En ocasiones la historia da un vuelco por cuestiones aparentemente nimias. Por ejemplo, el papel higiénico. Poco podían imaginar los estudiantes de las universidades armenias que unos meses después de iniciar sus protestas contra la falta de papel en los servicios de sus facultades habrían derribado al Gobierno y tendrían en sus manos el destino del país. Fue la chispa que prendió la mecha de la historia, convirtiendo los agravios y las injusticias en motor de cambio.
Porque, aunque quizá no lo sepan, en Armenia ha habido una revolución. Una pequeña revolución, pero revolución al fin y al cabo. Con sus manifestaciones y sus piquetes, sus marchas por todo el país, su represión policial y sus detenidos, banderas al viento, consignas y, finalmente, un Gobierno con voluntad de perpetuarse que se vio obligado a dimitir. Una pequeña revolución pero con una gran ambición: la de acabar con un régimen de corrupción y nepotismo.
“La revolución es, por definición, algo imprevisto. Es algo que se conceptualiza después de que ocurra”, dice Sos Avetisyán, profesor de la Universidad Estatal de Ereván: “La revolución es porque sucede”.
Todo está podrido
El barrio de la colina de Kond es uno de los más antiguos de Ereván. Pero las plastas de cemento que remozan sus casitas de piedra, la ropa tendida en medio de sus callejones, los tejados de uralita sujetos con rocas, las tuberías de agua al descubierto y los niños correteando en ropas ajadas hacen muy difícil distinguirlo de una barriada chabolista. Nunca ha habido dinero para reformarlo. Y, sin embargo, la vista con la que desayunan sus habitantes es la de decenas de edificios de veinte plantas levantados en la última década sobre lo que eran bellos bloques de toba rosados construidos hace casi un siglo. Ahora hay rascacielos de hormigón y cristal que han obligado a los antiguos vecinos a abandonar el centro por viviendas más modestas en el extrarradio, mientras los nuevos pisos esperan vacíos a que los armenios de la diáspora los adquieran en rublos, en euros o en dólares.
La economía de este pequeño Estado del Cáucaso encajonado entre Turquía, que mantiene la frontera cerrada, y Azerbaiyán, con el que está en perpetuo estado de enfrentamiento militar, depende en gran medida del exterior: siete millones de armenios que habitan fuera de sus fronteras, bien porque son descendientes de quienes huyeron de las matanzas en tierras otomanas a principios del siglo XX o bien porque han salido en busca de un futuro que su país les negaba. Se calcula que el 20 % de su Producto Interior Bruto (10.000 millones de euros) depende directamente de las remesas de los emigrantes y del apoyo de filántropos armenios de otros países, y casi el 70 % de la inversión extranjera directa es también obra de la diáspora. Así que cualquier sacudida del mercado global le afecta enormemente: Armenia no ha logrado aún recuperar su PIB anterior a la crisis de 2008, y las sanciones a Rusia por su invasión de Crimea en 2014 han provocado que las remesas desde ese país se reduzcan a menos de la mitad.
Uno de cada cinco armenios en edad de trabajar está en paro y entre el 30 y el 40 % de la población vive bajo el umbral de la pobreza. La falta de oportunidades y las desigualdades sociales han empujado a un millón y medio de armenios a abandonar su país desde la caída de la Unión Soviética, sobre todo en dirección a Rusia. En las últimas tres décadas, la población de Armenia se ha reducido en más de 600.000 habitantes hasta descender a sus 2,9 millones actuales, según las estadísticas oficiales.
Y la corrupción en Armenia “es endémica y está ampliamente extendida en todos los niveles de la sociedad”, se lee en un informe de Transparencia Internacional de 2013. “El solapamiento de las elites políticas y las deficiencias del Gobierno en Armenia alimentan la apatía y el cinismo de los ciudadanos, que no se ven capaces de luchar contra la corrupción”.
“Lo del papel higiénico era un verdadero problema. Fuese en la facultad que fuese, cuando ibas al lavabo no había papel higiénico”, explica Garik Miskaryán, uno de los líderes del movimiento estudiantil armenio Restart. “El tema no era solo el papel, sino que cada año la Universidad Estatal de Ereván presupuestaba 17 millones de drams [unos 31.000 euros] para papel higiénico”. Alguien se estaba embolsando ese dinero.
