Los granos de soja se ven inocentes, redondos, casi blancos, una pequeña cicatriz negra en el costado. Tienen apenas el tamaño de un garbanzo y los precede un vendaval de amores y odios. Geraldo Pessoa los guarda en un frasco viejo, con un poco de agua, para que se ablanden. En la orilla del riachuelo cercano a su casa, coge un puñado y lo tira. Cuando algunos peces se acercan y comen, es su momento de lanzar la caña y esperar a que piquen. A veces hay suerte y ese puñado de soja se transforma en pescado para la cena.
Geraldo consigue esa carnada gracias a amigos y familiares que trabajan en alguna de las tantas fazendas de soja que rodean el territorio de su comunidad. Allí, donde hasta hace veinte o treinta años reinaba la vegetación nativa de El Cerrado brasileño, ahora hay un mar verde infinito de plantaciones. Ahora Geraldo, que vivió toda una vida campesina, nada en agua contaminada por los pesticidas y practica la pesca con soja.
En la ecorregión de El Cerrado se abre la nueva frontera agrícola de Brasil; hacia allí avanzan los tractores, las cosechadoras, los aviones fumigadores, los grandes negocios y la deforestación. Hasta hace dos o tres décadas, el paisaje que conoció Geraldo era una inmensidad de arbustos y árboles medianos de formas tortuosas, repartidos en los altos y bajos de las mesetas que cruzan el territorio, y unos cursos de agua delatados por los grandes árboles que crecen en sus orillas. La transformación fue arrolladora.
El Cerrado brasileño, la sabana tropical más grande del mundo, el segundo bioma más importante del país, no tiene tanta prensa ni es tan vistoso como la Amazonía, pero se extiende al este y al sur de esa selva y es vital para que sus cursos de agua no desaparezcan, porque contiene tres grandes acuíferos que contribuyen a la formación de varias cuencas hidrográficas brasileñas. Es un bioma que ha sido deforestado en las últimas cinco décadas en un 47% con un objetivo: hacerlo tierra buena para los monocultivos y pastos y exportar los granos, sobre todo a China y la Unión Europea. Casi medio Cerrado ya no existe tal como era: una superficie casi equivalente a dos veces el territorio de Francia fue reconvertida para la agroindustria.
La soja, que inunda esta zona del centro-norte de Brasil, encarna la historia reciente de la alimentación de medio mundo. Y no porque a mucha gente le guste comerla, sino porque está en la base productiva de una parte importante de lo que llevamos a la mesa cada día. La soja tiene la buena o mala suerte de ser una legumbre muy proteica, lo que la hace ideal para alimentar a los cerdos y las aves: alrededor del 80% de la soja que se produce en el mundo se destina a la producción de piensos para alimentar a las aves y los cerdos que comemos. Sin la soja brasileña, nos costaría mucho más hacer un bocadillo con salchichón o fuet.
La España que criaba a sus cerdos con piensos locales viró en las últimas cinco décadas hacia un modelo de industrialización intensiva, hasta convertirse en el cuarto productor mundial de carne de cerdo, según la FAO. Ya no alcanzan los hongos, las frutas, las raíces ni los gusanos: para alimentar cantidades industriales de cerdos se necesita el pienso, que se hace de cereales y oleaginosas, con la soja como estrella invitada. Como en Europa se prohíbe cultivar soja transgénica, se importa (eso sí está permitido) para fabricar lo que comerán estos animales. Parece un gran negocio: si se compra lo que cultiva Brasil, allá quedan los suelos degradados, el consumo intensivo de agua, la deforestación, los agroquímicos, la violencia contra las comunidades, y aquí la torta de soja.
