*Adaptación reducida de la Nota Internacional CIDOB #310 Elecciones presidenciales en Estados Unidos: una mirada desde la agenda transatlántica, elaborada por el equipo investigador de CIDOB. Autores: Pol Morillas, Pol Bargués, Inés Arco, Blanca Garcés, Ricardo Martínez, Carme Colomina, Javier Borrás, Patricia Garcia Duran y Anna Ayuso.
Pensando en la trascendencia de las elecciones presidenciales estadounidenses para el futuro de la relación transatlántica, un alto funcionario de la Unión Europea comentó recientemente, parafraseando a Donald Rumsfeld, exsecretario de Defensa de Estados Unidos, que con la victoria de Kamala Harris nos mantendríamos en el terreno de lo conocido desconocido (the known unknown), mientras que, con la de Donald Trump, entraríamos en lo desconocido conocido (the unknown known).
Sabemos que Harris representa la continuidad en las relaciones transatlánticas, tal y como las concibe el partido demócrata hoy. Sabemos también que es defensora de los marcos de cooperación multilateral y de los derechos de las mujeres y de las minorías. Lo que no sabemos es la distancia que marcará con la agenda de su predecesor. La vicepresidenta no es hija de la Guerra Fría, como sí lo es Biden. Tiende a anteponer los intereses estadounidenses en el ejercicio de la política exterior, por encima de marcos ideológicos y de una visión definida por el cleavage entre democracias y autoritarismos.
De Trump desconocemos toda consecuencia de su carácter temperamental e imprevisible. Desconocemos cómo pretende acabar la guerra de Ucrania “en 24 horas” o, lo que es lo mismo, qué términos prevé para la capitulación de Ucrania en los territorios ocupados por Rusia y las consecuencias del compadreo de Trump con Putin u otros “hombres fuertes”. No sabemos cómo pretende conseguir la paz con palestinos y árabes si la política exterior del partido republicano se nutre cada vez más de enfoques mesiánicos evangelistas, en línea con las tesis del “gran Israel”.
Sí conocemos, no obstante, los contenidos del “proyecto 2025”, del que Trump pretende distanciarse pero que se ha convertido en el libro de instrucciones del movimiento MAGA (Make America Great Again): cooptación de toda la administración con fieles al movimiento, Estado mínimo, transaccionalismo extremo en política exterior, desdeño por el multilateralismo y alianza con las fuerzas nacionalistas y patrióticas. En la UE, los partidos de derecha radical se verán reivindicados con la victoria de Trump. Y el riesgo de la desunión entre Estados miembros puede pasar por la competición entre sus líderes para ser el primero en acercarse a la Casa Blanca o, incluso, por una visita de Viktor Orbán a la mansión de Trump en Mar-a-Lago, felicitándolo por su victoria o, quizá, cuestionando la legitimidad de unas elecciones ganadas por Harris.
Política exterior y de defensa: elementos de continuidad
En las discusiones sobre defensa y política exterior, Kamala Harris y Donald Trump se parecen más de lo que les gustaría; más de lo que a menudo se admite en los análisis y comparaciones académicas, y de cómo se autodefinen los candidatos. Con un tono conciliador y normativo, Harris abandera la defensa de la democracia a escala global, del multilateralismo y de unas relaciones internacionales basadas en el respeto a leyes y normas, mientras acusa a Trump de decantarse por el aislacionismo, abandonar el sentido de la responsabilidad, ningunear a los aliados y apostar por la acción unilateral. Harris se enorgullece del liderazgo ofrecido por el presidente Biden en política exterior, destacando su apoyo a Ucrania. Promete seguir defendiendo a este país para custodiar la seguridad en Europa y asegura que, si Trump estuviera en el poder, Putin ya habría llegado a Kiev.
Con un tono más estridente, polémico y maniqueísta, Trump apuesta por una política aislacionista, que contrasta con el supuesto internacionalismo liberal y el cosmopolitanismo de los demócratas, y que da sentido con los mantras de “America First” o “Make America Great Again”. Trump se declara el presidente más “pro-Israel” de la historia y advierte a los votantes de que Harris sería la “más anti-Israel”. Con regularidad critica la falta de “ferocidad” de la administración Biden y alardea constantemente de que resolvería los conflictos de Rusia-Ucrania o Israel-Palestina “en un día”.
