*Con la colaboración de la periodista ugandesa Dicta Asiimwe
Ocurrió en Kenia, en la década de 1980. El ingeniero francés Charles Monet trabajaba en una de las fábricas de azúcar del oeste del país. Amante de la naturaleza, Monet —el nombre es un pseudónimo que le otorgaría más tarde el escritor científico Richard Preston— empleaba su tiempo libre en visitar recónditos parajes naturales de la zona. En una de sus visitas al Monte Elgon, el volcán extinto más grande y antiguo de África Oriental, el francés se adentró junto a su pareja en la cueva Kitum, una cavidad rica en sales minerales en la que solían merodear elefantes y búfalos. Lo que Charles Monet desconocía era que esa misma cueva, hoy cerrada al público, también albergaba una colonia de murciélagos de la fruta.
En su incursión, el hombre se arañó la pierna con una piedra en la que había restos de excrementos de murciélago y contrajo el virus de Marburgo, perteneciente a la familia de los filovirus, como el del ébola. Murió pocos días después en un hospital de Nairobi. Su mujer y el personal sanitario que lo atendió resultaron contagiados y también fallecieron: el ingeniero francés pasó a la historia como el paciente cero del virus de Marburgo. Científicos de todo el mundo empezaban a alertar entonces de los riesgos de las enfermedades zoonóticas, aquellas que pueden transmitirse entre animales y seres humanos. Advertían de que la humanidad está cada vez más expuesta a ellas a causa del mayor contacto entre humanos y animales salvajes por factores como la globalización, el aumento de la población y el desarrollo económico.
Cuatro décadas después, y a cientos de kilómetros de distancia de la cueva de Kitum, Benard Ssebide, veterinario jefe de la oenegé Gorilla Doctors, prepara el equipo que necesitará para una intervención de urgencia en el Parque Nacional del Bosque Impenetrable de Bwindi, en Uganda. Apenas unas horas antes, los guardas del parque le han avisado de que un gorila de tan solo cinco años tiene incrustado en el brazo el alambre de una trampa tendida por cazadores furtivos. Ssebide y su equipo salen del campamento hacia las cinco de la mañana, sabiendo que aprovecharán la ocasión para algo más que atender al animal.
Una bomba de relojería
A principios de este año la Universidad de California-Davis, con el apoyo del Instituto Nacional de Salud de Estados Unidos, lanzó CREID, una red de centros de investigación en todo el mundo para recoger muestras de animales salvajes y de humanos. El objetivo es analizarlas en busca de patógenos (virus, bacterias, hongos…) que puedan saltar de la fauna a las personas, a fin de mejorar la prevención y respuesta a eventuales pandemias.
El Parque Nacional de Bwindi, catalogado por la Unesco como Patrimonio de la Humanidad, fue uno de los dieciséis lugares seleccionados en África para formar parte de esta red: es una extensa selva virgen a la que acuden turistas de todo el mundo para ver gorilas. Alrededor del parque, en medio del desarrollo económico, ha habido un importante crecimiento de la población.
Por eso, además de curar el brazo del pequeño gorila, Ssebide y su equipo aprovecharán la intervención para extraer muestras nasales, de sangre y saliva y analizar el estado de salud del animal. Las muestras de primates (monos, babuinos y gorilas) de Bwindi, igual que las de mosquitos y murciélagos, se analizan en un laboratorio del llamado EpiCentro para la Inteligencia de Enfermedades Infecciosas Emergentes (EEIDI, por sus siglas en inglés), en colaboración con el equipo en terreno de Gorilla Doctors. El programa pone el foco en unos virus determinados en función de cada especie. En el caso de los primates, se investigan sobre todo filovirus como el ébola o el de Marburgo. En los mosquitos se busca la presencia de arbovirus, responsables de enfermedades como el dengue, la fiebre amarilla, el chikunguña o el zika; en el caso de los murciélagos, el foco se pone en los famosos coronavirus, causantes de la covid-19 o el síndrome respiratorio de Oriente Medio (MERS-CoV).
La doctora Christine Johnson es investigadora líder del proyecto EEIDI y coordinadora del CREID, y subraya que Bwindi y el laboratorio de Investigación Vírica en Uganda son la primera línea de contención ante una eventual nueva pandemia.
