En las calles de Minsk, Grodno, Mogilov o Brest la vida transcurre con la tranquilidad nebulosa que solo la sociedad bielorrusa sabe dar a lo cotidiano. Calles adornadas con flores que lucen los colores de la bandera nacional, simbología soviética en cada esquina, negocios estatales donde los recibos se hacen a mano, un viejo autobús interurbano de formas redondeadas que deja a su paso un intenso olor a gasóleo… A veces hay que afinar la vista para saber en qué año estamos. Un coche moderno de alta gama o un joven hípster nos sacan de la fantasía: no estamos en 1960, sino en 2021, pero hoy, como entonces, las cárceles de este país están repletas de disidentes políticos. Según la organización de derechos humanos Viasna, en Bielorrusia hay ya más de 900 presos políticos y la amenaza del arresto ha empujado a decenas de miles de personas a escapar del país.
Esta nueva ola represiva, que ha llevado a la cárcel a cientos de personas bajo acusaciones de terrorismo y de subversión antiestatal, es la vendetta personal de Alexander Lukashenko contra aquellos que osaron disputarle el relato con masivas protestas pacíficas en verano de 2020, después de que el recuento oficial de las elecciones presidenciales diera un 84% de las papeletas para el presidente. Esa vez, como muchas otras, pocos creyeron que el resultado fuera real; pero esa vez, como nunca antes, la sociedad salió en masa a protestar a la calle.
La respuesta del poder fue la represión policial violenta, lo que hizo que el mundo entero se fijara en este pequeño país y que sobre Bielorrusia cayera una lluvia de sanciones internacionales. El régimen de Lukashenko se tomó aquello como una humillación que no podía quedar sin una respuesta contundente. La maquinaria del Estado se lanzó a machacar sin piedad a todos los que participaron, apoyaron u organizaron aquellas marchas, usando todo el peso de sus leales servicios secretos: el KGB, que mantiene las siglas heredadas de la antigua URSS y al que Lukashenko debe el hecho de seguir hoy, 27 años después de su llegada al poder, en el paradójico trono de esta República.
Ahora es imposible encontrar en las calles bielorrusas alguien con quien hablar de política: todos tienen miedo. Como antaño, la gente evita decir el nombre de Lukashenko en voz alta, y mucho menos por teléfono. En las marquesinas publicitarias se ven carteles con frases solemnes: “Estamos unidos”, “Somos Bielorrusia”. Pero desde los canales estatales de propaganda, esa unidad no existe: feroces e hiperventilados comentaristas dedican su tiempo a insultar a aquellos que no cacarean su obediencia ciega al poder, y se emiten vídeos de “arrepentimiento” de opositores detenidos recientemente que, al estilo del clásico de George Orwell 1984, confiesan trabajar para “las potencias occidentales”, “ser homosexuales” o “preparar un golpe de Estado”.
El exilio
La represión ha centrifugado a la oposición, que ha escapado a Georgia, a Ucrania, a los países bálticos o a Polonia. Allí, en Varsovia, Pavel Latushko, exministro de Cultura y exembajador de Lukashenko, y ahora uno de los líderes opositores en el exilio, ve el futuro cercano con pesimismo: “Bielorrusia es un país con el cielo asfaltado. Nadie quiere a Lukashenko, pero el precio de expresarlo es tan alto que el miedo es más fuerte. Cualquier palabra de protesta te lleva a la cárcel”.
Sin cifras oficiales de cuántos de sus ciudadanos han abandonado el país escapando de la represión, el director de la Casa Bielorrusa en Varsovia —una asociación de asistencia a bielorrusos en el exilio—, el veterano activista Ales Zarembyuk, asegura que solo en Polonia son decenas de miles: “Nadie se hace ilusiones de que este éxodo vaya a revertirse pronto. La ola de exiliados es ahora la más grande”. Pasado ya más de un año de aquel agosto de 2020, la desesperanza ha empujado fuera de su patria a los que todavía dudaban, opina Zarembyuk.
En este ambiente, también son muchos los periodistas que han huido del país. “Más de un centenar de periodistas se han ido a Kiev, otros tantos están en Varsovia, muchos en Vilna. Ahora es más fácil encontrar un periodista bielorruso en el exilio que en Bielorrusia”, dice Dmitry Lukashuk, director de la Radio Europea para Bielorrusia en su sede en Varsovia, tras terminar una jornada dedicada a la música en idioma bielorruso (cuyo uso está vinculado a la oposición). “Si este programa de hoy se hubiera emitido desde Minsk, ya estarían aquí agentes del KGB y todos afrontaríamos cargos penales.”
