El Ejército de Birmania ha tomado el poder y ha declarado el estado de emergencia durante un año, en un golpe que hace descarrilar la frágil democracia del país asiático. La líder birmana de facto y premio Nobel de la Paz, Aung San Suu Kyi, el presidente, Win Myint, y otros miembros de su partido, la Liga Nacional para la Democracia (LND), han sido detenidos.
Los militares alegan que este movimiento, que se produce tras varias jornadas de creciente tensión, es una respuesta al “fraude electoral” en los comicios del pasado noviembre. En ellos, el partido de Suu Kyi obtuvo una amplia victoria con el 83 por ciento de los 476 escaños del Parlamento, un resultado que los militares no reconocen pese a que la Comisión Electoral rechazó sus acusaciones de fraude.
¿Cómo ha llegado Birmania hasta aquí? ¿Qué escenario plantea el movimiento de los militares? Repasamos algunas claves de lo ocurrido en la breve democracia de este país del Sudeste Asiático.
Las elecciones de noviembre
El golpe militar se ha producido el día en que estaba previsto que se constituyera el nuevo Parlamento birmano, que salió de las elecciones del pasado 8 de noviembre. Esos comicios estaban contemplados prácticamente como un referéndum sobre los cinco años de Gobierno de Suu Kyi, que llegó al poder en 2015 gracias a las primeras elecciones libres que vivía el país en 25 años. La Dama, como se la conoce en Birmania, no asumió el puesto de presidenta porque la Constitución impide hacerlo a quien tenga familiares directos con pasaporte extranjero (ella es viuda del británico Michael Aris y tiene dos hijos también británicos); pero ella ha gobernado de hecho, todos estos años, desde el puesto de consejera de Estado.
Las elecciones parlamentarias del pasado noviembre —en las que hubo una elevada participación pese a la pandemia de covid-19— reflejaron un enorme y sólido apoyo popular a Suu Kyi tras sus cinco años de gobierno: su partido obtuvo 396 de los 476 escaños parlamentarios. La principal formación de la oposición (el Partido de la Solidaridad y el Desarrollo de la Unión, creado por los herederos del régimen militar y brazo político del Ejército), sin embargo, rechazó de plano los resultados y reclamó la repetición de los comicios. Este partido había obtenido solo 33 escaños en las urnas, en un reflejo de la dificultad para los militares de consolidar su poder político a través de un proceso electoral.
Los militares han denunciado un “terrible fraude” electoral que es “contrario a consolidar una democracia estable”. No hay pruebas de que se haya producido tal fraude. El Ejército se acoge a una provisión de emergencia de la Constitución birmana de 2008 —redactada por la propia Junta Militar— que contempla una acción de este tipo en caso de amenaza a la soberanía nacional. Estaba previsto que en la sesión de hoy, el nuevo Parlamento confirmara los resultados electorales y diera luz verde al próximo Gobierno.
Descarrilar la democracia
El golpe deja de nuevo a los cerca de 54 millones de habitantes de Birmania bajo la sombra de una dictadura que conocen bien. El país fue gobernado con puño de hierro por los militares entre 1962 —cuando llegaron al poder gracias a un golpe de Estado— y 2011. Ese año, en medio de una economía asfixiada, la propia Junta Militar emprendió reformas para avanzar a lo que llamaron una “democracia disciplinada” y nombró un Gobierno civil presidido por el exgeneral moderado Thein Sein, que llevó un ambicioso programa de reformas económicas y sociales. Ello incluyó una mayor libertad de prensa y la liberación de presos políticos.
El proceso fue recibido con el aplauso generalizado de la comunidad internacional, que respondió levantando las sanciones que durante décadas habían pesado sobre el régimen. En las elecciones de 2015, con la victoria del partido de Suu Kyi, se abrieron las esperanzas de que la democracia se asentara definitivamente en un país que había vivido bajo la dictadura durante la mayor parte de su historia.
Pero mientras con una mano dibujaban la senda hacia este eventual escenario, con la otra los militares se aseguraron de dejar puertas abiertas para seguir moviendo hilos desde la cúpula de poder: la Constitución de 2008, redactada y aprobada bajo la última Junta Militar birmana, establecía que un 25 por ciento de los escaños del Parlamento quedaban reservados a las Fuerzas Armadas. Esto supone que tienen poder veto para acciones como modificar la propia Constitución, o un peso decisivo a la hora de designar ministros relacionados con la seguridad del país.
La gran decepción
Pese a esas limitaciones, la llegada al poder del partido de Suu Kyi en 2015 había desatado un optimismo generalizado. Bajo el mando de la que era un icono de la lucha por la democracia —y galardonada con el Nobel de la Paz en 1991—, se abría la esperanza de un avance definitivo hacia la estabilidad, la libertad y los derechos. Los retos eran grandes: elevados índices de pobreza (cerca del 26 por ciento de los 56 millones de birmanos viven en la pobreza), falta de infraestructuras y profundas divisiones religiosas y étnicas que dificultaban la cohesión, con más de un centenar de comunidades repartidas por todo el territorio.
Pero si en estos años Suu Kyi ha ocupado portadas no ha sido por los avances que se esperaban, sino por las atrocidades perpetradas en su país contra la comunidad rohinyá: una minoría musulmana a la que Birmania no reconoce la nacionalidad (los considera inmigrantes bengalíes ilegales) y tradicionalmente enfrentada con los budistas de la etnia mayoritaria bamar. Entre agosto y diciembre de 2017, más de 700.000 rohinyás tuvieron que huir del estado de Rakhine, en la costa occidental birmana, a la vecina Bangladesh ante los violentos ataques y matanzas perpetradas por el Ejército. La ONU consideró esas ofensivas un ejemplo de limpieza étnica y posible genocidio en un informe de 2018.
La Corte Internacional de Justicia de la Haya abrió un caso contra Birmania por estos hechos, y la propia Suu Kyi defendió ante el tribunal que la actuación del Ejército respondía a “un conflicto interno armado” contra grupos rebeldes. Cientos de miles de rohinyás permanecen refugiados en Bangladesh en campamentos masificados en el sureste del país, y la imagen internacional de Suu Kyi ha pasado de defensora de los derechos humanos a la de acusada de un genocidio.
La de hoy es la más reciente en una larguísima lista de detenciones en la vida de Suu Kyi, que ha pasado 15 de sus 75 años bajo arresto domiciliario. Su partido, la LND, ha llamado a la población a rechazar el golpe. Uno de los líderes de la formación, Win Htein, ha criticado a través de redes sociales las “ambiciones personales” que se esconden tras esta toma de poder, en un momento en que el país sufre el impacto de la pandemia de coronavirus, que ha supuesto un duro revés para la vulnerable economía del país.
El golpe militar ha suscitado una cadena de condenas en la comunidad internacional. Estados Unidos, que en los últimos años había animado el proceso aperturista de Birmania —un país en el que China tenía una significativa implicación histórica—, ha reclamado la liberación de los detenidos y ha pedido al Ejército que rectifique “inmediatamente”. China, con términos menos tajantes, ha pedido a las partes “que resuelvan sus diferencias bajo el marco constitucional y legal”.
El timón del país ha quedado por ahora en manos del jefe del Ejército, el general Min Aung Hlaing, quien ha dicho que los militares devolverán el poder después de que se celebren unas elecciones limpias. El calendario para este supuesto se plantea como algo más bien borroso. El hecho de que el estado de emergencia se haya declarado por un año apuntala el temor a que este golpe de timón ponga de nuevo a Birmania bajo un sistema que, durante décadas, fue sinónimo de aislamiento, corrupción y represión brutal.