“El mundo se ha partido en dos: estamos nosotros, la gente de Chernóbil, y están ustedes, el resto de los hombres”. Nikolái Prójorovich Zharkov en Voces de Chernóbil, de Svetlana Alexievich
No se ve, pero se intuye. La radiactividad se extiende a varios kilómetros alrededor de la central nuclear de Chernóbil. La tierra sigue envenenada, pero en ella se cultivan alimentos contaminados con isótopos radiactivos (cesio-137, estroncio-90) que los habitantes consumen a diario por falta de recursos. Hace más de treinta años que la vida en este lugar quedó truncada por el peor desastre atómico de la historia.
El 26 de abril de 1986, el reactor cuatro de la central nuclear saltó por los aires y contaminó grandes zonas de Ucrania, la vecina Bielorrusia —por donde se extendió una enorme parte de la radiactividad— y algunas áreas de Rusia. Fue un cataclismo que, en silencio, sigue escribiéndose. Empezó con titulares y ahora lo hace con letra cada vez más pequeña, porque no tiene la épica de otros conflictos de nuestro tiempo; porque, con los años, lo que era excepcional se vuelve rutina; porque aquí el enemigo es invisible y trabaja a cámara lenta.
El fotoperiodista Raúl Moreno (Albacete, 1979) lleva seis años trabajando para documentar la vida alrededor de Chernóbil. Ha visitado varias veces las zonas contaminadas y de exclusión; ha hablado con quienes sufrieron el accidente, quienes se resistieron a abandonar sus casas —hoy octogenarios— y quienes nacieron después. Y, a medida que iba recopilando material, se dio cuenta de algo: “Cuanto más tenía, menos tenía: lo que está pasando allí sobrepasa”.
“Este es un proyecto que ha cambiado mi forma de trabajar, de ver y de contar a través de la fotografía. Me interesa que mis imágenes transmitan emociones, y para eso intento empatizar y emocionarme con las personas que fotografío —explica—. Quizá ha sido el trabajo más intenso, y al que más energía y fuerza he dedicado. Tiene una parte más personal, he puesto un poco de mí mismo”.
En este recorrido comentado, Raúl Moreno nos adentra en el Chernóbil cotidiano. El de los liquidadores que sufren las consecuencias de la radiación, el de los alimentos contaminados, el de la soledad de quienes decidieron quedarse o el de quienes nacieron marcados por la radiactividad.
Vasili Kovalshuk, un liquidador que efectuó diversos trabajos de descontaminación, señala en el mapa de la zona de exclusión de Chernóbil
Esta foto la hice en Orane, una aldea de Ucrania. Aquí vivían varios liquidadores, las personas que en su día se encargaron de hacer limpieza de las zonas radiactivas. Vasili era militar, y justo después del accidente trabajó en una aldea en la zona contaminada, donde ahora no vive nadie. Estuvo en un puesto de control para impedir el paso, retiraba escombros de aldeas, talaba árboles para limpiar zonas altamente radiactivas.
Vasili no tuvo muchas secuelas. Se quejaba alguna vez del corazón, pero hizo vida normal. Un mes y medio después de esta foto, murió repentinamente (la última imagen de esta serie es su lápida). Es una muerte típica de los liquidadores y de la gente que ha recibido tanta radiación: parada cardiorrespiratoria. Tenía 58 años.
Una señal advierte del peligro radioactivo en la zona de exclusión bielorrusa
Era de noche y estaba por la zona de exclusión bielorrusa buscando a residentes que me contaran cómo vivían ahora y cómo habían vivido el accidente. Esta señal, en el bosque y con esta luz un poco tenue, simboliza el peligro. La radiación no se ve, pero la señal advierte de que aquí está pasando algo.
En la zona de exclusión de Ucrania viven cientos de personas. Están en situación ilegal, aunque el Gobierno les permite extraoficialmente vivir ahí. Después de ser desalojados no pudieron rehacer sus vidas en los barrios de Kiev a los que fueron destinados. Quisieron volver a sus casas, a vivir con sus gallinas, sus vacas, sus cultivos, porque no sabían vivir en la ciudad. Me han hablado de gente que enfermó, que entró en depresión: algunos se suicidaron. Son gente mayor; los hijos sí que están en la ciudad, pero ellos prefieren vivir así antes que abandonar su estilo de vida. Algunos no dejaron sus casas en ningún momento y siguen allí.
“No me da miedo vuestra radiación, a lo único que temo es a los nazis”, dice Praskovia Afanasievna, habitante de una aldea en la zona de exclusión bielorrusa
Esta es una de las personas que nunca abandonaron su casa. Es una de los llamados ‘samosely’, retornados, okupas. Hace un año de esta foto; ella tenía 87 años y vivía en la zona de exclusión bielorrusa con su marido, de 86. Nunca dejaron su casa porque prefirieron que sus hijos se fueran a Rusia a estudiar. De haberse ido, habrían tenido que invertir todo lo que tenían para formar una nueva vida. Prefirieron gastar ese dinero en la educación de sus hijos.