—Bwindi es una bomba de relojería, un nuevo brote [de una enfermedad zoonótica] es inevitable. El objetivo de nuestro trabajo es conocer al máximo los patógenos que encontramos en los animales para estar tan preparados como sea posible y poder frenar el contagio a tiempo —dice Johnson a través de una videoconferencia desde Estados Unidos, donde el programa tiene su sede.
Las investigaciones del laboratorio pueden contribuir a futuras vacunas, a nuevas pruebas de diagnóstico y, sobre todo, a aportar conocimiento para entender el modo de contagio y evolución de un nuevo virus, añade la doctora. Si se conoce el camino, se puede parar la transmisión.
El proyecto en la selva de Bwindi es en realidad una gota en un océano, pero tiene una importancia clave. Sirve como modelo para aprender y replicar lo descubierto en otros contextos.
—Lo ideal sería poder llevar a cabo este tipo de control en todas las zonas de riesgo donde conviven humanos y fauna salvaje, pero los fondos son limitados. De modo que Bwindi es la base para el desarrollo de posibles modelos de contagio —dice Johnson.
Pero es necesario colaborar de forma global, de manera coordinada e igualitaria, y destinar fondos a este tipo de investigaciones, insiste.
—Nos jugamos la salud de todos.
La salud local, un problema en la sombra
Haven Nahabwe es el responsable de salud pública en el Hospital Comunitario de Bwindi, y también el encargado de llevar adelante el estudio del EEIDI en humanos. Explica que en esta zona hay un grave problema a la hora de diagnosticar enfermedades por la falta de pruebas.
—Cuando la gente tiene fiebre se le receta automáticamente un tratamiento para la malaria o paracetamol. Nunca se contempla como una posible infección vírica o bacteriana. Nuestro programa intenta entender qué hay detrás del origen de esas fiebres.
El parque nacional de Bwindi está en una región de Uganda densamente poblada, con más de un millón de personas concentradas en apenas 4.000 kilómetros cuadrados. Bordea la República Democrática del Congo y Ruanda, y está a pocas horas de distancia de ciudades como Goma y Kigali, ambas con más de un millón de habitantes. La circulación de personas y mercancías entre los tres países es constante y, en su mayoría, escapa al control de las autoridades sanitarias.
El Hospital Comunitario de Bwindi, gestionado por una oenegé cristiana estadounidense, presta servicio a una población de alrededor de 350.000 personas. Según Nahabwe, gran parte de ellas no puede permitirse el acceso a los servicios sanitarios por su alto coste.
—Si se encuentran mal, suelen ir a los curanderos tradicionales. Si no funciona, optan por automedicarse en las farmacias. Solo cuando están verdaderamente enfermos vienen al hospital, si se lo pueden permitir. Eso hace que la gente llegue a nuestra consulta en muy mal estado. De la población que atendemos, solo el 30% tiene seguro médico.
Catherine Tumushabe tiene tres hijos y cuando la visitamos está embarazada del cuarto. Para su familia, estar asegurada significa pagar 25.000 chelines ugandeses al trimestre (unos 6 euros), pero no siempre los tienen.
—Conseguí pagar este trimestre, pero no sé si podré ir al hospital a dar a luz porque hice el pago con retraso. Así que no sé si aprobarán mi solicitud —dice Tumushabe.
En caso de que no se regularice a tiempo su situación, tendría que pagar unos 50.000 chelines (12 euros) al día por el tiempo que esté ingresada, lo que supone que la familia tendría que vender parte de sus propiedades para costear la factura. La mayoría de la población de la zona no tiene siquiera esa posibilidad.
Alufunsi Bifumbo vive en Kanungu y proviene de un linaje de curanderos tradicionales que se remonta a más de tres generaciones. Aprendió de sus antepasados a tratar enfermedades con las hierbas que se encuentran en el Parque Nacional de Bwindi. Lo explica en un francés que atestigua sus orígenes congoleños y la porosidad de las fronteras.
—Trato a gente de los dos lados de la frontera. Cuando visito a mi familia en el Congo me llevo las hierbas medicinales de aquí. Puedo tratar todo tipo de enfermedades, incluso la covid-19; yo la contraje hace unos meses y me curé inhalando un vapor con distintas hierbas —sostiene.
