de gobierno, prácticamente todos los espacios democráticos. Descabezando Nicaragua, engullendo sus extremidades, manteniéndola inmóvil, paralizada en la conquista de derechos, silenciada ante cualquier tipo de disensión del orteguismo.
Todo esto ha sido posible por la financiación generosa de Venezuela —el periódico nicaragüense Confidencial habla de más de 4.000 millones de dólares entregados desde 2007 a Albanisa, un entramado de compañías controladas por el partido, sin los controles estatales— y por un pacto nada transparente con los grandes empresarios del país. Ortega les autorizaba inversiones a cambio de que ellos no interfirieran en política. Un modelo que ha permitido el enriquecimiento de los más poderosos y un dominio cada vez mayor del espacio público por parte del gobierno-partido-familia.
Ese equilibrio se rompió el 18 de abril. La reforma de la Seguridad Social, que tocaba el bolsillo de los empresarios, y la violencia posterior han puesto a los empresarios en la encrucijada de seguir respaldando el autoritarismo rentable o escuchar a la gente. La presión social y, sobre todo, los crímenes de Estado retransmitidos en directo, han hecho que se decanten por lo segundo.
Ante la ausencia de otros actores, la Iglesia ha tomado la batuta de la mediación. Ha tardado 28 días en organizar una mesa de diálogo nacional para negociar una solución pacífica a esta crisis. En ella están representados el gobierno, los empresarios, campesinos y miembros de la sociedad civil. Y los estudiantes.
El primer encuentro fue el 16 de mayo. Por primera vez Saturno se enfrentaba a sus hijos. Un estudiante de comunicación de veinte años, Lesther Alemán, le dijo lo que nadie se había atrevido a decirle hasta ese momento: “Esto no es una mesa de diálogo, es una mesa para negociar su salida”.
El control ha sido tan fuerte en estos once años, que el autócrata fulminó las críticas en el espacio público. Ese silencio se ha roto en un mes. Los estudiantes lo rompieron en las calles con manifestaciones y morteros. Lesther lo rompió con palabras, cara a cara con Ortega. Vestido de negro, como el resto de estudiantes, y con un pañuelo azul y blanco al cuello, le exigió contundente: “Ríndase ante todo este pueblo”.
El encuentro se retransmitió en directo. El presidente defendió a la policía diciendo que había sido “atacada por los vándalos de la UPOLI”, donde aseguró que los estudiantes guardan “un auténtico arsenal de armas de fuego”. Ortega negó que haya “un solo desaparecido” y dijo que “todos los presos habían sido liberados”. Retó con cinismo a los estudiantes a que sacaran la lista de muertos, y ellos lo hicieron. Una estudiante, Madeleine Caracas, leyó los nombres de los asesinados mientras el resto de jóvenes gritaba “¡presente!” detrás de cada uno, con emoción, con rabia, con fuerza, honrando sus vidas ante quienes acusan de habérselas quitado. Daniel Ortega y Rosario Murillo aguantaron la mirada, imperturbables.
Lesther exigió al presidente que ordenara “a la policía y las fuerzas paramilitares adeptas al gobierno” el cese de los ataques, de la represión de y los asesinatos de manifestantes. El presidente contestó que la policía “no está para reprimir las manifestaciones” y que “la orden ya fue dada”. Pero se negó a repetirla en ese escenario, con todo el país pendiente. Se negó a pronunciar una frase con la que podía haber cambiado el rumbo de la crisis.
A la salida de la reunión, Lesther se desplomó. Abrazando a sus compañeros, lloraba: “No ha mandado el cese, no ha mandado el cese”.
Infiltrados, amenazas, persecución
La presión social ha hecho que el gobierno Ortega-Murillo haya reculado en la reforma de la Seguridad Social; la derogó cinco días después del inicio de las protestas. También ha permitido el acceso al país de la CIDH para llevar a cabo una investigación independiente de los crímenes del último mes.
El viernes 18 de mayo, Margarita Mendoza fue de las primeras en ir a denunciar ante la CIDH la desaparición de su hijo, Javier Alexander Mungía, de 19 años, del que no tenía noticias desde hacía diez días. Recorrió hospitales, comisarías, cárceles y morgues, y empapeló con fotos del joven las paredes de esos edificios. La mañana en la que acudió a los expertos internacionales recibió una llamada del Instituto de Medicina Legal: Javier Alexander había fallecido de un infarto, a causa de una caída. Cuando fue la familia a reconocerlo, el cadáver tenía signos de tortura por todo el cuerpo. El chaval estuvo en la cárcel de El Chipote, donde ha habido denuncias de torturas desde hace años, y fue llevado a la morgue el día que desapareció. La familia ha hecho una autopsia independiente que revela que Javier Alexander murió por asfixia.
