Hubo un tiempo en que Pakadjuma, el barrio de las putas de Kinshasa, era una ciénaga. Fango sin miseria ni estigma.
De aquella época queda ya poco. En sus calles hoy “no hay mujer ajena”, dice un dicho popular. Al caer la tarde, niñas que a veces tienen solo doce años salen para vender su carne junto a las vías del expreso Kinshasa-Matadi. A dos pasos, en la estación de fosas sépticas de la ciudad, camiones cisterna vomitan en una acequia los excrementos de esta urbe sin alcantarillado y doce millones de almas. En el océano de basura y chabolas hechas con tablas y restos de tejados de chapa, la única imagen de pulcritud es la ropa de niño tendida al sol.
El expreso Kinshasa-Matadi es el único convoy de pasajeros que todavía sale de la capital de la República Democrática del Congo (RDC). Otras vías discurren muertas entre las chozas junto a un puente de hormigón que ha claudicado sobre el río Yolo. Los vagones de ese tren, y los de otros abandonados al óxido, atesoran la historia poco conocida de una enfermedad que ha postrado a 78 millones de personas en todo el mundo y matado a 35 millones: el sida.
Mucho antes de que homosexuales norteamericanos enfermaran de un mal desconocido en 1980, el VIH ya viajaba en esos trenes. Esa fue la conclusión de un grupo de científicos de las universidades de Oxford y Lovaina que, al remontarse por el ADN del virus, comparar sus diferentes cepas y estudiar sus mutaciones, dieron con Leopoldville, capital del Congo Belga, la Kinshasa de 1920. Su investigación, publicada en 2014, reveló que el mal empezó su camino hacia la pandemia en esta ciudad después de que un desconocido “paciente cero” llegara probablemente en barco por el río Congo desde Camerún. Ese primer seropositivo pudo contaminarse allí con la sangre infectada de un chimpancé, después de que una mutación permitiera que el virus de inmunodeficiencia de otros primates medrara en el hombre. Sin embargo, fue en Kinshasa donde se cree que empezó el contagio entre seres humanos. Quizá en lugares como Pakadjuma: prostitutas y borrachos ahítos de chanvre, la variedad local del cannabis; sumidero de miseria en la capital de un país donde ocho de cada diez personas viven bajo el umbral de la pobreza absoluta de Naciones Unidas, con poco más de un euro al día.
La puerta de entrada de las epidemias
El enfermero Elie Mbidi, “Papá Elie”, se debate con otros sanitarios para que un niño de dos años enfermo de cólera no se arranque por enésima vez la vía de suero con la que intentan hidratarlo. El niño llora; la diarrea le ha arrebatado esas carnes que ya antes se adivinaban magras. No saben si sobrevivirá. En el barrio han muerto ya de cólera tres mujeres y Médicos Sin Fronteras (MSF) ha reactivado un centro de tratamiento que en teoría pertenece al Ministerio de Sanidad, pero que gestiona y paga la organización. “Todas las epidemias pasan por aquí”, sacude la cabeza el doctor Michel Makengo, el funcionario responsable del área de salud del suburbio. Cólera, tifus, fiebre amarilla, malaria, gonorrea, sífilis…
Y sida. En 2016, el Programa Mundial Conjunto de Naciones Unidas para el Sida (ONUSIDA) calculaba que 381.187 congoleños eran seropositivos; es decir, el 1,2% de la población y el 1,8% de las mujeres embarazadas “que acuden a los servicios de salud prenatal”, una puntualización que ONUSIDA hace porque en el Congo el 83,2% de congoleñas menores de 50 años no se ha hecho nunca la prueba del sida. En 2016, 20.854 personas perecieron a causa de la enfermedad en el país: el 20% tenía menos de 15 años.
Pese a que se cree que este país fue el foco inicial de extensión de la pandemia, el Congo no está entre los países de la subregión África Central y Occidental más afectados por el VIH. Se encuentra por detrás de países como Camerún (4,5% de población infectada) o Gabón (3,8%) y a gran distancia de países del África austral como Sudáfrica, donde el 19,2% de la población de entre 15 y 49 años es seropositiva.