Sin embargo, la América fortaleza de Trump no es tan diferente a la de Harris, quien presume de que, por primera vez en este siglo, Estados Unidos no esté involucrado en una guerra ni tenga tropas luchando en ningún rincón del mundo. En defensa, ambos candidatos coinciden en modernizar las fuerzas armadas (y no querer ampliarlas) y dan suma importancia a la disuasión en un mundo de competición entre potencias. Poco hablan de Estados frágiles o fallidos, o de la amenaza del terrorismo internacional, ni mucho menos de cómo sus tropas podrían ayudar a la reconstrucción de naciones y Estados en África o América Latina, como era frecuente en debates de décadas anteriores.
Tanto Harris como Trump apoyan política y militarmente a Israel, manteniéndose firmes contra Irán y sus aliados. Tampoco Afganistán los divide, aunque Harris reprocha a Trump haber negociado con los talibanes en 2020, y Trump critica que, durante la retirada de tropas bajo la administración Biden en 2021, murieran una docena de soldados. Sin embargo, no discuten la decisión de retirada, y los dos apuestan por la no intervención militar directa en Oriente Medio.
Con esto no se trata de obviar las diferencias. Por ejemplo, respecto a la guerra de Ucrania, se observan discrepancias significativas, a pesar de que ambos candidatos critican el expansionismo de Vladimir Putin: si bien Harris siempre enfatiza la necesidad de seguir ayudando a Ucrania hasta que haga falta, Trump, que admite llevarse bien con Putin, fanfarronea sobre su plan de terminar la guerra en 24 horas. Asimismo, existen claras diferencias en las formas y en la cordialidad mostrada hacia los aliados europeos y la OTAN (que Harris enaltece y Trump cuestiona).
La competición con China: el diablo está en los detalles
China es, posiblemente, el punto de convergencia más importante de los candidatos presidenciales. Republicanos y demócratas coinciden tanto en el diagnóstico —Pekín es una amenaza— como en la dinámica general de las relaciones —la competición estratégica—. Gane quien gane, se dará continuidad a un enfoque antagónico con el país asiático, que, cada vez más, impregna los debates y políticas domésticas sobre economía, tecnología o cambio climático. Ahora bien, los matices son importantes y el desacuerdo impera en los temas centrales y las estrategias para competir con China.
Aunque no ha definido explícitamente su política hacia China aún, Harris sentenció en una entrevista en 2023 que la competición con Pekín “va de minimizar riesgos (de-risking)”. El foco de un nuevo Gobierno demócrata será gestionar la rivalidad mediante el continuismo de la estrategia incisiva de la Administración Biden, dirigida a la imposición de aranceles y controles de exportaciones en sectores estratégicos (energías renovables, semiconductores o productos médicos, entre otros) y el fortalecimiento de la industria estadounidense con mayores inversiones.
La apuesta de Trump es, en cambio, el desacople a cualquier coste. Por una parte, el enfoque del expresidente aspira a “asegurar una independencia estratégica de China” con la revocación de su estatus de nación más favorecida para comerciar, y la imposición de aranceles del 60% a todos los productos de origen chino, a expensas del coste previsto de casi 2.600 dólares anuales para los hogares estadounidenses. Por la otra, medidas similares a la China Initiative —que llevó a la investigación casi persecutoria de académicos de origen chino y asiático en universidades estadounidenses para evitar el robo de propiedad intelectual— podrían ser reintroducidas pese a su orientación discriminatoria y al aumento del racismo contra los estadounidenses de ascendencia asiática, como defiende la plataforma Stop AAPI Hate.
¿Y qué opina Pekín? Para las autoridades chinas, apenas hay diferencias entre ambos candidatos: ninguno es bueno ni está por conocer. Pero, ante un contexto adverso y su aversión al riesgo, es posible que China prefiera la previsibilidad de Harris a la volatilidad de Trump.
Inmigración: todo acaba en la frontera
La inmigración ha vuelto a ser uno de los temas clave de la campaña electoral. No es de extrañar si consideramos que, según las encuestas, se encuentra entre las principales preocupaciones de la población. Es, además, una cuestión que divide al electorado: mientras 6 de cada 10 votantes republicanos están a favor de la deportación de los inmigrantes indocumentados, casi 9 de cada 10 votantes demócratas son partidarios de lo contrario, es decir, de que se queden legalmente.
