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Con 400 millones de armas de fuego en manos de civiles, el mayor número de tiroteos masivos del planeta y cifras récord de fallecidos por disparos cada año, el debate sobre la posesión de armas es tan intenso como recurrente en Estados Unidos. Se calcula que casi la mitad de todas las armas de propiedad civil del mundo están en este país, donde la media es de 1,3 armas por habitante: la segunda enmienda de la Constitución estadounidense otorga a los ciudadanos el derecho a poseerlas y portarlas.
Estas estadísticas impresionaron al fotógrafo italiano Gabriele Galimberti, que en 2018 decidió explorar los perfiles de los propietarios de grandes cantidades de armas de fuego en Estados Unidos. Buscaba entender las razones que llevan a alguien a acumular pistolas, rifles, escopetas, en un país profundamente dividido sobre la cuestión del control de armas. La polémica se reaviva cada vez que un tiroteo masivo salta a las portadas. Según la plataforma de investigación Gun Violence Archive, solo el año pasado más de 19.400 personas perdieron la vida en incidentes o enfrentamientos con armas de fuego en Estados Unidos, la cifra más alta en casi dos décadas. En total hubo 611 tiroteos masivos (aquellos que causan al menos cuatro víctimas, sean muertos o heridos), al tiempo que unas 24.000 personas se suicidaron con armas de fuego. En lo que va de 2021 son ya más de 11.000 las personas muertas por armas de fuego, sin contar los suicidios.
Durante dos años Galimberti se movió por distintos rincones de Estados Unidos contactando con defensores entusiastas de las armas para fotografiarlos en sus casas o barrios, rodeados de sus particulares arsenales. El resultado es The Ameriguns, un trabajo que reúne testimonios y retratos de personas en todo el territorio estadounidense que posan con orgullo entre las docenas de armas que poseen. El proyecto, reconocido este año con el premio World Press Photo en la categoría Retratos, busca romper con los estereotipos. “Es un error pensar que las armas están solo en Texas o en Arizona. Están por todas partes, en todos los rincones del país, de San Francisco a Honolulu (Hawái)”, dice. Lo demuestran las imágenes de familias con niños sonrientes ante jardines alfombrados con armas, de jóvenes sosteniendo con orgullo rifles semiautomáticos como objetos cotidianos, de hombres y mujeres de entornos muy distintos posando con armamento en sus dormitorios o salones. “Sabía que en Estados Unidos hay una cantidad enorme de armas, pero pensaba que solo las usaban personas algo exaltadas. Y descubrí a personas normalísimas, gente con la que he salido a cenar, en muchos casos muy simpática, con familias normales”.
Detrás de esta acumulación de armas hay algo más que una búsqueda de seguridad. En un país donde los rifles o escopetas se contemplan como un producto de consumo como cualquier otro, su posesión “es una cuestión de garantías constitucionales, de libertad”. A ello se suma, en muchos casos, la tradición familiar: “Casi todas las personas que he fotografiado dispararon por primera vez siendo muy pequeñas. Les enseñó algún familiar, igual que te enseñan a andar en bicicleta”, cuenta el fotógrafo. También hay quienes tienen una pasión genuina por estos objetos como coleccionistas, o para su uso deportivo o de caza.
En los últimos años ha surgido un nuevo factor que fue el que más sorprendió a Galimberti: “Las armas se han convertido en un objeto de moda, de estilo. En Instagram hay muchísimos influencers de la industria armamentística”.
A través de las fotografías de Galimberti y los testimonios que ha recogido durante dos años, recorremos algunos rincones de Estados Unidos para entender qué hay detrás de las descomunales cifras de armas en este país.
Joel y Lynne, de 44 y 43 años, están casados desde hace 18 y viven en Austin, Texas. Se definen como “compradores compulsivos y coleccionistas en serie”. Son dueños de una empresa de joyería. A él le gusta coleccionar relojes, motocicletas y coches teledirigidos, mientras que ella colecciona armas. No sabe cuántas tiene exactamente porque no las compra enteras, sino por piezas; calcula que entre 150 y 170. “Me gusta montarlas y personalizarlas yo misma. Tengo siempre un montón de piezas sueltas”.
Su hijo Josh, de 11 años, ha heredado el entusiasmo de su madre. Se pasea por la casa con el arma que sostiene en la foto, montada por él mismo con piezas elegidas de un catálogo online. Su hermana menor, Paige, tiene 5 años y de momento sus padres solo le permiten disparar bajo supervisión. Lynne explica que la pequeña pronto tendrá su propia arma, siguiendo la tradición familiar. “Mi pasión proviene de mi familia. Mis padres me enseñaron a disparar en el rancho de mis abuelos. Recuerdo a mi abuela corriendo detrás de mí cuando iba a salir, diciendo: ‘Si no te llevas esta pistola, no vas a ningún sitio’”.