De los 36,7 millones de personas con VIH en el mundo a finales de 2015, 26,5 millones vivían en África Subsahariana, según la Organización Mundial de la Salud. Dos tercios de los nuevos casos registrados ese año se produjeron en esa región, en países que tienen en común unos ingresos medios o bajos. Pese a todo, hay progresos; en África Central y Occidental, el número de seropositivos en tratamiento con antirretrovirales ha pasado de 905.700 en 2010 a 1.830.700 en 2015: más del doble. Sin embargo, la cifra de muertos por sida no ha experimentado un descenso tan significativo: en 2010 fueron 370.000 y en 2015, 330.000, según ONUSIDA.
Pakadjuma, considerado el suburbio más pobre de Kinshasa, constituye una especie de microcosmos, una demostración en miniatura de cómo en los países africanos la pobreza urbana y fenómenos relacionados con ella, como el de la prostitución, inciden en la extensión de la pandemia y frenan los progresos en la lucha contra ella. Es lo que la ONU llama el “círculo vicioso del sida y la pobreza”, que consiste en que quien no tiene formación, medios económicos ni acceso a los servicios sanitarios tiene muchas más posibilidades de contagiarse. El círculo se cierra cuando estos enfermos, a causa del VIH y del gasto en salud que la enfermedad conlleva, se hunden aún más en la pobreza y se ven sometidos al severo estigma que aún pesa sobre esta patología en países como el Congo.
Ese es el caso de las prostitutas de Pakadjuma.
“Aquí todas las mujeres han caído en la perdición”, espeta una enfermera congoleña en el centro de tratamiento del cólera del suburbio. Y mientras lo dice da un manotazo al aire, como si con ese gesto quisiera apartar los tejados de las chabolas apenas sujetos con piedras.
“Todas” no. En el cercano puesto policial —un chamizo en el que hay varios adolescentes detenidos, uno de doce años— el subcomisario Joseph Slom Kubikisa asegura que el 90% de las mujeres de la barriada ejerce la prostitución. Algunos artículos en la prensa del país dicen que son el 50%. No hay estadísticas fiables: es difícil que alguien reconozca que se dedica a la prostitución. Tampoco parece importarle mucho a las autoridades la suerte de estas mujeres ni del resto de los 51.753 habitantes censados en el barrio industrial número 3 de la ciudad, donde se alza Pakadjuma. Muchos sobreviven gracias a ese oficio imaginario que los congoleños llaman con humor “el sistema D”: “D” de débrouillardise; el arte de buscarse la vida, como esas señoras que venden pan en la calle o los jóvenes que pasan ofreciendo barreños de plástico o mosquiteras.
Pakadjuma reúne hoy casi todas las condiciones que, según los virólogos de Oxford y Lovaina, fueron claves para que la capital congoleña se convirtiera en el kilómetro cero del sida en 1920: un gran crecimiento demográfico, prostitución, unas condiciones higiénicas deplorables y los viajes de una población volante. Por este suburbio pasa mucha gente: comerciantes y prostitutas que surcan el río Congo en barco, personas de paso y otras que no tienen adónde ir.
El único y crucial elemento de aquella primera oleada de expansión del VIH que ya es pasado son la inmensa mayoría de esos trenes que en 1948 transportaron a un millón de pasajeros por el país. Con ellos viajó el VIH. Sin conocer fronteras, se extendió luego por África y, tras la independencia, allende el Atlántico, cuando haitianos que habían llegado como profesores al Congo reclutados por la ONU lo llevaron al país caribeño en torno a 1967, época en la que Haití era ya un destino de turismo sexual para gais norteamericanos.
Desde que se identificó el virus en la década de 1980, se considera que esa fue una de las vías de entrada del VIH en Estados Unidos. Sin embargo, la enfermedad no penetró, como se creía, a través de San Francisco, ni quien lo introdujo fue una única persona —el auxiliar de vuelo Gaetan Dugas, fallecido en 1984, a quien se describió durante años como “paciente 0” en Norteamérica. Una investigación publicada en la revista Nature en 2016 precisó que en 1980 el VIH llevaba ya en torno a una década en el país y que no entró por California sino por Nueva York. Además, en 2011, el especialista canadiense en enfermedades infecciosas Jacques Pépin ya había demostrado que el contagio por vía sexual no podía ser el único, dado el gran número de casos en Estados Unidos.
