Una cárcel imposible de quemar

Los refugiados en Lesbos pidieron que no se construyera otro campo, pero la operación para encerrarlos de nuevo ya está en marcha

Una cárcel imposible de quemar

Esta cobertura forma parte de un proyecto con Ruido Photo bajo el título de Odio

—¿Por qué está aquí la policía?

El furgón policial está aparcado ante un supermercado Lidl a las seis y media de la mañana. Estos días el Lidl está en boca de todos, es un centro neurálgico: en su aparcamiento han montado sus tiendas de campaña grupos de refugiados que llegaron caminando tras el incendio de Moria. La mayoría de los 13.000 que estaban en el mayor campo de refugiados de Europa, reducido a ceniza, acampó alrededor del supermercado, en este tramo de carretera litoral de la isla de Lesbos: un ecosistema de supervivencia, manifestaciones y abandono hijo del fuego de Moria. El lugar donde han gritado cada día libertad, no queremos otro campo, y la respuesta que están recibiendo es más encierro y otro campo.

—¿Por qué está aquí la policía?

Nos lo pregunta una afgana despierta, entre cuerpos somnolientos en el arcén, ante la fuerte presencia de agentes. Pasan solo unos segundos y un coche aparece junto al furgón policial. Sale un policía de paisano y nos ordena que salgamos inmediatamente. 

—Hoy nada de periodistas. 

Nos saca de la carretera y, cuando llegamos al puesto de control anterior, un poco más al norte, abronca a los policías que nos habían dejado pasar. 

Ya tenemos la respuesta: van a mover más gente al nuevo campo. 

El nuevo campo: una lengua de tierra al norte de la carretera que era un campo de tiro del Ejército. Los helicópteros militares han traído durante estos días las tiendas para construir la nueva cárcel, porque temían que una operación terrestre fuera boicoteada por los refugiados —y por los vecinos de Lesbos. El sábado ya entraron algunos grupos de solicitantes de asilo en este nuevo campo, pero el domingo la maquinaria se puso a funcionar de verdad.

“¡No al campo! ¡Libertad!”, gritaban cientos de personas refugiadas en esta manifestación. Anna Surinyach

Desde la quema de Moria, el desamparo y la rabia de afganos, sirios, somalíes, yemeníes o congoleños han ido aparejados a una ilusión de libertad. La esperanza de poder salir de la isla, de ser realojados en otros países europeos. La sensación de haber escapado de una cárcel. Pero Moria no era la cárcel: la cárcel es la Unión Europea, la cárcel son las políticas migratorias que son políticas de deshumanización, la cárcel son los Gobiernos europeos que en su momento se negaron a aceptar las famosas “cuotas” de refugiados —en Bruselas todo se calcula en cuotas—, la cárcel es la xenofobia alimentada por el populismo y por la frustración que genera la gestión europea para (no) acoger a quienes huyen de guerras como Afganistán. La mayoría de los atrapados en Lesbos son de Afganistán. Y abruma la presencia de la comunidad hazara, que profesa el chiísmo y que ha sido atacada una y otra vez por Estado Islámico y los talibanes. El azar ha querido que, 19 años después de la invasión de Estados Unidos tras el 11-S, estos días arranquen las conversaciones de paz entre el Gobierno y los talibanes. 

—¿Por qué está aquí la policía? 

La mujer que lo preguntaba era hazara.   

Los últimos de Moria

La guerra psicológica contra los refugiados se libra en todos los puntos a los que huyeron tras el incendio. El pulso mayor es en la carretera litoral, el ecosistema Lidl, donde el sábado los agentes lanzaron gases lacrimógenos. Se han hecho escasas distribuciones de comida y las oenegés no tienen demasiada presencia. Es un castigo. 

La policía tendrá problemas para meter a los refugiados que se oponen a entrar en una nueva prisión al aire libre. De momento están ingresando las personas identificadas como vulnerables y, sobre todo, los que prefieren estar en un lugar algo mejor o quienes no lo acaban de tener claro. Ahí está la batalla: ir atrayendo a gente, dividir, derrotar a la resistencia.

Pero no todos bajaron a esa carretera litoral tras el incendio. Unos centenares se cobijaron en los olivares alrededor de las cenizas de Moria. En la carretera que conecta Moria con el nuevo campo instalado por los militares, encontramos a una pareja de somalíes con mochilas. Mohamed Kadir lleva un turbante, unas botas de fútbol colgadas de la mochila y unos calcetines de lunares. Sahal Abdi, más joven y enjuto, carga con una mochila más pesada, de camuflaje, y camina en chanclas. Marchan, entre resignados y aliviados, al nuevo campo.

Mohamed y Sahal caminan para entrar en el nuevo campo habilitado tras la quema de Moria. Anna Surinyach

Nos sentamos unos minutos en el arcén para charlar.

—Aquí en los olivares no hay comida, ni agua ni nada —dice Sahal.

Dicen que se quedaron aquí arriba, cerca de Moria, en lugar de bajar con casi todo el mundo, porque tras el incendio tenían miedo “a la policía, a las peleas”. 

—Hice mi entrevista para conseguir el asilo antes del fuego, el 3 de septiembre. Pero ahora no hay oficina —dice Mohamed. 

Un coche pasa por la carretera. Gritan algo en griego. Suponemos que nada bueno.

—¿Os dicen muchas cosas?

—Dicen… —Mohamed ríe, no se atreve a decirlo.

—¡Fuera de aquí, fuera de aquí! —dice Sahal. 

—Fuera de aquí… malaka.

Pajillero en griego. 

—No nos respetan. Necesitamos que nos respeten. 

Pasa un descapotable. 

Dicen que pensaban que los otros países europeos reaccionarían y les ayudarían. Dicen que se quedaron en los olivares y que cuando les informaron de que había un nuevo campo abierto, decidieron bajar. Creen que es la mejor forma para salir lo antes posible de aquí.

Unas horas más tarde, algo más arriba, casi a la altura de Moria, vemos a la policía haciendo una batida en los olivares y expulsando a todos los refugiados acampados allí. Decenas salen corriendo con sus pertenencias, arrastrando lonas, cargando bultos. Dicen que los agentes no les han dado instrucciones. Solo les han dicho que salgan de allí. No les han dicho que se vayan al nuevo campo, no les han indicado otro lugar en el que dormir. Simplemente: fuera.  

La Policía expulsó de los olivares a varios grupos de refugiados que habían llegado aquí tras el incendio. Anna Surinyach

—¡Pero qué pasa aquí! —grita Abdel Karim, uno de los más indignados—. En Siria, [Bashar al] Asad es el problema. En Turquía también nos ponen problemas. Aquí los fascistas son un problema, la Policía es un problema. ¿Adónde voy?

En pocas horas, los refugiados ya han montado tiendas para pasar la noche en algunos aparcamientos que hay alrededor de los olivares. 

—Si hubiera sido de noche, la policía nos habría golpeado —dice Mohamed Haidary, un afgano que dice que ha aprendido inglés durante su estancia en Moria, que tenía un profesor norteamericano—. Como es de día y pueden venir periodistas, no lo han hecho. Solo queremos un sitio seguro. 

Un chico aparece por detrás mientras hablamos. 

—¿Esta es la Europa de la que tanto presumís? 

Silencio. 

—Eso es lo único que quería decir —y se va.

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