Después de treinta años del fin de la dictadura en Filipinas, la democracia ha llevado a la presidencia a Rodrigo Duterte, un político provocador, lenguaraz y demagogo. Le llaman El Castigador. Ha prometido limpiar de delincuentes el país aunque para ello “tenga que asesinar a cien mil personas“. Este exfiscal de 71 años, que durante más de dos décadas fue alcalde de la sureña ciudad de Davao, protagoniza frecuentes salidas de tono que no han mermado el apoyo de sus dieciséis millones de votantes, con los que logró una amplia victoria en las elecciones del pasado mayo.
Se le ha llamado el Donald Trump de Asia, pero difiere del candidato republicano en muchas cosas. Tiene un largo recorrido político: los votantes ya saben cómo gobierna, aunque sea solo una ciudad. Sus declaraciones son mucho más explosivas. Y ya está en el poder. Nos acercamos al latido de Manila para explorar las contradicciones del fenómeno Duterte.
Bahía de Manila. Marc Paulo Núñez, un joven carpintero que desde hace dos meses pasa las noches en una iglesia en obras, no habla habitualmente de política. Es como si eso no tuviera que ver con su historia, que transcurre paralela a los avatares de la ciudad y del país. Pero al escuchar el nombre de Duterte, Marc sonríe.
Durante el día trabaja allí mismo, en la reconstrucción de la iglesia de Malate, una mole barroca de finales del XVI. Por la noche le permiten quedarse como vigilante en esa misma obra, porque un incendio le dejó sin casa y obligó a su familia a abandonar la ciudad. Antes vivía en el cercano barrio de Baseco, uno de los más conflictivos de Manila, donde se hacinan unas 50.000 personas.
Callejuelas estrechas y laberínticas. Esquinas donde se juega y se bebe con la misma adicción, donde se juntan niños de la calle con botes de pegamento a la sombra de cartones cuando aplasta la humedad y el calor. Basura por todas partes, hasta en la aguas del río Pásig, que desemboca aquí tras cruzar una Manila que aglutina a más de veinte millones de personas. El cielo suele amanecer plomizo aun en días sin nubes. No. Aquí no hay posibilidad de belleza.
En Baseco, donde se alojan muchos de los pequeños delincuentes y criminales que el nuevo presidente quiere eliminar, los resultados electorales no dejaron lugar a dudas: Duterte arrasó.
Marc vivía en Baseco con su madre, Mary, y una hija de dos años, Princess Sofía (el nombre fue tomado de un libro de cuentos que le leía la madre). Lleva fotos de las dos en móvil y las contempla cuando descansa en los andamios. Ambas tuvieron que dejar Manila después de que su casa fuera pasto de las llamas. En época seca, las viviendas de cinc y maderas viejas de ese gran suburbio prenden muy fácilmente.
El barrio es un nido de pequeños narcotraficantes que trabajan para los carteles locales. El propio Marc estuvo enganchado a las drogas entre los 13 y los 19 años. “Drogas de todo tipo”, dice con la voz delgada y tranquila del que sabe que ha salido de eso. “Desde el shabu (la metanfetamina local) hasta la marihuana o pegamento para zapatos.” Ahora, con 25 años, sus aspiraciones tienen forma de otra cosa, de otro lugar, para reunirse con su familia. Gana el equivalente a unos 50 euros a la semana.
En un país en el que más del 26 por ciento de la población vive bajo el umbral de la pobreza, son muchos los que, como Marc, centran sus preocupaciones en sobrevivir, más allá del escenario político. Y, aunque la lucha contra la delincuencia es el lema más repetido por Duterte, el nuevo presidente también ha prometido combatir la pobreza. Apenas un mes después de vencer en las elecciones, la nueva administración anunció un ambicioso plan para sacar de la pobreza a nueve millones de filipinos en seis años, lo que supondría reducir la tasa de pobreza del archipiélago en casi un 30 por ciento. Su proyecto, eso sí, no mira al depauperado Baseco. La prioridad son las regiones fuera de Manila, una urbe que concentra el motor que ha hecho de Filipinas una de las economías de más rápido crecimiento en la región. El capital está en manos de unos pocos grupos empresariales familiares. En 2012, la revista Forbes Asia publicó que la riqueza conjunta de los 40 filipinos más ricos había crecido en 13.000 millones hasta más de 47.000 millones de dólares en un solo año.