Como tantas veces en la historia del sida, la pobreza estuvo detrás de la expansión de la pandemia. El doctor Pépin cree que el principal foco de contagio fue una empresa haitiana, Hémo-Caribbean, que durante ocho meses entre 1971 y 1972 exportó a EEUU unos 6.000 litros de plasma sanguíneo al mes, que se destinó en gran parte a tratar a hemofílicos. Uno de sus propietarios era Luckner Cambronne, el jefe de los Tonton Macoute, los escuadrones de la muerte del régimen del terror de los Duvalier en Haití. Esta empresa compraba sangre a haitianos pobres que se dejaban desangrar por 3 dólares al día en condiciones higiénicas pésimas.
Papá Elie ha terminado. Los enfermeros han atado las manos del niño a la cama con esparadrapo y el pequeño se ha dormido. El enfermero abre la puerta trasera del centro, que da paso a un dédalo de callejuelas surcadas de casuchas en cuyas puertas cocinan las mujeres mientras los niños juegan en medio de la basura. No hay agua corriente —solo algún grifo público— y las chabolas no tienen letrina. Tampoco hay apenas baños comunitarios y los que hay no se usan porque son de pago: 50 francos congoleños, 3 céntimos de euro.
—Estas personas están acomplejadas por vivir en este lugar —se lamenta Papá Elie.
—¿Dónde hacen sus necesidades?
—Defecan en una bolsa de plástico. O en el río.
Una enfermedad feminizada
Dos chicas aguardan junto al centro médico privado Miria, que Papá Elie y su primo fundaron en 1994. Esta casita alquilada, con sus cinco habitaciones oscuras, su vetusta mesa de partos y un microscopio de la década de 1970, es la única estructura sanitaria permanente del barrio que ofrece tratamiento con antirretrovirales, confirma el doctor Makengo, el jefe del área de salud de Pakadjuma.
“Aquí la prostitución se hereda. Hay una prostituta a la que llamamos ‘la niña que ha tenido a otro niño’: tuvo a su hijo a los doce años. Las mujeres no exigen a los clientes que usen condón porque así les pagan más”, cuenta Papá Elie antes de despedirse para volver junto al pequeño enfermo de cólera.
El primo de Papá Elie, Nicolas Moke, de 46 años, también es enfermero y también es “Papá”, el tratamiento de respeto que se da a los hombres en el Congo. Papá Nico se adentra con las dos chicas por un pasillo sombrío. Imía y Bea tienen 23 años y son prostitutas. Ambas son seropositivas.
Imía tiene cara de niña y barriga de embarazada, pero no lo está. El enfermero le levanta la camiseta y descubre una cicatriz vertical que le recorre el abdomen: es la huella de una cesárea. El bebé murió y a la joven no le hicieron ningún seguimiento médico. Poco después, sus músculos abdominales se separaron y el peritoneo se desgarró: lo que los médicos llaman una eventración. “Los intestinos están debajo de la piel”, asegura el sanitario.
La mayoría de personas seropositivas tratadas en este dispensario son mujeres. El centro no dispone de un servicio de detección universal del sida y la prueba solo se ofrece a las embarazadas, las mujeres que dan a luz o a pacientes con síntomas. También a las parejas de las personas ya diagnosticadas como seropositivas. De todas formas, asevera el enfermero, los “hombres son más reticentes a saber”.
Los datos oficiales confirman que el sida en el Congo es una enfermedad feminizada. En el grupo de edad de los 15 a los 49 años, un 1,6% de mujeres son seropositivas, frente al 0,6% de hombres. Esta cifra puede no ser exacta, dado que se privilegia el diagnóstico prenatal, pero seguramente no es ajena al círculo vicioso que esta enfermedad forma con la pobreza y que el propio Papá Nico confirma: “El sida aquí es una enfermedad de pobres”, sostiene. Las congoleñas son más pobres que sus pares masculinos: por la discriminación, porque acceden menos a la educación, a la propiedad de la tierra y a los recursos; por todas las violencias que padecen, como la prostitución y las agresiones sexuales.
