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El doctor lo apunta todo en la pizarra. No quiere dejar a nadie atrás.
Paciente 1: “Mejorando”.
Otro paciente: “Está débil, necesita ayuda para sentarse”.
Otro: “Confundido, débil”.
Otra paciente que ya no lo es: “Con el alta, pero cuidando de sus hijos”.
Otro: “Mejor, ya ríe”.
La pizarra está colgada en una tienda de campaña el 18 de octubre de 2014 en Monrovia, la capital de Liberia: una de las decenas de lonas que forman un hospital de 250 camas para contener la epidemia de ébola que está matando a miles de personas. Hace unas semanas era un descampado y ahora es un espacio salpicado de mallas agujereadas de plástico naranja que delimitan las zonas de peligro: médicas y enfermeros pisan la zona roja con botas, traje de protección y gafas aislantes para atender a los pacientes; psicólogas, limpiadores y responsables de mantenimiento pisan la zona amarilla, solo con botas, para que el hospital siga funcionando.
Todos los pacientes tienen miedo a morir. Muchos de los que entren aquí no saldrán con vida.
A medida que el coronavirus se propagaba en el mundo y sobre todo en España, mis recuerdos sobre las epidemias de ébola que vi en Liberia, Sierra Leona y Uganda se intensificaban. He luchado contra ello. El ébola es un virus que se transmite a través de los fluidos corporales: sangre, sudor, secreciones. Nada que ver con el coronavirus, que es mucho más contagioso. El ébola tiene una tasa de letalidad de alrededor del 50 por ciento, aunque en algunos brotes ha alcanzado el 90 por ciento. Nada que ver con el coronavirus, con una tasa mucho más baja: tiene más sentido pensar la covid-19 desde primos hermanos como el SARS. La peor epidemia de ébola de la historia mató a 11.310 personas y afectó sobre todo a tres países africanos: Liberia, Sierra Leona y Guinea. Nada que ver con el coronavirus —más de 20.000 muertos hasta ahora—, que ya es una pandemia: esto es una crisis global y aquello fue una epidemia regional que el resto del mundo ignoró porque estaba en África.
Son situaciones dispares desde el punto de vista humanitario, geopolítico, económico —pensaba. Pero hoy veo con claridad que me equivocaba: ambas crisis hacen preguntas que van a lo más hondo del ser humano.
La más esencial: ¿Qué lugar ocupa la vida?
Qué lugar ocupa la vida en su relación con la producción y el consumo, con los regímenes autoritarios y la censura, con la pobreza y la explotación, con la libertad y la solidaridad.
En la pizarra del hospital de campaña, al lado del estado de salud de los enfermos, había esta frase escrita: “Pedid a los pacientes más fuertes que ayuden a los más débiles”. Enfundados en el asfixiante traje de protección, los trabajadores sanitarios solo podían pasar unos 45 minutos en la zona de riesgo, así que los pacientes debían ayudarse entre ellos. El que ya reía debía ofrecer agua al que estaba débil y confundido. El que estaba mejorando debía ayudar a sentarse al que no se podía ni levantar de la cama. El que estaba jodido debía ayudar al que estaba más jodido aún. Eran las reglas de la supervivencia colectiva.
Ahora me doy cuenta de que todos, sanos y enfermos, conscientes o no de ello, estamos apuntados en esa pizarra.
Liberia: pedir ayuda está bien
“La emergencia se produce cuando el sistema de salud está sobrepasado y no puede lidiar con una situación extraordinaria. Ahora estamos en esa situación con el coronavirus”, dice Gisa Kohler, técnica de salud de la unidad de emergencias de Médicos Sin Fronteras (MSF) en España y que estuvo en epidemias de ébola en Sierra Leona y República Democrática del Congo.
Llegué a Liberia de la mano de MSF en octubre de 2014, justo en el pico de la epidemia de ébola: aunque eso solo lo supimos después. Había muertos cada día, pero aquello no se parecía a una guerra. En una guerra hay bandos en liza, hay dinámicas políticas y militares reconocibles, hay otra guerra fuera de la guerra —la de las grandes potencias que intervienen—, hay un mecanismo racional y brutal: el de la violencia ejercida contra el otro.