Para mostrarnos el proceso llama a su nieto y le pide que vaya a buscar tres plantas diferentes del jardín. Arranca las hojas de las ramas y las junta en un mortero. Las machaca para después sumergirlas en agua caliente y producir así el vapor que, dice, es capaz de tratar la covid.
Los curanderos tradicionales son personalidades muy respetadas dentro de las comunidades, ya que atesoran un conocimiento milenario, pero también pueden ser catalizadores en una epidemia. Bifumbo, no obstante, tiene muy presente el protocolo impuesto por las autoridades en caso de encontrarse con un caso de ébola: principalmente, consiste en derivar a los pacientes al Hospital Comunitario. El curandero defiende sus capacidades para tratar otras enfermedades de origen zoonótico, como infecciones respiratorias o fiebres no hemorrágicas.
Las alternativas al Hospital Comunitario de Bwindi son pocas para la población que habita alrededor del parque y vive constantemente expuesta a contagios. El centro público de salud más cercano es el de Kayonza, a cinco horas a pie. Por su rango, debería poder hospitalizar a pacientes y ofrecer una gran variedad de tratamientos. Sin embargo, carece de recursos y de personal. Los pacientes suelen recibir como prescripción la toma de paracetamol o un volante para ir al hospital privado, algo que muchos no pueden permitirse. La mayoría vuelven a casa sin diagnóstico y enfermos, aumentando así el riesgo de contagios y la aparición de nuevos brotes.
Investigar para actuar
John Kayiwa es el responsable del EEIDI en el Instituto de Investigación Vírica de Uganda. Coordina la recepción y análisis de las muestras recogidas por el equipo de Gorilla Doctors para identificar los patógenos en una primera etapa, antes de que se envíen a la Universidad de California para ser secuenciadas y construir un mapa genético que permita identificar y catalogar los patógenos encontrados.
—Desde el momento en que encontramos a una persona con fiebre que da negativo en malaria hasta tener el resultado en el laboratorio puede pasar hasta un mes. Por eso, a veces el paciente fallece sin saber qué tenía. También es cierto que, cuando encontramos un positivo de una zoonosis contagiosa, sus contactos pasan a ser prioritarios y podemos tener los resultados entre 24 y 48 horas después, para poder así lanzar una respuesta sanitaria —explica.
En 2009, bajo la administración Obama, Estados Unidos creó el proyecto PREDICT, antecesor de la red CREID, para ayudar a dotar de cierta autonomía y capacitación a los países con más exposición a brotes de zoonosis, entre ellos Uganda. Así se iniciaron los primeros intentos de crear y coordinar sistemas de vigilancia y prevención de pandemias. Con los datos recogidos, fundaciones como The Global Virome Project pudieron producir informes donde se calculaba que el 75% de las enfermedades infecciosas emergentes que afectan a humanos proviene de los animales; y que, de los 1,6 millones de virus que se estima quedan por descubrir, 700.000 podrían afectar directamente al ser humano. Kayiwa dice que aún queda mucho camino por recorrer.
—Las enfermedades zoonóticas, con excepciones como la covid-19, se suelen propagar lentamente, pero esto no debería justificar los plazos tan largos con los que trabajamos. Invertir en capacidad de hacer pruebas a nivel local debería ser el objetivo.
Nahabwe, como responsable de salud pública de Bwindi, añade que el primer paso para reducir la exposición a futuros brotes es aumentar la inversión en los sistemas de salud africanos.
—Si de verdad se quiere evitar otra pandemia, debería ser la prioridad número uno para la comunidad internacional.
A todo esto se suma el actual contexto de crisis climática: varios estudios, como el publicado por la revista Nature el pasado abril, apuntan a que el aumento de las temperaturas puede fomentar la aparición de nuevas enfermedades y futuras pandemias: los estudios preliminares muestran cómo la subida de las temperaturas llevará al cambio de hábitat de ciertos animales, que pasarán a convivir con otras especies y con seres humanos, compartiendo nuevos espacios e, inevitablemente, enfermedades.
