Resuena una carcajada en el corazón del Complejo de Favelas de Alemao, frente al humilde puesto de comidas que regenta Mariana Lima. “¡Aquí uno tiene que hacer como en Matrix, esquivar las balas así!”, dice la mujer, y hace un movimiento ondulando el cuerpo como el personaje de Neo cuando se zafaba con agilidad de los disparos.
Sería cómico si no fuese trágico, como suelen decir los brasileños ante los absurdos cotidianos. Porque los tiroteos son una rutina en uno de los mayores y más peligrosos conglomerados de favelas de Río. En 2010, la policía llegó para instalarse y en teoría sustituir definitivamente la tiranía de los narcos, pero estos volvieron al poco tiempo y ahora se respira más tensión que antes de la llegada de los agentes. Comienzan los Juegos Olímpicos, y la ciudad está muy lejos de alcanzar la paz que se propuso como legado olímpico, al menos en las regiones pobres y periféricas. Durante la competición, la ciudad vivirá totalmente militarizada con el refuerzo de 22.000 agentes para un total de casi 80.000 hombres, entre policía y ejército, blindando el megaevento.
Las calles laberínticas del Complejo de Alemao siempre fueron un área difícil en la ciudad. Vivieron días de guerra entre facciones del narcotráfico en la década de 1990, con incursiones del llamado Tercer Comando intentando arrebatar el control al Comando Vermelho, el más poderoso de Río. “¿Te acuerdas, mamá, de aquel día en que pasamos delante del mercado y estaba lleno de cuerpos tendidos en el suelo a los dos lados de la calle?”, rememora el hijo de Mariana, Eric, que por aquel entonces era un niño. Mariana, como Eric, es un nombre falso porque muchos vecinos viven con miedo a represalias tanto de narcotráficantes como de la policía.
De aquella época Mariana guarda un recuerdo, una bala alojada “en las nalgas”, especifica su hijo. La madre se da un azote en el trasero y ambos ríen. De la violencia actual, en el contexto de ocupación policial, tiene otra huella: un agujero de bala en la pared de su casa. “Parece que las balas me persiguen”, bromea. Cada vez que se ha mudado, siempre dentro del complejo de Alemao en busca de un lugar más tranquilo, ha brotado la violencia en su nuevo entorno. Y eso que considera que donde vive ahora es un lugar tranquilo. La tranquilidad se mide aquí de una forma relativa y por metros, pues Mariana y Eric viven a dos callejones de una de las esquinas más calientes de Rio. A veces dos, a veces cuatro y a veces ocho agentes de la policía militar se plantan con sus enormes fusiles de asalto y cara de muy pocos amigos en medio de la calle. No hay comunicación con los vecinos. A pocos metros de allí, apenas doblando una esquina, uno se encuentra a cuatro o cinco narcotraficantes sentados en un escalón vendiendo cocaína o marihuana, y a partir de cierta hora es habitual verlos equipados también con armamento pesado.
“Antes, cuando mandaba el narcotráfico, los ‘fogueteiros’ avisaban si iba a entrar la policía y nos era más fácil resguardarnos. Ahora, como la policía siempre está por las calles, puede haber tiroteos a cualquier hora”. Con los ‘fogueteiros’ se refiere a los colaboradores más jóvenes de los narcos, niños que se dedicaban a soltar cohetes, avisar por walkie-talkie (ahora WhatsApp) o a hacer volar una pequeña cometa (conocida como ‘pipa’) cuando había operación policial. Este sistema aún funciona en las favelas sin pacificar y, en Alemao, aunque no sueltan cohetes, hay jóvenes ojeadores que pasean a las órdenes de los narcotraficantes para estar al tanto de quién entra en la comunidad. Incluso me miran con atención cuando paseo por algunas calles porque obviamente no soy del barrio.