De tradiciones y modernidades
La entrada a la casa de Geraldo está flanqueada por sacos que explotan de arroz. Todavía con cáscara, ese arroz —orgánico, hermoso— es su seguro alimentario para uno o dos años, junto con el frijol que ya plantaron y que cosecharán también de forma colectiva en unos meses. Las casas, en la comunidad de Barra da Lagoa, se repiten. Son apenas una decena, separadas 100, 200 metros a lo largo de una calle de tierra, todas diseñadas por un yerno de Geraldo, todas hechas con adobe, todas construidas con la fuerza de hermanos, cuñados, tíos. En una zona que escogieron para la próxima siembra, el más pequeño de los hijos de Geraldo, apenas adolescente, está arando la tierra seca con el tractor comunitario en medio de una nube gigante de polvo. Es mediodía y el sol genera un pequeño infierno: en Barra da Lagoa, como en casi todo el Cerrado, el termómetro se clava entre 30 y 40 grados todo el día, todo el año.
Geraldo llegó a este punto perdido del interior más profundo de Brasil hace unos 30 años. En este tiempo crio junto a María dos Reis, su mujer, a once hijos. La mayoría ya se casó, algunos les dieron nietos, y todos juntos forman la comunidad de Barra da Lagoa: lo tradicional aquí es mantener frescos los lazos de sangre, casarse solo con los parientes lejanos de comunidades vecinas, ser feliz en una red de contención tejida con siglos de cohesión y solidaridad. Las comunidades campesinas de Piauí —como las de otros estados del noreste brasileño— son tradicionales en un sentido amplio: llevan generaciones haciendo más o menos lo mismo, que es básicamente vivir de lo que da la tierra, aprender de los mayores y de la naturaleza, hacerse uno con el polvo.
Han vivido así durante generaciones. Hasta que la soja metió la cola.
—Antes la vida era difícil, pero había mucha caza y pesca, y teníamos pequeñas plantaciones y huertas. Con la llegada de los proyectos agropecuarios a las mesetas, las aguas de Riozinho y Brejo da Lagoa, que utilizábamos para beber, cocinar, lavar ropa y pescar, se contaminaron con el pesticida de las plantaciones de soja, traído por las lluvias y el viento. Los suelos inundados de Brejo da Lagoa también comenzaron a secarse.
Geraldo cuenta cómo él y María tuvieron que dejar la orilla del riachuelo, construirse una nueva casa un poco más arriba, conseguir una bomba eléctrica, comprar 637 metros de manguera y hacer un pozo para tener un agua que, igual, no deberían beber.
Los problemas —lo del agua, pero también las amenazas para que dejaran su tierra— comenzaron hace unos veinte años.
—Los conflictos comenzaron cuando llegaron los grileiros [los acaparadores de tierras], que nos hostigaban. Nunca muestran los documentos [de posesión de la tierra] o son falsos, pero amenazan e intimidan a los vecinos. Aquí ya escuchamos tiros varias veces. O vienen con sus abogados y su personal de seguridad a darnos un plazo para que nos vayamos.
Cuando todo eso empezó, el boom internacional de la soja ya estaba empezando a sonar.
Para ese entonces —principios de la década de 2000—, la suerte de El Cerrado estaba echada. Mucho antes, Brasil se había embarcado en una cruzada para hacer productivas hasta las tierras más improbables del país. El mismo modelo sustentado en latifundios y monocultivos que había llevado en los años setenta a abrir caminos a través de la selva para convertir la Amazonía en un campo productivo encontró una frontera agrícola en el centro-norte del país. Parte de cuatro estados del interior brasileño fueron los elegidos: Maranhão, Tocantins, Piauí y Bahía. Aunque originalmente eran tierras que no servían para cultivar gran cosa, la inversión en ciencia y tecnología para optimizar los suelos y adaptar genéticamente las semillas a ambientes tropicales funcionó. El gobierno invirtió en infraestructuras de energía, comunicación y transporte, y sumó subsidios, incentivos fiscales y créditos bancarios. A alguien se le ocurrió el acrónimo: Proyecto Matopiba. El movimiento de modernización agropecuaria en El Cerrado se puso en marcha, con 73 millones de potenciales hectáreas de cultivo. Avanzó implacable, y se hizo el milagro de la soja en un altar de sacrificios.
