El 9 de noviembre de 2015 Birmania fue una fiesta.
Los birmanos habían acudido a las urnas el día anterior y, aunque los resultados definitivos no llegaron hasta dos semanas después, ya era evidente que la Liga Nacional para la Democracia (LND) había logrado una victoria aplastante en las elecciones generales. Con la mayoría absoluta en sus manos, el partido de la premio Nobel de la Paz Aung San Suu Kyi podía nombrar al primer presidente democráticamente elegido en medio siglo.
‘La Dama’ no tomaría el timón porque la ley impide el acceso a la presidencia de quien tiene familiares directos con pasaporte extranjero, como es el caso de sus hijos, pero estaba claro que, después de haber pasado quince años bajo un arresto domiciliario intermitente, Suu Kyi movería los hilos en la sombra. Para muchos, ese hito marcaba la culminación de un proceso de democratización que había sido considerado modélico por la comunidad internacional. En 2010 la Junta Militar cedió pacíficamente el poder a un Gobierno civil y el país parecía avanzar hacia la cacareada reconciliación.
“A partir de ahora, las cosas solo pueden ir a mejor”, comentó Moe Thway, un joven activista cofundador del movimiento Generation Wave, antes de las elecciones.
Incluso los más críticos con el proceso, conscientes de que el 25% de los escaños reservados al Ejército en la Constitución impedirían cambios drásticos en el rumbo de la excolonia británica, no podían esconder su optimismo. A pesar de las suspicacias, líderes de grupos armados que controlan diferentes territorios de la periferia y activistas de la etnia musulmana rohinyá se mostraban esperanzados.
“Suu Kyi ha sufrido en primera persona la dictadura y ha sacrificado parte de su vida por los derechos humanos. Aunque no nos tenga como prioridad, la situación de nuestra etnia debería mejorar sustancialmente con ella”, dijo U Kyaw Min, presidente del Partido por la Democracia y los Derechos Humanos y activista rohinyá que participó con Suu Kyi en el movimiento democrático de 1988.
Pero han pasado ya casi dos años desde que Birmania celebró sus elecciones —año y medio desde que Htin Kyaw fue nombrado presidente— y, aunque las estadísticas reflejan un florecimiento económico con crecimientos anuales de entre el 6% y el 8%, las desigualdades sociales se han disparado y los dos grandes focos de violencia continúan abiertos. O sangran más aún.
¿Quiénes son los rohinyás?
El conflicto que enfrenta a budistas de la etnia mayoritaria bamar con los musulmanes rohinyás se ha recrudecido y supera en virulencia al brote de violencia que en 2012 dejó más de 300 muertos.
Hace un lustro, la chispa se encendió por la supuesta violación de una mujer budista a manos de varios rohinyás. Cientos de casas fueron pasto de las llamas y unos 140.000 rohinyás fueron segregados en campos de desplazados internos que se han convertido de facto en campos de concentración. Ahora, como explica el Alto Comisionado para los Derechos Humanos de la ONU, Zeid Ra’ad Al Hussein, “décadas en las que se han violado los derechos humanos de forma sistemática han contribuido al nacimiento de grupos extremistas violentos en la zona”.
La última crisis se inició el 25 de agosto, cuando el Ejército de Salvación Rohinyá de Arakán (ARSA) lanzó un ataque contra las fuerzas de seguridad birmanas. Como hace cinco años, la respuesta de los budistas fue estremecedora. Militares y extremistas han lanzado ‘operaciones de limpieza’ que se han saldado con más de 400 muertos, según el Gobierno, aunque una responsable de la ONU asegura que más de mil personas, la mayoría rohinyás, podrían haber perdido la vida. En dos semanas, se ha desatado un éxodo de 270.000 rohinyás. Muchos de ellos han quedado atrapados en las márgenes del río que dibuja la frontera con Bangladesh, cuyos campos de refugiados ya están saturados; otros han muerto ahogados al naufragar las barcazas en las que huían. Las organizaciones humanitarias tienen problemas de acceso y no pueden ayudar a las personas privadas de comida y de agua potable.