Cuando ocurrió el desastre estaban en el huerto. Empezaron a ver revuelo en la aldea, se decía que había habido un accidente en la central y que había que evacuar. Ellos se negaron. Vieron cómo se iban todos los vecinos. Los únicos que quedaron en la aldea fueron ellos y los perros ladrando. Incluso ahora no vive nadie más: están los dos solos, viven de lo que cultivan. Algunas personas van de vez en cuando a visitarles. Uno de los principales problemas de esta gente es la soledad. Si están en pareja, todavía… Pero hay muchas personas solas y es un problema: dan vueltas a la cabeza, necesitan hablar con alguien.
La foto está tomada mientras preparaba la cena. Luego, sacó un bote de cristal de unos tres litros, con un líquido blanco: vodka casero, samogón. Me dijo que era de una cosecha especial: era del año de Chernóbil. Me senté con ellos a cenar, a beber. Allí no hay tertulia sin vodka.
Manzana de Chernóbil. La necesidad de comer y la falta de recursos para comprar alimentos importados hacen que esta manzana, símbolo de lo prohibido y contaminada, sea consumida en la zona
Esta foto fue clave, aquí es donde dio un giro mi trabajo. Fue cuando me di cuenta del daño que hacía la alimentación, de que aquí es donde está el mayor problema. Al tener pocos recursos no pueden acceder a alimentos importados. Y aquí la comida está contaminada, sobre todo en estas zonas alrededor de Chernóbil, con altos niveles de radiación, cesio-137 y estroncio. En algunas zonas, hasta plutonio. Todo esto se va acumulando y hace que el organismo enferme. Pero no tienen más remedio que comer alimentos contaminados, tienen sueldos bajísimos. Ellos son muy conscientes de eso, saben que su tierra está contaminada, pero no tienen otra opción.
Quise fotografiar la manzana como a una persona, hacerle un retrato. Tenía como un gesto triste. Quise sacarla del contexto del resto de fotos y trabajarlo como un bodegón. Representa también el fruto prohibido: en apariencia lo puedes comer, pero en realidad está cargado de veneno y poco a poco te consume.
Un enfermo se oculta bajo la sábana en el hospital Ivanikiv, Ucrania
El hospital de Ivankiv se utilizó en primera instancia para atender a los enfermos de Chernóbil (a unos 60 kilómetros). Aún siguen tratando a liquidadores y a gente que trabaja en la central nuclear y vive en las zonas de alrededor. Es un hospital muy pequeño y tiene muchas carencias. Habían comprado maquinaria para hacer pruebas gracias a algunos programas de asociaciones de Europa. El Gobierno había prometido un hospital nuevo, con máquinas nuevas, pero nunca llegaron. En Kiev sí hay un hospital para enfermos de Chernóbil, pero en esta zona lo dejaron olvidado. Aquí lo que más hay son pacientes con tumores, enfermedades del corazón —una de las consecuencias de la radiación— y de los pulmones.
Al pasar me encontré con este hombre envuelto en una sábana, como una momia, anónimo. Representa a todos los enfermos de Chernóbil, sin rostro; y también el enemigo invisible, que no se puede ver.
Patata contaminada cultivada en la aldea de Orane, Ucrania, a pocos kilómetros de la zona de exclusión
Esta patata la fotografié en Orane, a menos de 40 kilómetros del reactor. La vi como un rostro: piel escamada, como deteriorándose. Como la vida de quienes sufren la radiación. Representaba lo que yo quería expresar, ese deterioro que va afectando a su organismo y el modo en que les va machacando. Igual que la manzana, la presenté como un retrato.
Cuando se les pregunta por qué consumen estos alimentos contaminados, muchos responden con ironía: “De algo hay que morir”. El lugar es triste, tienen pocos recursos, está contaminado, tienen un Gobierno corrupto, un país en guerra… Es un país al que le ha pasado de todo, y le sigue pasando.
Olga y su madre Svieta desayunan en su casa de la aldea bielorrusa de Budka, a unos kilómetros de la central nuclear de Chernóbil
Esta es una casa a la que voy bastante, los conozco desde hace seis años. Empecé a hacer fotos a Olga con catorce o quince años, y ahora tiene veintiuno. Es gente muy humilde. El padre de Olga murió de cáncer. Tiene otro hermano más, viven los tres juntos. La madre trabaja en una granja, limpiando los animales. Olga estudia un módulo de turismo en un pueblo cercano. Tienen un huerto donde cultivan alimentos, igual que el resto de la gente de Chernóbil. Lo tienen normalizado, sobre todo la gente joven que ha nacido después del accidente. Budka es una aldea normal, de unas 500 personas aproximadamente, en el sur de la región de Gomel (una de las más afectadas en Bielorrusia por la catástrofe).
