Un cuerpo zarandeado y envuelto en mantas de colores. Un rostro inerte. Un rostro conocido, el más conocido. El rostro de la persona que dirigió el país con mano de hierro entre 1978 y 2011. Un grupo de hombres grita de alegría. Maltratan el cadáver del mandatario y al girarlo hacia un lado de forma brusca asoma su cabeza abierta. Luego lo tiran a una camioneta y la imagen se va a negro.
Este es el último recuerdo que les quedará a los yemeníes de Alí Abdulá Saleh, asesinado el 4 de diciembre. Su rostro fue omnipresente en las calles del país hasta que en 2011 las movilizaciones populares que estallaron en el marco de la Primavera Árabe le obligaron a dejar la presidencia, aunque nunca abandonó realmente el poder. Este adiós sangriento recuerda al de Muamar el Gadafi, linchado y asesinado por la gente que sufrió su represión. Yemen o Libia viven guerras en las que no hay líneas rojas. Nadie se salva: ni Gadafi, ni Saleh.
El expresidente de Yemen, de 75 años, era un político de la vieja escuela que ascendió al poder del entonces Yemen del Norte en 1978 y, tras varios conflictos con los vecinos comunistas de la República Democrática Popular del Yemen, se erigió en 1999 en el primer presidente del país unificado. Mantener la unidad nacional fue una de las obsesiones de este exmilitar cuyo programa político consistió en alcanzar acuerdos con las tribus para que no se interpusieran en la labor de su partido, el Congreso General del Pueblo (CGP), un mastodonte con tentáculos en todos los negocios importantes y bajo la sombra permanente de la corrupción.
Amigo íntimo de Sadam Husein, su apoyo a su homólogo iraquí durante la primera Guerra del Golfo le costó el vacío de la comunidad internacional, que solo le volvió a tender la mano tras su implicación en la guerra contra el terror lanzada por Estados Unidos después de los atentados del 11-S. Yemen albergaba entonces a la bestia del extremismo en sus provincias del interior y Saleh cooperó con Occidente y autorizó los ataques de aviones no tripulados para intentar acabar con Al Qaeda en la Península Arábiga (AQPA), rama local del grupo yihadista que el expresidente estadounidense Barack Obama calificó en su momento como “la mayor amenaza global”.
Tras el estallido de la Primavera Árabe en 2011 salieron a la luz los fracasos de un dirigente que mantuvo Yemen unido, pero que fue incapaz de solucionar graves problemas internos como el conflicto con los hutíes —en realidad son zaidíes, una rama del islam chií, pero reciben este nombre por el clan que los lidera—, el nuevo brote separatista en una región sureña cansada de ser la eterna hermana pobre, la expansión de AQPA en las provincias del interior y la alarmante situación de la población de un país donde el 40% de los ciudadanos vivía durante su mandato por debajo del umbral de la pobreza.
Las calles pidieron a gritos su dimisión y la violencia no tardó en hacer presencia para eclipsar para siempre a las primeras protestas pacíficas. Como ocurrió en Siria, las armas silenciaron los eslóganes que pedían cambio y libertades, y en junio de 2011 estallaron los primeros choques entre grupos armados tribales y las fuerzas de seguridad. Saleh sobrevivió a un ataque en la mezquita en la que rezaba y tuvo que ser intervenido de urgencia en Arabia Saudí. El país se asomaba al caos de la guerra civil.
Inmunidad y salida
Diez meses después del inicio de las movilizaciones y tras una intensa negociación, el Parlamento aprobó una ley que otorgaba al mandatario y a su círculo más próximo la inmunidad a cambio de su renuncia al cargo. Solo entonces, por primera vez desde el inicio de las protestas, pronunció la palabra “perdón” y pidió disculpas “a todos los hijos de mi nación, hombres y mujeres, por cualquier error durante mis 33 años de mandato”. Esta inmunidad fue la medida envenenada que permitió a Saleh permanecer en Yemen y mover los hilos en la sombra para mantener la red de clientelismo tejida durante tres décadas.
