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El mundo es mucho más que la Unión Europea, explicaba María Zajárova, la popular portavoz del Ministerio de Asuntos Exteriores de la Federación Rusa, durante una entrevista concedida en vísperas de la desafortunada visita a Moscú del Alto Representante de la Unión para Política Exterior y de Seguridad, Josep Borrell, en febrero de 2021. La supuesta “preocupación general” por la situación de Alexéi Navalny, afirmaba la diplomática rusa, proviene tan solo de lo que el Kremlin llama el “Occidente colectivo” (Estados Unidos, Unión Europea, OTAN). Con el tono de paciencia que pone una maestra de escuela por tener que volver a explicar algo básico al alumno que no presta atención, Zajárova nos recordaba que el mundo es mucho más amplio, que también da cabida a Asia (con Japón, que ya se sabe que no es independiente de Washington), África o Latinoamérica. En la enumeración de los continentes y zonas libres de la conjura occidental en contra de Rusia, el único fragmento de territorio europeo que Zajárova incluía es el área de las antiguas repúblicas soviéticas, que inicialmente se unieron a la Comunidad de Estados Independientes en 1991.
Zajárova debía pensar en la parte centroasiática de esa área, donde Rusia comparte influencia con China, de momento sin fricciones. Porque, en la parte europea, en cambio, el panorama reciente que ofrece a simple vista contradice claramente el optimismo de la portavoz oficial: revolución popular en Bielorrusia sofocada por una represión brutal; en Ucrania, despliegue masivo de tropas rusas en la frontera con la parte ocupada del Donbás; victoria electoral en Moldavia de una política europeísta frente al anterior presidente abiertamente prorruso; Georgia, que ha vivido una guerra con Rusia, atraviesa una crisis política endógena, en la que la cuestión del papel de Rusia ha vuelto al centro del debate; en Armenia —país que profesaba con Bielorrusia la mayor simpatía por Rusia— aumenta el descontento de un sector importante de la población que considera una rendición el alto el fuego negociado por Moscú para acabar con la guerra en Nagorno-Karabaj; incluso en Azerbaiyán —que no tiene especial problema con el Kremlin ya que, entre otras cosas, no depende de su energía— surgen expresiones de descontento por la presencia de las tropas rusas en misión de paz en territorio azerí.
El problema para todos estos nuevos Estados independientes es que conforman la franja de territorio europeo considerada por Rusia como su cinturón de seguridad, su esfera de “interés vital”, frente a Occidente en general y a la Unión Europea, en particular. Según el discurso dominante ruso, Moscú lo necesita porque, tras el derrumbamiento de la Unión Soviética, la ampliación de la UE y sobre todo la de la OTAN demuestran que Occidente no toma en consideración sus intereses de seguridad y, por ende, no reconoce a Rusia como socio en condiciones de igualdad. Desde la lógica del Kremlin, esas ampliaciones no pueden ser explicadas como el producto de la voluntad de las sociedades concernidas sino como el de las maniobras de Occidente para llevarlas a su redil y fragilizar a Rusia. Es lo que los analistas rusos oficialistas llaman de manera interesada “la cuestión” de la arquitectura de seguridad europea. En definitiva, solo Rusia está legitimada para controlar esa área y los países postsoviéticos europeos no pueden elegir otro destino, es decir, no pueden decidir emanciparse de la condición geopolítica que les impone Moscú.
Cooptando ciudadanos
El principal argumento de Rusia para legitimar esa política de lógica poscolonial es la presencia en esos territorios de minorías rusas cuyos derechos e intereses estarían en peligro. Para Moscú, estos rusos y rusófonos, ciudadanos de otros estados, son “compatriotas” que hay que defender como si fueran conciudadanos. Y para apuntalar este enfoque, desde 2002 Moscú ha otorgado con las mayores facilidades centenares de miles de pasaportes, no solo a poblaciones de origen ruso (Moldavia, Ucrania) sino también a minorías de otras nacionalidades (abjasios y osetios en Georgia), fabricando nuevos ciudadanos a los que proteger. Así, la misma María Zajárova recuerda a Georgia que no le queda más remedio que aceptar que los habitantes de Abjasia y Osetia del Sur no se consideran ciudadanos georgianos y que no quieren adquirir este estatus, por más que Tbilisi les prometa diversos beneficios. Algunos expertos no descartan que este mecanismo pudiera también ser utilizado con ciudadanos armenios de Nagorno-Karabaj tras la guerra que libraron Armenia y Azerbaiyán en septiembre-noviembre de 2020. Y, como era de esperar, esos “Estados no reconocidos” apoyan a Rusia allí donde ésta queda internacionalmente más aislada, como en la anexión ilegal de Crimea en 2014.