Durante nuestra estancia en Bwindi pudimos atisbar los cambios que se auguran en un futuro próximo. En una de sus habituales salidas para recoger muestras, la investigadora estadounidense Jelica J. Joyner, del equipo de Gorilla Doctors, encontró un espécimen de Aedes Aegypti, un tipo de mosquito transmisor de virus como el dengue, la fiebre amarilla, el chikunguña y el zika. El hallazgo no se salía de lo habitual, salvo por el hecho de que se encontraba a apenas un metro de distancia del suelo, cuando este tipo de insectos suelen moverse a 3 o 4 metros de altura. Un cambio sutil, pero que, para Joyner, apunta al consenso científico de que el cambio climático afectará al hábitat y al riesgo de transmisión de enfermedades víricas.
El turismo como correa de transmisión
El Parque Nacional del Bosque Impenetrable de Bwindi es uno de los más visitados de Uganda. Genera más del 60% de los ingresos del ecoturismo del país, y las previsiones no dejan de crecer. Visitantes de todo el mundo acuden a este pequeño parque, con una extensión de 330 kilómetros cuadrados, para admirar los últimos especímenes de gorilas de montaña que existen en el planeta. A pesar de haber incrementado su número hasta algo más de mil (más de la mitad de ellos en Uganda), siguen siendo una especie en peligro de extinción. Por eso, los esfuerzos para conservar y recuperar la especie son enormes.
El ser humano comparte una carga de ADN del 98,25% con estos primates; la crisis de la covid-19 supuso un antes y un después en la relación entre ambas especies, al menos en Bwindi. Dada la fragilidad de los gorilas ante la pandemia, los protocolos de seguridad para visitarlos se extremaron para minimizar eventuales contagios. Controles de temperatura, desinfección de manos y uso de mascarillas por parte de los turistas se hicieron obligatorios.
Lo explica la doctora ugandesa Gladys Kalema-Zikusoka, vicepresidenta de la Sociedad Africana de Primatología y fundadora de la oenegé local Conservación a través de la Salud Pública.
—El contacto más cercano entre animales y personas en Bwindi es consecuencia del turismo, y no es bueno. Las enfermedades se pueden contagiar fácilmente.
El turismo, reconoce Kalema-Zikusoka, es un jugador complejo en la prevención de pandemias: es un factor de riesgo para la salud global porque puede ser detonante de nuevos brotes de enfermedades zoonóticas, pero al mismo tiempo genera ingresos indispensables para la conservación y protección de los escosistemas.
La doctora ugandesa es todo un referente en el mundo conservacionista y ha recibido reconocimientos como la medalla de Edimburgo al mérito por su trabajo en el parque nacional. También es conocida por su defensa de las voces africanas en el debate global sobre la conservación. Después de varios años trabajando como veterinaria para la Agencia Ugandesa para la Fauna Salvaje, decidió fundar en 2003 su propia oenegé para proteger a los gorilas desde una perspectiva que, por aquel entonces, era única: hacerlo a través del bienestar de las comunidades locales.
—Una epidemia de sarna en los gorilas [que se contagiaron de los humanos] nos enseñó que las comunidades locales no estaban recibiendo la atención sanitaria adecuada. Decidimos que había que abogar por una mejora de su bienestar. Nadie lo entendió como una medida en favor de la conservación del medioambiente, salvo la propia gente de Bwindi.
Para proteger el ecosistema, es primordial que la comunidad esté involucrada en el proceso, insiste. En Bwindi, por ejemplo, la creación de empleo en el sector turístico o la reconversión de cazadores furtivos en rastreadores de gorilas ha fomentado que la población vea el parque con buenos ojos. Además, dice, es imprescindible dar más apoyo a los centros de salud locales, primera línea de contagio. Voces africanas como la suya de esta doctora son las que han aportado un punto de vista local y más humano a las teorías conservacionistas incluyendo a las comunidades locales como actores indispensables.
—Creer en un mundo donde no existe el conflicto entre humanos y animales salvajes gracias a una supuesta separación física es totalmente irreal. Hay que hacer que la coexistencia sea posible y para ello hay que proporcionar las herramientas sociales, sanitarias y económicas para que las comunidades tengan una vida digna. Si pueden salir adelante con sus propios medios, no habrá necesidad de recurrir a la caza furtiva o a cualquier otra actividad que pueda dañar el ecosistema .
Múltiples son las iniciativas lanzadas por la doctora Kalema-Zikusoka para mejorar el bienestar de la población: desde la creación de pollerías o la promoción de la vacunación de los trabajadores del sector turístico, hasta proponer que las comunidades puedan analizar la carne que consumen para evitar contagiarse de enfermedades zoonóticas.