El presidente turco, Recep Tayyip Erdogan, calificó la situación de “genocidio”, y no es el único. Las críticas arrecian en todo el mundo. El secretario general de la ONU, António Guterres, dijo el 5 de septiembre que el asunto es “una catástrofe humanitaria con implicaciones para la paz y la seguridad más allá de las fronteras birmanas”. Para Al Hussein, lo que está sucediendo “parece un ejemplo de manual de limpieza étnica”, algo que los rohinyás llevan años denunciando. Suu Kyi incluso ha sido criticada por otros premios Nobel, como el arzobispo sudafricano Desmond Tutu y la activista pakistaní Malala Yousafzai. Pero lo más atronador de la postura de Suu Kyi es su silencio sobre los rohinyás.
En el bando contrario, los militares aseguran que son terroristas rohinyás quienes usan a la población como escudos humanos y quienes queman las casas de sus propios correligionarios. La prensa tiene vetado acceder a la zona del conflicto, así que es imposible verificar de forma independiente lo sucedido. En cualquier caso, el jefe del Ejército, Min Aung Hlaing, pronunció una frase con la que todos están de acuerdo: “Este es un problema que arrastramos durante demasiado tiempo y que requiere una solución ya”. El problema es que para encontrar una solución primero es necesario alcanzar un consenso sobre las raíces del conflicto, y eso parece imposible.
Abu Tahay, presidente del Partido para el Desarrollo de las Naciones de la Unión (UNDP), es uno de los activistas rohinyás más prominentes y exige que los miembros de su etnia sean considerados ciudadanos birmanos de pleno derecho —actualmente la mayoría no cuenta con la nacionalidad birmana y es apátrida— y no inmigrantes bengalíes, una postura que también mantiene la LND de Suu Kyi. Tahay argumenta en el destartalado despacho de su oficina en Rangún que los rohinyás ya vivían en Birmania mucho antes de que llegasen los colonizadores del Imperio británico.
El activista muestra fotografías de inscripciones en piedra que podrían confirmar la existencia de rohinyás en el estado de Rakáin —también conocido como Arakán— desde el siglo VIII, pero su interpretación es polémica. Tahay esgrime una gruesa carpeta llena de fotocopias y señala el primer censo llevado a cabo por los británicos solo dos años después de haber conquistado esa zona del país. “En esos documentos de 1826 ya se habla de los rohinyás, y entonces todavía no habían llegado con los indios a los que empleaban en sus colonias”, dice.
Tahay no tiene palabras amables para Suu Kyi: “Antes era un icono de la democracia y todos creímos que el Premio Nobel de la Paz que le dieron fue merecido. Pero ahora que se sienta en el Parlamento se ha convertido en la líder de un partido político que tiene que contentar al electorado ultranacionalista. A pesar de ello, no debería dar la espalda a los derechos humanos como lo está haciendo”.
Los rohinyás no existen
Unos 400 kilómetros al noroeste de Rangún, en Sittwe, U Shwe Mg, miembro del Comité Central del Partido para el Desarrollo de la Nación Rakáin (RNDP), tiene una visión muy diferente del conflicto. Sentado a una larga mesa de madera en el interior de una pequeña casa del centro de la capital del estado de Rakáin, este líder budista al que muchos tachan de radical exige que no se utilice la palabra rohinyá durante la entrevista. “Son bengalíes. Se han inventado ese nombre para legitimar sus exigencias”, zanja con contundencia.
Su interpretación de la historia no puede ser más diferente de la que hace Tahay. “Los rakaines hemos sido budistas desde hace milenios. Es algo que se puede comprobar en la antigua capital de Mrauk U. Allí verá pagodas y templos budistas, pero ni una sola mezquita. Y eso es así porque los musulmanes bengalíes [del territorio que conforma la actual Bangladesh] no llegaron a nuestra tierra hasta 1824, año en el que los británicos se hicieron con Birmania”. Shwe sostiene que el Imperio británico eliminó la frontera con lo que entonces era la India, y que con sus tropas llegaron los bengalíes.