A finales de 2017, los integrantes de Restart comenzaron sus actos de protesta. Organizaron campañas de solidaridad por el papel higiénico, llevaban sus rollos de casa y los exponían en público, hasta que las autoridades universitarias sintieron tanta vergüenza que el papel higiénico volvió a aparecer en los retretes.
“Tras este éxito, continuamos investigando otros temas. Y a cada paso que dábamos hallábamos corrupción. Por ejemplo, descubrimos que la licitación de la gestión de los comedores se había celebrado a las 4.30 de la madrugada con solo una hora de plazo para presentar ofertas, así que solo se presentó una empresa, casualmente propiedad de un amigo del rector”, relata Miskaryán. “Tras exponerlo y dar batalla se logró un nuevo concurso y gracias a eso también se redujeron los precios de los comedores, ya que los estudiantes no tienen mucho poder adquisitivo y las becas son escasas”.
La escandalosa gestión de las universidades enervaba más si cabe porque las familias armenias tienen que hacer grandes esfuerzos para enviar a sus hijos a estudiar: la matrícula cuesta 600 euros en las facultades más baratas y asciende hasta los 1.800 euros en carreras como Medicina, algo fuera del alcance de la mayoría de los habitantes de Armenia, país con una renta per cápita de 3.500 euros anuales.
Pobreza, desigualdad, corrupción rampante… las condiciones objetivas hacían de Armenia un terreno abonado para la revolución. Faltaba lo que en la literatura marxista se denominan los “factores subjetivos”: la concienciación del pueblo, el liderazgo, quién la llevaría a cabo.
“La gente no participaba en las protestas porque se decía: ‘Estas cosas nunca cambian nada’”, dice una profesora universitaria. No es que en Armenia no haya habido movimientos contestatarios: en los últimos años se han producido protestas contra el alza de precios de la luz, contra la subida del billete del transporte público o contra la reforma de las pensiones. Pero ninguna había logrado ir más allá.
Garik y los suyos sabían que el problema era profundo, que la podredumbre del sistema se extendía desde los retretes hasta la cúspide del Estado —el presidente, Serzh Sargsyán, es a su vez jefe del Consejo de Rectores—, si bien pensaban que era pronto para apuntar tan alto.
La primavera armenia
En la Armenia postsoviética, más que en torno a las ideas, la política se ha articulado en torno a personalidades: el oligarca Gagik Tsarukyán, fundador de Próspera Armenia, principal partido de la oposición desde 2007, o intelectuales como Levon Ter-Petrosyán, presidente entre 1991 y 1998 y dirigente de varias formaciones.
El Partido Republicano, conservador —que ha declinado responder las preguntas de 5W—, está dominado por el llamado “clan del Karabaj”: personajes, caudillos y generales vinculados a la guerra por el Nagorno-Karabaj, enclave caucásico que se disputan Armenia y Azerbaiyán, y que dominan importantes sectores de la economía. Serzh Sargsyán es quien ha dirigido con mano de hierro este partido y la política armenia durante la última década.
Su segundo y último mandato presidencial debía concluir este año, pero no estaba dispuesto a abandonar tan fácilmente la gallina de los huevos de oro que suponía controlar el Gobierno. Así que copió el modelo de su vecino turco. Si allí Recep Tayyip Erdogan transformó el sistema parlamentario en uno presidencialista para poder continuar al mando, Sargsyán hizo lo contrario: modificó la Constitución para derivar las prerrogativas del presidente hacia un primer ministro con plenos poderes. La reforma fue aprobada en referéndum en 2015 y, dos años más tarde, el Partido Republicano logró una cómoda mayoría absoluta en las elecciones parlamentarias, lo que garantizaba que, en el momento en que Sargsyán concluyese su mandato presidencial, sería inmediatamente elegido primer ministro.
Al Partido Republicano nunca le ha costado demasiado esfuerzo ganar comicios: ha sido la fuerza más votada desde 1995. Eso sí: tras cada una de las elecciones se han producido disturbios, porque todo el mundo sabe cómo funcionan. “Hubo información creíble que indica compra de votos y presión a funcionarios y trabajadores de empresas privadas”, indica un informe de los observadores electorales de la OSCE de 2017.
Es tal el nivel de fraude que incluso se nota a escala macroeconómica, como demuestra un estudio publicado por el Centre for Economic Policy Research: en los diez días previos a los comicios de 2012, la liquidez disponible en la economía armenia aumentó un 5 % y recuperó su normalidad en las semanas posteriores. Según los medios armenios, el precio del voto oscilaba entre los 10 y los 20 euros.