‘El Castigador’
Lo que sin duda centra el discurso político de Rodrigo Duterte es su determinación de combatir el crimen por todos los medios. Durante las más de dos décadas en las que estuvo al frente de la alcaldía de Davao, se produjeron más de un millar de asesinatos, según estimaciones de oenegés y grupos de derechos humanos como Human Rights Watch. Se supone que todas las víctimas, incluidas menores de edad, fueron pequeños delincuentes. Y se supone que fueron ejecuciones perpetradas por los llamados “Escuadrones de la muerte de Davao”, los DDS (Davao Death Squads). Varias organizaciones humanitarias apuntan a que Duterte aprobó, si no ordenó, esa “limpieza” como brutal método para combatir la criminalidad.
Él mismo es ambiguo en sus declaraciones al respecto. En febrero de 2009, todavía desde la alcaldía de Davao, aseguró: “Mientras yo sea alcalde, si eres un criminal o parte de una banda que ataca a ciudadanos inocentes serás un objetivo legítimo de asesinato”.
Duterte es popular por sus declaraciones groseras, sexistas, bufonescas y bravuconas. Luego se disculpa tibiamente y no pasa nada. Le chiflan las motos y las mujeres por igual. La última anécdota, la que hace reír a Marc y a algunos de sus vecinos, es que en plena campaña Duterte aludió a las críticas que le tildaban de ser un mujeriego empedernido: “Estoy separado y consumo viagra. ¿Qué quieren, que deje esto ahí colgando?”, dijo señalándose el pene.
En otro acto de campaña, recordó la violación y asesinato de una misionera australiana en Davao en 1989, cuando él era alcalde. Aunque condenó el crimen, afirmó que “aquella mujer era tan guapa que el alcalde (él mismo) debió haber sido el primero (en abusar de ella)”. A pesar de las quejas del embajador de Australia y de otros representantes y medios nacionales e internacionales, en las encuestas de intención de voto que se hicieron poco después los apoyos a Duterte seguían creciendo.
Socorro Reyes, experta en temas de género y gobernabilidad, es asesora del Centro de Desarrollo Legislativo en Filipinas y trabajó para UN Women en diferentes países asiáticos. Reconoce que a gran parte de la población le cae simpático: “Los filipinos nos reímos de nuestras propias desgracias, y somos conocidos por nuestro humor negro. No lo vas a creer, pero hasta entre mis compañeras feministas hay quienes apoyan a Duterte, porque dicen que en Davao, bajo su gobierno, se las respeta más que en el resto del país”.
Duterte ya ha ofrecido recompensas por cada delincuente que caiga. Sin embargo, no se muestra tan contundente frente al problema de los grupos extremistas islámicos que operan en el sur del país, como el de Abu Sayaf. Este grupo yihadista, que ha jurado lealtad a Estado Islámico, se dedica al secuestro y la extorsión desde la década de 1990. El pasado abril, cuando Filipinas estaba en plena campaña electoral, emitió un vídeo en el que mostraba la decapitación de un rehén canadiense, John Ridsdel, de 68 años. Poco más de un mes después corrió la misma suerte su compatriota Robert Hall. Ambos habían sido secuestrados el año pasado junto con una ciudadana filipina, ya liberada, y un noruego que aún sigue retenido. Duterte ha declarado que “no les considera delincuentes sino gente decepcionada por las promesas incumplidas a la minoría musulmana”.