Pero no solo los activistas y periodistas han puesto pies en polvorosa para evitar acabar en un calabozo. También hay personas sin afiliación política como Galina, la directora de un coro de música tradicional bielorrusa que jamás se habría imaginado abandonando su patria. Ella tuvo que salir con lo puesto, llevando de la mano a sus hijas, tras recibir con horror una llamada de un compañero de oficina que le advertía de que el KGB había ido a buscarla al trabajo. Su delito: haber publicado en redes sociales fotografías de las manifestaciones durante los días más “calientes” de las protestas. “Vivo pensando cuándo podré regresar”, dice desde Varsovia. “¿Será mañana? ¿Podré volver la semana que viene? Eso me destroza los nervios. Vivo en una cárcel en libertad”.
La presión contra los disidentes solo puede explicarse por el propio carácter del presidente, que siente un profundo desprecio por quienes rechazan que su forma de ver el mundo sea la única válida. Cuando en agosto de 2020 huyó en helicóptero —blandiendo un fusil automático y protegido por tropas de élite— de manifestantes desarmados que marchaban hacia su residencia, dijo desde lo alto, al ver que se dispersaban (y sabedor de que las cámaras le grababan): “Mirad cómo se escapan las ratas”.
Lukashenko es un animal político que ha demostrado crueldad y cinismo, pero también mano izquierda y capacidad negociadora. Hasta las elecciones de 2020 supo navegar con eficacia la maldición de ser un pequeño país atrapado entre dos fuerzas imperiales, Rusia y Occidente. El director de un circo a tres pistas al que, tras las multitudinarias marchas de agosto de 2020, comenzaron a crecerle los enanos. Lukashenko es un animal político, sí, pero un animal acorralado; por eso es especialmente peligroso.
El largo camino al pasado
Alexander Lukashenko es un hijo de su tiempo. Nacido en 1954, fue criado por su madre en un país, la Unión Soviética, repleto de madres solteras y sumido en lo más duro de la Guerra Fría. Arrastró, como toda su generación, carencias materiales, y pronto se sumó a las juventudes comunistas. Pasó en varias ocasiones por diferentes cuerpos de las Fuerzas Armadas, y en los últimos años de vida de la URSS entró en política dentro de los Comunistas por la Democracia, una corriente dentro del Partido Comunista de Bielorrusia. Teniendo acta de diputado, ya en 1991, fue el único en votar en contra de la disolución de la Unión Soviética.
La liquidación del sueño comunista a finales de 1991 fue el revulsivo necesario para provocar el deseo de Alexander Lukashenko de tomar las riendas del país. Lo logró en 1994, en las elecciones presidenciales a las que se presentó como enemigo de las políticas liberales del entonces presidente Stanislav Shushkévich. Aquella victoria fue la única que, hasta hoy, sus adversarios reconocen como limpia.
Lukashenko echó el freno de mano a las medidas aperturistas de su predecesor y pronto metió la marcha atrás en lo económico, recuperando estructuras productivas del sistema soviético, como las granjas colectivas, y manteniendo la titularidad estatal de las compañías estratégicas del país.
Mientras Rusia y Ucrania malvendían sus monopolios a oligarcas sin escrúpulos, Lukashenko logró mantener el control sobre más del 80% de la economía bielorrusa, lo que le valió un notable apoyo popular: la rapiña neoliberal rusa, la pobreza y la desesperación de las clases medias soviéticas se veían como la triste culminación de los sueños democráticos de toda una generación.
Aquel trauma de la década de 1990, que es usado en Rusia para justificar ahora el recorte de libertades individuales en pos de la “estabilidad”, fue minimizado por este tosco dirigente local, lo que asentó las bases de una lealtad popular que se mantuvo firme durante muchos años.
En el plano internacional, una de sus primeras medidas fue impulsar la reunificación con Rusia en la conocida como Unión Estatal. En 1999 Lukashenko firmó con el entonces presidente ruso, Borís Yeltsin, la hoja de ruta que debería dar como resultado un solo Estado… y un solo Estado ha de tener un solo presidente.
Para Vladimir Orlov, escritor e historiador bielorruso, “Lukashenko vio la posibilidad de trepar hasta lo más alto de ese nuevo Estado y puso en ello todo su empeño político”. Pero la ventana de oportunidad para gobernar esa nueva patria postsoviética que ofrecía un alcoholizado, decrépito y manipulable Boris Yeltsin se esfumó cuando a las torres del Kremlin se encaramó un personaje desconocido llegado de San Petersburgo, un exespía del KGB, político de provincias y extaxista en los años más duros del derrumbe soviético: Vladimir Putin, que resultó ser un hueso mucho más duro de roer que Yeltsin.