“Las elecciones en sí son perfectamente limpias. El fraude se comete antes, cuando el Partido Republicano compra a los votantes”, dice Sona Ghazaryán, que trabajó con los observadores internacionales en 2017. “La gente te decía: ‘Si no podemos cambiar el resultado de las elecciones, ¿por qué no vamos a recibir dinero?’ Era muy triste”.
Al comenzar 2018, Sargsyán sentía tenerlo todo bien atado: en enero el Parlamento había aprobado una ley que restringía el acceso de los periodistas a la información sobre la actuación del Gobierno, en abril sería elegido primer ministro y los negocios continuarían como siempre. Tampoco quienes se le oponían tenían mucha esperanza de cambios. Pero los grandes incendios suelen nacer de la confluencia de varios focos.
Al movimiento estudiantil Restart que llevaba meses agitando las universidades se le unieron activistas del movimiento Rechazo a Serzh. Eran apenas un puñado cuando en marzo comenzaron a hacer pintadas en los muros de Ereván, pero a través de actos caracterizados por la sátira —como pasearse por las calles recolectando donaciones para “la pensión de jubilación de Sargsyán”—, pronto se convirtieron en centenares.
Paralelamente, un diputado de la oposición, Nikol Pashinyán, cuyo partido contaba solo con 9 de los 104 escaños del hemiciclo, decidió iniciar una marcha por el país en contra de las intenciones de Sargsyán de eternizarse en el poder. El 31 de marzo, cuando partió de Gyumri, la segunda ciudad de Armenia, solo lo acompañaban una docena de personas, la mitad periodistas. El 13 de abril, cuando llegó a Ereván, lo esperaban miles.
Pashinyán ha sido siempre un verdadero dolor de muelas para la autoridad. Nunca terminó su carrera porque fue expulsado de la facultad de Periodismo, oficialmente por saltarse clases, pero según sus compañeros a causa de un artículo en el que denunciaba la corrupción de la universidad. A finales de la década de 1990 fundó un diario, que le cerraron un año después. Creó otro y continuó su cruzada contra el creciente autoritarismo. Después dio el salto a la política y en 2012 fue elegido diputado por el partido de Ter-Petrosyán, y al año siguiente fundó su propia formación, Contrato Civil.
Quienes lo conocen lo definen como un político liberal, populista y pragmático, y como un batallador incansable y carismático. “Defiende los derechos humanos, la meritocracia y la igualdad”, dice Arsen Jaratyán, compañero de partido.
Las protestas ganaron en intensidad durante aquellas semanas, ante la negativa de Sargsyán de dar un paso atrás. Si en las primeras manifestaciones dominaban estudiantes, activistas y jóvenes trabajadores del pujante sector tecnológico, posteriormente se les unieron clases más desfavorecidas, campesinos llegados de las aldeas, transportistas con sus desvencijados camiones cubiertos de barro y nieve… Gente, en definitiva, harta del sistema establecido tras el desmoronamiento de la URSS.
Armenia pasó de un sistema autoritario pero paternalista, en el que cobraban prácticamente lo mismo el vigilante de una fábrica que el catedrático, a un hipercapitalismo dominado por oligarcas y políticos corruptos, sin apenas redes de protección social y caracterizado por una creciente desigualdad: la anciana de la aldea cobra una pensión mensual de 50 euros, el salario mínimo es de poco más de 100 euros, el sueldo de un maestro ronda los 350 euros y, en cambio, un ingeniero de sistemas recibe cuatro veces más en la empresa privada. Y los cargos públicos como el expresidente Sargsyán, que se subió el salario en varias ocasiones, se embolsan unos 3.500 euros mensuales, amén de los ingresos que puedan obtener por sus negocios al margen de la ley.
“En el periodo post-soviético se llevaron a cabo numerosas privatizaciones y eso llevó a que arrebatasen al pueblo muchos espacios públicos. Ahora se quieren recuperar estos espacios”, dice el profesor Sos Avetisyán.