Soy aprensivo. Solo la información y el pensamiento me calman. Desde que pisé Monrovia, me di cuenta de que no habría ningún refugio mental. En una epidemia así, nunca sabes nada. Durante aquellos días escuché decenas de predicciones de epidemiólogos, médicos, personal sanitario, gente de la calle. Muchas erraban, alguna más o menos acertó. Es normal equivocarse en un contexto así. Y es posible que las certezas nunca lleguen. Cuatro años después del fin de la epidemia en Liberia, si se pregunta a expertos o ciudadanos qué hizo que los contagios se redujeran, darían respuestas diferentes. A mí —porque pasé mucho tiempo con trabajadores liberianos que recogían cadáveres y que desinfectaban el hospital— me pareció que la reacción social fue lo que frenó la curva. No el orgullo patriótico: había proclamas nacionalistas, pero lo que se activó en realidad fue el mecanismo de supervivencia. Mejor: el mecanismo solidario de supervivencia.
O espabilamos o esto nos arrasará.
Hay quien piensa que la vida tiene un valor diferente en diferentes culturas. O que la vida vale menos en una guerra, en una hambruna, en una epidemia. No lo he visto nunca.
Recuerdo un día que me uní al equipo que recogía cadáveres en Monrovia. Iban a casas donde una persona había fallecido de ébola. La muerte es el momento de mayor carga vírica del ébola, y por eso aquella era una de las operaciones más peligrosas. Lo ideal era que los infectados fueran ingresados en hospitales, pero había gente que se negaba, y eso hacía que el equipo tuviera que acudir allí. “Con el tiempo me he hecho fuerte”, me decía B. Sunday Williams, el chico que se encargaba de rociar con cloro a todo el equipo para protegerlo. Llegamos a una casa y, tras enfundarse el traje de protección, entraron y sacaron un cadáver de una habitación donde había un andador de bebé. La mujer que estaba en casa no salió. Había silencio. Solo se oía su llanto, que rebotaba en las paredes del edificio.
Los funerales fueron un problema desde el principio. Hubo protestas contra el incineramiento de cadáveres, que era la práctica más segura. La comunidad islámica insistía en que los cuerpos debían ser lavados y enterrados. Se organizaron funerales con medidas máximas de precaución, porque se interpretó que nadie podía quedar fuera de la lucha contra el ébola.
El ébola no es tan contagioso como el coronavirus, y por eso las medidas que afectaban a toda la población no eran tan extremas. Los países no se confinaban. Pero la protección higiénica exigida también exponía a los más pobres.
Son las cinco de la mañana. Noley Smart y Emmanuel Tokpa se ajustan unos finos guantes de látex en la oscuridad: tan solo les alumbra una lámpara en la parte trasera del vehículo. Se disponen a entregar mil kits de protección en West Point, uno de los barrios marginales de Monrovia, atiborrado de gente.
“Lo hacemos a esta hora para que no haya grandes aglomeraciones y para que la gente no sude y se toque”, me decía Smart. “Salimos cada mañana, nos lavamos manos y botas antes de empezar e intentamos que nadie se toque”.
Las dos furgonetas aparcan frente a un almacén sin iluminación. El equipo salta del vehículo y abre una verja. Dentro del almacén está el millar de kits de protección que deberán repartir entre centenares de liberianos. Cada kit consta de medio kilogramo de polvo de cloro, mascarillas, gafas, guantes finos y gruesos, jabón y bolsas de basura.
Miré la barriada y pensé: si aquí hubiera un foco de ébola, sería como pólvora. Esta gente está abandonada. La distribución era un intento desesperado de evitar los contagios en casa. No se podía medir su eficacia. El ébola penaliza los lazos de afecto y derriba familias enteras. Sobre todo a quienes se encargan de cuidar a los enfermos, que normalmente son mujeres.
En el hospital, los momentos de mayor euforia se producían cuando se daba de alta a un paciente, que recibía un abrazo entre aplausos —ya no eres contagioso— y estampaba con pintura su mano en el muro de los supervivientes. Por la cara de alguno de ellos, no sé si era una actividad más terapéutica para los supervivientes o para todos los demás, que necesitaban motivos para seguir creyendo en la vida.
Los pacientes estaban débiles… y aburridos. Había a veces escenas desgarradoras, pero casi siempre había calma, una espera, un empujón para que pase el tiempo: cada minuto es un minuto ganado a la enfermedad. Un día, uno de los trabajadores liberianos se disfrazó de Michael Jackson para entretener a los pacientes. Al llegar a la malla de plástico que separaba la zona de alto riesgo de la de bajo riesgo, Michael Jackson, enfundado en un traje negro con camisa amarilla, efectuó sus característicos pasos deslizantes. Lo hizo al ritmo de una canción sobre el ébola, que decía cosas tan desasosegantes como “el ébola es un virus mortífero” o “el ébola está destruyendo nuestra nación”. No funcionará, pensaba. ¿Tú te crees que esta gente tiene ganas de bailar? Pero los pacientes se empezaron a acercar. Pronto eran una decena. Una mujer cabizbaja, sentada en una silla de plástico blanco, empezó a hacer palmas, casi sin fuerza. Apenas podían reírse. Querían moverse. Pero no podían.