La primera favela en ser ocupada por la policía, sin que se disparara un solo tiro como símbolo de unos nuevos tiempos, fue Santa Marta, muy cerca de los pies del Cristo Redentor en el barrio de Botafogo. Fue en 2008. Una estatua, un mosaico y una tienda de ‘souvenirs’ dedicados a Michael Jackson aún recuerdan el videoclip de ‘They don’t care about us’ que allí grabó el rey del pop en 1996. El campo de fútbol donde aterrizó su helicóptero, cuentan los vecinos, es el mismo que utilizaban los narcotraficantes para aplicar sus torturas, como la de introducir dentro de una torre de neumáticos a los traidores o violadores y quemarlos vivos. Ocho años después de la ocupación policial, en Santa Marta tan solo ha tenido lugar un homicidio. Es el principal ejemplo de éxito de la pacificación, junto a la ‘gentrificada’ Vidigal, que tiene incluso hoteles de lujo y restaurantes pensados exclusivamente para turistas. Más allá de las quejas sobre autoritarismo y abusos, en Vidigal, Santa Marta y alguna otra comunidad de Río de Janeiro las patrullas permanentes cuentan con la aceptación de los vecinos.
Un informe de 2011 del Instituto Brasileño General de Estadística (IBGE) calculó en 1,4 millones los residentes repartidos en las 763 favelas de Río, aunque vecinos y académicos suelen apuntar más bien hacia los dos millones. Según datos oficiales, hay 38 Unidades de Policía Pacificadora en la ciudad, que abrazan 264 de esas comunidades mediante la presencia de 9.543 agentes policiales. El proyecto cubre a un millón y medio de personas, dicen las autoridades.
En el Complejo de Alemao viven unas 70.000 personas repartidas en doce favelas pegadas entre sí, según el censo oficial. Su experiencia es exactamente la contraria a la de Vidigal y Santa Marta: el mayor fracaso de las UPP. “Antes, con el narcotráfico, los chavales jugaban más tranquilos en la calle”, asegura Eric, y se dirige a su amiga Viviane Ribeiro: “Ahora, en vez de guiarnos por los cohetes, para saber si hay tiroteo le preguntamos a Viviane, ¿oye, está habiendo tiros?”. Viviane Ribeiro tiene 39 años, una mirada franca y un teléfono móvil que salva vidas. Creó la página de Facebook y diario comunitario Jornal Alemao Noticias, que informa a 17.000 seguidores en tiempo real sobre las últimas noticias de la región. Su servicio más importante es sin duda si está habiendo tiroteos y dónde. Varios diarios comunitarios como Papo Reto o A Voz da Comunidade han surgido en el Complejo de Alemao para informar de una realidad a la que los medios tradicionales llegan tarde y mal.
“Hubo un tiempo en que era muy tranquilo vivir en el Alemao”, recuerda Viviane. Se refiere a la década de 1970, cuando sus padres llegaron a la barriada, “entonces llena de ganado y selva”, y construyeron una pequeña chabola de madera que con los años se ha convertido en una casa con generoso patio donde viven ella, sus padres, dos sobrinos, un loro, un gato y un perro. El Alemao, como casi toda la periferia de Río de Janeiro, era una zona rural que Viviane vio convertirse en caótica aglomeración de viviendas irregulares y bastión del narcotráfico durante la década de 1980. No obstante, cree que el Alemao “vive ahora sus peores días de violencia”.
Lo dice sin dudar y está de acuerdo con ella Daiene Mendes, que a sus 26 años estudia periodismo y hace prácticas en Amnistía Internacional. Daiane ha visto cómo agentes de la policía conversaban sobre ella: “Esa, la del pelo corto, Daiene se llama, es de las que trabajan para derechos humanos”, decían con tono despectivo. Otros activistas comunitarios reciben coacciones y amenazas. “¿Qué hay de malo en denunciar los abusos e intentar que un lugar sea mejor para vivir?”, se pregunta Daiene. “Cada vez que salgo de casa me siento como si tuviese un fusil apuntado a mi cabeza. Y esa sensación no se me pasa hasta que vuelvo a casa o salgo del barrio”, lamenta.
Cuando se queda sin batería, Daiene prefiere dormir en casa de algunos de sus amigos del barrio de Laranjeiras, en la zona sur y rica de la ciudad, donde está la oficina de Amnistía Internacional y donde prácticamente no se cometen asesinatos. Sin batería, Daiene no puede chequear en los grupos de WhatsApp dónde han tenido lugar los últimos disparos dentro del Complejo, y por tanto no puede evitarlos. “Nuestro ‘kit’ de supervivencia en la favela es batería e internet”, añade Daiene. “Cuando la policía entró en la favela aseguraron que habría otros servicios que no han ofrecido, como la colecta de basura o un sistema de saneamiento básico”, critica.