En Pakadjuma, donde no es raro oír disparos ni recibir un navajazo, esta violencia alcanza su culmen. Papá Nico ha tratado a una niña de trece años violada y embarazada por su padre y a otra de doce a la que su abuelo intentó también violar. Tres años antes, a esa misma niña, el enfermero le había sacado una estaca de madera del tendón de Aquiles, clavada por un pariente: su familia la había acusado de brujería. Hace poco, el sanitario tuvo que cerrar con llave el callejón que está detrás del centro: “Se oían gritos de mujeres a las que habían arrastrado allí. En otra ocasión, once militares violaron a dos chicas del barrio. Solo uno está en la cárcel”.
Casos como el de Mamá Chantal, una vendedora de cuarenta años, demuestran que la vulnerabilidad de la condición de la mujer en esta sociedad incide en la transmisión del sida. Esta mujer no se prostituye, pero su marido es polígamo, una práctica ampliamente tolerada en el Congo. Y ella es seropositiva.
Materialismo y pobreza
La historia de Bea e Imía es también un compendio de violencias. Con un trasfondo: la forma abrupta en la que la población de países subdesarrollados como el Congo ha sido arrojada a un capitalismo si cabe más salvaje al no existir protección ni servicio alguno del Estado. En el Congo, desde que nacen, las niñas “valen” menos que los varones, dejan la escuela antes y de ellas se espera que se casen. Para ello se les exige adaptarse a un patrón de belleza que ya no es el de una sociedad preindustrial: vestir bien, ponerse extensiones en el pelo, maquillarse. ¿Cómo pueden permitirse esos lujos niñas que viven en esta miseria si apenas comen una vez al día?
Imía es huérfana. Su padre murió y su madre la abandonó para casarse con otro hombre. Bea proviene de una familia de desplazados que llegó a Kinshasa huyendo de la violencia en la región de Kasai. Apenas tienen estudios y ambas empezaron a prostituirse a los dieciocho años, cuando vieron que otras chicas se vestían bien, vivían bien, gracias a los clientes que las recogían junto a las vías del tren. Ellas no tenían nada; las prostitutas, sí. “El materialismo es una de las manifestaciones de la pobreza”, sostiene David Van Reybrouck en su obra “Congo, una historia”.
Ni Bea ni Imía usaban condones. “No sabía nada del sida ni del embarazo”, susurra Bea. Un día, empezó a tener fiebre. Después, el bacilo de la gonorrea. Luego, un herpes genital. Papá Nico ya sospechaba que tenía VIH. Al igual que Imía, quedó embarazada.
La enfermedad de Bea está en remisión: el VIH es indetectable. Su hija nació sana gracias a los antirretrovirales que dispensa gratuitamente el centro Miria, proporcionados por la Fundación Elisabeth Glaser para el Sida Pediátrico. Imía aún está enferma. Tras la muerte de su bebé, dejó el tratamiento y contrajo una tuberculosis que casi la mata: “Sé que mi vida depende de esas pastillas y quiero encontrar otro trabajo. Esta vida me está matando”.
Cuando la joven se recupere, los dos enfermeros repararán su abdomen. Papá Elie y Papá Nico operan y practican cesáreas en la mesa de partos del centro. No hay quirófano, ni respirador, ni anestesista. Solo un pequeño esterilizador con el que desinfectan el instrumental.