Es difícil saber qué es primero, si la polarización del electorado o la polarización del debate político. Los republicanos presentan a los demócratas como ineptos, acusándoles de crear una crisis en la frontera con sus políticas liberales. Los demócratas argumentan que las políticas “duras” de los republicanos no abordan las causas estructurales de las migraciones y van en contra de los valores fundamentales de Estados Unidos.
En términos de medidas concretas, Donald Trump promete que, si es presidente, llevará a cabo deportaciones masivas y acabará con el derecho a la nacionalidad por nacimiento. Por su parte, Kamala Harris asegura que seguirá trabajando para que se apruebe una nueva ley que restrinja las entradas irregulares (hasta ahora paralizada en el Congreso por los republicanos) y facilitar la entrada por vía regular.
También hay diferencias en lo que ambos gobiernos han hecho hasta ahora. Por ejemplo, la Administración de Joe Biden suspendió de inmediato dos políticas del Gobierno Trump: la que forzaba a los solicitantes de asilo a esperar la resolución de sus apelaciones en México, y la que separaba a padres e hijos llegados irregularmente a la frontera. Más recientemente, en junio de 2024, la Administración demócrata ha reconocido el derecho a quedarse y a trabajar de los cónyuges indocumentados de ciudadanos estadounidenses, lo que supone una medida de regularización impensable bajo un Gobierno republicano.
Donde apenas ha habido diferencias fundamentales es, nuevamente, en la frontera. Presionado por el aumento de las llegadas irregulares —que en 2023 alcanzó el máximo histórico anual de más de 2,4 millones de intentos de cruce— y por los alcaldes demócratas de ciudades que se vieron desbordadas por el aumento de las llegadas desde el sur del país, en junio de 2024, la Administración Biden aprobó una orden ejecutiva que, al más puro estilo Trump, permitía la deportación inmediata de los inmigrantes sin necesidad de procesar sus solicitudes de asilo.
Este ir y venir, o ceder en la frontera, no es exclusivo de Biden. Recordemos que Obama deportó más extranjeros que cualquier otro presidente anterior. En vistas a la presidencia, Harris también ha moderado sus posiciones, defendiendo ahora la construcción del muro, los procedimientos de asilo exprés o las políticas de deportación. “Debe haber consecuencias” para los inmigrantes que cruzan irregularmente la frontera, recordaba durante la campaña.
En caso de ganar, la inmigración seguirá siendo una cuestión incómoda para los demócratas. Hagan lo que hagan, siempre será poco para unos (los defensores de los derechos de los inmigrantes) y demasiado para otros (partidarios de mano dura con la inmigración). Mientras tanto, Donald Trump sigue gesticulando y lanzando proclamas incendiarias. En su caso, da igual lo que diga y lo que acabe pasando. Como en Europa, para los votantes de aquellos que defienden posiciones populistas y antiinmigración, vale más la retórica que los hechos. Es justamente esto lo que hace que, al menos en este ámbito, tengan todas las de ganar.
Cambio climático: balón de oxígeno o nueva retirada de los Acuerdos de París
Con un 2024 encaminado a ser el año más caluroso registrado en el planeta, estas elecciones cobran una relevancia trascendental para la agenda climática global. Siendo Estados Unidos el segundo mayor emisor de gases de efecto invernadero, por detrás de China, una victoria de Donald Trump implicaría, probablemente, renunciar definitivamente al cada vez más difícil objetivo de mantener el calentamiento global por debajo de los 1,5 grados centígrados con respecto a los niveles preindustriales. Según estimaciones realizadas por CarbonBrief a principios de 2024, el retorno de Trump a la Casa Blanca podría suponer para 2030 la emisión adicional por parte estadounidense de 4.000 millones de toneladas de CO2 en comparación con las medidas de Joe Biden, una cifra que iguala la suma de las emisiones anuales de la UE y Japón.
La victoria de Kamala Harris, en cambio, supondría mantener la agenda climática como prioridad política. En 2021, al reincorporarse al Acuerdo de París, la Administración Biden-Harris se comprometió a reducir para 2030 un 50%-52% sus emisiones de gases de efecto invernadero con respecto a los niveles de 2005, superando el objetivo fijado por el expresidente Barack Obama en 2015.
A pesar de su reciente cambio de postura sobre la prohibición de la fractura hidráulica —la polémica técnica de extracción de gas y petróleo—, el historial medioambiental de la candidata demócrata es innegable en comparación con el republicano, tal y como demuestran los primeros pasos de Harris como fiscal general del estado de California entre 2011 y 2017, cuando inició demandas judiciales contra empresas petroleras por daños medioambientales e irregularidades.