El 17 de abril, cuando estaba convocada la votación para elegir a Sargsyán como primer ministro, los manifestantes trataron de bloquear el Parlamento. No lo lograron. El mandatario envió a la policía con orden de dispersar la protesta por todos los medios y preguntó a quienes estaban en la calle si “no habían aprendido la lección” de 2008. Esa frase fue un error colosal, ya que traía a la mente el pecado original del Gobierno de Sargsyán: inmediatamente después de su primera elección como presidente, las multitudinarias protestas contra el fraude electoral fueron brutalmente reprimidas por la fuerzas de seguridad, que mataron a diez manifestantes, y el líder de la oposición, Ter-Petrosyán, fue detenido.
Pashinyán, que también estaba entre los dirigentes de las protestas, tuvo que pasar a la clandestinidad hasta 2009, cuando se entregó y permaneció en prisión hasta que dos años después fue amnistiado. Así que la amenaza de Sargsyán solo consiguió que mucha más gente saliese a las calles.
“En Armenia siempre se han amañado las elecciones y siempre ha habido protestas por ello. Pero hay una línea roja que no se puede cruzar: usar la fuerza contra la población”, argumenta una de las participantes de la revolución. “Este es un país pequeño y, si hay violencia, todo el mundo conoce a alguna víctima. Y a los policías también los conoces, pueden ser tus vecinos”.
El 21 de abril eran ya 50.000 en la Plaza de la República, frente a la sede del Gobierno, y en otras capitales de provincia también se produjeron grandes concentraciones contra Sargsyán. “Cuando vi a tantas personas, y especialmente a tantas chicas, tendidas en el suelo frente a los coches de policía y resistiendo incluso cuando los antidisturbios les pegaban… entonces supe que habíamos ganado. Porque el régimen ya no sabía qué hacer”, dice el líder estudiantil Garik Miskaryán.
Los manifestantes bloqueaban las carreteras día sí y día también, paralizando el centro de la capital armenia, y el carisma de Pashinyán como líder de las protestas contribuía a que todos los que participaban se sintiesen artífices de la revolución. Su lema, que repetía en todas las concentraciones, era: “El cambio empieza con una sola persona y esa persona eres tú”.
Sargsyán instó a Pashinyán a dialogar para acabar con la tensión. Ya había ocurrido en anteriores ocasiones: Sargsyán invitaba a los líderes de la oposición en privado para tratar cooptarlos. Así que Pashinyán decidió convocar a los medios para que la conversación fuese completamente transparente. El 22 de abril, vestido con una cazadora sobre su inconfundible camiseta de camuflaje militar, cargando la mochila a la espalda y con una mano vendada, se dirigió al lujoso hotel Marriot donde le habían convocado.
—Le agradezco que haya respondido a mi llamamiento al diálogo. Pero francamente no sé cómo vamos a negociar en frente de tantos periodistas —dijo Sargsyán con cara de pocos amigos.
—Creo que aquí hay un malentendido —respondió Pashinyán—. Yo no he venido aquí a dialogar, sino a negociar los términos de su dimisión y la pacífica transferencia de poderes.
—Esto es un chantaje —le dijo un Sargsyán cada vez más enfadado—. Si continúa hablando en el mismo tono, no tendré otro remedio que aplicar la ley dentro de la lógica de sus acciones. Usted elige.
—Señor Sargsyán, nadie puede amenazarnos. Usted no se da cuenta de que la situación en la República ha cambiado. Usted ya no tiene el poder. El poder ahora lo tiene el pueblo.
—Tiene un grupo parlamentario que obtuvo el 8 % de los votos en las últimas elecciones, así que no le consiento que hable en nombre de la nación. No me apetece continuar esta conversación. Si no acepta los requerimientos legales del Estado, adiós.
El primer ministro se levantó y se fue. La reunión duró apenas tres minutos. Pashinyán continuó hablando con los periodistas y luego volvió a la calle para dirigir las protestas. Pero la policía se lo llevó detenido, junto a otros dos diputados opositores. Esa noche, decenas de miles de personas acudieron a la Plaza de la República para exigir su liberación, y entre los manifestantes había numerosos soldados desmovilizados del frente, jóvenes imberbes que habían puesto su vida en riesgo por defender el país. El poder se le escapaba de las manos a Sargsyán.
Al día siguiente, Pashinyán fue liberado y el primer ministro presentó su dimisión irrevocable. “Yo estaba equivocado, Pashinyán estaba en lo correcto”.
La revolución había triunfado.