“Creíamos que su presencia era temporal, así que les dejamos quedarse. Pero cuando Birmania fue separada de la India, en 1920, los británicos preguntaron a los bengalíes si querían asentarse aquí, y contestaron que sí. A partir de ahí hemos sufrido una invasión, e incluso una masacre a manos de los bengalíes, que combatieron contra nosotros y contra los japoneses en la Segunda Guerra Mundial. Desde la independencia [1948], los musulmanes buscan la creación de Arakanistán, e incluso ha habido movimientos muyahidines para lograrlo”, sentencia.
Para él, solo hay una solución posible: la expulsión. “Pero reconocemos que no es tan fácil. Ya lo intentó el general Ne Win tras su llegada al poder, en 1962. De hecho, los expulsó. Pero tuvo que readmitirlos por la presión de la comunidad internacional. Y el problema es que se marcharon 100.000 y vinieron 300.000. Desde entonces han ido apropiándose de demasiados derechos, y hacen gala de un carácter invasivo”. Preguntado por qué país debería acogerlos, ya que no son reconocidos como ciudadanos de ninguno, también tiene clara la respuesta: “Que se los repartan los países que les dan cobertura y apoyo”.
Movimiento Ma Ba Tha
Otros 300 kilómetros al noreste de Sittwe, en Mandalay, el monje Ashin Wirathu, a quien algunos llaman ‘el Bin Laden budista’ por su yihad budista contra los rohinyás, sostiene que estos buscan la creación de una república islámica. En el interior del monasterio en el que reside y predica, las razones de su odio cuelgan de las paredes en forma de fotografías. Hay cuerpos mutilados y destripados, mujeres, niños, y monjes budistas que en los carteles se asegura que han sido asesinados por extremistas rohinyás, aunque es evidente que algunas instantáneas se han tomado fuera de Birmania.
“El movimiento 969 [que fue oficialmente ilegalizado y cuyos miembros se han integrado en el Ma Ba Tha, las Asociación para la Protección de la Raza y la Religión] nace como respuesta a la invasión musulmana que sufre Birmania, y nuestro objetivo es defender al país de ella”, asegura Wirathu mientras se coloca bien la túnica naranja y sorbe un zumo de frutas. “Nosotros no tenemos fusiles, no estamos detrás de ningún acto violento, solo queremos evitar que los musulmanes se hagan con el control del país y dar a conocer la situación actual a nuestros compatriotas”. A su alrededor, el resto de monjes asiente. Juntos han promovido el boicot a los comercios musulmanes y el proyecto de ley que pretende prohibir los matrimonios entre personas de diferente credo.
Además de razones históricas, la mayoría de los budistas critica dos puntos clave de la minoría rohinyá. “Por un lado, tienen tantos hijos que desestabilizan el equilibrio demográfico de la sociedad y restan recursos a la población local. Por otro lado, pagan a las mujeres para que se casen con sus hombres y las obligan a convertirse al islam. Es parte de su estrategia hegemónica”, asegura Wirathu, que en su discurso xenófobo ha llegado a comparar a los rohinyás con la carpa africana, una especie invasora que extermina a las locales.
La natalidad de las familias musulmanas es una de las principales preocupaciones de estos sectores. Es más elevada que la de las familias budistas: muchas parejas musulmanas tienen cuatro o cinco hijos, muy por encima de la tasa de fertilidad nacional de 2,17, y hay mujeres que reconocen haber tenido que convertirse al islam para contraer matrimonio con sus actuales maridos, algunos de los cuales practican la poligamia. Esta práctica está prohibida en Birmania desde 2015, cuando el Parlamento decidió aprobar la ‘Ley de la monogamia’ promovida por Wirathu y sus acólitos.
Tanto Wirathu como Shwe están de acuerdo en su rechazo a los rohinyás, pero también, curiosamente, en su crítica a Suu Kyi por ser “demasiado permisiva con la causa de los bengalíes, a quienes ha ayudado en demasiadas ocasiones”.