Tanto fue así que durante casi dos décadas el proyecto de la Unión Estatal estuvo cogiendo polvo, hasta que la crisis política sin precedentes del verano de 2020 empujó a un aterrorizado Lukashenko a los brazos de Moscú, viendo en aquel viejo tratado la tabla de salvación para mantenerse en el poder. Pero el precio no era cualquiera: entregar la soberanía de Bielorrusia a su “hermano mayor”.
Quienes han tratado a Lukashenko suelen coincidir en que detesta profundamente a Putin, y el sentimiento es mutuo. Pero la geopolítica los ha unido: ambos líderes se necesitan. Putin ve a Lukashenko como un mal necesario para mantener a Bielorrusia orbitando sobre el Kremlin. Para el analista moscovita Alexander Kortunov, “cualquier alternativa a su poder totalitario es peor para los intereses de Moscú que el propio Lukashenko”.
A su vez, Lukashenko tiene en Putin un suministrador de hidrocarburos a precio de saldo y, en última instancia, al garante militar de que nadie le sacará de su poltrona política mientras siga siendo útil para los designios de Moscú. Pavel Latushko, el exministro bielorruso de Cultura exiliado en Varsovia, sostiene que Lukashenko está dispuesto a todo, incluso a disolver la República dentro de la Federación Rusa, con tal de seguir siendo el mandamás: “Todos los pasos que da van en una dirección: conservar el poder hasta el día de su muerte”.
Contra las cuerdas
Sobre el papel Lukashenko ha retomado el control, ha metido en cintura a toda la oposición y vuelve a contar con el apoyo de Putin, pero la realidad es bien diferente.
Tras la represión de 2020, la comunidad internacional, especialmente los países occidentales, se negaron a reconocer su victoria electoral, y sobre él y su Gobierno cayó una lluvia de sanciones que han sumido al país en el ostracismo político. El analista Alexander Kortunov opina que este aislamiento ha acelerado la necesidad de Lukashenko de mirar al este: “Está claro que Lukashenko ya no puede jugar la carta de la multipolaridad. Si antes pivotaba entre la UE y Rusia, ahora depende económica y políticamente de Moscú”.
Pero el salvavidas de Putin no sale gratis. El presidente ruso ha exigido a Lukashenko reformas que garanticen la continuidad de Bielorrusia en la órbita rusa, algo que implica que él, el líder que ve su destino unido a su rol de presidente, pase a un segundo plano. Esas reformas pasan por un referéndum para cambiar la Constitución bielorrusa programado para febrero de 2022, del que, a pesar de estar a apenas dos meses, se desconoce aún su contenido concreto.
Migrantes, frío, muerte y “guerra híbrida”
Con estos mimbres, Lukashenko ha pasado a la ofensiva. Sabedor de que sus opciones de lastimar la economía europea son extremadamente limitadas, se decidió a golpear a su némesis, Polonia, país que lleva décadas financiando a la oposición bielorrusa y dando cobijo a los que huyen de su puño de hierro. Decidió hacerlo de una manera cruel: usando seres humanos.
En julio de 2021, los hoteles de Minsk comenzaron a llenarse de ciudadanos sirios, iraquíes, afganos y de varios países africanos que habían recibido visados en grupo. A las puertas del invierno, ya eran más de 7.000 los migrantes que se concentraban ante la frontera polaca, alentados por el propio régimen a probar esta ruta.
Polonia reaccionó como se espera de Polonia: con mano dura, dando una respuesta puramente policial al asunto, dejando de lado los derechos humanos o la compasión, devolviendo “en caliente” a aquellos migrantes que conseguían pasar la verja e impidiendo a oenegés de asistencia a refugiados y a periodistas acceder a la zona.
La crisis pronto fue instrumentalizada por el Gobierno derechista polaco, según la analista polaca Marta Prochwicz-Jazowska. “Somos un país con un 98% de población étnicamente blanca y caucásica, con muy pocas minorías. Por eso el Gobierno aprovecha todas las oportunidades para usar a las minorías como chivo expiatorio. El miedo siempre ha sido un camino fácil para consolidar el poder.”
Y el miedo funciona: de hecho, en Polonia el rechazo a la idea de permitir el paso de estos migrantes hacia Alemania es mayoritario. Para la asociación ultraconservadora polaca Ordo Iuris —que está detrás de la mayoría de las medidas ultracatólicas del Gobierno de Varsovia, como la prohibición del aborto—, la seguridad de las fronteras es crucial para Polonia y para la Unión Europea. “No está en el interés de Polonia, ni en el de Alemania, ni en el de la Unión Europea aceptar a estas personas, que suponen una amenaza para nuestra seguridad y nuestra identidad”, dice Patryk Miernovwski, analista político de esta agrupación.