La difícil tarea de gobernar
A los pies de Kaskad, una escalinata monumental que lleva décadas a medio terminar, se extiende una agradable plaza que acoge algunos de los cafés de moda de la capital. Parece que la sede del Gobierno se haya trasladado aquí, no solo porque en casi todas las mesas se hable de política, sino porque no es difícil encontrarse en ellos a algún miembro del Gobierno tomando una caña, un café o una limonada y departiendo con sus amigos. Quizá en Holanda no sea extraño cruzarse con un ministro que regresa a casa en bicicleta, pero los armenios no están para nada habituados a codearse con sus autoridades.
Normalmente les delata la ropa de faena, un traje y una corbata que no casan con sus peinados o sus barbas hípster. Porque la mayoría del nuevo Gobierno que formó Pashinyán tras ser elegido primer ministro por el Parlamento es extremadamente joven. En el Consejo de Ministros, a excepción de los tres más veteranos, son todos treintañeros y cuarentañeros, e incluso hay un viceprimer ministro y el titular de la cartera de Diáspora todavía en la veintena. Más jóvenes son aún los viceministros, la mayoría por debajo de los 40 años. Unos cuantos nacieron después de la disolución de la URSS. Esa es precisamente una de las críticas que repiten sus adversarios: “Sois demasiado jóvenes, no tenéis experiencia”.
No es una novedad que los Estados desgajados de la URSS se vean sacudidos por revueltas y revoluciones de diversa índole: “La revolución de las rosas” de Georgia en 2003, “La revolución naranja” de Ucrania en 2004 y el “Euromaidan” diez años después, “La revolución de los tulipanes” en Kirguizistán en 2005 y “La revolución de abril” en 2010… pero en todas ellas ha desempeñado un papel indiscutible la intención de liberarse de los lazos que atan estos Estados, todavía, a Moscú. Sin embargo, en Armenia, ese elemento antirruso ha estado ausente.
“Una de las principales razones del éxito de la revolución fue que no tuvo un aspecto geopolítico. Prometimos claramente antes, durante y después de la revolución que no habría cambios significativos en la política exterior de Armenia”, explica el viceministro de Exteriores, Ruben Rubinyán, de 28 años.
Una semana después de ser elegido, Pashinyán se reunió con Vladimir Putin para certificar que Armenia no abandonará su alianza estratégica con Moscú —que tiene dos bases militares en territorio armenio— y el presidente ruso prometió, a su vez, que no se inmiscuiría en lo que consideraba un “asunto interno” del país caucásico.
“Esta es una revolución muy armenia, no hubo banderas extranjeras en las protestas. Nadie trajo banderas ni de la Unión Europea ni de Estados Unidos ni de Rusia; solo la armenia”, dice el profesor Avetisyán. “Por eso ha sido tan difícil de entender para los analistas occidentales en Bruselas. Porque ellos están acostumbrados a lo ocurrido en Ucrania y Georgia y se mueven en esos paradigmas. Cuando ven algo diferente, les explota la cabeza. ¿Es realmente una revolución? ¿Por qué no hacen esto o lo otro? Las revoluciones son por definición imprevisibles, y también lo es su desarrollo”.
Definir el carácter de la revolución de Armenia es harto complicado. No está claro si es una revolución progresista, liberal, populista, derechista o todo a la vez. O nada de eso. El poeta Arto Vaun la ha definido como una “clase magistral de socialismo”, algo que se antoja audaz teniendo en cuenta quiénes son los partidos que apoyan al Gobierno de Pashinyán: la conservadora Próspera Armenia, la coalición liberal Yelq y la Federación Revolucionaria Armenia, que, aunque se declare socialdemócrata, se define más bien por su nacionalismo. El propio primer ministro ha dicho, con ese tono tan en boga en estos tiempos, que “la división entre derecha e izquierda ya no funciona”.
Dentro del movimiento revolucionario hay quienes presionan para lograr mayores avances democráticos con propuestas clásicas de la izquierda. “Una de las partes clave de nuestro programa es la democracia directa. Durante veintipico años, no se ha escuchado la voz del pueblo, se le ha dicho al pueblo que era estúpido, que no sabía lo que le convenía, que no entendía de estas cosas… y eso es inaceptable. El artículo segundo de nuestra Constitución dice que el poder recae en el pueblo”, afirma Sona Ghazaryán, elegida concejala de la capital tras la revolución: “Uno de los valores de la revolución es involucrar a los ciudadanos en el proceso político, hacerles ver que tienen el poder de decidir. Y por eso nuestro compromiso es que para todas las decisiones importantes, también a nivel municipal, se consulte al pueblo mediante referéndum”.