Campos
En los campos de rohinyás de Sittwe, donde se hacinan los 140.000 desplazados por el brote de violencia de 2012, las condiciones de vida son infernales. Para los rohinyás es muy difícil salir. Los campos son parte de la política de segregación que ha adoptado el Gobierno desde hace cinco años, y quienes los ocupan están desprovistos de algunos derechos básicos, entre ellos la libertad de movimientos. Además de la escasez de víveres, que provoca barrigas como globos y cuerpos escuálidos, el acceso a la sanidad y la educación es casi inexistente. Algunos médicos birmanos se niegan incluso a tratar a los rohinyás, y las pequeñas clínicas de los campos no dan abasto: mujeres de parto y pacientes de enfermedades contagiosas comparten el mismo espacio.
“La única forma de salir de aquí es sobornando a los militares que guardan todas las entradas, pero las sumas que exigen están fuera del alcance de los desplazados, que lo han perdido todo. Quienes tenían joyas u otros objetos de valor ya los han vendido para escapar, y ya no están en los guetos”, explica Aung Win, un activista rohinyá que vive en uno de los campos. “El resto sobrevive a duras penas sin una fuente de ingresos estable y con un racionamiento que aboca a la desnutrición. La situación es cada vez más desesperada”.
El también activista U Kyaw Min es uno de quienes aseguran que lo que se está haciendo con los rohinyás es una limpieza étnica, y acusa tanto a Suu Kyi como a la comunidad internacional de permitirlo: “Con sus políticas represivas, que incluyen la negación de la nacionalidad, la restricción de movimientos y de posesiones, e incluso un control forzoso de la natalidad, ha conseguido que la gente muera de hambre y tema las torturas y la persecución a la que está sometida. Detener el genocidio que sufre la etnia rohinyá no es tan difícil como salvar a los judíos del Holocausto, pero la comunidad internacional apenas se moviliza con ese fin a pesar de que reconoce la magnitud de la tragedia a la que nos ha condenado su pasividad. Me temo que el mundo solo actuará cuando ya se haya exterminado a la mitad de nuestra población”.
La ONU y diferentes organizaciones humanitarias tienen un acceso mínimo a los campos. Las críticas hacia el Gobierno son constantes, pero no parecen hacer mella en los dirigentes, que se ven legitimados por el odio que buena parte de la población birmana profesa por los rohinyás. Al fin y al cabo, esos son sus votantes. El partido de Suu Kyi no solo considera a los rohinyás como inmigrantes bengalíes, sino que muchos de sus políticos incluso sostienen que el hecho de haber vivido en Birmania desde hace generaciones no es suficiente para que se les otorgue la ciudadanía.
Más allá de los rohinyás
No tienen ese problema el resto de las 134 minorías étnicas reconocidas por el país. Pero una veintena sí que han empuñado las armas para combatir al Ejército. Exigen el establecimiento del estado federal que les prometió Aung San, artífice de la independencia y padre de Suu Kyi. “Él no pudo cumplir con su promesa porque lo asesinaron, pero su hija sí que puede luchar por ello. Desafortunadamente, no vemos que tenga como prioridad lograr la paz con nosotros”, comenta el general Gun Maw, general del Ejército Independentista Kachin (KIA por sus siglas en inglés), uno de los pocos grupos armados que no han firmado el alto al fuego.
Aunque en teoría cada estado de la Unión de Birmania tiene su propio gobierno, en la práctica no cuenta con poder alguno y está supeditado por completo al Ejecutivo central. “Ya no buscamos la secesión. Queremos autonomía real en materia de legislación, justicia, hacienda, sanidad o educación”, expone Dau Hka, miembro del Consejo Técnico del KIO, el brazo político del KIA. “No puede haber democracia en Birmania si no se tienen en cuenta estas demandas de las minorías étnicas. Y, sin democracia, no habrá prosperidad”, sentencia.
Ni paz. Desde su bastión en Laiza, una pequeña localidad situada en la frontera con China, el KIA hace frente a esporádicos combates con el Ejército, que en ocasiones escalan y llegan incluso a convertirse en ataques aéreos. El avance de las tropas ha provocado casi 100.000 desplazados internos de la etnia kachin, de mayoría cristiana, que también malviven en campos temporales que van camino de convertirse en permanentes.
