Las primeras picaduras hacían cosquillas; las últimas, sangre.
Miriam no conseguía aguantar las lágrimas. Era apenas una niña y dos hombres sujetaban su cuerpo mientras otro impedía que sacara su mano de un hormiguero. El castigo, infligido porque no había sido capaz de desgranar suficientes mazorcas de maíz, duraba varios minutos. No dolía tanto la violencia como la costumbre.
Exhausta por el dolor, apenas podía moverse. Teodoro intentó ayudarla en dos ocasiones, pero los efectos del látigo en su espalda pronto lo hicieron desistir. Ni siquiera se consideraban amigos. Solo esclavos del mismo destino. Era la década de 1970: las grandes extensiones del estado de Chiapas, en el sur de México, eran propiedad de terratenientes que exigían hasta la última gota de sudor de los jornaleros. El maltrato y despojo a los indígenas se extendía por todo el país. A Miriam y Teodoro, como jornaleros, esa sensación de esclavitud les persiguió durante décadas.
La enorme finca que les había dado techo cuando quedaron huérfanos fue el inicio de su sufrimiento. También sus padres sufrieron por ser pobres, campesinos e indígenas. Trabajaron durante décadas para los latifundistas que no solo controlaban la cosecha, sino también el destino de todos los que labraban las tierras. No eran haciendas aisladas en un siglo pasado; de hecho, el café que cultivaban se vendía en mercados internacionales.
El padre de Teodoro comenzaba a recoger el frijol antes de que aparecieran los primeros rayos de sol, con la humedad propia de las zonas que se pierden entre la selva y la montaña. El trabajo se alargaba mientras lo permitiera la luz. Solo tenían tortillas de maíz y un poco de agua. Sentían la incómoda presencia de hombres mestizos que iban a caballo y vigilaban todos sus pasos. Eran peones pero parecían esclavos. Hablaban entre ellos en tzeltal y el dinero que ganaban apenas les permitía pagar un insalubre alojamiento y aguardiente. El alcohol era la única manera de aguantar el trabajo y la miseria, pero también se convertía en la fuente de las deudas que les atrapaban.
La explotación entiende de géneros. Las campesinas lo saben bien. La mamá de Miriam hacía magia cada mañana para alimentar a su familia. Preparaba copiosas comidas para los dueños de la tierra y de la mansión. Ayudaba en la limpieza, la costura de la ropa de los patrones y el cuidado de los animales. El peor momento del día llegaba cada vez que oía caer el agua caliente para el baño del patrón. Debía quitarle los zapatos, preparar su ropa y esperar a ser violada en cualquier momento. Sin quejas, sin lágrimas, sin lamentos. El valor adopta otro cariz cuando uno debe sobrevivir. Al salir de casa comenzaban las labores en el campo: ayudar en la siembra, en la carga y en los golpes.
Las heridas y el trabajo se acumulaban; sus vidas se consumían. Muchos, como Miriam y Teodoro, perdían a sus padres cuando aún eran unos críos. Si eran bebés los podían acoger en la mansión, pero no para cuidarles: se convertían en una especie de mascotas. Cuando crecían pasaban a ser mozos de la vivienda. Con los años, se convertían en un peón más.
A mediados de la década de 1980 comenzaron los rumores. Teodoro tenía poco más de 20 años y oía cada vez más susurros.
—Van a venir esta noche. Tenemos que salir sin que nadie nos vea.
—¿Venir? ¿Quiénes?
—Tú prepárate. Que no lo sepa nadie.
Horas de caminata a media noche para adentrarse en la selva, hasta donde nadie les pudiera seguir. Teodoro llegó sudando. No por la humedad, sino por el miedo. Miriam siempre fue más atrevida. ¿Qué les podía pasar peor de lo que ya sufrían?
Con la luna por farola y los grillos como testigos, comenzó su primera reunión en la clandestinidad. Había cinco personas. Tres eran indígenas tzeltal, igual que ellos. Pero iban acompañados de algunos hombres blancos. Al ver las pistolas que llevaban se asustaron. Al escucharlos, se sorprendieron.