Stephen F. Wagner tiene 66 años y vive en State College, Pensilvania. Las armas le fascinaban desde muy pequeño. Cuando tenía 8 años, su abuelo le dio un revólver y le explicó la base de su funcionamiento. Décadas después, Stephen utilizó ese mismo revólver para explicar a sus propios hijos cómo disparar. Era un Smith& Wesson que hoy ocupa un lugar de honor en la colección que empezó a reunir hace 15 años, cuando dejó su empleo como repartidor en una empresa de mensajería por un trabajo a media jornada en una tienda de armas y como instructor de tiro.
Actualmente tiene unas 70 armas. Le interesan especialmente las que son antiguas o raras. Entre las más valiosas están algunas que datan de la guerra hispano-estadounidense (1898), pero se siente especialmente orgulloso de las fabricadas en Estados Unidos y de su colección de armas de la década de 1970. Todas las que tiene han sido utilizadas al menos una vez. Pero, más que usarlas, lo que le satisface es ser su propietario. “Me fascina la idea de participar en la historia a través de las armas que tengo”, dice.
Kitija Shiroma, a la que sus amigos llaman Mae, tiene 29 años y vive en Honolulu, Hawái. Es propietaria del mayor campo de tiro de las islas junto con su padrastro, exmilitar. Fue él quien le inculcó la pasión por las armas desde que ella tenía 10 años, cuando acababa de mudarse a Honolulu desde su Tailandia natal. Empezó a disparar acompañando a su padrastro a cazar. Gracias a él, Kitija ha reunido además una de las mayores colecciones de armas de la isla, en buena parte antigüedades. Su padrastro las compra para él mismo y, cuando se cansa de ellas, se las pasa. “Nunca me canso de tener armas nuevas”, dice.
Junto con las armas, la otra gran pasión de Kitija es el océano. Sueña con dedicarse profesionalmente al buceo, además de convertirse en una tiradora con nivel de competición. Pero su objetivo inmediato es tratar de cambiar la mentalidad de la gente, ya que donde vive las armas suscitan un gran escepticismo. “Cuanto más enseñemos a la gente sobre la cultura de las armas, más posibilidades hay de que cambien de opinión”.
Eric Arnsberger, de 30 años, y Morgan Gagnier, de 22, viven en Lake Forest, California. Eric estuvo ocho años en el Ejército; estuvo desplegado en Afganistán, Sudán, Kosovo, Rusia, Vietnam y varios países de África. También fue policía en Nueva Orleans, una de las ciudades más violentas del país. Pasó su infancia en Florida, donde abundaban las pandillas violentas. “Cuando era niño experimenté todo tipo de violencia. Me apuñalaron, me pegaron, me robaron. Entonces fui a la guerra y vi lo que pasaba cuando alguien te apunta con un arma. Tuve que disparar y me dispararon cientos de veces”.
Morgan, la mujer que aparece con él en la imagen, es entrenadora en un gimnasio; conoció y se enamoró de Eric a través de Instagram. Actualmente, él enseña a la gente a manejar armas y disparar de forma segura. Nunca sale desarmado y tiene predilección por las armas de tipo militar. “Nunca he comprado un arma entera. Siempre compro las partes y luego me hago un arma personalizada. Aprendí a montar armas en el Ejército. Una de mis tareas era probarlas y evaluarlas, así fue como me enamoré de ellas”.
Brandon Brown, de 35 años, vive en Harvest, Alabama. Es un hombre de pocas palabras. Padre soltero de dos pequeños de 5 y 3 años, vive en las afueras del pueblo que lo vio nacer y crecer, donde trabaja como analista para el Gobierno. Su pasión por las armas comenzó cuando estaba en la escuela primaria. “Tenía muchos amigos que me contaban que iban a cazar con sus padres. Yo disparé un arma por primera vez a los 12 años, es una experiencia difícil de explicar. Me gustó, pero pensé: ¿Debería disfrutar con esto?”.
Unos años después, en cuanto cumplió 18, se compró un AK-47, el rifle que aparecía a menudo en sus películas favoritas. Brandon piensa que todo el mundo debería tener armas y aprender a usarlas, y está deseando enseñar a sus hijos. “Si pudiera hablar a las víctimas de un tiroteo masivo, les explicaría que las armas salvan vidas. Conozco muchas situaciones en las que las armas han servido como defensa. Por eso, creo que no debería haber restricciones en su venta. Si no, solo tendrían armas los delincuentes”.
