El virus del ébola puede destruir a una sociedad. O unirla.
Entre septiembre y octubre de 2014, el ébola tocó techo en Liberia, el país que más muertos registró finalmente a causa del virus (4.809). En la semana del 22 al 28 de septiembre, hubo 442 casos. Lo que se vivió allí durante aquellas semanas fue ciencia ficción: un virus desconocido que se propagaba sin freno, el fracaso de la ayuda exterior, fronteras que se empezaban a levantar.
En Monrovia, el mayor centro de tratamiento de ébola de la historia, gestionado por Médicos Sin Fronteras, ya había tenido que tomar la decisión más dolorosa: rechazar a algunos pacientes sospechosos de haber contraído el virus, porque no quedaban camas. Las ambulancias no daban abasto. Algunos taxistas rehusaban llevar a pasajeros con síntomas. Los cadáveres, que debido a su elevada carga viral son extraordinariamente contagiosos, se amontonaban.
Mientras en la capital de Liberia tenía lugar una película de terror (su atmósfera la recogió a la perfección Ben Solomon en este vídeo), Occidente discutía sobre si los trabajadores que habían contraído el virus en África Occidental debían ser evacuados y tratados en sus países de origen. El 6 de octubre se confirmó que la auxiliar de enfermería Teresa Romero había contraído el ébola en un hospital de Madrid donde había tratado a un religioso que falleció a causa del virus. Era la primera vez que alguien se contagiaba en Occidente. Los españoles sintieron una pizca del miedo atávico que han sufrido durante dos años tres países africanos con muchos menos recursos. Un miedo que Occidente solo experimentó cuando se acercó a sus fronteras y que pronto sepultó en su memoria, aunque la gente continuara muriendo en África.
Pero allí, en el campo de batalla, ¿cómo se esfumó lo que parecía el Apocalipsis? ¿Cómo empezó a remitir la epidemia en Liberia? Aterricé en Monrovia el 16 de octubre, justo cuando los casos empezaron a descender de forma pronunciada. En las reuniones entre políticos, técnicos y trabajadores humanitarios ya se empezaban a discutir los motivos. ¿La respuesta internacional (esa que nunca acabó de llegar)? ¿La vigilancia epidemiológica? ¿El desarrollo natural de la epidemia?
Informes de Médicos Sin Fronteras sugirieron después otro factor esencial: la reacción de los liberianos. Nadie nos va a salvar, pensaron: si no nos organizamos, corremos peligro de verdad. Instinto de supervivencia. No se le puede dar validez científica —y menos aún cuando hablamos del ébola, una enfermedad de la que sabemos tan poco— pero eso fue exactamente lo que vi, toqué y palpé durante las semanas que pasé allí.
Recuerdo en concreto a tres personas: Zeynab, Emmanuel y B. Sunday.
Zeynab
“Yo estaba allí. No podía caminar, no podía ver. Estaba débil pero me ayudaron y me obligaron a comer”, explicaba Zeynab Beyan, de 29 años, mientras señalaba la zona de pacientes con ébola.
Zeynab sobrevivió al virus. El ébola, que arrasa familias enteras, asesinó a su abuela, su tía y su tía-abuela. Tras superar la enfermedad, empezó a trabajar para MSF en el gigantesco centro de tratamiento de Monrovia. “Ahora no tengo nada. Quiero ayudar a los pacientes”, decía.
En aquellos días, Zeynab se pasaba mucho tiempo enfundada en su traje de protección azul y con un niño de tres meses en brazos. La madre había contraído el ébola y estaba ingresada en el centro. El niño no tenía el virus pero se había quedado solo: no había nadie más para encargarse de él. Zeynab sabe lo que es sentirse sola. Por eso lo acunaba.
Emmanuel
Uno de los barrios más concurridos y pobres de Monrovia es West Point. Mercados, callejuelas, caos: justo el sitio en el que no querrías estar si hay una epidemia, mucho menos si es de ébola. El liberiano Emmanuel Tokpa formaba parte del equipo de MSF que se encargaba de distribuir kits de protección por la ciudad, en lugares superpoblados como West Point. La gente tenía que ir a los centros de tratamiento si tenía síntomas, pero se había llegado a tal grado de desesperación que se intentaba evitar el contagio en casa como fuera.
En el viaje de ida, reinaba el silencio. El equipo repartió los kits entre una multitud extrañamente ordenada, que seguía las instrucciones: si no hay contacto, no hay contagio. A la vuelta, Emmanuel no paraba de hacer bromas con los compañeros en la parte trasera de la furgoneta. Mientras él reía, yo no podía dejar de pensar en la ingratitud con la que la sociedad le pagaría por su sacrificio: el estigma. Era un acto heroico en plena guerra, pero no solo no tendría reconocimiento, sino que la gente le repudiaría. Pero eso no parecía importarle. Al contrario. “Para mí esto no es un estigma, sino un orgullo. Estoy orgulloso de luchar contra el ébola”, dijo.
B. Sunday
Eran como comandos de élite. El equipo de recogida de cadáveres actuaba como una unidad de acción rápida: recibía un aviso y acudía al lugar de los hechos para apagar el fuego. Cada vez que había un muerto sospechoso de tener ébola, ellos eran los encargados de recoger el cuerpo sin vida con la máxima precaución. Cualquier error podía ser fatal.
B. Sunday Williams era uno de estos “soldados”. No llevaba un rifle semiautomático sino un aspersor conectado a un recipiente con cloro. Era el vigilante, el que se encargaba de velar por la seguridad del procedimiento y de sus compañeros, el que rociaba todo con esa kryptonita líquida contra el ébola que es el cloro. “Cuando empecé a hacer esto, tenía mucho miedo”, confiesa B. Sunday. Poco después se olvidó de él.
Con Zeynab, Emmanuel y B. Sunday en el mismo equipo, es más fácil ganar.