Palar viene de Pal, que es leche en tamil. Quienes viven en las orillas de este río, en el sur de la India, creen que por aquí no corre agua, sino la leche materna que da la vida. Esta concepción tan vital, tan primaria, ayuda a comprender mejor el dolor que sienten al ver que desde hace tiempo el río ya no es famoso por la pureza de sus aguas, sino por el continuo trasiego de camiones. Camiones cargados de arena que entran y salen de un lecho transformado en mina. Un río convertido en negocio.
Las minas de arena del estado de Tamil Nadu son a cielo abierto, pero nadie entra a mirar. Algunos vecinos hablan de ellas como si no pudiesen pronunciar su nombre y no son pocos los que advierten a los extranjeros del peligro si acceden a alguna. Todos repiten un mantra: “La mafia mata”. Esa “mafia” excava ríos y playas a manos llenas para obtener la arena que, utilizada en la construcción, da cuerda al boom urbanístico, mientras las autoridades hacen la vista gorda.
Para llegar a la mina de Thiruparkadal se deja atrás la autopista que une las ciudades de Chennai y Bangalore, una arteria inundada de camiones en ambas direcciones. Los de un lado, llenos. Los del otro, vacíos. Van como una fila de orugas. A la vista de todos, bajo la vigilancia de nadie.
Bordeamos los controles del acceso principal por un camino de tierra no apto para vehículos urbanitas. Tras un mar de palmeras, aparece por fin el río Palar. O lo que queda de él. Entonces se ven los estragos de la acción humana. El cauce del río acaba súbitamente cortado por un camino elevado de tierra fina que hace de dique. A su derecha descansa el agua del monzón que no se ha secado. Al otro lado se abre una extensa llanura de arena: la mina. Sería plana si no fuese por los huecos con forma de herradura que muerden la superficie. Trincheras de una guerra que libran contra la tierra. En cada zanja, una docena de trabajadores. Hombres y mujeres armados con palas visten un sarong (falda) atado a la cintura, un polo fresco para no sudar en exceso y un trapo de tela en la cabeza. Según horadan el suelo, la arena se humedece y queda agarrada a sus pies descalzos.
Es mediodía, el sol pega con una fuerza descomunal y todos, centenares, cavan como si no hubiera un mañana. Llevan haciéndolo desde las cinco de la mañana y no soltarán la pala antes de las dos de la tarde. Se sorprenden al ver a los intrusos, aunque muchos ni siquiera saben que la forma en que trabajan es ilegal.
En una de las herraduras aparca un tractor vacío. En menos de cinco minutos su remolque estará repleto de arena. Así unos setenta al día solo en esta brecha, por poco más de 10 euros por jornada para cada trabajador. S. Rajendiran, de 56 años, conduce uno de los tractores que inundan de polvo el ambiente, un polvo que se incrusta en la piel. “Cuando no trabajo de esto, soy agricultor. Eso me gusta más, pero hay escasez de agua, así que tengo que venir aquí”, comenta. Tiene dos hijos; uno trabaja con él. Con lo que ganan ambos, dice, les va bien.
Sus compañeros afirman que llevan tres años en este yacimiento, que ya está “casi acabado”.
—¿Y cuando se acabe la arena en ese sitio?
—Pues iremos a cavar a otro.
Responden como quien da por hecho que siempre habrá un lugar en el que escarbar. La misma filosofía que sus jefes, pero con propósitos distintos. Unos viven; otros sobreviven. Los capataces, intranquilos, miran con recelo a los visitantes que no han sido invitados. Llaman a los guardias. Es mejor abandonar la zona.
Excavadoras y camiones
El continuo atasco de tractores tiene un único destino de ida y vuelta: el centro de distribución. Una explanada en la que se respira polvo y una sensación de impunidad absoluta. En una cadena de montaje perfecta, una decena de excavadoras llena una fila eterna de camiones que esperan pacientemente su turno para salir hacia la autopista rebosantes del oro arenoso. Parece una feria de maquinaria pesada. Y entonces se despierta una duda irresistible ante tal panorama: cuánta arena saldrá de aquí en un día, en un año, en diez.
Cada camión tiene una capacidad de más de 10.000 litros. El gobierno calcula que a diario circulan unos 5.000 camiones por todo el estado. Esa cifra se vuelve minúscula cuando los trabajadores de Thiruparkadal afirman que solo en esa mina se mueven unos 1.000. Y aseguran que en los tiempos de vacas gordas se podían ver más del doble. De hecho, quienes llevan años lidiando con esta minería sitúan la cifra de camiones diarios en 90.000 en todo Tamil Nadu, un estado donde esta industria emplea a 200.000 personas. Las canteras tamiles que cuentan con permiso no llegan al centenar, pero la cifra real de yacimientos es veinte veces mayor, según los activistas entrevistados para este reportaje.