¿Qué hizo el Gobierno de Liberia durante aquella epidemia? ¿No estaba preparado para el ébola, que apareció por primera vez en África en 1976? No. Esto también era nuevo para ellos. Era la primera epidemia de ébola en África Occidental. Las demás, hasta entonces, habían tenido lugar en la República Democrática del Congo (RDC) y en otros países de la zona. La distancia por carretera entre Monrovia y Kinshasa, la capital de RDC, es de 5.000 kilómetros, más de la que hay entre Berlín y Teherán. Aquello fue tan nuevo para ellos como para nosotros el coronavirus.
Hubo algo fundamental: Liberia pidió ayuda. Aquí lo explica en detalle la entonces ministra de Finanzas, Amarah M. Konneh. “En un contexto político y económico en el que gran parte del público desconfía del Gobierno debido a errores percibidos o reales, el comienzo de una crisis hace que esa ansiedad sea aún más pronunciada. Pretender que teníamos la situación bajo control y que podíamos hacerlo todo solos no habría infundido calma en Liberia. Tuvimos que pedir ayuda”.
***
Volví a Barcelona. En pocos días era mi cumpleaños. Me había quejado —soy así de infantil— de que en los anteriores a nadie se le ocurrió hacerme una fiesta sorpresa. Este año me temía lo peor. Hasta que pasaran 21 días —el periodo máximo de incubación del ébola— no podía considerarme libre del virus. Si en esos días experimentaba cualquier tipo de síntoma, debía avisar a las autoridades sanitarias, lo cual desencadenaría un lío monumental. Era sábado, me encontraba un poco débil y decidí irme pronto a dormir. En la estación de tren me encontré con dos amigos. ¡Sospechoso! Los evité —y alucinaron. Me encerré en casa y me metí en la cama. Tenía alguna décima de fiebre. Al rato, llegaron todos a casa. ¡Felicidades! ¡Fiesta sorpresa! No, por favor, marchaos, no me encuentro del todo bien, les decía. Venga, hombre, cómo vas a tener ébola: y me palmeaban la espalda, sacaban las cervezas, extendían manteles, ocupaban mi casa.
Mi miedo, sin duda exagerado, era también intransmisible. No puedes imaginar algo hasta que es real, hasta que está aquí. La fiesta no se alargó demasiado y mis amigos aún se ríen de aquel día. Desde entonces, me obsesioné por las epidemias, presentes y futuras. ¿Qué pasaría si…? Escribí incluso una novela, no publicada aún, donde uno de los personajes, una doctora congoleña, luchaba contra una epidemia de ébola en su país.
Yo era de los que pensaba que solo una pandemia de un virus letal podía poner de rodillas a Occidente. Me equivoqué. No solo fruto de mi ignorancia científica, sino también antropológica, política, social. Este grupo de investigadores pronosticó que un virus más peligroso que la gripe pero con su misma capacidad de contagio podría desencadenar el caos. Lo llamaban el virus X; ahora ya tiene nombre: covid-19. Para pensar eso había que entender nuestras sociedades y nuestra forma de vida, incardinada en la producción, el viaje, el comercio y el consumo.
¿Quizá ante la propagación de un virus tan letal como el ébola las medidas habrían sido mucho más inmediatas y extremas? No lo sabemos. Pero ya estamos viendo que países africanos con pocos casos de covid-19 han tomado medidas más drásticas y más rápidas que muchos países occidentales.
En 5W hemos publicado una crónica sobre la estrategia china para acabar con el coronavirus. Se ha hablado también mucho del modelo surcoreano, basado en los tests.
No hay quizá ningún modelo a importar en la epidemia de ébola que sufrió Liberia, pero sí importa conocer el dolor que aquello causó y saber qué hizo el país en un momento de emergencia sanitaria: entre otras cosas, pedir ayuda. Confesar que estás indefenso.
