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Era una adolescente la primera vez que vi la película La fuente de las mujeres, dirigida por Radu Mihăileanu. Trataba del dolor de las mujeres en un pueblo de pocos habitantes en las montañas del Atlas marroquí. Las mujeres, a menudo embarazadas o enfermas, eran (y siguen siendo) las encargadas de ir a buscar el agua en la zona alta de la montaña más cercana para poder abastecer sus casas. Las normas patriarcales las obligaban a ser las que se sacrificaban físicamente por sus familias para proveerlas de agua, sin importar sus embarazos, su salud ni su edad. La trama se torna revolucionaria cuando ellas rechazan hacerlo. Las consecuencias nos las podemos imaginar. La violencia es un arma de coacción: cuando recae sobre cuerpos de mujeres que no tienen muchas posibilidades de defensa, se convierte en un ejercicio de disciplina machista contra las que deciden oponerse al poder masculino.
Las circunstancias pesan de manera diferente si quien las soporta es hombre o mujer. Analizar los fenómenos sociales, naturales y económicos desde este lugar es la única manera de trabajar por una justicia transicional. Las enfermedades, el cambio climático y la escasez de agua y/o alimentos tienen efectos diferenciados en hombres y en mujeres, algo que se acentúa en las zonas cuyo desarrollo económico y social sigue sin alcanzar mínimos básicos que cubran los derechos económicos, reproductivos, sexuales y sociales de niñas y mujeres.
Al igual que la sintomatología que un ataque al corazón desencadena en mujeres y en hombres es diferente, el uso del agua, la alimentación y las enfermedades que derivan de la falta de estas también tienen consecuencias diversas. El enfoque feminista sobre estas materias no pretende sustituir una investigación generalista de las zonas en desarrollo y sus comunidades, sino alertar sobre lo que las mujeres, por sus características biológicas y capacidad reproductiva, pueden sufrir en estos procesos.
Cuantificar la desigualdad
Si bien la importancia del agua potable, el saneamiento y la higiene en el entorno escolar es reconocida a nivel mundial y está incluida en la Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible, que ha sido acordada por los Estados miembros de la ONU, hay serias dudas sobre la posibilidad de lograr el objetivo programado para 2030, debido a la magnitud del reto y a la infraestructura que requiere. Según cálculos del Banco Mundial tras analizar datos de diez países, sabemos que 500 millones de mujeres en todo el mundo (el 13% de todas las mujeres) no tienen acceso a un lugar para defecar, y probablemente carecen de privacidad para la gestión de la higiene menstrual. Los datos sobre el lavado de manos indican que la falta de utensilios de limpieza es un obstáculo específico para la gestión de la higiene menstrual. Por ello se estima que, en 6 de cada 10 países con datos disponibles, más del 75% de las mujeres no tiene acceso a agua y jabón.
La edad media de aparición de la menstruación en mujeres es de 12 años y medio, lo que nos coloca en un periodo en el que la mayoría de las niñas, cumpliendo con la Convención sobre los Derechos del Niño, debe tener acceso a la educación. Los casos en que la menstruación va acompañada de carencias de higiene y problemas de acceso al agua resultan a menudo en abandono escolar. Las sociedades en las que las niñas no tienen condiciones mínimas de higiene generan por lo tanto situaciones que perpetúan la desigualdad entre niños y niñas en una edad clave para el desarrollo de los menores. Todo esto pone de relieve que, incluso en los programas de desarrollo implementados en esos países, la visión de la doble problemática que sufren las niñas y mujeres no es tenida en cuenta.
Cuando el agua es lastre y privilegio
En los lugares con dificultades de acceso al agua, conseguirla es una tarea en la que se emplean una media de tres horas diarias y que recae la mayor parte del tiempo sobre menores y mujeres. Una vez alcanzados los diez años, los niños empiezan a buscar oportunidades laborales más acordes a las de sus padres, lo que hace que este trabajo recaiga sobre hermanas, primas, madres, tías. Todo esto resta tiempo de estudio e independencia laboral y económica a las mujeres de estas comunidades, por no hablar de los problemas físicos que se desarrollan después de años soportando esos pesos de forma constante. Los kilómetros diarios que caminan niñas y mujeres para la recogida de agua son una herencia que se perpetúa por la falta de infraestructuras que acerquen la fuente de vida a las familias.
La falta de acceso a baños salubres obliga a menudo a las mismas familias a defecar al aire libre, y las lluvias torrenciales arrastran sus heces a ríos o lagos de los que posteriormente se recoge el agua, muchas veces contaminada. Sobre madres y niñas pesa frecuentemente la consecuencia emocional de haber traído a casa el agua contaminada que ha acabado con la vida de sus hijos y hermanas. La muerte de unos 297.000 niños menores de cinco años podría prevenirse cada año si se abordasen factores de riesgo tales como la insalubridad del agua, un saneamiento insuficiente y una mala higiene de manos. Si bien una diarrea en un niño francés, inglés o español puede tener fácil solución médica y farmacéutica, la contaminación a la que están expuestos tantos bebés y niños en países como la India, Pakistán, República Dominicana o Kenia es tan alta que a menudo ni siquiera la medicación puede evitar un desenlace fatal.