El desarrollo económico, un arma de doble filo
La declaración de Bwindi como parque nacional en la década de 1990 supuso la creación de un polo económico que no ha dejado de crecer. El crecimiento de la población ha sido constante y ha convertido en pueblos lo que hasta hace nada eran aldeas, como ocurrió en febrero de 2021 con Buhoma, en la entrada de Bwindi.
Cuando el lugar fue declarado parque, Gordon Kwikiriza se dedicaba a vender estatuillas de madera a turistas occidentales que llegaban para ver a los enigmáticos gorilas. Luego abrió una tienda y empezó a trabajar en un hotel, hasta que consiguió hacerse con uno de los icónicos vehículos de safaris que le han permitido escalar socialmente. Ahora forma parte de las clases más acomodadas de la zona. Su último proyecto, con el que espera tener solucionada su vida, es un nuevo hotel para familias a las puertas del parque.
—Buhoma está en pleno boom turístico y no va a dejar de crecer —dice desde el terreno donde tiene pensado construir tres bungalós, a menos de doscientos metros de la entrada al Bosque Impenetrable de Bwindi.
Bwindi tiene una particularidad respecto a otros parques: dada la alta densidad de población en la zona —con un crecimiento del 3% anual, de los mayores del continente—, no dispone de las llamadas zonas de separación, que tienen como objetivo delimitar los espacios para seres humanos y animales a fin de evitar o reducir conflictos. En su lugar, lo único que se ha propuesto es destinar algunas zonas a plantaciones de té: es un tipo de cultivo que no atrae a la fauna de Bwindi al no ser una fuente de alimento, pero por ahora no evita que salgan del parque y alcancen las granjas y campos agrícolas, cada vez más numerosos.
Ibrahim Byarugaba tiene 57 años y vive en Kwenda, a las afueras del parque. A finales de la década de 1990 fue atacado por un gorila mientras cultivaba sus tierras, entre la República Democrática del Congo y Uganda. Su caso no es el único: por aquel entonces los ataques eran frecuentes. Con la adaptación de los gorilas al turismo, este tipo de ataques pasaron a ser menos habituales, pero los encuentros con animales en los campos continúan.
—Seguimos encontrándonos con elefantes, babuinos, monos y gorilas. Vienen, se lo comen todo y, en muchos casos, los destruyen por completo. Nos dejan sin alimentos para nuestros hijos y sin recursos para pagar las tasas escolares.
Este agricultor critica que la Agencia Ugandesa para la Fauna Salvaje no ofrezca indemnizaciones por estos destrozos, y que además existan penas muy duras para la comunidad en caso de que recojan leña, frutos u otros recursos del bosque: cazar a un animal puede acarrear hasta once años de cárcel.
Dada esta convivencia entre humanos y animales salvajes, evitar un nuevo brote de una enfermedad zoonótica es prácticamente imposible para el equipo del EEIDI. Por ello, tanto la doctora Johnson como el veterinario Ssebide apuestan por la educación como herramienta de cambio.
—La gente sabe que los murciélagos son huéspedes de muchísimas enfermedades. Las primeras aportaciones de las comunidades iban en la línea de proponer su exterminio como una solución para estar a salvo. Tuvimos que crear material didáctico basado en las particularidades de cada lugar para explicar que eso no era posible, ya que [los murciélagos] son clave para mantener el ecosistema —dice la doctora.
Ssebide recalca que la prevención pasa por la educación en todos los sentidos, incluido el sencillo hecho de que, cuando un niño o niña va a la escuela, se reduce el riesgo de contacto con animales en los campos de cultivo.
—En lugar de estar vigilando las cosechas, está en un aula aprendiendo. Además, si los miembros de la comunidad van a la escuela, es menos probable que tengan muchos hijos y eso reducirá la presión demográfica en el futuro. Con mejor educación puedes optar a mejor empleo y, por tanto, necesitarás ir menos a por leña al bosque o cazar furtivamente porque tendrás más recursos para usar otros combustibles o comprar alimentos. La educación, al fin y al cabo, es la mejor herramienta para luchar contra posibles futuros brotes.
*Este artículo ha sido desarrollado con el apoyo de Pascal Decroos Fund y Le fonds pour le Journalisme