Conocían con exactitud cómo funcionaba su finca. Pasaba lo mismo en todas las del estado. Les hablaron de comunidades indígenas en el interior de la selva que se estaban organizando para salir adelante sin la necesidad de patrones ni palizas. Les demostraron el daño que el alcohol estaba provocándoles. Y les recordaron sus orígenes.
Fue el primer contacto de Teodoro y Miriam con el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN). En ese momento no sabían por qué decían ser un ejército ni qué significaba lo de zapatista.
Poblado El Mirador. Municipio autónomo Francisco Gómez.
Octubre de 2017. Teodoro sujeta un walkie-talkie. Un pañuelo rojo cubre la mitad de su cara. Desde su casa ve pasar una caravana de autobuses y coches. Las arrugas que provoca su sonrisa dejan ver el paso del tiempo.
—Hoy me tocó quedarme coordinando el paso de los carros. Los huesos ya no me dan para muchas reuniones y prefiero quedarme acá.
“Acá” es el mismo lugar donde Teodoro trabajó de sol a sol para su patrón. El mismo lugar donde vio cómo explotaban a sus padres y golpeaban a sus compañeros. Pero “acá” ha cambiado mucho, según él.
—Ya no hay patrón, ni tampoco alambres que separan las fincas. Ahora las tierras son nuestras. Las mismas donde nos maltrataban ahora nos pertenecen. Seguimos cultivando maíz y frijol, no somos ricos pero tenemos una vida digna.
Los autobuses continúan pasando. Trasladan a cientos de indígenas de todo el país rumbo al caracol de Morelia. Forman parte del Congreso Nacional Indígena, la institución más amplia y representativa de los pueblos originarios, que representa un cambio radical en su organización.
—Las reuniones nocturnas fueron creciendo. Nos dijeron lo importante que era organizarse. Que no era justo lo que vivíamos en nuestras tierras. El Gobierno nunca nos hizo caso, no teníamos de otra y agarramos los fierros.
El 17 de noviembre de 1983 un grupo de 6 personas fundó formalmente el EZLN. Más de diez años después, el 1 de enero de 1994, miles de indígenas con el rostro tapado por un pasamontañas coparon las primeras planas del mundo entero, justo cuando entró en vigor el Tratado de Libre Comercio (TLC). Ocuparon las ciudades más grandes del estado, se enfrentaron con el Ejército del país y expulsaron a buena parte de los terratenientes. El enfrentamiento duró once intensos días. Según las cifras oficiales, 108 personas perdieron la vida. Las movilizaciones exigiendo el fin del enfrentamiento brotaron por todo el país. Doce días de combates acabaron con un alto el fuego decretado por el presidente Carlos Salinas de Gortari.
En aquella época, el presidente estaba empeñado en que el TLC fuera la oportunidad para que México tuviera “un gran papel en el siglo venidero”, pero lo que tuvo revuelo internacional fue la lucha zapatista.
“Porque morir no duele, lo que duele es el olvido”. “No necesitamos permiso para ser libres”. “Nunca más un México sin nosotros”. La lucha de los indígenas de Chiapas se llenó de frases simbólicas, algunos seguidores internacionales y muchos enemigos gubernamentales.
—El Gobierno nunca nos ayudó. Ellos nos mandaron al Ejército y a paramilitares para atacarnos, pero ya no íbamos a dar vuelta a atrás. Primero nos despojaron, luego nos golpearon y cuando por fin intentamos levantar la cabeza, trataron de engañarnos.
Los zapatistas comenzaron la búsqueda de una nueva autonomía, respaldados por miles de indígenas y vistos con buenos ojos por algunos sectores de la comunidad internacional, enamorados del subcomandante Marcos.