Estos nuevos ciudadanos a los que proteger son el argumento principal esgrimido por Putin para justificar el masivo despliegue militar en la frontera con Ucrania. Según sus palabras, Moscú estaba preparada para entrar en el Donbás en caso de tener que impedir un nuevo Srebrenica, una amenaza que, según él, se cierne sobre los rusófonos de la zona. Esa matanza, perpetrada en Bosnia por los serbios de Milosevic, apoyados por Moscú, fue la más espantosa de la guerra en la ex-Yugoslavia y su evocación por parte del presidente ruso demuestra un cinismo que ya no sorprende.
Crimen y castigo
A partir de la vuelta de Putin a la presidencia en mayo de 2012, el Kremlin generaliza hacia sus vecinos europeos exsoviéticos una política de advertencia, recompensa y castigo. El criterio de ejecución es sencillo: la posición hacia Rusia y la UE. El crimen de Georgia, Moldavia y Ucrania es haber firmado en 2014 acuerdos de asociación con la Unión Europea, algo que a ojos del Kremlin no refleja el ejercicio de la voluntad soberana de estos tres países sino la consecuencia de diversas maniobras de injerencia por parte de Bruselas y algunos Estados miembros. Y por ello todos han pagado precios muy altos, desde bloqueos económicos y energéticos hasta guerra, ocupación y pérdida de territorios.
Para estos Estados rehenes, diversos analistas rusos y occidentales consideran que el llamado “escenario armenio” sería el único aceptable para el Kremlin. La lógica subyacente es muy sencilla: portarse bien en política exterior (no cuestionar el statu quo geopolítico entre Rusia y la UE) y, a cambio, recibir el derecho a desarrollar una política interior más autónoma: más liberal, más autoritaria, no importa, mientras no sea “antirrusa”. Pero el masivo movimiento popular en Bielorrusia demuestra lo contrario: por más que la oposición al presidente Lukashenko haya insistido en todos los foros posibles que la Bielorrusia democrática tendría, en todo caso, una política exterior multivectorial, el Kremlin ha optado por ignorar la voluntad popular y por apoyar la represión de Estado indiscriminada, una política que aplica en casa, y que permite no jugársela con los inciertos resultados de unas nuevas elecciones realmente libres.
En un discurso ante la Asamblea Federal en febrero de 2020, Putin afirmó solemnemente que Rusia ha sido y será siempre un Estado soberano e independiente. Y añadió que “sin soberanía, Rusia no puede ser un Estado. Algunos países quizá puedan, pero Rusia no”. Este comentario, obviamente dirigido a la UE, pone aún más en evidencia hasta qué punto no considera que sus vecinos europeos postsoviéticos tienen derecho a la misma aspiración.
Escuchar a los vecinos
Mientras el Kremlin presume del potencial político-militar de Rusia (y China), el caso es que, según distintos sondeos, la Unión Europea es la única institución internacional en la que confían una mayoría (60%) de ciudadanos de la Asociación Oriental, la política de vecindad diseñada por la UE para los países postsoviéticos vecinos (y que no incluye a Rusia por expreso deseo del Kremlin). En cambio, la Unión Económica Euroasiática (UEE), proyecto emblema de Putin, recibe el apoyo más bajo (29%), por detrás de Naciones Unidas (48%) e incluso de la OTAN (42%). Por países, el índice de confianza en la Asociación Oriental es mayor en Georgia (69%), Ucrania (66%), Moldavia (63%) e incluso Armenia (60%) y menor en Bielorrusia (45%) y Azerbaiyán (41%). Sin embargo, estos datos —fechados a mediados de 2020— no reflejan aún el impacto sobre la opinión pública del aplastamiento y la represión de los movimientos de protesta en Bielorrusia.
La Unión Europea ha llevado a cabo, en los últimos veinte años, diversas políticas para establecer relaciones pacíficas y de cooperación con Rusia. Este objetivo ha condicionado sistemáticamente su política hacia los vecinos europeos del espacio postsoviético: a la hora de diseñarla, Bruselas siempre ha tenido en cuenta el factor “no molestar a Rusia”. Pero la experiencia demuestra ahora que este empeño no solo ha llevado a un impasse las relaciones entre Unión Bruselas y Moscú sino que, además, deja muy expuestos a los países de una vecindad supuestamente compartida hacia la que Bruselas y los Estados miembros tienen una responsabilidad.
Al Kremlin no le queda ahora ningún Estado genuinamente amigo en Europa Oriental; solo dictadores que comparten el mismo interés que Putin por aferrarse al poder, como es el caso de Lukashenko en Bielorrusia o de Alíev en Azerbaiyán. El apoyo de Moscú a Lukashenko ha acabado de hundir las posibilidades de que las poblaciones de la zona miren con confianza a Rusia. Es la propia política del Kremlin la que ha antagonizado a sus vecinos postsoviéticos, multiplicando los sentimientos antirrusos. El principal enemigo de Rusia es el régimen de Putin.