La culpabilidad por la no supervivencia de su descendencia es uno de los mayores motivos de depresión en mujeres que viven en zonas sin infraestructuras para acceder al agua. Sin embargo, la falta de métodos anticonceptivos coloca en 6,53 la media de hijos en Níger, 5,53 en Mali o 4,72 en Afganistán. Muchas de estas son maternidades forzadas. Las madres adolescentes no pueden aspirar a un futuro independiente por el mecanismo de control que supone la manutención de los niños y las dificultades para obtener agua.
El tabú, el dolor y la barrera
Las dolencias que la menstruación trae a la vida de niñas y mujeres se ven agravadas por la falta de una visión médica que ponga el dolor de las mujeres en el centro de las investigaciones sobre trastornos ginecológicos como la endometriosis, el síndrome premenstrual o los ovarios poliquísticos, que a menudo incapacitan por sus elevados niveles de dolor. Este es un debate sin resolver en países en los que sí que existen garantías de higiene y saneamiento. Para estos dolores se usan píldoras anticonceptivas y analgésicos en los países donde los derechos sexuales y reproductivos de las mujeres están implementados. Pero en otros países las mujeres carecen de acceso a compresas o tampones y sufren las complicaciones del lavado de compresas de tela caseras, que no son efectivas para niñas y mujeres con sangrados abundantes. Leyendo las estadísticas sobre la ausencia de mujeres y niñas en la vida pública durante sus ciclos menstruales, me pregunto: ¿cómo vivir en sociedad con la posibilidad de que tu sangrado se manifieste en cualquier esfera pública en la que encima es tabú menstruar?
Permanecer durante muchas horas con sangrado en un paño de tela pegado a la vagina conduce a infecciones. Estas infecciones, a su vez, no son tratadas, debido a la falta de atención ginecológica que sufren muchas niñas y mujeres. A menudo acaban quedándose en sus hogares y optando por soluciones cortoplacistas que no requieren el lavado y secado de las telas. Esta es una de las brechas de desigualdad más duras que se nos presentan a causa de la falta de acceso a baños, utensilios y agua cerca de donde niñas y mujeres desarrollan sus vidas.
Ashia y el dolor de la pérdida
Ashia contrajo listeria en Chad. Estaba embarazada de cuatro meses. “Vivíamos en un pueblo pequeño, mis dos hijos ya habían tenido disentería y se habían recuperado con dificultades, pero estaban vivos”, me cuenta. No sabía que estaba enferma: solo sabía que sus hijos habían sufrido disentería debido a la contaminación de las aguas. Se trata de un trastorno inflamatorio del intestino, en concreto del colon, que produce una diarrea grave que contiene moco o sangre en las heces. “Acostumbramos a enfermar debido al agua. Temía el color con el que me la iba a encontrar cada vez que iba a buscarla”. Al miedo una se acostumbra. Y lo ataja como puede: “Compramos filtros, pero no fue suficiente”. Ashia pensaba que posiblemente los cuerpos de los niños se acostumbrarían con el tiempo, hasta que pudiesen abandonar el pueblo en busca de una vida mejor. No pensaba que el agua con la que lavaba los alimentos le provocaría otra enfermedad: la listeria. “Me encontraba mal durante el quinto mes de embarazo, pero supuse que sería lo mismo que les ocurría a mis hijos”. Sin embargo, su enfermedad tendría consecuencias en su embarazo. La bacteria de la listeria pasó a través de la barrera placentaria y le causó una listeriosis maternofetal. “Mi bebé nació muerto y yo no me había dado cuenta. La matrona del pueblo tampoco. No teníamos suficientes recursos para desplazarnos al médico”. Al cabo de unos meses el marido de Ashia la expulsó de casa culpándola de la muerte del bebé y de las recurrentes enfermedades de sus hijos. La tachó de “mala madre”. El relato de Ashia, que había sido víctima de mutilación genital, de un matrimonio forzoso y de violencia machista, es descorazonador y un recordatorio de la situación que sufren muchas mujeres solo por el hecho de serlo.
“Tengo esperanza”, me dice con una mirada agridulce. No se llama Ashia, en realidad: ese era el nombre que quería ponerle a su hija, pero lo usa para preservar su intimidad. Vidas como la suya dependen de las políticas de desarrollo de infraestructuras, de la inversión en educación, potabilidad y saneamiento del agua y de la construcción de baños. El agua también es una cuestión de sexo.