Muchos dejaron los fusiles rápidamente y se dedicaron a cosechar su propio futuro. No solo con labores campesinas, sino también políticas. Se reorganizaron bajo sus propias costumbres y tradiciones. El territorio zapatista se dividió en cinco zonas.
—Todos nos pusimos a colaborar. Fue un proceso largo, no es que de un día para otro ya sabíamos cómo hacerlo. Aquí decimos que el pueblo manda y el Gobierno obedece, pero para eso todos tenemos que entrarle. Además de nuestra milpa [terreno dedicado al cultivo de maíz, frijol y otras semillas] todos aportamos nuestro tiempo en los caracoles.
Los caracoles zapatistas son una sede de organización autónoma donde se deciden todos los aspectos civiles de las comunidades. El de Morelia es la próxima parada de todos esos camiones que pasan por el municipio que coordina Teodoro. Van a escuchar un discurso con un significado especial para todos ellos. El de María de Jesús Patricio, que puede convertirse en la primera candidata indígena a la presidencia de México si logra las firmas para ello.
—Son nuevos tiempos. Seguro que seguiremos sorprendiéndoles. Sobre todo ellas.
Carretera rumbo al caracol de Morelia
La presentación de los zapatistas ante el mundo fue con la cara cubierta. A Miriam no le gusta demasiado llevar pasamontañas, especialmente cuando la humedad en la entrada de la selva la pone a sudar. Pero lo entiende como una forma de seguridad y también como un acto simbólico. Hoy hay miles de compañeros formados en fila con el rostro tapado mientras esperan durante horas.
Nadie desespera. No han podido comunicarse con la caravana que debería haber llegado a medio día, pero eso aquí es muy normal. No hay señal de móvil ni de internet. La telefonía se estropeó hace un par de días porque varios cables fueron saboteados a pocos kilómetros.
Miriam esta vez no puede disimular el cosquilleo que siente en el estómago. Va a ver por primera vez a Marichuy, como todos llaman por aquí a la candidata indígena. Su recorrido comenzó días antes y pasará por todos los caracoles zapatistas. No es un acto oficial de campaña, aunque a veces lo parece. Es una muestra de apoyo de las comunidades en Chiapas a una propuesta, su candidatura a la presidencia, que generó todo tipo de debates.
Los zapatistas contaron al principio con un nutrido apoyo de la izquierda mexicana, entonces representada por el naciente Partido de la Revolución Democrática (PRD), pero a medida que este tuvo acceso al poder se dio un distanciamiento. Los zapatistas decidieron en 2003 alejarse definitivamente de la política institucional; no apoyaron años después la candidatura izquierdista de Andrés Manuel López Obrador a la presidencia.
A Miriam toda esa historia política le da igual. Desde que se enteró que una indígena con un pasado repleto de dificultades económicas acudiría a la contienda presidencial de 2018, supo que las reglas estaban cambiando.
Marichuy no es una indígena cualquiera. Es una mujer formada, trabajadora y un símbolo en la comunidad Nahua de Tuxpan, Jalisco, en el centro del país. Médica tradicional y madre de familia. Hace ya veinte años, cuando con el impulso del EZLN se creó el Congreso Nacional Indígena, ella fue la encargada de dar lectura a la declaración final. Anunció la intención del nuevo organismo de crear una patria nueva donde los indígenas “estamos levantados y andamos en pie de lucha. Venimos decididos a todo, hasta la muerte. Pero no traemos tambores de guerra, sino banderas de paz”.
Pero si algo le gusta a Miriam es que Marichuy no es una candidata al uso. De hecho ni siquiera la llaman candidata. Es una vocera: la de las comunidades indígenas.
Caracol de Morelia
Frente a pequeñas casas de madera adornadas con coloridos dibujos se disponen dos hileras que escoltan la llegada de los camiones. Las mujeres ocupan un lugar destacado.
La llegada de Marichuy lo demuestra. Flores al aire, banda de música y abrazos por doquier. La vocera es recibida por miembros de la comandancia zapatista. Todas mujeres. Otro acto simbólico, porque consideran que son ellas las que han sufrido una triple marginación: por ser pobres, por ser indígenas y por ser mujeres.