Cuando ocurrió el accidente de Chernóbil, el viento empujó la nube radiactiva hacia el norte, hacia Bielorrusia, que tiene más terreno contaminado que Ucrania. Esos días, además, llovió. Los niños saltaban en los charcos. Quienes se dieron cuenta trataron de impedirlo, pero era tarde. Más de cinco millones de personas viven en las zonas contaminadas de Ucrania, Bielorrusia y Rusia.
Carne de cerdo de la aldea contaminada de Orane. Aquí todos los alimentos frescos están contaminados en mayor o menor medida
Un alimento que allí se consume bastante es el tocino. Esta imagen es una manera de plasmar el cuerpo desnudo, deteriorado, de representar hacia dónde va ese cuerpo por causa de la radiación. Es básicamente un trozo de carne radiactivo. Al final da ese aspecto de descomposición, de algo que se está acabando.
Después del accidente hubo controles de los alimentos, pero ahora no se hace nada. Algunos laboratorios ofrecen la posibilidad de analizar comida, pero no es obligatorio y la gente no lo hace. En 1990 se creó el Instituto Independiente de Seguridad Radiológica de Bielorrusia (BELRAD), que entre otras cosas hace análisis en la carne y otros alimentos y difunde procedimientos para descontaminarlos. El Instituto lo fundó Vasili Nesterenko, un físico que luchó por dar a conocer la realidad de las consecuencias de la radiación. Fue uno de quienes más denunció que las tierras estaban muy contaminadas, que no se podía vivir y que las pruebas que hacía el Gobierno estaban falseadas. Nesterenko se empeñó en hacer esto visible. Murió hace unos años, y su hijo, Alexey, ha seguido la labor del padre.
La noria de Pripyat se ha convertido en el símbolo de la ciudad y casi de Chernóbil. El primero de mayo estaba prevista su inauguración. Nunca se llevó a cabo
En verano de 2010 me dieron los permisos y me fui a Chernóbil, al epicentro, donde ocurrió la tragedia. Allí empezó todo. El paisaje era desolador. Ver desierta una ciudad que había tenido unos 50.000 habitantes, todo invadido por la naturaleza… es impactante. Puedes entrar en las casas, ver las cosas que tenía la gente. Invades su intimidad, es una sensación curiosa.
La noria de Pripyat es el símbolo de Chernóbil. Nunca se inauguró. Representa la infancia robada, un parón en el tiempo: treinta años después, todo sigue congelado.
La madre de Polina nació en 1986, el año en que se produjo el accidente, y se cree que esa es la causa de los problemas físicos de su hija. Dejó a esta en un orfanato.
Conocí a Polina gracias a una asociación de Andalucía. A la pequeña le falta una pierna, una mano y un brazo. Fue abandonada en un orfanato cuando tenía tres años. En el momento de la foto tenía diez años, aunque hablaba como una adulta de treinta, con una entereza increíble. Decía que todo el mundo tiene sus problemas, que la vida es difícil y que ella, pese a todo, se sentía feliz.
Cuando tenía seis años fue adoptada por una familia que había perdido a una hija, también llamada Polina. Nos dijo que se sentía muy afortunada por haber caído en esa nueva familia, con la que vive en la ciudad bielorrusa de Slutsk. Quería estudiar informática.
La madre de Polina nació el año del accidente. Aquel año fue dramático en Bielorrusia. La zona fue castigada por la lluvia radiactiva. Hay muchos orfanatos con un montón de niños con problemas. Esta niña tuvo mucha suerte: apenas hay adopciones, la sociedad no quiere malformaciones.
La viuda del liquidador Vasili Kovalshuk acaricia su lápida. Ella afirma que fue la radiación la que mató a su marido
Esta foto es de noviembre de 2016; Vasili, el liquidador, había muerto en marzo. En el cementerio de Orane estaba su tumba, pero sin lápida. La viuda de Vasili me invitó a su casa y me estuvo enseñando fotos. Estaba triste, emocionada. Luego me llevó a una nave donde su marido tenía una especie de taller. Quitó un trapo rojo, lo echó para atrás, y apareció la lápida. Ella la acarició. “Estoy esperando un año para ponerla en el cementerio. A que se asiente la tierra”, dijo.
En la imagen aparece la mano de ella. Es una manera de representar la muerte de una manera digna. Vasili era una persona muy querida en el pueblo. Uno más de los tantos que mueren por los mismos motivos.