Aunque no todas las minas son ilegales, la avaricia que esquilma el río conduce a que los procedimientos sí lo sean. Llegan a cavar más de diez metros, cuando la ley estatal autoriza solo uno. Utilizan excavadoras, aunque no se permite maquinaria pesada. Deben dejar intacto el terreno 500 metros alrededor de las fuentes de agua subterránea, pero las excavaciones prácticamente tocan el hormigón de los pozos.
La vida de una mina suele ser de entre dos y seis años, pero depende de tres factores: la velocidad a la hora de extraer, la cantidad de arena que haya y su calidad. Cuando ya no merece la pena seguir cavando, se desmonta el tinglado y se instala en otro sitio que esté listo para ser socavado, ya sea en el río Palar, el Kaveri, el Vellar o el Amaravati.
El Palar hoy tiene el aspecto de un río muerto, extinguido a la fuerza por las sequías y el azote del hombre. Su condición de río estacional, no perenne, lo convierte en un lugar propicio para las excavadoras, que entran de lleno durante la época seca, cuando es una estepa rica en arena. Y así, sin agua, sin arena, el río va desapareciendo.
Yoganathan, conocido popularmente como Amuthan, tiene cincuenta años, lleva tres décadas peleando en conflictos medioambientales y desde 2003 se dedica a la protección de este río, que bordea su ciudad, Kanchipuram, famosa por sus saris de seda. La vida de este marxista es un sinfín de protestas en las minas, de ayunos, de marchas, de reuniones para concienciar a los vecinos, de detenciones. “Este río tiene millones de años y ha muerto en menos de diez. No ha muerto para que viva la gente, los animales o la naturaleza; ha muerto por dinero”, lamenta en el salón de su casa, junto a su mujer y su hija.
Para ver cómo queda una zona tras el saqueo minero, Amuthan nos acerca al pueblo de Vippedu, que sufrió la minería hasta hace diez años. Como siempre, los dueños de esta industria convencieron a la población local de los beneficios que traería su proyecto. Empleos, sueldos, desarrollo. Además del anzuelo de la fe, la construcción de templos para la comunidad.
Hoy, a la altura de Vippedu, el cauce es un páramo donde crece algún matorral y poco más. Sus habitantes, jornaleros, afrontan una severa escasez del bien más esencial. “Antes de que estuviese aquí la mina, cavábamos nueve metros para encontrar agua subterránea. Ahora hay que bajar hasta sesenta y noventa”, dice Elumalai, un campesino de setenta años que cultiva arroz gracias a un pozo doméstico. Cuenta con la ayuda del depósito comunitario del pueblo. “Cuando se acabe el agua de los pozos, cultivaré alimentos que pueda mantener con la lluvia, como las lentejas”. Su vecina Nagama, de 44 años, no descarta irse a la ciudad a trabajar en la construcción. “Es eso o vivir de las ayudas. Sin agua, aquí no hay nada que hacer”.
Sin arena no hay agua
¿Qué tienen que ver las minas con la falta de agua? Sin arena, el agua no se acumula. Fluye rápidamente por la superficie, pero no por el suelo. “La arena retiene el agua para que se mueva de forma subterránea. Vertical y horizontalmente. Si retiras la arena, no hay recarga de agua subterránea y eso es grave porque la agricultura depende de ella”, expone el hidrogeólogo Nandimandalam J. Raju. El científico se muestra tajante sobre la gravedad de esta explotación masiva, más aún en una zona castigada por la ausencia de lluvias. Y dispara una advertencia: “La minería de arena es uno de los principales problemas para la conservación del agua por sus considerables implicaciones medioambientales”.
También la calidad del agua se ve afectada. La existencia de un filtro natural se vuelve indispensable en unos ríos que son el desagüe cotidiano de curtidurías y fábricas textiles. “La arena por sí misma no es un purificador, pero en la naturaleza siempre está mezclada con otros elementos, como el cieno y la arcilla, y esa combinación sí puede reducir el paso de ciertas partículas dañinas”, afirma K.G. Saxena, profesor de la universidad JNU de Delhi especializado en gestión de recursos naturales.
La acumulación de arena, además, ayuda a marcar el camino que debe seguir el río, un trazado que se vuelve totalmente anárquico a causa de los mordiscos de las excavadoras. Esto es clave en caso de inundaciones, ese desastre que azota a la India cada año. En Tamil Nadu sus habitantes recuerdan bien las riadas que en 2015 afectaron a más de dos millones de personas y acabaron con casi 500 vidas. Sobre todo en Chennai, la capital, donde los vecinos suelen sentirse ajenos a los problemas de la India rural.