La CIDH, en su informe preliminar presentado el 21 de mayo, corrobora los crímenes cometidos por las fuerzas de seguridad y los grupos paramilitares afines al gobierno; cree que podrían haberse cometido ejecuciones extrajudiciales. El periódico Confidencial demuestra un patrón de disparos precisos, heridas letales perpetradas por armas de guerra.
“La orden es disparar a matar”, dice Vilma Núñez, directora del Cenidh. La mayoría de muertos y heridos tiene disparos en la cabeza, la garganta y el tórax. Además hay, al menos, diez jóvenes que han perdido un ojo de un balazo.
Los expertos internacionales denuncian las negligencias en los hospitales estatales y torturas en las cárceles. Piden el cese inmediato de la represión, el desmantelamiento de grupos parapoliciales, las detenciones arbitrarias, la censura y las amenazas a los manifestantes, a sus familias y a quienes les apoyan. Además, urgen al gobierno a que permita un mecanismo internacional e independiente que siga investigando lo ocurrido en este último mes, que garantice justicia a las víctimas e identifique y castigue a los responsables de la peor masacre de Nicaragua en tiempos de paz.
Los expertos, que recopilaron denuncias en Managua, Masaya, León y Matagalpa, constataron que en los mismos salones en los que se amontonaban las familias que iban a denunciar había “sapos”, infiltrados que trabajan para el gobierno. Soplones grabando con móviles a los denunciantes, probablemente para amedrentarlos o amenazarlos después.
Los estudiantes también han recibido amenazas de muerte. Hace un mes que duermen en casas de seguridad. Los medios oficiales han publicado sus fotos, con nombres y apellidos, identificando a sus padres, revelando sus profesiones y sus números de cédula.
Los curas que median en la mesa de diálogo también están sufriendo agresiones y amenazas de muerte. Sobre todo el obispo auxiliar de Managua, Silvio José Báez, que se ha convertido en una figura fundamental en esta crisis. Báez refugió a cientos de estudiantes en la catedral de Managua durante los primeros cuatro días de represión. Hizo saltar las alarmas internacionales cuando alertó por redes sociales de que la policía nacional intentaba entrar armada a la basílica, y pidió ayuda pública para proteger a los jóvenes. El papa Francisco contestó inmediatamente a sus denuncias y pidió el fin de la violencia en Nicaragua.
Muy crítico con la represión del Estado, Báez ha exhortado directamente a Daniel Ortega y a Rosario Murillo a que dejen el poder para volver a “democratizar Nicaragua”. Para los manifestantes es mucho más que un sacerdote. Es una de las pocas voces legítimas que les representa y defiende, es el Monseñor Romero nicaragüense. Hay quienes le piden incluso que sea el próximo presidente del país.
La nueva Nicaragua
La Conferencia Episcopal ha puesto el plazo de un mes a la mesa de diálogo para garantizar avances en la democratización del país y evitar que Ortega saque provecho del paso del tiempo. Pero las protestas no paran, la represión tampoco, y el diálogo pende de un hilo.
Muchos piden su renuncia inmediata, no toleran que siga siendo presidente hasta las elecciones programadas para 2021. Otros piden un gobierno interino y un adelanto electoral para dentro de un año, para tener margen de reconstruir una oposición y unas instituciones devastadas, empezando por un Consejo Supremo Electoral. Y algunos creen que Ortega seguirá, con su guadaña, esperando a que las protestas se desinflen, a que el tiempo le devuelva toda su omnipotencia, incrementando incluso la represión, cueste las vidas que cueste.
Pero ha nacido una nueva Nicaragua. Los hijos de Saturno han sido criados en secreto pero ya no se esconden. Es una incógnita lo que Ortega piensa verdaderamente sobre lo que sucede en las calles, pero los nicaragüenses están dispuestos a devolverle al viejo héroe su condición de mortal. Empuñando banderas azules y blancas, cantando canciones que antes fueron sandinistas, quieren apoderarse, como en el mito, del imperio del cielo.