En 2006, cuando el Estado brasileño ya había construido la infraestructura necesaria para sacar la producción de los nuevos campos, las grandes empresas productoras y comercializadoras de cereales y oleaginosas firmaron una moratoria en la que se comprometieron a no seguir expandiendo el cultivo de soja en la selva amazónica. El resultado fue tan espectacular como perverso: la deforestación de la selva amazónica asociada al avance de la soja cayó del 30% al 1% entre 2006 y 2017, pero se trasladó a El Cerrado.
Las multinacionales Cargill, Bunge —que, entre otras cosas, son las dos mayores vendedoras de soja en España— y otras se presentaron en aquel entonces como defensoras del ambiente, como empresas que habían aprendido la lección. En realidad, mudaron sus cuarteles. Y cuando la Unión Europea aprobó en 2022 la ley que prohíbe la importación de productos relacionados con la deforestación, se vio que su lobby era más fuerte: después de muchas discusiones, la nueva legislación incluye solo los bosques, y la mayor parte de la vegetación nativa de El Cerrado, la sabana, no quedará cubierta por esa ley.
El Cerrado, considerada justamente como la sabana más rica del mundo por su biodiversidad, va camino a convertirse en un páramo verde. Si la Amazonía se lleva todo los flashes y tiene casi la mitad de su área bajo algún tipo de protección de conservación, El Cerrado es la hermana pobre: solo el 13% de su superficie está protegida. Y eso no es nada. Según el Código Forestal de Brasil, en tierras privadas del bioma amazónico es obligación conservar el 80% de la vegetación nativa, pero en El Cerrado alcanza solo con el 20%. Así, la deforestación que se hace en tierras privadas es prácticamente toda legal.
Las consecuencias ambientales son tremendas. Entre 1985 y 2021, la vegetación nativa de El Cerrado perdió 265.000 kilómetros cuadrados, una superficie casi equivalente a la de Nueva Zelanda. Hoy solo queda el 53% de esa vegetación y la deforestación sigue avanzando, mes a mes, año a año. Esta conversión a pastos y agricultura ha hecho que entre 2006 y 2019 la temperatura media en la región haya aumentado casi 1 grado centígrado y la humedad relativa del aire haya disminuido un 10%.
La tierra es de quien especula
Son dos hombres los que vienen caminando. Dos hombres blancos, que nunca anduvieron por allí. Traen planillas y eso debe querer decir que son hombres buenos. Dicen que vienen en son de paz, que el Estado los manda para darles a ellos, los campesinos de la ínfima comunidad de Angelim, la titularidad de esas tierras que ocupan. Que solo tienen que firmar, que será solo un momento. Raimundo Rodrigues duda, se mira con su esposa, con los mayores, y no deja que la felicidad le nuble la razón.
—Eran grileiros. Querían tomar la posesión, tomar nuestros derechos. Días después vinieron con uniforme de la empresa Norte Sul Segurança Privada (NSSP), la empresa de seguridad contratada por Dhama, una de las fazendas de aquí cerca.
Raimundo cuenta que la primera vez que se acercaron fue en 2010. Ese fue el primer año del acoso, que nunca acabó. Durante meses los veían llegar tres veces por semana, a veces dos veces por día, con su arma bien visible.
—Nunca reaccionamos, nunca discutimos ni respondimos. No teníamos ni qué responder.
En el cementerio de Angelim hay tumbas muy antiguas, hechas con un pequeño cerco irregular de maderas clavadas en el suelo y que aún hoy se mantienen erguidas. Los nombres de esas cruces ya no se leen, pero Raimundo intuye quiénes están allí: deben ser sus tatarabuelos, que llegaron en 1932, huyendo de una gran sequía que hubo más al sur. También está la tumba de su padre, que murió en 2012 por la enfermedad de Chagas. Esa es grande, de mármol y adornada.
