Hace cinco años, antes de hablar frente a una multitud en Ciénaga de Oro, el pueblo del Caribe colombiano donde nació, Gustavo Petro resumió la ambición que lo llevó a buscar el poder en tres intentos. “Hemos tenido un país donde nada se ha podido cambiar en dos siglos, y a mí me dan ganas de cambiarlo. Ser el primero que lo cambie”, me dijo en abril de 2018, poco antes de perder su segunda elección presidencial contra el derechista Iván Duque.
En esta nación gobernada siempre por la derecha, sumida en la violencia durante décadas y con diversos grupos alzados en armas, el debate político escoró en un conservadurismo que rechazaba cualquier propuesta de cambio promovida desde la izquierda debido a su supuesto vínculo con la violencia guerrillera. El estigma marcó a ese sector y segó varias alternativas democráticas: miles de políticos y activistas padecieron la persecución, el exilio o el asesinato por defender ideas que eran vistas con recelo desde el poder establecido y en buena parte de la sociedad.
Hasta que llegó Gustavo Petro, una suerte de pedagogo, un tribuno que halló su momento: la crisis tras la pandemia, el descontento social y las protestas masivas contra el gobierno de Duque (2018-2022) rebosaron la copa y crearon las condiciones necesarias para que germinara su oferta.
“El mío no es un programa radical”, matizó en nuestra cita hace cinco años, antes de subir a la tarima bajo un aguacero que enchumbó su verbo encendido. “Es solo un programa de reformas que hace un siglo debieron hacerse, y por no hacerlas fue que el país entró en la violencia”.
En 2022, frente a la insatisfacción mayoritaria, el líder de izquierda volvió a probar suerte, decidido a que fuera la última vez, y por fin tuvo éxito: más de once millones de colombianos eligieron su propuesta junto a Francia Márquez, la ambientalista y lideresa social negra que lo acompaña como vicepresidenta y ministra de la Igualdad en el llamado “Gobierno del cambio”.
Petro coronó su larga y azarosa búsqueda del poder con un triunfo popular y, sin las revanchas temidas por sus opositores, convocó a una concertación nacional que en un principio incluyó a algunos adversarios tradicionales, como los grandes hacendados y el expresidente Álvaro Uribe (2002-2010), un viejo líder de la extrema derecha todavía con influencia. Pero hoy la nueva administración, transcurrido su primer año, ha perdido la coalición que logró en el Congreso, mientras el tiempo se le escurre entre varias crisis simultáneas. Su aprobación ronda el 30 por ciento, el rechazo duplica esta cifra y su ambicioso paquete de reformas sigue sin concretarse.
Gustavo Petro nació en el departamento de Córdoba, una región cálida donde prospera la ganadería y algunos pocos cultivos de arroz y maíz. Pero no creció allí, y tal vez por eso devino en un hombre solitario y meditabundo, en apariencia ausente y desconectado de su entorno.
—Mi personalidad es la fusión de dos costumbres: taciturno, reflexivo, callado y reservado; pero con el mundo caribe que me vuelve apasionado —me dijo en aquel encuentro, antes del discurso y sentado frente a un plato de sopa a pocos kilómetros de su pueblo.
El carácter de Gustavo Petro se forjó en la zona andina y fría del país durante los años setenta, cuando su familia emigró a Zipaquirá, un pueblo industrial ubicado a 50 kilómetros de Bogotá. En un hogar que cultivaba el conocimiento, pero rodeado de una comunidad obrera, el joven izquierdista conoció la aplicación empírica del marxismo que leía en los libros.
A principios de los ochenta, en las afueras de esa población y sobre una ladera inestable, Petro descubrió que podía forzar cambios en la sociedad a punta de movilización popular. En aquel momento decenas de familias sin techo protestaban en busca de un lugar donde vivir, y junto a ellos coordinó la invasión de un terreno que era propiedad del municipio. Durante varias semanas la multitud errante se acomodó en chozas construidas con latas, tablas y lonas plásticas. Liderados por Petro, todos marcharon hasta la capital del país para reclamar atención, y resistieron a la policía hasta lograr el reconocimiento de la administración pública. El nuevo barrio se consolidó bajo el nombre de Bolívar 83, y allí sigue desde ese año.
Fernando Leiton, un activista comunitario que todavía vive en una de sus calles, conoce a Petro desde esa época, y con confianza lo llama Gustavo. En los ochenta, cuando el político empezó su carrera como concejal de Zipaquirá, Leiton lo acompañó en un movimiento llamado Carta del Pueblo, cuyo lema era “techo y vida digna”. En realidad se trataba de una fachada, porque el futuro presidente, alias “Aureliano”, ya militaba bajo ese nombre en el M-19, una guerrilla urbana muy popular integrada por universitarios con ideas nacionalistas.
En noviembre de 2022 recorrí el vecindario con Leiton. Mientras esquivábamos huecos, grietas y algo de basura sobre las callejuelas estrechas, él lamentaba el olvido de su comunidad.
—Gustavo nos abandonó, hace como veinte años que no viene. Pero en esa época nos guiaba. Fue nuestro líder —admitió.
Escaleras arriba llegamos a una vivienda de la tercera calle, en la parte más alta del barrio. A principios de los ochenta era todavía una casita de tablas, sobre un sótano que cubrieron con palos y ramas para disimular.
—Ahí abajo se escondía Gustavo cuando lo andaba buscando la policía —contó Leiton.
Costaba imaginar al jefe de Estado encogido en ese hueco, matando el tiempo quién sabe cómo. Tal vez leía mientras sus camaradas hacían turnos de vigilancia sobre la montaña, con silbatos para avisar cuando la ley se acercaba.
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