Pienso en aquellas semanas de lucha por la vida en Liberia y recuerdo cosas que ahora reconozco. Familias españolas privadas del funeral de sus seres queridos. La impotencia de los últimos momentos, cuando ni siquiera te puedes abrazar. La exclusión de los más débiles: los que no tienen techo, los ilegalizados, los pobres. La fe en los salvadores, antes ignorados por el Estado: el personal sanitario, que sabe que no tiene las herramientas para contener la epidemia, y que aun así lo sigue intentando.
Lo que nunca vi allí, entre otras cosas, es la ansiedad por saber cuándo se va acabar todo esto, cuándo se va a poner la máquina en marcha otra vez. No había horizonte ni proyecto. Había realismo: el de las muertes de cada día, el de los contagios de familiares, el de los hospitales desbordados. Un día más con vida. Presente continuo.
Sierra Leona: no solo es el virus
El ébola y el coronavirus matan a miles. ¿Pero cuántos otros miles, que ni siquiera contrajeron el virus, se ven afectados? Incontables.
“En ambos casos, la gente no va a centros de salud por miedo a resultar infectada. Además, el sistema de salud está sobrepasado y no se puede ocupar de ellos”, dice Kohler.
A finales de 2014, la curva se empezaba a frenar en Liberia y ahora Sierra Leona tomaba el relevo como el país con más casos —lo estamos viendo tantas veces estos días. También me tocó ir.
Si en Liberia había estado retraído y metido en mí mismo, en Sierra Leona mi reacción fue echarle humor y salir de mí mismo. Bromeaba con todo el mundo. Fruto, claro está, otra vez del miedo: aquello de que tomarse las cosas en broma es tomárselas muy en serio.
En un barrio de Freetown, la capital de Sierra Leona, había casas en cuarentena rodeadas por una cinta y puestos de control montados por voluntarios blandiendo un termómetro. Las escuelas estaban cerradas y se habían colocado carteles en las calles pidiendo a la gente que no se tocara. Pero la enfermedad que más preocupaba a los vecinos no era el ébola. Era la malaria, que no se transmite de persona a persona sino a través de la picadura de un mosquito.
“He tenido malaria muchas veces. Continuamente. Me afectaba mucho, iba al hospital con frecuencia”, me dijo una de las vecinas, Isatu Koroma.
Un año antes el país había registrado 1,7 millones de casos de malaria, una de las enfermedades que más mata en el mundo, pese a tener tratamiento. Como el ébola y la malaria tienen síntomas similares (fiebre, fatiga, dolor de cabeza), muchos pacientes con malaria acudían a los centros de tratamiento de ébola con el miedo de haber contraído el virus —y con el riesgo de infectarse. O, incluso, no eran atendidos en sus centros de referencia porque el personal médico temía que tuvieran ébola.
Distribuir antimaláricos era más esencial que nunca: para prevenir la malaria y para evitar que el sistema de salud, ya desbordado, se derrumbara. Pero no todo el mundo lo entendió. En una visita a un suburbio de Freetown —chabolas y ciénagas y multitudes—, un hombre que decía ser exsoldado me dijo que no se pensaba tomar el medicamento antimalárico dos veces al día, tal y como estaba prescrito. “Mi cuerpo no lo aguanta”, me dijo. Su miedo eran los efectos secundarios. “Si te dan un cigarro y te sientes mal, ¿qué es lo que te hace sentir mal? El cigarro”, decía el vecino, haciendo uso de una perversa lógica aplastante.
No es solo el ébola, no es solo el coronavirus: es todo lo que destruyen a su alrededor. Durante aquellos años se criticó que se prestara atención a una enfermedad, el ébola, que no mataba tanto en números absolutos como el sarampión o la malaria, que han sido normalizados. Pero el golpe a la sanidad de Sierra Leona, uno de los países con mayor mortalidad materno-infantil del planeta, fue duro. Y si bien una epidemia no es una guerra, lo que viene después —lo que vino después en Sierra Leona, lo que puede venir aquí después, con las obvias diferencias entre dos países de dispar situación socioeconómica— sí puede asimilarse a una posguerra, a una reconstrucción, que tan a menudo necesita una poderosa inversión pública.
MSF instaló un centro de tratamiento en las afueras de Freetown que contaba con una maternidad. El riesgo de muerte se multiplicaba para las embarazadas. Solo conocí a una, Adama Kargbo, que sobrevivió al ébola, y a la que acompañamos después a casa con sus familiares —con lo que quedaba de su familia, porque su marido y su padre habían muerto.
Los bebés y los niños pequeños también eran especialmente vulnerables.