De cara al exterior parecía que arrancaba una transición que para el entonces embajador de España en Saná, Javier Hergueta, fue a la española. “Exceptuando a Saleh, el grueso de su partido y fuerzas de la oposición gobernarán juntos a partir de ahora, no se deja a nadie fuera. Es un paso adelante porque supone el triunfo de la moderación sobre la violencia”, pronosticó entonces. Como el resto de representantes de la Unión Europea, Hergueta siguió muy de cerca todo el culebrón que fue necesario para la firma de un acuerdo que también obligaba a las diferentes facciones enfrentadas a retirar a sus hombres armados de las calles para empezar a trabajar en una reforma profunda de las fuerzas armadas.
Pero los grupos armados no solo no se retiraron, sino que la virulencia de los enfrentamientos aumentó, y Saleh contaba con una parte del Ejército que se mantuvo siempre leal. El mandatario cumplió con el guion previsto de cara a la galería y cedió su lugar a quien era su número dos, Abd-Rabu Mansur Hadi, elegido como líder de consenso entre las distintas sensibilidades y partidos. Una transición viciada porque el expresidente nunca admitió su salida forzada y quiso mantener el poder político y militar desde la sombra gracias a su partido, el CGP, a sus familiares colocados en puestos clave del sistema y a su control de una parte del Ejército.
Hadi nunca pudo brillar con luz propia bajo la herencia de un Saleh que, en un giro imprevisible, se alió en 2014 con quienes habían sido sus peores enemigos para intentar recuperar protagonismo. Esta alianza abrió las puertas de Saná a los hutíes y obligó a exiliarse a Hadi, que encontró refugio en Arabia Saudí. El zaidismo es una rama de la secta chií que solo se encuentra en Yemen, y los hutíes forman la milicia zaidí que de 2004 a 2011 libró seis guerras con el Gobierno liderado por el propio Saleh.
“Son una guerrilla inspirada en Hezbolá, que lucha por la defensa de los derechos y la libertad de culto chií en un país bajo control salafista”, me explicó el analista Sadam Al Asmouri en un viaje que hice a Saná. Su líder es Abdul-Malik al-Huti, hijo del fundador del movimiento, quien, tanto en su forma de hablar como en sus gestos y mensajes, imita a Hasán Nasrala, el secretario general de Hezbolá. Los seis enfrentamientos que se produjeron entre el Gobierno de Saleh y los rebeldes dejaron miles de víctimas mortales y más de 150.000 desplazados.
El asesinato de Saleh
La alianza entre los hutíes y Saleh conquistó sin dificultades la mayor parte del país, hasta que en marzo de 2015 Arabia Saudí acudió al rescate de Hadi y lanzó una operación militar a gran escala que sigue en marcha.
Una ofensiva liderada por el heredero al trono saudí, Mohamed Bin Salman, cuya prioridad en política exterior es frenar la expansión regional de Irán, la gran potencia chií a la que acusa de apoyar a los rebeldes. Desde entonces, más de 10.000 personas han muerto y 50.000 han resultado heridas. El país está sumido en el hambre y es víctima de una epidemia de cólera de dimensiones brutales. Una catástrofe humanitaria sin final a corto plazo.
En un nuevo giro inesperado y guiado por las ansias de recuperar el protagonismo en medio de esta guerra sin salida, el expresidente decidió deshacer su alianza con los hutíes y tender la mano a Arabia Saudí, un movimiento que brindaba a los saudíes la oportunidad de dividir al enemigo y contar con un aliado fuerte sobre el terreno. Pero Saleh no calculó bien el alcance de su decisión y en apenas 48 horas su coche sufrió una emboscada a la salida de Saná.
Su muerte dejó en estado de shock al país, pero la guerra sigue y ya hay un firme aspirante a ocupar su puesto. Después de años en arresto domiciliario en Emiratos Árabes Unidos, su hijo, Ahmed Alí, excomandante de la temida Guardia Republicana, clamó venganza y se ofreció a “liderar la batalla hasta que el último hutí sea expulsado de Yemen”. Como tantas veces ha ocurrido en el mundo árabe, el apellido pesa y los Saleh, después de haber sobrevivido a tres décadas con todo tipo de frentes abiertos, quieren sobrevivir también a la lucha por la hegemonía regional que mantienen Arabia Saudí e Irán.