Pero más allá de ello, su programa es difuso. Es más una revolución de principios que de ideología política. Empezando por los gestos más pequeños. Antes de la revolución, el convoy presidencial jamás se detenía en los semáforos: se bloqueaba la circulación de las avenidas hasta que los vehículos del presidente y su séquito hubiesen pasado. Ya no. De hecho, un día de finales de agosto se cortaron al tráfico algunas calles del centro de Ereván y la gente protestó. ¿Acaso Pashinyán había sucumbido a las maneras de los anteriores mandatarios? No, se excusaron los nuevos dirigentes armenios, ocurría que la canciller alemana, Angela Merkel, estaba de visita oficial y había exigido tomar esa medida de seguridad.
“Ahora hay protestas continuamente, algunas contra este Gobierno, porque la gente ha aprendido las técnicas de movilización y ha tomado conciencia de su poder”, analiza Ghazaryán. Es más, hay incluso campañas para exigir la renuncia del Supremo Patriarca de la Iglesia Armenia, el katolikós Karekin II, al que se acusa de connivencia con la élite política del “antiguo régimen” y de corrupción. Algo inaudito en un país donde la religión es parte indisoluble de la identidad nacional y la Iglesia era aparentemente intocable.
La lucha contra la herencia del sistema anterior es, eso sí, uno de los pilares del nuevo Gobierno. El expresidente Robert Kocharyán y el antiguo comandante de las Fuerzas Armadas Yuri Jatchaturov fueron detenidos en julio por su papel en la brutal represión de las protestas de 2008.
Y se han puesto en marcha numerosos procesos anticorrupción. Por ejemplo, se arrestó a uno de los más estrechos colaboradores de Mihran Poghosyán, general del Ejército y diputado del Partido Republicano con cuentas en Panamá, amén de titular de la empresa que ostentaban el monopolio de la importación de cítricos y frutas tropicales. Tras conocerse la noticia, el precio de los plátanos bajó casi a la mitad. Porque uno de los problemas de la economía armenia es la monopolización de ciertos sectores que se han asegurado los oligarcas mejor conectados con el poder político y las Fuerzas Armadas. Carrefour, por ejemplo, iba a clausurar sus operaciones en Armenia porque la corrupción en los mecanismos de importación le impedía tener beneficios, aunque la llegada al poder de Pashinyán y su lucha contra los monopolios ha hecho que la firma francesa cambie de opinión y abra un segundo supermercado.
Haber llegado al Gobierno permite a los nuevos dirigentes acceder a información que desde la oposición solo podían intuir, lo que permite ventilar las cloacas del Estado. Así que ni siquiera los héroes se libran de esta batalla contra la corrupción. Manvel Grigoryán, general condecorado y diputado republicano, fue detenido en junio y en el registro de su mansión se halló un surtido arsenal privado, una colección de vehículos de lujo e ingentes cantidades de medicinas, ropa y comida enlatada enviadas por la diáspora armenia a los soldados que lucharon contra Azerbaiyán en la breve guerra de 2016. El general utilizaba estos alimentos donados para alimentar al tigre, los osos y las avestruces de su pequeño zoo particular. La rabia fue tal —en la contienda murieron cien armenios, la mayoría jóvenes que hacían la mili—, que hubo manifestaciones hasta que el hijo del general Grigoryán dimitió como alcalde de la localidad de Vagharshapat.
Pero la lucha contra la corrupción, aunque se pretenda sistemática, debe andar con pies de plomo. La economía armenia ya es de por sí frágil y acabar con ciertos empresarios, muchos de los cuales colaboraban en los esquemas corruptos del anterior Gobierno, puede suponer un tiro de gracia. Hay que seleccionar cuidadosamente contra quién se actúa, sin que se convierta en una caza de brujas, porque, como dice Avetisyán, “probablemente la mitad de la gente que se manifestó en la plaza de la República contra Sargsyán ha recibido sobornos alguna vez”.
Las dificultades no son solo esas. Llegar al Gobierno ha sido un baño de realidad para muchos. Cambiar las cosas en la práctica es mucho más difícil que querer hacerlo.