Las negociaciones de la COP-29 de Azerbaiyán tendrán lugar inmediatamente después de las elecciones, en un clima internacional profundamente marcado por dos posibles escenarios diametralmente opuestos. De ser reelegido, el equipo de campaña de Trump ha anunciado que expandiría la producción nacional de gas y petróleo, volvería a retirar a Estados Unidos del Acuerdo de París 1 e incluso de la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático.
Si Estados Unidos se retirara nuevamente de la acción climática internacional, la UE podría asumir el rol de liderazgo global, en cooperación con China. Con una potencia norteamericana todavía lejos de alcanzar el objetivo de reducción de emisiones que se ha fijado, el Gobierno Harris, por su parte, podría significar —nunca mejor dicho— un balón de oxígeno, redoblando esfuerzos, tanto a nivel nacional como internacional, a favor de la transición energética necesaria para alcanzar el Acuerdo de París.
Desinformación: violencia política y realidades alternativas
Los estadounidenses se enfrentan a unas elecciones que, según Donald Trump, podrían estar “amañadas” incluso antes de celebrarse. La fiscal general adjunta de Estados Unidos ha advertido del “aumento sin precedentes” de las amenazas a funcionarios públicos y trabajadores electorales, “desde secretarios electos o designados hasta voluntarios”, en los puntos de votación. El Departamento de Justicia ha presentado cientos de casos y ha advertido del riesgo que supone este incremento de las amenazas de violencia y de la violencia real para la seguridad electoral. Según una encuesta de Reuters/Ipsos, dos de cada tres estadounidenses dicen que les preocupa el riesgo de violencia política y de revancha electoral tras el 5 de noviembre, recordando el asalto al Capitolio del 6 de enero de 2021.
La toxicidad del debate electoral en Estados Unidos tiene ecos transatlánticos: desde las teorías de supuestos pucherazos, a la irrupción de la violencia política en campaña; del intento de asesinato contra Donald Trump en un mitin en Butler, Pensilvania, al tiroteo que hirió al primer ministro de Eslovaquia, Robert Fico, en mayo de 2024. El refuerzo de los extremos, el endurecimiento del lenguaje y la violencia verbal contra el adversario tensan las campañas electorales y las dinámicas políticas, tanto en la UE como en Estados Unidos. Pero estas similitudes transatlánticas están cargadas de matices. El primero de ellos apunta directamente al papel de las redes sociales y a las distintas concepciones sobre los límites de la libertad de expresión y, el segundo, a quién está detrás de la desinformación que contamina el debate público.
La entrada en campaña de Elon Musk como invitado de honor en el escenario jaleando a Trump, también como entrevistador y diseminador de noticias falsas, simboliza aquello que la UE pretende acotar con su Ley de Servicios Digitales (DSA, por sus siglas en inglés). En estos dos años desde que compró y rebautizó Twitter como X, Musk ha publicado o compartido 52 mensajes sobre el voto de ciudadanos sin papeles, que han sumado casi 700 millones de visitas, según un análisis del Washington Post. En este contexto, la Comisión Europea ha abierto su propia batalla contra Musk. Tras siete meses de investigaciones, Bruselas denunció en julio pasado a la plataforma X por considerar que las marcas azules de verificación de la red social son engañosas y no cumplen con los requisitos de transparencia y rendición de cuentas del bloque comunitario, además de no cumplir con las reglas de transparencia publicitaria. Sin embargo, y a pesar de los titulares iniciales, la investigación de la Comisión sobre “la difusión de contenidos ilícitos y la eficacia de las medidas adoptadas para combatir la manipulación de la información” continúa abierta.
Mientras la UE sigue obsesionada con la injerencia rusa sobre el debate europeo, en Estados Unidos la polémica sobre la influencia externa que marcó la campaña de 2016 ha quedado eclipsada por la cantidad de desinformación generada por los mismos actores locales y en especial por el propio Donald Trump. El candidato republicano, quien, el mismo día de su toma de posesión en enero de 2017, acuñó la idea de los “hechos alternativos” para modelar su propio relato, ha acabado abrazando una realidad alternativa en la que existen inmigrantes que comen mascotas, estados donde es legal abortar después de dar a luz, y donde el insulto, la descalificación y el discurso del odio forman parte de su valoración del otro, empezando por la candidata rival, Kamala Harris.