En su recorrido a pie saludan a los presentes con cariño y cierta incredulidad. La candidata indígena no es una política profesional, nunca ha vivido baños de masas como este y en su cara se advierte lo contenta y abrumada que vive el momento.
—Ella es una de nosotras —dice Miriam—. No es una mujer de clase alta que busque una carrera política. Podrían haber elegido a alguien más joven [Marichuy tiene 53 años], a alguien con más facilidad de palabra o más deslumbrante. Pero para nosotros lo importante es lo que lleva por dentro. Lo que ha vivido y lo que representa.
Los concejales que acompañan a Marichuy suben a un pequeño estrado construido para la ocasión. Algunos se acercan y otros se resguardan de la lluvia en los techos de las clínicas y escuelas zapatistas que desde hace años operan autónomamente.
Para Miriam también resulta difícil esta nueva aventura. Uno de los objetivos fundamentales de esta campaña será denunciar la situación que viven los indígenas en el país. Al olvido gubernamental y al despojo de sus tierras por parte de grandes transnacionales de sectores como el minero se suman nuevas injusticias. La principal proviene del crimen organizado y la corrupción. Los cárteles necesitan tierras para cultivar y transportar sustancias ilícitas ante la complicidad de las autoridades. Buena parte de los terrenos los sustraen de los pueblos originarios. Los que se resisten acaban bajo tierra.
Marichuy denuncia esta situación en cada una de sus comparecencias.
“Llegó la hora de la voz de los pueblos. Hemos sido olvidados y abandonados. Los mismos pueblos tienen que salir adelante a defender su suelo, su tierra, su México. (…) Vamos a luchar y vamos a pelear por todos, no solamente por los pueblos indígenas, vamos a luchar por todo el mundo y vamos a caminar este país con nuestros pasos y nuestras voces”.
Un discurso sin la modulación de los grandes políticos. Sin gritos ni grandes aplausos de los asistentes. No debería, según las encuestas, tener un apoyo masivo en las elecciones, pero es una irrupción que no gusta a las élites del país. Miriam se indigna cuando recuerda que ningún banco quería abrirles una cuenta para realizar el registro formal de su candidatura. O cuando habla de todas las dificultades que les está poniendo el Instituto Nacional Electoral para participar en los comicios.
En todas sus intervenciones Marichuy recuerda que para registrar una candidatura independiente se necesitan casi 900.000 firmas de apoyo. Todas se deben registrar a través de una aplicación descargada en un smartphone y enviadas al registro por internet. Es un sistema complejísimo en comunidades que deben hacer malabarismos para poder comer. “Las leyes e instituciones del Estado están hechas para los de arriba, para los capitalistas y su clase política corrupta, resultando una gran simulación. Pero no nos van a detener”.
Al terminar los discursos comienzan las canciones y los bailes. Para los más cansados o tímidos, como Miriam, se abren pequeños comedores o tiendas comunales apenas alumbrados con un par de bombillas. Se reúnen en torno a una mesa repleta de coca-colas donde no se sirve una gota de alcohol, prohibido en todas las comunidades zapatistas. Ahí comienzan las conversaciones como en cualquier bar del mundo:
—Mira esos jóvenes, parece que están más interesados en la música que en los discursos.
—Ellos no tuvieron que sufrir al patrón y a su látigo.
—Las nuevas generaciones ya no se implican tanto. Es duro lo de ser zapatista. Es mucho más que llevar un pasamontañas. Asistir a reuniones, abandonar a la familia durante meses, las juntas, el trabajo político.
—Muchas comunidades están divididas. Algunas son zapatistas y otras no.
—Aquí también había mucha gente sin pasamontañas. Muchos que vinieron a escuchar a Marichuy sin estar organizados. Muchos a los que no les importa la política, pero saben que es ahora o nunca.