Raimundo aprendió de Joaquim, su padre, mucho de lo que sabe sobre el régimen de lluvias, sobre la tierra, las semillas, los métodos de labranza y de siembra, sobre cómo usar la orina de vaca como fertilizante y la mejor forma de cazar una paca. El campo es su tema favorito: de lo que habla y sobre lo que pregunta. También aprendió cosas más modernas cuando entró a trabajar como operario en Kamanjir, una fazenda que produce monocultivos, sobre todo soja, trigo y arroz, todo transgénico.
Allí, Raimundo llegó a ser capataz y cobrar el equivalente a dos salarios mínimos. Su mujer, Joana, consiguió trabajo en la misma granja, como cocinera. Juntos pudieron comprar una casita en Santa Filomena, un pueblo que está a 74 kilómetros, donde sus dos hijos mayores cuidan al más pequeño, de 7 años, mientras estudian, porque ni escuela primaria hay en Angelim. Raimundo y Joana tienen una camioneta, y una vez por mes visitan a sus hijos: no más porque la gasolina está cada vez más cara. Durante mucho tiempo, su vida fue vivir de lunes a viernes en la fazenda Kamanjir, que les daba alojamiento, y cultivar las tierras comunitarias los fines de semana. Desde que Raimundo perdió un dedo del pie mientras manipulaba maquinaria pesada en el trabajo, él cobra el seguro por baja y Joana sigue cocinando, lejos.
Las áreas que los grileiros de turno eligen para apropiarse suelen coincidir con las llamadas terras devolutas, parcelas de tierra sin título que históricamente deberían haber sido entregadas a la propiedad colectiva de campesinos, quilombolas (afrodescendientes de comunidades creadas por antiguos esclavos) y comunidades indígenas, y que se encuentran legalmente bajo el control del Estado. La titulación colectiva es un proceso largo, en el que suelen ayudar organizaciones de derechos humanos y que avanzó mucho en los casos de Barra da Lagoa y de Angelim, pero que tampoco garantiza la paz.
Del otro lado hay mucho dinero, necesario para que las notarías, los topógrafos y los pistoleros actúen. Cuando el acaparador de tierras le echa el ojo a una parcela, aplica su método. El primer paso es falsificar el título de una propiedad, y a eso le sigue desalojar a los campesinos de los territorios que ocupan desde hace generaciones. Después queda coger dos tractores, engancharlos con una cadena, y hacerlos avanzar juntos hasta arrastrar toda la vegetación. Se quema lo que queda en el terreno, y ya está: los nuevos “dueños” tienen una finca reluciente para ofrecer en los mercados de tierras.
Kamanjir, sin ir más lejos, fue alguna vez una tierra del Estado, hasta que Euclides De Carli —el grileiro más famoso de la región, sembrador de terror entre las comunidades— las hizo suyas a fuerza de papeles falsos y una buena cuota de violencia. Luego pasaron los años, los diferentes dueños, y ahora es una granja más que está en una disputa legal por la posesión mientras produce monocultivos. El grupo De Carli, como pudieron acreditar los investigadores de la Red Social de Justicia y Derechos Humanos, supo vender tierras a grandes empresas de los agronegocios (como Radar/Tellus, Insolo y SLC) y a grandes fondos financieros extranjeros.
Mientras funcionan, las granjas industriales dejan el pasado atrás y se cuidan bien de no contratar a los mismos campesinos a los que disputan las tierras. Así el conflicto es, al menos, indirecto. “La relación con los fazendeiros que nos contratan no es buena ni mala. Cada uno en la suya”, dice Geraldo. Es algo que suelen repetir los que trabajan en las granjas.
Todos saben qué comunidad fue amenazada por quién, cuántas armas vieron, en qué lugar un grileiro quemó una casa, dónde fue enterrada o quemada la cosecha como represalia. Pero siguen adelante: mientras buscan el único trabajo que saben hacer, se organizan para que el estado de Piauí reconozca la titularidad comunitaria de sus tierras y así intentar alejar, si se puede, al agronegocio.