En el Congo no existe la sanidad pública y un parto, sobre todo si es por cesárea, cuesta entre 300 y 800 dólares estadounidenses. En los hospitales, si no vas con el dinero por delante, no te dejan ni entrar, como le sucedió a una de las madres que ahora descansa en el centro Miria. Médicos sin Fronteras y otras oenegés sí ofrecen asistencia sanitaria gratuita a pacientes con VIH/sida. En el caso de MSF, en el céntrico hospital de Kabinda y en varios centros de salud en Kinshasa. El centro Miria no puede competir ni de lejos con la excelente atención médica y psicosocial que proporciona esa organización internacional; el dispensario ni siquiera tiene médico, solo enfermeros, pero cuenta con una ventaja: está en el barrio, estas mujeres lo conocen y pueden llegar allí a pie, sin pagar un transporte que no pueden permitirse. El centro Miria no es gratuito, pero se paga poco. El enfermero dice que un parto cuesta “20 dólares. O nada, si la madre no tiene”, asegura riendo.
Imía y Bea ya no trabajan “sin preservativo”, aseguran. Saben que no solo pueden contagiarles el VIH a sus clientes, sino infectarse ellas con otra cepa del virus. Son conscientes de que, a pesar de todo, tienen suerte, pues pertenecen al escaso 32% de seropositivos en tratamiento con antirretrovirales en el país. ¿Cuántas personas han perecido en el Congo por la enfermedad desde que esta empezó a matar alrededor de 1920? Imposible saberlo. Las estadísticas sobre el sida empezaron cuando la pandemia llegó a países donde la gente puede permitirse el lujo de saber de qué muere.
Los demonios del sida
Papá Nico cuenta que algunas prostitutas seropositivas siguen sin usar condón: unas por el dinero; otras por rabia: “Yo he enfermado; ahora lo voy a contagiar”, le espetó una. Otros enfermos vuelven a su pueblo para morir. También hay quien recurre a curanderos y pastores de las “iglesias del despertar”, cultos pentecostales que ofrecen exorcismos para expulsar los “demonios del sida”, previo pago de sumas a veces cuantiosas.
“Esos pastores han venido aquí a llamarnos demonios, brujos y ocultistas por decirles a los enfermos que rezar no basta; que tienen que seguir el tratamiento. Nos reprochan que creamos tener más poder que Dios”, dice Papá Nico.
Teté era una de sus pacientes. En 2012 abandonó los antirretrovirales y pidió ayuda a un “profeta” de una iglesia del despertar. El pastor prendió un enorme fuego, asegura el enfermero, y la obligó a atravesarlo caminando para expulsar “al demonio”. Después le dieron un purgante, que la envenenó. “Murió allí mismo, en la iglesia”.
Florence, de 63 años, también acudió en vano a una de esas iglesias antes de recalar en el dispensario. Está sentada en una silla de plástico y su rostro es armonioso; sin duda ha sido muy guapa. Aún lo es. Es alta. Una de esas bellezas esbeltas que se elevan hacia el cielo del Congo. Y está muy triste. El enfermero cree que padece una depresión. Se acerca a ella y le da un golpecito en el hombro: “No pienses en el pasado”.
El pasado: Florence era una señora “bien”. Vivía en un chalet en un barrio acomodado, tenía chófer y era la esposa de un médico forense. Hace cuatro años, su marido enfermó. Ella lo cuidó pero pronto empezó a presentar los mismos síntomas que él: tos, fiebre, pérdida de peso. Había contraído el VIH y, al conocer el diagnóstico, su marido la echó a la calle. Esta mujer que había sido ama de casa toda la vida empezó a prostituirse a los 59 años.
Florence es una persona desamparada más. Como las que cada día llegan al dispensario, “se tumban en el suelo y rompen a llorar”, explica Papá Nico.
—¿Están enfermos?
—No siempre. A veces vienen solo a llorar —dice el enfermero.
—¿Cómo soporta tanto dolor?
—Por mi fe católica. Siento compasión por estas personas: ayudarlas es mi vocación como enfermero. La vida aquí es tan difícil… Nosotros no hacemos esto por dinero: la mayoría de nuestros pacientes no puede pagar. Papá Elie y yo sabemos que moriremos pobres.
En Pakadjuma queda la esperanza. En la calle del centro médico, un crío sonríe encaramado a un muro. Tres chicas adolescentes pasan también riendo: parecen felices. Las tres visten igual: una falda azul marino y una blusa blanca. Es el uniforme de un instituto de secundaria.