“Es complicado. Antes pensaba que bastaba con proponer una medida buena para ponerla en práctica. En el Gobierno tu visión cambia, porque tienes que enfrentarte a innumerables cuestiones burocráticas y no es fácil aplicar las políticas que quieres”, confiesa un miembro del Ejecutivo, poco después de haber salido de su Ministerio para dirigirse a uno de los bares de Kaskad con el tiempo justo para pasar por casa y enfundarse el uniforme con el que se siente cómodo: zapatillas deportivas, vaqueros y una camisa arrugada.
—¿Cuál ha sido el mayor problema con el que os habéis encontrado al llegar al Gobierno?
—¿Cuál? [Piensa] ¿Cuánto tiempo tenéis? —dice Babken Der Grigorian, destacado participante en la revolución y actual viceministro para la Diáspora, y se echa a reír—. El mayor desafío es heredar un sistema basado en el clientelismo, que no está diseñado para funcionar según las leyes escritas ni es efectivo para dirigir la administración pública, sino que es efectivo para lo que realmente está diseñado: para servir a una élite política y a sus clientes. Y claro, cuando intentas que se cumplan las leyes dentro de la propia administración pública, te das cuenta de que no termina de funcionar. Así que uno de los principales problemas que tenemos es averiguar qué tipo de reformas tenemos que hacer dentro de la administración para que funcione. Es cierto que no tenemos experiencia, pero prefiero no tener la experiencia que tenían mis antecesores, porque ya sabemos a lo que nos llevó eso. ¿Somos jóvenes? Sí, lo somos. Pero la mayoría venimos de un pasado activista, y por tanto tenemos esa visión centrada en obtener resultados. También estamos muy formados. Yo tengo dos másteres de la London School of Economics. Tenemos gente que, después de estudiar aquí en la universidad pública, se doctoró en Cambridge, en Oxford, en la UCLA… es decir, tenemos conocimientos suficientes para gobernar de forma más eficiente que en el pasado.
Guardianes de la revolución
Los rostros ajados, la piel curtida por el sol y el frío, las camisas viejas. Faltan dientes en sus bocas y, en otras, los pocos ahorros asoman en forma de una muela de oro. Son gente humilde que ha llegado a la capital desde sus aldeas tras agotadores viajes por las pésimas carreteras armenias. Alzando sus pancartas, protestan frente a la oficina del primer ministro.
En realidad, son dos manifestaciones diferentes. Los de la aldea de Yegheknut se quejan de que tras la revolución hayan sido destituidos los alcaldes de numerosos pueblos que cooperaron con el régimen de Sargsyán, incluido el suyo. “Era un hombre bueno, que dirigía nuestra aldea desde hace 34 años. Y queremos que lo restituyan”, explica Narek Karapetyán, emigrante que trabajó en Barcelona pero regresó a su pueblo por nostalgia de la tierra: “Yo estoy a favor de los nuevos cambios que ha traído la revolución. Todos queremos cambios, pero no así”.
Hay también habitantes de Chambarak, un pueblo fronterizo con Azerbaiyán del que han emigrado casi todos los jóvenes. “Somos gente mayor y nuestro pueblo es muy pobre. A pesar de las promesas, los anteriores gobiernos no han hecho nada por nosotros. Por eso hemos venido hasta aquí, para que el primer ministro nos escuche sin intermediarios”, explica Vladimir.
Tras un par de horas de protesta, Pashinyán baja de su oficina. Dialoga con los representantes de ambas aldeas, discute acaloradamente con algunos de los manifestantes. Y luego regresa al interior del edificio. Los manifestantes lo despiden al grito de “¡Nikol, Nikol, Nikol!”.
No puede haber mayor contraste entre estos manifestantes, la gente de las aldeas y los nuevos gobernantes: esos jóvenes cool, con títulos de las universidades más elitistas del planeta. Son dos mundos aparte. El del tractor y el de las nuevas tecnologías. El campo y la ciudad. Existe el peligro de que la revolución se limite a ser una revolución hípster, que cambie completamente las formas, la gestión (lo que ya sería un progreso), pero no ataque las raíces últimas de la injusticia social.
La brecha de clase es uno de los desafíos de la revolución, como reconoce Avetisyán: “La revolución estuvo dirigida por jóvenes instruidos, gente del sector tecnológico, de los sectores que el Gobierno no podía controlar”.