Duterte y la Iglesia Católica
El carpintero Marc cuenta que, antes de mudarse a Baseco, su familia había vivido en la provincia de Cavite, al sur de Manila. Allí fue donde la armada estadounidense destrozó a la española en 1898. El idioma oficial de las islas cambió inmediatamente al inglés. Hoy, en la lengua filipina, el español solo queda en los apellidos y los nombres de las calles, y en algunas palabras como “trabajo” que conviven con otras de origen inglés.
La iglesia de Malate, donde Marc trabaja y duerme, es patrimonio cultural de este país, el tercero con más católicos del mundo. Representan el 80% de sus cien millones de habitantes, repartidos en solo unas pocas de las más de 7.000 islas que conforman Filipinas.
Muy cerca de aquí, en enero del año pasado, el papa Francisco celebró la que se considera hasta la fecha la misa más multitudinaria de la historia, a la que asistieron unos seis millones de personas. Aquel evento colapsó la ciudad y Duterte, entonces candidato a presidente, no dudó en llamar al Papa, en tono de guasa, “hijo de puta” por haber causado embotellamientos en la capital. Curiosamente, pese a la enorme influencia de la Iglesia Católica en el país, el apoyo de sus votantes siguió intacto. También llamó “hijos de puta” a los obispos, y los acusó de corrupción por pedir dinero público y no querer apoyarle.
A Duterte parece importarle poco tener en contra a la poderosa Iglesia Católica filipina, a la que ha definido como “la institución más hipócrita”. El nuevo presidente no duda en declarar abiertamente su apoyo a gays y lesbianas y promueve medidas como la planificación familiar, aunque no el aborto ni el divorcio, ilegales en el archipiélago. También ha asegurado que quiere reinstaurar la pena de muerte, abolida en 2006, para aquellos crímenes relacionados con drogas, violaciones o asesinatos.
Los defectos de la democracia
Para llegar a la oficina de Chito Gascon, presidente de la Comisión de Derechos Humanos, hay que pasar por una de las principales avenidas de Manila, Epifanio de los Santos, más conocida como EDSA. Este lugar dio nombre a la revolución que hace treinta años derrocó a la dictadura de Ferdinand Marcos. Allí se apostaron en una protesta pacífica miles de personas. Chito lideraba a los estudiantes. La revolución EDSA llevó a la presidencia a Corazón Aquino, viuda de Benigno Aquino, cuyo asesinato en 1983 en el aeropuerto de Manila presenció en directo todo el país. Chito fue también el miembro más joven del comité que redactó la nueva Constitución filipina.
“Uno de los problemas más graves aquí es la impunidad”. Chito pone como ejemplo una matanza en Mindanao en 2009. Fueron 58 personas asesinadas, la mayoría periodistas, además de familiares y simpatizantes que acompañaban en un autobús a un candidato a gobernador. “Los responsables siguen en libertad”, asegura. “Se puede identificar a los autores, pero si no hay testigos fiables que se presenten, no hay mucho que hacer. Y cuando los hay, la justicia es lenta o ineficaz”.
A Filipinas se le señala como un país de alto riesgo para la profesión del periodismo. Duterte también tiene una opinión al respecto: “Si eres un hijo de puta (otra vez), ¿por qué vas a librarte de un balazo solo por el hecho de ser periodista?”, dijo en otro de sus momentos célebres en campaña.
Para Chito, la victoria de Duterte es un toque de atención sobre los defectos de la democracia. Lo relaciona también con un fenómeno global reflejado en casos como el de Trump en Estados Unidos, o el de Keiko Fujimori, que estuvo cerca de obtener victorias electorales en Perú en 2011 y 2016. “Los más jóvenes ya no recuerdan lo que supone vivir bajo una ley marcial como la de Marcos. La lucha entre el autoritarismo y la libertad no ha terminado todavía, y continuará aquí”.
Pese a todo, afirma: “No temo a Duterte ni a nadie; soy un hijo de la lucha por la democracia”. De lo que sí tiene miedo, admite, es de la posible implantación de un clima de violencia y asesinatos.
Nadie sabe cómo será la Filipinas liderada por El Castigador.