“La brutalidad que mueve a los militares birmanos es inimaginable. Continúan arrasando pueblos enteros, donde las mujeres son violadas y las viviendas saqueadas o destruidas. El mundo no sabe lo que sucede aquí, y, lo que es todavía peor, ni siquiera los birmanos lo saben. Han tomado nuestra tierra por la fuerza, así que, aunque apostemos por la vía política, si no hay acuerdo tendremos que seguir luchando con las armas”, dice Labang Dai Pisa, director de los campos.
Como sucede en los campos de rohinyás, la ayuda en la zona controlada por el KIA llega con cuentagotas. “Esperábamos una mejoría importante con la llegada de Aung San Suu Kyi, y la seguimos esperando, pero la violencia ha aumentado y el Gobierno ha cortado vías humanitarias”, denunció Mark Cutts, de la Oficina para la Coordinación de Asuntos Humanitarios de las Naciones Unidas (UNOCHA), en una entrevista con Al Jazeera.
Mientras, cientos de nuevos reclutas toman las armas en los campos de entrenamiento del KIA. La mayoría son adolescentes y empuñan solo fusiles de madera a los que ellos mismos dan forma con machetes, pero en las afueras de Laiza varios talleres fabrican una versión casera del kaláshnikov. El jade, el oro y el opio financian las operaciones de diferentes grupos armados. Aquí y allá, minas rudimentarias demuestran que el KIA también obtiene fondos por esta vía, aunque los guerrilleros ofrecen acceso muy restringido a estas instalaciones.
Lo que sí les interesa mostrar es el hospital de Laiza. “Hemos tenido que poner a los pacientes de tuberculosis y de sida con el resto porque carecemos de una zona de aislamiento. De hecho, ni siquiera podemos aislar la máquina de rayos X, así que el personal está recibiendo dosis extremadamente altas de radiación. También hemos tenido que cerrar el área de pediatría por falta de personal, y en la estación de lluvias la malaria nos desborda”, cuenta el asistente del director, Nangzing Bawk Wa, mientras hace un recorrido por habitaciones desconchadas en las que aguardan pacientes cuyos rostros reflejan de todo menos esperanza.
Algo parecido sucede con los desplazados internos. Lahtaw Zan San, uno de ellos, malvive con un sueldo equivalente a 20 euros mensuales. “Y algo de arroz”, dice. Da clases a otros desplazados kachin y comparte choza con seis miembros de su familia. Tres generaciones encerradas en una construcción de madera que se inunda con cada chaparrón. O sea, casi a diario. “Pero es mejor que correr el riesgo de que nos maten los militares. Ahora mismo no podemos regresar a nuestra casa [en el pueblo de Japu], porque las posiciones del Ejército están cerca, y ya sabemos lo que sucede cuando llegan: disparan a la gente y se hacen con todo lo que haya de valor en las casas”, afirma.
“Estamos dispuestos a dimitir”
Pero sería un error considerar que todos los males de Birmania residen en la periferia y están relacionados con las minorías étnicas. Suu Kyi también está defraudando a los votantes de la mayoría bamar. En gran parte, porque las libertades individuales y los derechos civiles siguen amenazados. Lo demuestra el hecho de que su partido no haya hecho nada para tratar de derogar la sección 66(d) de la Ley de Telecomunicaciones, que fue aprobada en 2013 y que castiga la difamación en la prensa o en redes sociales con penas de hasta tres años de prisión.
El problema es que está siendo utilizada para silenciar a periodistas y para amedrentar a la población. “El artículo 66d está diseñado, al igual que la Constitución, para otorgar al Ejecutivo poderes que son propios de una dictadura. Pretende meter miedo a los medios de comunicación y lograr así que los periodistas se autocensuren. Curiosamente, el Gobierno de Suu Kyi podría tratar de derogar la ley, pero incluso se ha negado a discutir esa posibilidad”, dice bajo condición de anonimato un periodista de la publicación Frontier, cuyos reporteros están teniendo problemas con la justicia.
La propia Suu Kyi parece ser consciente de que su labor no está a la altura de las expectativas que su figura había creado. Y así lo reconoció durante el discurso que pronunció con motivo del primer aniversario de su llegada al poder:
“Si creéis que no soy lo suficientemente buena para el país y el pueblo, si alguien o alguna organización cree que lo puede hacer mejor que nosotros, estamos dispuestos a dimitir”.