Cuando el llamado Equipo Europa —formado por la presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, la primera ministra de Italia, Giorgia Meloni, y el de Países Bajos, Mark Rutte— llegó a Túnez el pasado 16 de julio, Fati y su hija Marie, de 6 años, luchaban desesperadamente por sobrevivir en el desierto. Allí, entre las fronteras de Libia y Túnez, sin comida, agua o protección alguna ante unas temperaturas extremas, habían sido abandonadas por las autoridades tunecinas días antes junto con otro millar de personas.
En el Palacio Presidencial de Cartago, los líderes europeos firmaron un acuerdo con el presidente tunecino, Kais Said, para establecer una colaboración “integral y estratégica” entre Túnez y la UE. Aunque el documento abarcaba diversos ámbitos, como la cooperación económica, energética y cultural, a nadie se le escapó que el principal era el control de las fronteras. De hecho, la UE quiere que el acuerdo sirva de modelo para la relación con los otros países del norte de África.
Aquel día, los líderes europeos no tuvieron ninguna palabra para la evitable tragedia que vivían Fati, Marie y otros cientos de personas a 600 kilómetros de allí.
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