Pero también es cierto que desde fuera de la capital, desde las ciudades de provincias y del mundo rural, también llegaron apoyos al nuevo Ejecutivo de Pashinyán. “Es extremadamente importante que en las zonas rurales se refuerce la conciencia ciudadana y la capacidad administrativa. Hay que mejorar la educación y facilitar que accedan a la universidad. Y hay que descentralizar el Estado y trasladar ciertos mecanismos de decisión a las regiones”, apunta.
Der Grigorian, en cambio, niega que el Gobierno sea “erevanocéntrico” y subraya algunas de las disposiciones que ya se han tomado en el ámbito social: facilitar el acceso de los jóvenes rurales a créditos e hipotecas y aumentar las ayudas a las familias con más de un hijo, algo que beneficia más a las zonas rurales, donde la tasa de natalidad es mayor que en la capital. También tiene claro que una de las próximas medidas ha de ser elevar los salarios de los empleados públicos, empezando por la policía —para evitar la tentación de las mordidas—, pero ¿cómo hacerlo sin incrementar aún más las desigualdades respecto a quienes viven en y por el campo?
“Somos muy pobres. La pensión que cobramos es de unos 50 euros al mes y los precios han subido mucho en los últimos años. La gente no tiene dinero para pagar la luz o el agua”, se queja Elena, de la aldea de Chambarak.
“Mientras en Ereván muchos nos damos por satisfechos con el cambio de valores, con más democracia y menos corrupción, en los pueblos la gente espera de la revolución resultados económicos”, reconoce Ghazaryán.
“La revolución ganó, llegó al poder. Había muchos problemas acumulados de la anterior administración. Así que lo que haces al principio es básicamente control de daños. Continúas con algunos de los programas anteriores porque es necesario que la actividad del Estado tenga una continuidad”, prosigue la concejala. “Estamos cambiando leyes para asegurar que no haya una vuelta hacia el régimen que hemos dejado atrás, pero el equilibrio es frágil entre el Gobierno y el Parlamento”.
Ese es uno de los grandes retos de Pashinyán: él cuenta con la legitimidad de la calle, pero no con la de las instituciones. El Parlamento continúa en manos de los republicanos (que controlan la mitad de los escaños) y, aunque algunos votaron a favor de la investidura de Pashinyán, es un secreto a voces que esperan cualquier paso en falso para acabar con él. Por eso, uno de los retos para el nuevo Gobierno es consolidar su poder.
De ahí que Pashinyán haya convocado elecciones el próximo 9 de diciembre con la esperanza de obtener una mayoría suficiente para poder emprender las reformas necesarias. El primer asalto fue un éxito: el 20 de septiembre hubo elecciones a la alcaldía de Ereván (que había sido disuelta tras descubrirse un caso de corrupción). La alianza electoral liderada por el partido de Pashinyán obtuvo el 81 % de los votos.
Las expectativas son altas y la tarea a la que se enfrentan los nuevos gobernantes milenial de Armenia es titánica. Y no hay nada que hunda más rápido una revolución que las esperanzas defraudadas. “En cualquier contexto político es inevitable que haya decepciones. Nuestro objetivo es llevar a cabo la mayor parte de reformas clave en el menor tiempo posible, para que la gente empiece a sentir de forma tangible la diferencia respecto al anterior Gobierno. Cuando la gente empiece a notar que las cosas cambian, la esperanza se renovará”, opina Der Grigorian.
“Lo que sí hay ahora es un sentimiento de esperanza por primera vez en muchos años. Un sentimiento de que quizá las cosas no vayan del todo bien hoy, pero mañana mejorarán”. No en vano, desde el triunfo de la revolución se ha registrado un incremento del número de armenios de la diáspora que se instalan o planean instalarse en Armenia.
“Aunque nosotros contribuimos al triunfo de la revolución, no quisimos ningún puesto en el Gobierno”, asegura Miskaryán, del movimiento estudiantil Restart: “El Gobierno ahora es nuevo y de momento le damos margen, pero si después de las elecciones no lleva a cabo las reformas que exigimos, nos enfadaremos y volveremos a la calle. Ahora la moral es alta, pero el momento pasará. Y entonces nosotros seremos los encargados de evitar que el Gobierno se desvíe de lo prometido, porque nosotros somos los guardianes del espíritu de la revolución”.
* Este reportaje ha sido posible gracias a un viaje organizado por la asociación European Friends of Armenia.