Tras ordenar el asesinato del director, Guillermo Cano, demoler con una bomba la redacción de Bogotá y mandar ejecutar a más de una veintena de personas relacionadas con el periódico, Pablo Escobar consideró inacabada su guerra contra El Espectador de Colombia.
Escobar convirtió la delegación del diario en Medellín, abandonada ante la imposibilidad de proteger a sus periodistas, en uno de sus laboratorios de droga. “Era propio de la inteligencia cínica de Escobar: su forma de degradar a los enemigos y mostrar su poder”, dice Carlos Mario Correa, que entre 1990 y 1993 tuvo que ejercer como corresponsal en Medellín haciéndose pasar por contable.
Escobar había puesto precio a su cabeza.