Katie, de 41 años, vive en Texas. Anteriormente residía en California, pero estaba deseando marcharse porque consideraba que allí había demasiadas restricciones. “Hay cada vez más leyes de control de armas, docenas de pequeñas limitaciones diciéndote lo que puedes y no puedes hacer. Es imposible sentirte a tus anchas”, dice. Ella proviene de una familia de cazadores, ha disparado desde que tenía 10 años y es miembro de la Liga Femenina de Tiro.
“Mi marido y yo vinimos a Texas; la diferencia fundamental aquí es la libertad”, dice. Katie abrió un negocio llamado The Good Patriot (‘El buen patriota’), en el que hace objetos de decoración para el hogar con inscripciones de frases de la segunda enmienda y de la Constitución. El objetivo es enseñar su “fe en la libertad y en la segunda enmienda”. Nunca va desarmada por seguridad, dice. “Lo único capaz de detener a un tipo malo es un tipo bueno con una pistola”.
Floyd y Lesia McMillin tienen 49 años y viven en Topeka, Kansas. Su casa es enorme y está llena de trofeos de caza. Hay animales disecados en casi todas las habitaciones: ciervos, ardillas, patos, ocas… La única excepción es el dormitorio, donde están las armas usadas para cazar los animales. La mayoría no están cargadas; solo hay una o dos listas para disparar “para defender a la familia”, dicen. En su colección hay 65 armas. Cada mes, gastan unos 2.500 dólares en munición, accesorios y nuevas adquisiciones.
Ambos provienen de familias de cazadores y son propietarios de una tienda de armas. Floyd disparó por primera vez con 6 años. Cuando tenía 12 ya pasaba buena parte de su tiempo persiguiendo a presas, y con 17 empezó a participar en concursos de tiro. Lesia, por su parte, disparó su primer arma a los 46: una Sig Sauer 380 que le regaló su marido. Hasta entonces, aunque había acompañado a su padre y luego a su marido en cacerías, nunca había disparado. “El 65 por ciento de nuevos clientes en nuestra tienda son mujeres que nunca habían disparado antes. Muchas han pasado por algo que les ha hecho querer aprender a defenderse. La mayoría dice que, desde que llaman a la policía hasta que llega, lo peor ya ha pasado. Un arma les da más poder, más seguridad”.
Parker B. Fawbush, de 33 años, y su esposa Jalyn, de 29, viven en Poseville, Indiana. Él es pastor de una congregación protestante perteneciente a la Old Union Christian Church. También es instructor de tiro y goza de gran popularidad en las redes sociales, donde a través de vídeos y posts valora diferentes armas y enseña a la gente a utilizarlas. Sus dos actividades, las armas y la religión, a menudo se solapan: “Utilizo las armas como herramienta para enseñar aspectos de la vida. Mis posts siempre van acompañados de pasajes de las Escrituras”, dice.
Fue su padre quien le enseñó todo lo que sabe sobre armas. “Me educó con un gran respeto hacia ellas, son una herramienta que permiten cuidarte”. Se ha comprometido a hacer lo mismo con sus hijos, Parker Knox y Kiercley, de 6 y 4 años. “Les llevo a disparar de vez en cuando. Les encanta. En cuanto entienden que no hay nada de lo que preocuparse, empiezan a disfrutar”. En su colección tiene todo tipo de armas, incluidos algunos modelos militares. “Si el Gobierno me pidiera que deje mis armas, les diría que eso es ilegal, que viola la Constitución”.
Brickell Clark, de 26 años, vive en Key West, Florida. Considera que las armas son objetos chic y que, además, contribuyen a la igualdad entre hombres y mujeres. Utiliza el nombre AmericanGunChic en redes sociales como Instagram o YouTube, en las que deja ver su pasión por las armas. “Todo el mundo tiene derecho a tener armas, pero para las mujeres es también un modo de ser igual a cualquier hombre”, dice.
Brickell nació en California, creció en Colorado y trabajaba como camarera en Florida cuando disparó por primera vez un arma de fuego. Tenía 23 años. “Estaba nerviosa y asustada, pero en cuanto apreté el gatillo me sentí aliviada. No estuvo nada mal”. Publicó las fotos de aquella experiencia en sus redes sociales, y tuvieron tanto éxito que decidió convertirse en influencer. Hoy tiene más de 20.000 seguidores en redes, lo que le llena de orgullo. “Son patriotas, con fe en la Constitución, respetuosos con las leyes. Hombres y mujeres de todo el mundo que aman la libertad y cuyas prioridades son la independencia, la capacidad de defenderse a sí mismos y la seguridad”.