El tapón de miles de personas frente a policías polacos fuertemente armados, los migrantes hallados muertos en el bosque por hipotermia y hambre, y las imágenes de niños de corta edad tiritando en el gélido bosque bielorruso sirvieron al régimen de Lukashenko para dos cosas: señalar que a Polonia no le importan lo más mínimo los llamados “valores europeos” y conseguir que el presidente bielorruso vuelva a ser tenido en cuenta en la esfera internacional para negociar una salida política a la situación.
Los opositores bielorrusos en Polonia llevaban meses avisando de lo que se avecinaba. Para ellos, todo es una estratagema de Lukashenko para volverse a sentar en la mesa “de los mayores”, en la alta política. Pavel Latushko opina que “Lukashenko está usando a los migrantes para conseguir dos objetivos. Primero, escapar del aislamiento político, obligando a los líderes europeos a dialogar con él. Segundo, anular las sanciones económicas, o al menos evitar nuevas sanciones, que fueron impuestas por sus violaciones masivas de los derechos humanos.”
Mientras, en el lado bielorruso, los migrantes se agolpan en una nave industrial junto a la frontera, donde esperan a que las negociaciones entre Minsk y Bruselas den algún tipo de resultado. Allí están al cobijo del frío, que ya llega a los 16 grados bajo cero por las noches, y reciben alimentos y atención médica.
Estas personas llegaron engañadas por quienes, a cambio de suculentas sumas de dinero, les prometieron que podrían entrar fácilmente a la Unión Europea. Muchos de ellos han llegado en familia y han gastado todos sus ahorros para pagar este viaje sin retorno posible. Ahora también son utilizados por la propaganda bielorrusa, que los exhibe a la prensa con una premisa fácil de entender: “Polonia los recibe con cañones de agua, nosotros les damos de comer”.
El Gobierno de Lukashenko echa balones fuera a la hora de aceptar su rol en la organización de esta emergencia, y apunta a la OTAN como causante principal del éxodo de estas personas. Para el portavoz del Ministerio bielorruso de Exteriores, Anatoly Glaz, “está claro que Bielorrusia es simplemente el país de tránsito en una crisis migratoria global, provocada por otros países y bloques militares que han llevado a cabo guerras en otros Estados”. También señala la doble vara de medir que, a su juicio, hay en este caso: “Nadie culpa a España de que los migrantes crucen por su frontera de camino a Francia o Alemania; ni nadie culpa a Francia de los miles de migrantes que esperan cruzar al Reino Unido”.
El propio Lukashenko se puso sus botas para el barro y se fue a visitar a los migrantes al improvisado campamento. Allí les prometió que les ayudarían a “cruzar a la UE aunque Polonia no quiera” y que nadie “sería deportado contra su voluntad”. Pero sus palabras chocan con los hechos. Desde la llegada de los migrantes a esta nave industrial, cientos han sido sacados de ella a la fuerza y llevados al aeropuerto para ser deportados.
Lo explica Farhad Mahamad, llegado del Kurdistán iraquí, que tuvo que esconderse entre los cartones de las improvisadas camas para que no se lo llevaran: “Vinieron los soldados, cogieron los pasaportes por la fuerza y se llevaron a la gente al aeropuerto para enviarlos a sus países. Es catastrófico. Además, aquí hay poca comida, no hay acceso a electricidad para cargar nuestros teléfonos, hay pocos retretes y están asquerosos.”
Esta estratagema no está pensada para convencer a la Unión Europea: Lukashenko sabe que esa batalla está perdida. Se trata, simplemente, de poner las bases de la media verdad para que los medios de comunicación propagandísticos —y todos lo son en Bielorrusia— presenten la imagen correcta a la población. A Lukashenko ya no le importa en absoluto lo que piensen de él en Bruselas; todo está pensado para el consumo interno.
De hecho, la comunicación con el exterior se realiza en un lenguaje de amenazas e intimidación. El propio Lukasehenko amenaza ahora con cortar el tránsito de gas ruso a Europa si hay nuevas sanciones contra su régimen, una jugada que podría funcionar si el gas fuera suyo, pero Putin, que controla el suministro, ya le ha dejado caer que con las cosas de comer no se juega.
Lukashenko está atrapado entre su propio peso, sus “amigos” y sus enemigos. Y con él está atrapado el país entero, sin más camino que la propia inercia, parado en el tiempo.