Fasal se moja las manos en el barreño de latón y se las seca bien con el delantal, para que, al amasar, la harina no se le quede pegada entre los dedos. Son tiempos difíciles y no se puede desperdiciar ni un grano de trigo.
Como en la cadena de producción de una fábrica, Fasal y una docena de refugiadas sirias como ella se organizan para amasar las obleas de pan sin levadura, pegarlas en las paredes del saj (horno tradicional árabe) para hornearlo y, una vez enfriado, distribuirlo en bolsas.
Todas ellas, viudas o con esposos desaparecidos en Siria, han sacado adelante solas a sus hijos en Líbano. Pero en los últimos dos meses, además, se han convertido en el sustento de otras familias refugiadas. A medida que se dilata el estado de alarma en Líbano por la covid-19, crece la curva del hambre, que afecta tanto a la población libanesa como a la refugiada. Según datos de la Agencia de la ONU para los Refugiados (Acnur), hay un millón de refugiados sirios en Líbano, 200.000 de ellos repartidos entre un total de 1.500 asentamientos informales, y el resto en viviendas de alquiler.
Desde que se diagnosticó el primer caso de covid-19 el 20 de febrero —una mujer libanesa que había viajado a Irán—, las autoridades han endurecido las medidas preventivas, incluido, desde el 15 de marzo, un toque de queda entre las 19:00 y las 05.00 hora local. A los refugiados se les ha prohibido salir de los campamentos.
Por ley, los refugiados no pueden trabajar en Líbano, pero muchos consiguen empleos informales, en el campo o la construcción. Ahora, con las restricciones de movimiento, ya no pueden abandonar los campamentos para buscar trabajo.
A Fasal y sus compañeras, en cambio, sí se les permite salir para ir a trabajar a la panadería, porque el pan es un bien de primera necesidad. El horno fabrica diariamente entre 900 y 1.000 bolsas de pan que se distribuyen en cuatro asentamientos informales entre las ciudades de Zahle y Bar Elias (valle de la Beká). En la furgoneta van tres repartidores, enfundados en un traje especial con visera para cubrir toda la cara y con guantes y que depositan el lote de pan en la entrada del campamento, y el encargado (sawhish), que supervisa la tarea. Solo un miembro de cada familia se acerca a coger el pan y el siguiente tiene que esperar su turno.
Antes de la pandemia, las bolsas de pan se repartían en proporción al tamaño de la familia de refugiados; las familias numerosas recibían hasta cuatro bolsas y las de cinco o seis miembros, solo dos.
“Cuando comenzó la crisis de la covid-19 queríamos duplicar la producción de pan para llegar a más refugiados, pero, en lugar de eso, nos hemos visto obligados a racionarlo para que pueda llegar a todos”, lamenta Mahmud, coordinador de la oenegé local SAWA para el Desarrollo y la Ayuda, que en 2019 abrió esta panadería.
Este trabajador humanitario sirio explica que hay escasez de suministro de harina. Con la recesión económica, el valor de la libra libanesa se ha reducido a la mitad frente al dólar, lo que significa que un kilo de harina cuesta el doble que antes.
“No sabemos hasta cuándo va a durar esta situación ni cómo vamos a seguir afrontándola”, dice Mahmud. “Dejar a los refugiados aislados y marginados es muy peligroso. Es cuestión de tiempo que la situación se nos vaya de las manos y desemboque en violencia. Las autoridades locales se están aprovechando del confinamiento para hacer lo que quieren con los sirios, porque quieren echarnos a la fuerza de Líbano”.
Cuenta que hace poco hubo un caso sospechoso de coronavirus de un refugiado que vive en Zahle (Beká) en un piso de alquiler de un edificio habitado mayoritariamente por sirios. “Las fuerzas de seguridad aislaron el edificio entero y dejaron a las familias incomunicadas durante 36 horas, sin comida ni agua, hasta que salieran los resultados, que fueron negativos. La operación desató el pánico entre los vecinos libaneses, que pensaron que iban a contagiarse”, dice Mahmud.
Los refugiados en Líbano están en una encrucijada. El confinamiento total ha ayudado a que el virus no se haya propagado aún en los campamentos, ya que de detectarse un solo caso entre los refugiados el efecto sería devastador por el hacinamiento y falta de agua potable. Pero la prohibición de salir a buscar trabajo ha llevado a la desesperación, como en el caso de Basam al Hallak, un sirio que decidió acabar con su vida el 6 de abril y se quemó a lo bonzo después de que las fuerzas de seguridad lo echaran a la fuerza de su vivienda por no poder pagar el alquiler.