El precio de la urbanización
Siempre se ha necesitado arena para la construcción. En la India el punto de inflexión llegó en la década de 1990. Cuando en nombre del crecimiento el Gobierno liberalizó la economía y lanzó un paquete de reformas económicas, explotó también el mercado inmobiliario, que desde entonces no ha pisado el freno. Las ciudades indias han crecido y con ellas lo ha hecho la demanda de arena, un material que pasa inadvertido por su falta de exotismo pero que, mezclado con cemento, es esencial para levantar viviendas.
Ese crecimiento responde a la explosión demográfica y a la migración urbana. Ambas parecen imparables. En la India, 377 de sus 1.250 millones de habitantes viven en ciudades, pero el Gobierno espera que rocen los 600 millones para 2030. Es tiempo de promesas, de modo que el primer ministro, Narendra Modi, ha anunciado inversiones astronómicas en desarrollo urbano (ahora el sector de la construcción crece al 8% anual) y tiene entre manos un megaproyecto urbanístico con el que pretende crear cien ciudades inteligentes, levantando urbes nuevas y modernizando las actuales.
La India es el escenario perfecto para el expolio de la arena. Tamil Nadu vive el boom urbanístico, pero no es el único; la historia se repite en Maharashtra, Madhya Pradesh o Uttar Pradesh. Todos sufren el látigo humano en busca del polvo prohibido, que se mueve entre estados indios y viaja a otros países, como Singapur y las naciones de la península arábiga, donde las construcciones más modernas del mundo están en auge. “Poner la prioridad en el desarrollo y en la urbanización ha disparado la demanda de arena y ha dejado de lado las preocupaciones medioambientales. Es un precio que acabaremos pagando”, dice el profesor Saxena.
De fondo está la esperanza de encontrar nuevos caminos para responder a una necesidad existente. “Ojalá la tecnología genere una alternativa que sea viable, barata y reutilizable. Ya se está trabajando con yeso o con arena manufacturada, hecha con piedras trituradas de edificios demolidos”, dice G. Sundarrajan, ingeniero que lidera el movimiento ambientalista Poovulagin Nanbargal, y que apuesta por que la minería tenga lugar en los pantanos. “Ahí hay una gran fuente de arena y cieno que se ha ido depositando. Si cavas ahí, ganas espacio para almacenar más agua en el embalse y no tienes que destrozar el cauce del río. Lo que está haciendo esta mafia es insostenible”.
La mafia de la arena
¿Quién es “esta mafia”? Sobre el papel, desde 2003 el Departamento de Obras Públicas es el único encargado de las minas de arena en Tamil Nadu, pero el organismo delega la extracción en empresarios locales a cambio de una cuota por la cantidad excavada. Y ahí viene el truco, que explica Sundarrajan: “Declaran que han extraído cien toneladas y pagan la tasa por esas cien, pero en realidad se han llevado miles”. Se calcula que esta industria mueve unos 3.000 millones de euros al año, pero el Gobierno tamil ha apuntado unos ingresos de 33,6 millones en sus últimos presupuestos. No se sabe cuánto acaba en negro, dentro de una red de sobornos y tajadas que afecta a todas las capas de la sociedad.
“Son una mafia que paga a los jefes de las comunidades, a políticos locales, a policías, a miembros de la judicatura, a matones y a informantes para que les tengan al tanto de quienes se oponen a sus proyectos”, asegura sin titubeos el ingeniero, que dibuja un entramado por escalones en el que cada intermediario controla su entorno. “El último nivel llega hasta los jefes de estas minas, que cuidan de los miembros del gobierno estatal y los funcionarios de alto nivel”.
Los capos de la arena, como Arumugasamy, Ramachandran, Shekhar Reddy o S. Vaikundarajan, son conocidos por todos. Como lo son sus excelentes vínculos (en ocasiones, familiares) con los principales partidos políticos tamiles. Los magnates dirigen conglomerados complejos, dedicados a distintos campos como la construcción, el alquiler de infraestructuras o la extracción de minerales. Alguno posee hasta medios de comunicación. El origen real de sus beneficios queda adecuadamente difuminado.
En la actualidad, Reddy está detenido tras haber sido hallado con 18 millones de euros en efectivo y más de 100 kilos de oro. Ramachandran, también desde una celda, afronta un caso por amasar dinero negro y en su día Vaikundarajan fue investigado por minería ilegal. Cuando saltan estas noticias, suelen decir que las acusaciones sobre sus ilegalidades no se sostienen sobre ninguna base. “Nuestras manos están limpias”, afirman desde la compañía de Vaikundarajan, especializado en arena de playa. Otra opción habitual es negar la mayor y desvincularse de la extracción, afirmando que solo facilitan infraestructura o trabajan como “asesores” de aquellos que sí tratan con la arena.