De las veintinueve personas asesinadas en el Complejo de Alemao en 2015, dieciséis fueron víctimas de operaciones policiales. En 2014, lo fueron diez de las dieciocho víctimas mortales. En el Complejo de Alemao, basta caminar un poco para ver la huella de la violencia policial en los muros y escucharla en los testimonios. ‘Saudades Caio’, ‘Saudades Eduardo Jesús’’, ‘Saudades Shrek’ son frases pintadas con spray en las paredes del barrio que, al lado de las siglas CV (Comando Vermelho), se pueden leer por todo el Alemao. Se refieren a tres recientes víctimas de la violencia policial. Shrek es el mote del fallecido más reciente, un conductor de mototaxi de 36 años que fue alcanzado por un disparo de la policía el pasado 23 de abril, cuando trasladaba a una pasajera embarazada que resultó herida.
Desempleada y entregada en su abundante tiempo libre a mejorar la vida en el barrio, Viviane prepara para los próximos días un grafiti que pintará ella misma con la cara de ‘Shrek’ en la parada de ‘mototaxis’ a la entrada de su favela, Nova Brasilia. Dos paredes de la comunidad tienen ya el rostro de Caio, también mototaxista asesinado por agentes en 2014, y el de Eduardo Jesús, un niño de diez años que murió en la puerta de su casa atravesado por la bala de un agente de la UPP en abril de 2015. “Aquel caso sobrepasó nuestro nivel de tolerancia en el Complejo. Generó un grito de socorro y, si no hubiéramos salido a las calles, ese caso habría quedado silenciado como tantas otras muertes, dentro de los muros invisibles del Alemao”, dice Viviane. En efecto, los periódicos comunitarios hicieron tanto ruido con aquel asesinato que consiguieron la atención de los grandes medios de comunicación, y el caso ganó una repercusión insólita para una sociedad acostumbrada a ver en letra pequeña —o ni eso— la violencia que tiene lugar en las barriadas pobres. No obstante, aunque el autor del crimen fue identificado, está libre porque la investigación consideró que el disparo fue en legítima defensa y alcanzó al niño por accidente. No fue un caso extraño: la impunidad policial es la norma en un país que tan solo resuelve un 8% de sus 50.000 homicidios anuales.
Un joven del Alemao que prefiere no identificarse asegura que uno de los policías de la UPP que frecuentan la zona presume de haber matado a un joven vecino y amenaza al resto: “Vas a seguir su mismo camino”. Las denuncias de amenazas y extorsiones policiales son frecuentes y algunos vecinos aseguran que por esos lares “la UPP se está convirtiendo en milicia”, como se conoce a los grupos parapoliciales que dominan lugares deprimidos y compiten en tiranía con los narcos. Después de quejarse en marzo de 2016 de las condiciones precarias que vivían dentro del contenedor que les servía de comisaría, la policía empezó a ocupar edificios públicos para usarlos como campo base e incluso para dormir. Son policías ‘okupas’ que se conceden el derecho de apropiarse de locales que, en algunos de los casos, acogían actividades socioculturales.
Violencia y política
Uno de los casos de violencia policial más mediáticos, más allá de las favelas, fue el asesinato de cinco jóvenes que iban en un coche y recibieron 111 disparos simplemente por no parar ante el alto de la policía. Todos murieron. Después de varios años de disminución de los homicidios resultantes de intervenciones policiales (con un auge en 2007 de 1.330 muertes en todo el estado y 902 en la capital), los índices han vuelto aumentar entre 2013 y 2015, periodo en medio del cual se celebró la Copa del Mundo de 2014, según fuentes oficiales de la Secretaría de Estado de Rio de Janeiro recogidos por Amnistía Internacional.
La violencia policial no es un problema aislado a resolver por las autoridades de Río y Brasil, que es el país con más homicidios del mundo en términos absolutos aunque está lejos en términos porcentuales de países como Venezuela, El Salvador u Honduras. La letalidad de los agentes del Estado brasileño está asociada a una política de combate a las drogas y de disputa por el territorio que se lleva a cabo en condiciones precarias, de máximo estrés y con un desprecio por la vida de las personas que viven en barrios urbanos periféricos, la mayoría negros. Con formación militar y falta de preparación en la preservación de vidas, la policía brasileña sigue una lógica de asalto y lucha por el territorio que tiene trágicas consecuencias. Entre 2009 y 2013, la policía brasileña mató a 11.000 personas, una media de seis por día y seis veces más que la estadounidense según un estudio del Fórum Brasileño de Seguridad Pública con datos proporcionados por las policías de casi todos los estados. Los casos norteamericanos tienen, no obstante, mayor repercusión. En Brasil, tan solo Human Rights Watch y Amnistía Internacional consiguen recibir cierta atención de los medios con sus denuncias.