Hablaba por teléfono en el hospital cuando vi de reojo al personal sanitario, vestido de verde, acercarse a una de las bocas de las tiendas donde descansaban los pacientes confirmados de ébola. Colgué. Se oía a una mujer gritar. Por un momento pensé que estaba pidiendo ayuda, que estaba pasando una crisis nerviosa. En lo segundo no me equivocaba. Una de las enfermeras corrió para ponerse el traje de protección —un proceso tedioso y para el que se necesita ayuda— y entrar en la zona de riesgo.
Su bebé de seis meses acababa de morir. Ella aullaba. La enfermera, ya con el traje, llegó y se llevó al bebé. Mientras, la mujer seguía dando vueltas, llevándose las manos a la cabeza, gritando: “¿Por qué Dios no me llevó a mí en vez de a él?”. Tiraba piedras. No se dejaba consolar.
La madre había infectado al bebé dándole de mamar. Ella se había ido recuperando poco a poco, y de hecho ya había dado negativo en el test de ébola. Pero el bebé acabó muriendo. Los gritos nacían de un sentimiento de culpabilidad.
La epidemia era una montaña rusa: un día de alegría, de alegría no, de medias sonrisas, de medias alegrías porque la felicidad nunca es completa, porque siempre había muertos; y muchos otros días, demasiados, de muerte y duelo.
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Los mayores son población de riesgo en el caso de la covid-19. Los testimonios desconsolados de familiares en España se suceden uno tras otro, y se ha destapado la desprotección que sufre este colectivo. Que sufría, también: la pandemia desnuda todas las contradicciones de una sociedad. Todas las heridas quedan al aire libre.
Quienes no contraen el virus también sufren la pandemia. Pacientes oncológicos, personas con enfermedades crónicas: si el sistema sanitario está colapsado, no puede atenderlos. El daño es incalculable.
“El ébola y el coronavirus presentan el mismo reto: tienes que asegurarte de que la gente que no está contagiada recibe atención médica”, dice Kohler. Aunque las últimas investigaciones —matiza— dicen que la covid-19 también se puede contagiar sin síntomas, algo que no sucedía con el ébola. Y eso lo complica todo.
Hay quien cree que el coronavirus u otras epidemias son una forma de limpiar el planeta. Es la ley eugenésica, tan nazi, tan ecofascista. Ninguna sociedad democrática —mejor: ninguna sociedad— puede adoptar ese discurso o sugerir que el coste de salir de la crisis es la muerte de los más débiles. Es la idea de que no hay recursos para todos, de que estaremos mejor si somos menos.
Uganda: la relación entre Gobiernos y ciudadanía
“Tanto en el caso del ébola como en el del coronavirus, la confianza entre las autoridades y la gente es fundamental”, dice Kohler.
La primera epidemia de ébola en la que estuve no fue la de África Occidental, sino la de Uganda en 2012. En aquel brote se registraron 24 casos y hubo 17 muertos. Quizá poca gente lo recuerde: a Occidente tan solo llegaron algunas noticias de marchamo exótico de un virus letal que no parecía fuera de control.
Se actuó rápido y bien.
Yo no había oído hablar nunca del ébola o de primos hermanos como la fiebre hemorrágica de Marburgo, pero la gente de MSF conocía estos virus. Para mi tranquilidad, en el avión iba con la doctora Olimpia de la Rosa, amiga y extraordinaria profesional que durante el viaje me hizo un máster sobre el virus y sobre qué debía hacer para protegerme. Que en resumen era: no toques nada, no toques a nadie, lávate las manos, cloro en las botas, cloro en todos lados. Cloro, cloro, cloro.
El presidente de Uganda era Yoweri Museveni. Sigue siéndolo. Lo es desde 1986: en todo este tiempo, ha eliminado a enemigos políticos y se ha perpetuado en el poder violentando las leyes. Durante la epidemia de ébola, que en un principio generó nerviosismo en su Gobierno —no por las muertes, sino por las previsibles consecuencias políticas—, se presentó como el garante de la salud pública. Quería aparecer como el salvador.
En uno de sus discursos, Museveni pidió a la ciudadanía que no se diera la mano y que evitara la “promiscuidad”, dado que el ébola también se transmite —obviamente— por vía sexual. Famoso por sus leyes contra el colectivo homosexual y por frases como “la boca es para comer, no para el sexo oral”, el presidente no desaprovechó la oportunidad para deslizar sus mensajes de siempre.