El Departamento estatal de Geología y Minería no ha respondido por teléfono a las preguntas de 5W ni tampoco ha contestado sus correos electrónicos. Cuando el gobierno se ha dirigido a la prensa, ha sido para mostrar su determinación contra “el uso indebido de los lechos de los ríos”. Jayalalithaa, la que fuera jefa del Ejecutivo hasta su reciente fallecimiento, llegó a advertir de que usaría su “mano de hierro” contra las minas ilegales de arena. Según el Ministerio de Medio Ambiente, Bosques y Cambio Climático, la minería debe hacerse de forma “sostenible” porque “la arena es vital para la salud de los ríos”.
Bajo esos nombres se construye una estructura contra la que no es fácil levantar la voz. “El primer paso es que los matones amenacen a los manifestantes. Si eso no funciona, es una práctica común que se fabriquen casos falsos contra ellos”, cuenta S. Sundararajan, abogado de Chennai especializado en casos medioambientales. Después explica el proceso: “Se acusa al activista de haber amenazado de muerte a alguien y así queda detenido tres meses. Luego sale, porque nunca se probará nada, pero esa persona tendrá que estar peleando en los tribunales, soportando un juicio y pagando costes durante un tiempo. Así se le agota”.
Si el agotamiento no es suficiente, el precio es la vida. Porque este es un negocio demasiado lucrativo para que alguien arruine la fiesta. A falta de registros oficiales que no existen, la revista Frontline recopiló los numerosos asesinatos que han tenido lugar en los últimos años a manos de esta mafia. Activistas que paran proyectos, policías que investigan, políticos locales que no aceptan sobornos o funcionarios que hacen preguntas inadecuadas. Todos cumplen el perfil para ser un objetivo.
R. S. Mugilan, de 49 años, es un conocido activista que lucha contra las minas de arena y granito, las plantas nucleares, las embotelladoras de refrescos o las fábricas que contaminan los ríos. Se ha ganado respeto porque siempre ha dado la cara y ha señalado nombres sin temor a ser el siguiente en la lista negra. Eso le ha costado detenciones, agresiones y amenazas. Afirma que conoce al menos veinte personas asesinadas por matones de la arena en los últimos quince años sólo en Tamil Nadu. “La mafia de la arena mata cuando hace falta matar. No usan pistolas, sino camiones. Simulan un accidente, un atropello fortuito”. Nunca hay testigos. “No se investiga nada ni nadie paga por esas muertes. Los casos quedan pendientes durante años pero nunca llegan a una condena”.
—¿Y tú, no tienes miedo?
—No puedo tener miedo. Esto es por mi país, mi arena, mi tierra. No puedo sentir miedo defendiéndola.
Mugilan está inmerso en la protección del río más importante de Tamil Nadu, el Kaveri, del que dependen medio millón de agricultores. Participa en un movimiento para unificar las protestas contra las cuarenta minas que empeoran la situación de un cauce malherido por la contaminación y las presas. “Contamos con el apoyo de la gente local, muchos se involucran y gracias a eso hemos conseguido frenar tres proyectos en los últimos cinco meses”, comenta ilusionado su colega de trincheras N. Viswanathan. La última victoria llegó finales de noviembre de 2016, cuando pararon la apertura de un nuevo yacimiento en una acción que, no obstante, se saldó con 32 detenidos.
La situación es bien distinta en el río Palar, donde hay una completa falta de organización. “No somos capaces de unir a la gente de los pueblos. Cada uno tiene su comunidad, su casta, su religión, y se apoyan dentro de esos grupos, pero no escuchan a los que estamos fuera”, se queja Amuthan, el activista de Kanchipuram. “La gente conoce el problema, pero no se mueve contra él. No piensan en la globalización y su futuro, aunque ven sus efectos”.
La lucha por la supervivencia conduce a muchos a introducirse de forma particular en el negocio de la arena. En la aldea de Sevilimedu, la mayoría de habitantes viven de llenar en el río sus propios carros de arena tirados por bueyes y de vender la carga en el pueblo. Lo hacen de madrugada, antes de que el sol delate su presencia. La mañana en que visitamos la aldea la policía había detenido a cuatro vecinos que volvían del río con el polvo prohibido. Es fácil arrestar a los peces pequeños. Amuthan sostiene que ni esta extracción minoritaria ni los trabajadores de las minas ilegales deben ser el objetivo de las autoridades. “Son empujados a esos trabajos, no se les está facilitando tener otra opción. Ellos no son los culpables de la muerte del río”, insiste.
Amuthan, que vive por y para su río, se emociona solo con pisar la arena del Palar. Solo con sentirla en las manos. Bebe su agua, la saborea y recuerda las palabras del antiguo poeta tamil Thiruvalluvar, su guía en la vida:
—Thaneer Illamal, Ulagam Illai.
—¿Qué quiere decir?
—Sin agua, el mundo no existiría.