El estigma del coronavirus
La pandemia de covid-19 y las medidas que lleva aparejadas están destruyendo los medios de supervivencia de los colectivos más vulnerables en todo el mundo. En algunos casos, como en Líbano, sin necesidad de que el número de casos sea muy alto.
Hasta la fecha hay 682 contagios y 22 muertos por covid-19 en Líbano, según datos oficiales. El problema es que muchos casos no se reportan por temor a que el enfermo “sea estigmatizado”. Eso hace que el problema se quede “en casa”, según Ayat Al Kursi, portavoz de la Cruz Roja libanesa.
“Por miedo a ser rechazados por sus propios vecinos, los familiares de un contagiado ocultan el caso. Se sienten avergonzados de tener un enfermo con covid-19”, dice Al Kursi. “Cuando recibimos la llamada de un familiar pidiendo una ambulancia para llevar a su padre o madre enfermo al hospital, nos piden discreción y que no digamos a la comunidad de vecinos que tiene covid-19”.
Uno de los casos más extremos, recuerda el portavoz de la Cruz Roja libanesa, se dio cuando sacaron el cuerpo de un anciano que llevaba muerto una semana, después de recibir la llamada de un vecino que se quejó del hedor. “En todo ese tiempo, ningún vecino se preocupó por el anciano que estaba enfermo”, lamenta.
La pandemia, unida a la crisis económica que ya sufría Líbano, está haciendo estragos en el país. En noviembre, el Banco Mundial predijo que, debido a la recesión, la población bajo el umbral de la pobreza iba a crecer del 30% al 50% en 2020. Eso sin contar a los dos millones de refugiados —de Siria, Irak y Palestina— que precisan ayuda humanitaria.
Líbano, que se declaró en bancarrota en marzo al anunciar por primera vez en su historia un impago de deuda por 1.200 millones de dólares en eurobonos, a duras penas puede afrontar la emergencia sanitaria por la covid-19.
“Ahora el porcentaje de pobres ha aumentado drásticamente debido el confinamiento impuesto por el Gobierno libanés desde el 15 de marzo [y que se alargará hasta el 10 de mayo]”, dice Hussein Abdelmajid, coordinador regional del Ministerio de Asuntos Sociales.
“La mano de obra, que representa el 80% de los trabajadores independientes, se ha quedado sin empleo. Esto afecta tanto a los que tienen un salario precario como a los temporeros que cobran a jornal”, lamenta Abdelmajid.
El pasado 1 de abril, el Gobierno libanés anunció un paquete de ayudas de hasta 400.000 libras (244 euros) por familia pobre. Una semana antes, había prometido 75.000 millones de libras (45,8 millones de euros) para asistencia alimentaria y sanitaria. Sin embargo, hasta la fecha ninguna de las ayudas han sido ejecutadas.
“Cada día tenemos más gente a la que ayudar”, dice el párroco Jad de la iglesia de San Jorge, en el barrio capitalino de Geitawi, feudo del partido de las Falanges Libanesas.
Antes de la pandemia, la iglesia asistía a 20 familias sin recursos. “Solo en la primera semana desde que se decretó el confinamiento obligatorio llegamos a recibir 60 peticiones de ayuda”, dice el párroco, que ha asistido a personas que, de la noche a la mañana, se han quedado sin ingresos y no pueden hacer frente a los gastos de alquiler, comida y otras necesidades.
Nour es una de ellas. Vive con su madre, seis hijos y esposo, que era el único sustento familiar. Desde hace dos meses no tiene trabajo, como muchos otros libaneses. Gracias a la caridad del padre Jad y las donaciones de los feligreses de su iglesia, Nour ha podido pagar el alquiler. “El casero nos amenazó con echarnos si nos retrasábamos otro mes más en pagarle”, explica.
El párroco consiguió también que no echaran a un anciano sin recursos de su casa porque los vecinos no querían que viviera allí. “Hablé con los vecinos y les aseguré que me encargaría de todas sus necesidades y que iba a estar todos los días visitándole para comprobar que estaba bien”, explica el padre Jad.