Fue difícil convencer a mucha gente de la verdad científica y de la necesidad de protegerse. Había quien atribuía la enfermedad a espíritus malignos. O a los equipos humanitarios que venían a contener la epidemia. Algo similar ocurrió en la última epidemia de ébola activa, cuyo fin está cerca de declararse, en el este de la RDC. Y muchas otras veces en el pasado, como en el brote de Marburgo en Angola de 2005. Ataques armados contra centros médicos. Lanzamiento de piedras. Negación de la realidad. No hacían falta grupos de WhatsApp para ello: los bulos corrían igual.
La de Uganda me pareció una epidemia con gran capacidad destructiva, aunque solo hubo 24 contagiados. Si fueran miles, ¿qué podría pasar?
Volví a casa eufórico. Porque la epidemia se estaba conteniendo y porque por fin me deshacía de una tensión que era nueva para mí. Nunca me había sentido así. Sin tocar a nadie. Con miedo a que cualquier movimiento en falso supusiera una infección. Sabiéndome un cobarde. Satisfecho de ser un cobarde: de que mi meticulosidad y paranoia me pusieran fuera de peligro.
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Marzo de 2020. Estoy confinado en Barcelona. Casi no salgo de casa. Cuando lo hago, compruebo con horror que hay gente —poca gente, pero siempre es la que llama más la atención— que no se toma en serio la pandemia de coronavirus. Todos los detalles son importantes. Hay que minimizar riesgos, cerrar rendijas, echar el cerrojo. Estoy en modo ébola. No sé si es exagerado —el ébola es cara o cruz—, pero no sé cuál debería ser el modo coronavirus o el modo cualquier-otra-epidemia.
Tampoco sé lo que es el modo coronavirus para un Gobierno.
Toda epidemia explora una rendija: la confianza entre la ciudadanía y el Estado. Esa rendija que los propios gobernantes, con su acción política, han convertido durante los últimos años en una brecha. Esa rendija, también, que los populismos han explotado para convertirla en un precipicio. La pandemia ha ahondado en este problema tan contemporáneo. La pandemia se propaga en poblaciones bajo regímenes autoritarios, en democracias con la confianza popular socavada, en zonas controladas por grupos armados. Para contenerla son imprescindibles las instrucciones sanitarias adecuadas. Y su cumplimiento. ¿Pero qué pasa cuando no hay libertad de expresión y doctores en China son silenciados al intentar dar la voz de alarma, por mucho que la reacción posterior haya sido robusta? ¿Qué pasa cuando la gente desoye a sus Gobiernos y cree saber más que los expertos, como en algunos países occidentales?
(Dice Timothy Garton Ash, a colación de esta crisis, que “las democracias reaccionan más tarde pero mejor”. No lo sabemos).
Una pandemia nueva como esta puede poner en jaque a cualquier país del mundo. Nadie está preparado, porque nadie puede estar preparado para una cosa que aún no conoce o que solo ahora se empieza a conocer. Lo terrible no es la desorientación de los Gobiernos, sino la falta de cooperación internacional. La falta de políticas multilaterales, de voluntad de colaboración, de reuniones y decisiones al más alto nivel. Lo terrible es el aislacionismo, la doctrina del sálvese quien pueda, la negación de que todos somos una misma piel. Lo terrible es que los spindoctors piensen cómo se puede sacar rédito político de una situación como esta. Lo terrible es que la economía esté por encima de la vida.
Coincidí en Liberia con el ahora presidente de MSF, David Noguera. A él siempre le gustaba decir, cuando volvía a Barcelona de una crisis humanitaria en África, que regresaba “a Matrix”. Entiendo que se refería a esta realidad paralela: la del ocio, la de la supuesta abundancia, la de eso que llaman bienestar —quien lo pueda disfrutar. Me molesta pensar que lo real sea el dolor humano. ¿Solo es real la guerra, la hambruna, la enfermedad? Hace unos días el filósofo Santiago Alba Rico escribió que “esta sensación de irrealidad se debe al hecho de que por primera vez nos está ocurriendo algo real”. A mi alrededor, mucha gente habla de “surrealismo”. Estoy radicalmente en contra del uso y abuso de esa palabra. Pero quizá ahora tiene algún sentido. Me parece que lo que estamos viviendo no tiene que ver tanto con la vulnerabilidad de los sistemas y los Estados —aunque también—, con el miedo o con la conciencia de fragilidad —aunque también—, sino con la confusión casi onírica que causa la vida cuando, enterrada por lo superfluo, emerge y se pone en el centro.