Sería falso decir que la política de ‘pacificación’ de las favelas ha fracasado por completo, pues se observa una línea decreciente en los homicidios tanto de la ciudad como de las áreas con UPP entre 2008, cuando empezó, y 2015. En los primeros meses de 2016, ha vuelto a crecer por primera vez. Además, la militarización del espacio público y el exceso de competencias asumidas por los agentes (que se convierten a veces en verdaderos ‘alcaldes’ de las favelas) complica la vida a muchos vecinos. En 2015, 645 personas fueron asesinadas por los agentes en todo el estado de Río, de entre un total de 4.200 homicidios. En la capital que acogerá la competición olímpica, fueron 307 las víctimas de la policía, la cuarta parte de los 1.200 homicidios cometidos.
Las voces críticas con la política de la pacificación y el funcionamiento anacrónico de una policía violenta no vienen solo desde dentro de las favelas. Robson Rodrigues es un expolicía licenciado en derecho y con posgrado en antropología, que coordinó las UPP antes de abandonar la policía en 2013 por discrepancias con sus superiores. Él asegura que la pacificación “se ha convertido en una política más cuantitativa que cualitativa”. “Para llevar a cabo en áreas complejas un proyecto osado, que con 10.000 policías es uno de los más amplios del mundo, hay que reformar las estructuras de la Policía”, dice Rodrigues. La crisis económica que ha dejado un Estado fallido está mermando aún más los medios de la policía. “Hay cosas positivas en la pacificación, como una cierta proximidad y reducción de antagonismos y violencia en algunas regiones”, dice Rodrigues.
Pero en la agenda política nacional, el debate es prácticamente nulo. No se habló de la violencia en los debates electorales de 2014, antes de que Dilma Rousseff fuese reelegida (después fue alejada temporalmente, al menos hasta después de los Juegos, tras un proceso de ‘impeachment’). Como si los 50.000 homicidios al año cometidos en el país fuesen un problema menor. Los gobiernos de Lula y Rousseff, entre 2002 y 2016, llevaron agua, hospitales y comida a lugares de miseria y sacaron a millones de la pobreza. Pero no hicieron gran esfuerzo por reducir la violencia de las zonas periféricas.
De esta indiferencia da cuenta con contundentes ejemplos Luiz Eduardo Soares, antropólogo especializado en seguridad pública que llegó a redactar un ambicioso proyecto para el gobierno Lula. El plan no se cumplió nunca porque fue destituido poco después de que el ex presidente llegara al poder: “En 2001, estaba con Lula, aún precandidato, en una reunión con los vecinos de uno de los barrios más peligrosos de Sao Paulo y del mundo. Me dijo al oído, con esa voz ronca que tiene: ‘No aguanto más, esta gente no habla de educación ni de trabajo, solo de la policía’. Le respondí: ‘Claro, eres el líder más importante de América Latina y nunca has hablado de la policía. Para hablar de educación, primero tienes que saber que tu hijo llegará vivo a casa’. Soñé que esto le estimularía para luchar por la seguridad del país, pero nada. Me cesaron al poco de empezar su mandato y nunca fue aprobado otro plan de seguridad ambicioso”.
Desigualdad social. Acelerados y desorganizados desarrollos urbanos a partir de una migración rural que aterriza en las grandes ciudades sin herramientas para conseguir empleo. Guetos. Falta de oportunidades, especialmente para la comunidad negra. Un racismo velado que se refleja en la estratificación social. La facilidad para hacerse con un arma. La ausencia del Estado en las favelas. Todas son causas estructurales de una violencia generada sobre todo en el entorno del narcotráfico. La entrada en este escenario de una policía con formación militar no ha sido la mejor solución. Con rebautizar como “pacificadoras” a las patrullas no basta.