Soja que vas por el mundo
Llegar a la casa de Geraldo o a la de Raimundo desde alguna de las grandes ciudades de Europa toma unos tres días: hay que volar unas doce horas hasta Sao Paulo, combinar con uno o dos vuelos más hasta Teresina (la capital del estado de Piauí), conducir ocho horas por carretera y otras tantas por caminos de tierra y arena que ni siquiera figuran en Google Maps y son un laberinto indescifrable. Sacar la soja de los campos de la zona es igual de engorroso, mucho más caro y lento, pero a los empresarios del agronegocio les vale la pena. Han abierto centenares de caminos rurales por los que transitan camiones cargadisimos, que mueven la producción y la llevan hasta los almacenes, donde la entregan a sus compradores. O, mejor dicho, a su único y gran comprador.
En el sur de Piauí, donde viven Geraldo y Raimundo, Bunge ha construido un emporio. Hoy la empresa tiene el monopolio de venta de insumos y financiamiento a los productores de soja de Piauí y el monopsonio (es el único demandante) de compra de soja, gracias a que es dueño y alquila varios silos de almacenamiento de granos, que abastecen su planta procesadora en el municipio de Uruçuí, en el sur de Piauí. “Dado el monopolio de Bunge en Piauí, no es exagerado decir que toda la deforestación realizada en la región en tierras que desde entonces se han utilizado para la producción de soja beneficia su negocio. A menos que Bunge tome medidas claras para evitar que suceda, es probable que todas las áreas recientemente deforestadas en la región se conviertan en plantaciones de soja que ingresarán a las cadenas de suministro de Bunge”, explica la brasileña Red Social de Justicia y Derechos Humanos.
La soja que se produce en el sur de Piauí, y que compra Bunge, viaja desde su planta en Uruçuí hacia el norte, al puerto de Itaqui, en el estado de Maranhão. Allí sus cargamentos se encuentran con otros que llegan desde diversas zonas del Cerrado y de la Amazonía, elaborados por Bunge o por Cargill, y se cargan en buques graneleros. Durante 12 días, habas, aceite y harina de soja surcarán el océano para llegar a los puertos europeos.
Bunge y Cargill son dos de las principales empresas de agroindustria y alimentos del mundo. Tienen en común su origen estadounidense, su presencia en decenas de países y unos ingresos anuales exorbitantes: 59.000 millones de dólares en 2021 Bunge, casi el triple Cargill. En España están de los dos lados del mostrador: exportan desde Brasil, Estados Unidos o Argentina y son a la vez las dos mayores importadoras de soja en España. Aquí la soja se usa, sobre todo, para producir alimento para ganado, en lo que España es tremendamente dependiente del exterior: en 2020 se produjeron en el país 5.000 toneladas, pero se importaron 3,5 millones (más 2,6 millones de harina de soja ya procesada).
Cuando la soja ya está en España, todavía quedan negocios por hacer. Tanto Bunge como Cargill procesan las materias primas que traen y así le agregan valor a las habas antes de venderlas a la industria cárnica. El monopolio de este lado del Atlántico también es evidente: ambas multinacionales controlan el 90% de la importación, molturación y fabricación de piensos. Esta situación se mantiene desde los años setenta, sin nadie que se atreva a desafiarlo. Bunge, además, es uno de los mayores productores en España de harinas y aceites derivados de la soja. Aquí también tiene la venta asegurada: la industria cárnica es el cuarto sector industrial del país, y España ya es el líder europeo en la fabricación de piensos. Dos megaindustrias se saludan.Europa mueve millones a través de la industria de la carne de cerdo, y los cultivos de soja en Brasil ocupan más de 4% del territorio, la mitad en El Cerrado. La demanda creciente de carne en Europa y otros mercados lo está provocando. En 2022, la deforestación en este bioma creció un 25%: se necesita mucha tierra de cultivo para alimentar tanto ganado. Es la muerte silenciosa de un bioma, de una cultura, a manos de un gran negocio.
*Este trabajo forma parte de un proyecto sobre capitalismo clandestino realizado por las organizaciones Vía Campesina, Grupo de Trabajo sobre Tierra y Territorio CIP, Universidad Campesina UNICAM Suri, FIAN i RUIDO Photo.