Un profundo suspiro de alivio. Así se podría resumir la reacción de Emmanuel Macron ante su reelección, tras una campaña marcada por la inquietud y la falta de entusiasmo. Esta reacción fue también la de decenas de líderes políticos franceses y europeos y, con ellos, la de millones de franceses preocupados por la posible llegada de la extrema derecha a la Presidencia de la República.
Poco después del cierre de las urnas, con los primeros resultados, el presidente reelegido parecía celebrar en el Champ de Mars una victoria sin triunfo. Si bien la reelección de un presidente saliente bajo la Quinta República —fuera de los periodos de cohabitación— es histórica, los resultados de la segunda vuelta son también históricos por otras razones que conviene tener en cuenta con vistas a su segundo y último mandato.
En primer lugar, los votos a favor de Macron en la segunda vuelta —menos del 60%, frente al 66,4% en 2017— indican que no se ha tratado de una victoria aplastante contra la extrema derecha. Tres datos apuntan a esto: el resultado récord de la extrema derecha; la abstención récord en la segunda vuelta (un 28,2%), y el número de votos blancos o nulos (un 6,7%). Un 27,2% de los inscritos votaron a Marine Le Pen, mientras que más de un tercio del cuerpo electoral (el 35%) incluye a los abstencionistas, a los que han votado blanco y a los que han votado nulo. Así, si sumamos los abstencionistas a los que votaron blanco o nulo (17 millones de personas), nos encontramos con una cifra que no está muy lejos del número de personas que votaron a Macron (18,6 millones de personas). Estos resultados no solo sacan a la luz una Francia dividida entre dos programas opuestos, sino que también evidencian que una importante parte de los votantes franceses no se identificó con ninguno de los proyectos presentados durante esta cita electoral.
Desde esta perspectiva, difícilmente se puede decir que la reelección de Macron se debe simplemente a un balance positivo de su primer mandato y una adhesión plena a su programa. De hecho, los institutos de sondeo apuntan que su gestión de múltiples crisis —entre ellas la crisis de los chalecos amarillos, la pandemia y la guerra en Ucrania— han tenido más impacto sobre las intenciones de voto a su favor que el balance de las reformas que llevó a cabo. Si sumamos a esto la lógica de cordón sanitario y la abstención récord que prevalecieron en la segunda vuelta, la reelección de Macron no puede ser considerada como un plebiscito a favor del macronismo. De hecho, tras el cierre de las urnas, delante de la Torre Eiffel, se proclamó “presidente de todas y todos”, con la intención de incluir a quienes se abstuvieron o votaron por Marine Le Pen.
Si bien la victoria ha sido para Macron, el sentimiento de triunfo está mucho más presente en el campo de Reagrupación Nacional (RN): la formación política liderada por Marine Le Pen ha registrado el mejor resultado de la extrema derecha en la historia, con el 41,46% de los votos. A pesar de haber sufrido su tercera derrota en una elección presidencial, Le Pen ha celebrado que las ideas que su partido representa “han llegado a la cumbre”. En cierta medida, este récord a favor de la líder nacional populista marca una derrota de Macron: el día de su anterior elección como presidente de la República, Macron había prometido hacer todo lo posible para que los franceses “no tengan ninguna razón para votar a favor de los extremos”. Por otra parte, el alto apoyo a RN también confirma una tendencia continua desde hace 15 años: la del inevitable auge de la extrema derecha en el Hexágono. De un voto de cada diez en 2007, la extrema derecha pasó a representar un voto de cada tres en la primera vuelta de esta elección, y todavía más en la segunda vuelta.
Es más: a pesar de la irrupción del candidato de ultraderecha Éric Zemmour y de la presencia de Nicolas Dupont-Aignan, Marine Le Pen logró mantenerse en segunda posición en la primera vuelta de esta elección presidencial. Con unos resultados tan altos en la primera y la segunda vuelta, es difícil —e incluso irrelevante— considerar que la extrema derecha se enfrenta a un techo de cristal: la progresión de RN y estos resultados históricos reflejan que, a pesar de la movilización en contra de la extrema derecha en las dos últimas semanas, el partido nacionalista, xenófobo y euroescéptico sigue conquistando nuevos sectores del electorado francés. El resultado de ayer ha confirmado la implantación sólida de Reagrupación Nacional y ha destacado su papel de fuerza de oposición en un contexto marcado por la delicuescencia del bipartidismo: resulta imposible no ver en este resultado la normalización de la extrema derecha. La falta de debates en torno a su presencia en la segunda vuelta, por tercera vez en dos décadas, es una muestra evidente de ello.
Más allá de los dos finalistas, los resultados de la segunda vuelta no deben obviar el escenario político que emergió tras la primera y las implicaciones para el segundo mandato de Macron. Los votos del pasado 10 de abril han sacado a la luz un escenario político formado por tres bloques: uno de centroderecha liderado por Macron (incluyendo votos de derecha y, en menor medida, de izquierda), otro de extrema derecha liderado por Le Pen, y un tercero de izquierda radical encabezado por Mélenchon. A estos bloques conviene añadir un cuarto: el abstencionista, que une a los desinteresados, los que no se identifican con la oferta política y los que protestan contra el sistema. En este nuevo escenario político, los partidos tradicionales están agonizando: si bien el Partido Socialista y el ancestro de Les Républicains representaban más del 55% de los votos en 2012, no sumaron ni el 7% de los votos este año.
Emmanuel Macron se encuentra atrapado entre la espada “insumisa” y la pared nacional-populista: Francia Insumisa (LFI) y Reagrupación Nacional (RN), caracterizados por un antimacronismo visceral, acumularon más del 45% de los sufragios en la primera vuelta. Jugar la carta del “progresismo” contra el “populismo”, como hizo Macron durante su primer mandato, no ha disminuido el atractivo de la oposición radical encarnada por Le Pen y Mélenchon. Al contrario. Ambos líderes están resueltos a dar una traducción concreta a la reconfiguración política que emergió el 10 de abril. Tal y como ilustraron sus declaraciones después de que se conocieran los resultados, tanto Le Pen como Mélenchon ya han iniciado la campaña para las elecciones legislativas. Se trata de aprovechar las dinámicas que los llevaron a las puertas del poder para liderar la oposición al presidente. Para contrarrestarlos, la estrategia de Macron parece titubear entre un conjunto de medidas etiquetadas de “derecha” (reforma del sistema de pensiones, condicionalidad de ciertas ayudas sociales, etc.) y un giro social y ecologista para ganarse la confianza de votantes de izquierdas. Como señal de estas dudas, en su discurso excesivamente corto en el Champ de Mars tras conocerse los resultados, Macron no esbozó siquiera los principales ejes de su nuevo mandato.
Estamos ante una victoria de Macron neta pero corta, marcada por el rechazo a Le Pen más que por la adhesión a su programa y por una abstención más alta en la segunda vuelta que en la primera. El nuevo presidente tendrá que gobernar un país fracturado en el cual dominan dos fuerzas antisistema: una de izquierdas opuesta al capitalismo liberal, y una de extrema derecha centrada en temas sociales e identitarios. En un contexto marcado por tres crisis —la sanitaria, la guerra en Ucrania y la crisis económica que resulta de la inflación—, Emmanuel Macron no tendrá más opción que la de romper con un ejercicio del poder demasiado vertical y con la imagen de un presidente jupiteriano, arrogante y alejado de las preocupaciones de los franceses. Macron deberá lograr lo que ningún presidente ha conseguido: aplicar una política de apertura e integrar fuerzas políticas e ideas minoritarias sin renunciar al centro que pretende encarnar.