Un país dividido
A todas estas dificultades hay que añadir otro problema: el tejido sociopolítico sectario del país. En cada municipio o incluso barrio se han tomado unas medidas u otras para hacer frente a la pandemia del coronavirus, en función de qué grupo político o adscrito a una comunidad domina la administración local. El caso más paradigmático es el de partidos milicia como Hezbolá, que tiene una estructura de salud paralela y que se ocupa de sus propios enfermos. El Gobierno no tiene acceso a los datos de estos pacientes.
En sus feudos de Líbano, Hezbolá ha desplegado sus mejores equipos médicos y clínicas móviles con un sistema de protección que incluye buzos y mamparas de plástico para evitar los contagios, y ha invitado a la prensa internacional para exhibir lo bien capacitada que está para contener la epidemia.
“Estamos desplegando 1.500 médicos, 3.000 enfermeros y auxiliares, y 20.000 voluntarios” declaró recientemente a la televisión Al Manar —altavoz de Hezbolá— Sayed Hashem Safiedine, jefe del consejo ejecutivo del partido-milicia proiraní.
El grupo chií ha anunciado el desembolso de 2,1 millones de euros de sus propias arcas y donaciones para ayudar a combatir la propagación del coronavirus, mientras el Ejecutivo libanés está luchando por mantener a flote el país, porque literalmente no puede ni pagar las facturas de su único hospital público en Beirut, al que se han remitido todos los pacientes con covid-19.
La falta de fondos y la escasez de suministros médicos están menguando la capacidad de los hospitales públicos y privados para responder a la pandemia. En un informe reciente, Human Rights Watch (HRW) alertó de que la crisis financiera que asola al país desde septiembre ha restringido la capacidad de los importadores de material y equipamiento médico para obtener suministros vitales como máscaras, guantes y otros equipos de protección, así como respiradores y repuestos.
“El Gobierno ha pagado solo el 40 por ciento de las cuotas que le debe al hospital (Rafic Hariri) desde 2019 y no ha hecho ningún pago en 2020”, se queja una fuente médica de este hospital público universitario, que pide no ser identificada.
Mientras, Hezbolá se jacta de que en Beirut, Baalbek o Tiro, feudos del grupo chií, tiene sus propios hospitales privados para tratar a sus pacientes con covid-19, que según la información disponible no son demasiados de momento.
“En todo Baalbek solo hay cinco casos confirmados. Dos están siendo tratados en la UCI y los otros están en observación”, explica Habib, jefe de enfermería en la unidad de covid-19 del hospital privado Dar el Amal. Este centro hospitalario ha aislado un edificio entero para tratar exclusivamente a los pacientes de coronavirus.
El confinamiento decretado por el Gobierno central no es efectivo en los barrios del suburbio de Dahiyeh, feudo de Hezbolá. Es como si el coronavirus no fuera con los vecinos de estas zonas del sur de Beirut. La gente va sin mascarillas ni guantes, muchos negocios están abiertos y los vendedores ambulantes de frutas y verduras exhiben sus productos al aire libre y todo el mundo los toquetea. Sin embargo, el responsable de Hezbolá en la zona, Husein Fadallah, asegura que solo hay 23 casos positivos.
Aunque Hezbolá controla la cartera de Salud y es aliado del primer ministro, Hasan Diab, amenazó con retirarse del Gobierno si no se restablecía el tráfico aéreo para permitir a los expatriados libaneses regresar al país.
Diab tuvo que ceder y hacer la vista gorda entre el 5 y 7 de abril para el aterrizaje de varios aviones procedentes de Irán, entre otros lugares. Los casos sospechosos fueron redirigidos a los hospitales que gestiona Hezbolá.
Líbano camina desde hace tiempo por un túnel oscuro, cada vez más largo, con una revolución contra la élite política a medio gas, una profunda crisis económica y, ahora, una pandemia que amenaza a los pobres y a los más de dos millones de refugiados en su territorio.
“Queremos mostrar que siempre estamos listos y que apoyamos al Gobierno libanés en esta lucha contra la covid-19”, dice Ahmad, un chií de 31 años que lleva cuatro trabajando como voluntario de Hezbolá. “No tenemos miedo porque esto no es nada nuevo. Siempre estamos afrontando el peligro. En la guerra y en esta situación, siempre hay que estar preparado”.