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En Paradiso, José Lezama Lima dejó escrito que la grandeza del hombre consiste en que puede asimilar lo que le es desconocido. “Asimilar, en la profundidad, es dar respuesta”, sostenía. Cuesta creerlo, pero pese a su importancia, su influencia, sus poderes, su omnipresencia en determinados campos, los europeos todavía no hemos asimilado bien la Unión Europea. Hablamos de ella, escribimos sobre ella, los Gobiernos dedican cada vez más recursos y tiempo a la UE, pero, irónicamente, sigue siendo una gran desconocida. La sentimos, la tocamos, la vivimos, pero no la comprendemos ni asimilamos. De ahí los malentendidos, las frustraciones, la impotencia, las expectativas imposibles, las pasiones bipolares, que oscilan desde el entusiasmo más profundo a la displicencia, pasando, a menudo, por el cinismo.
Este último año, en el que el mundo se ha visto golpeado por la emergencia sanitaria causada por la covid-19 ha sido uno de los más intensos en la historia de la UE. Una montaña rusa, con caídas profundas y subidas vertiginosas. Con comportamientos infantiles, pero también avances impensables poco antes. Un gigante de pies de barro que sin embargo logró reaccionar y movilizar más que nunca antes y más rápido de lo que nadie hubiera podido soñar en crisis anteriores.
Comenzó mal, fatal, con una falta de reflejos inexplicable e indigna de un actor tan experimentado, con una nula empatía, sin cintura política ni visión. Mientras el nuevo coronavirus iba llegando, esparciéndose, machacando Italia, los líderes de los Veintisiete, las instituciones, tenían los ojos en cualquier otro lugar. El primer gran error fue que no comprendieron la dimensión de la amenaza. El segundo, la indiferencia cuando sus vecinos y luego sus socios se vieron golpeados por el virus. El tercero, el egoísmo impulsado por el miedo. Cerraron la puerta, negaron la mano, prohibieron incluso las exportaciones de material sanitario a quienes estaban superados. El cuarto, la insoportable levedad política. Hubiera bastado un avión con dos médicos de cada país aterrizando en Roma con mascarillas, ventiladores y ganas de ayudar. Hubieran bastado dos gestos de las veintisiete capitales, mensajes de solidaridad potentes, apenas unos gestos simbólicos; pero la UE, replegada y bloqueada, dejó que Moscú y Pekín se impusieran en la batalla del relato, y paga todavía las consecuencias.
Pero la noche es más oscura antes del amanecer. En cuestión de unas pocas semanas todo dio un giro espectacular. Bruselas plantó cara y forzó a París o Berlín a retirar sus prohibiciones de exportaciones a sus vecinos. Peleó para intentar (en vano) coordinar y armonizar los controles fronterizos. Empezó las compras conjuntas y masivas de mascarillas, gel y material para las UCI. En abril de 2020, unas pocas semanas desde el inicio de la crisis, los ministros de Finanzas pusieron en pie una triple red de ayudas, con más de medio billón de euros en créditos muy baratos, para apoyar a las empresas a través de los institutos de crédito nacionales, para ayudar a sufragar los ERTE y medidas similares de empleo e, incluso, para financiar los gastos sanitarios.
En pocas semanas más, en julio de 2020, los Veintisiete dieron luz verde al Presupuesto para el periodo 2021-2027 (la UE es demasiado grande y compleja como para negociar un Presupuesto anual, pues los trámites llevan hasta tres años en el mejor de los casos) y a un Fondo de Recuperación con casi 800.000 millones de euros en deuda emitida conjuntamente con la que permitir a los socios pagar la recuperación.
Por la prisa, por el cinismo, por la rabia, por el pesar del confinamiento, a veces es tentador desdeñar lo logrado y difícil contextualizar lo puesto en marcha, pero no hay precedentes en la historia de la UE de algo así. Los europeos, federalistas sin saberlo, esperan muchas veces que la UE reaccione, actúe y responda como un país, que lo arregle todo, que ponga orden. Pero eso no pasa, no puede pasar. No dispone de los mismos poderes, los mismos mecanismos, los mismos mandatos. Nadie, ningún líder institucional, tiene esa capacidad de decisión. En la UE todo (todo lo importante) se hace por consenso y, a menudo, unanimidad. Para lo bueno y lo malo. Se busca así que todo el mundo se sienta cómodo, representado, tenido en cuenta. Las competencias cedidas y compartidas son demasiado grandes para intentar algo que vaya contra el corazón de un país, como se ha visto, desde 2015, en el caso de la gestión de refugiados y el asilo. Forzar la mano en temas de enorme sensibilidad y peso electoral es un suicidio.
En momentos de crisis y urgencia es frustrante, decepcionante. En momentos que apelan a lo más primario, empezando por la supervivencia y las libertades básicas, los europeos quieren respuestas, no debates teóricos sobre los límites de los Tratados. Pero la única forma de canalizar la frustración y calibrar lo que ocurre es entender en qué mundo europeo vivimos y sus límites.
La apuesta por el bloque
En julio de 2020 los europeos asistieron a algo histórico (con muchas incógnitas, pero sin precedentes): el pacto para crear un fondo con emisión conjunta de deuda y con transferencias directas. Esto es, con dinero que la Comisión Europea buscará en los mercados y distribuirá entre las veintisiete capitales sin exigir que sea devuelto. Se piden reformas, cambios para potenciar una transformación, pero ese dinero no se sumará a la deuda o al déficit nacional, algo que en 2008 y 2012, durante la crisis financiera y la de deuda en Europa, muchísimos rogaban y jamás consiguieron.
Casi simultáneamente, la UE hizo otra apuesta sin precedentes: consensuar la compra centralizada de vacunas y dejar en manos de la Comisión Europea y de un grupo con representantes de todos los Estados la negociación de los contratos. Las capitales estuvieron presentes en todo el proceso. No fue una decisión de Bruselas, una estrategia supranacional, sino un mandato muy cerrado de los Veintisiete. Los Gobiernos estuvieron encima, aprobaron cada paso, soltaron la correa sólo cuando estuvieron cómodos y todo, absolutamente todo, se hizo por consenso y unanimidad. Y se hizo. Alemania o Francia, que probablemente se hubieran podido defender mejor por sí mismas, logrando decenas de millones de dosis en solitario, aceptaron ir en bloque, aunque eso supusiera ir más despacio. La importancia de esa apuesta no puede ser desdeñada, y vemos cada día las consecuencias. Alemania tiene elecciones en septiembre de este año y el partido de la canciller Angela Merkel llega más tocado que nunca. Y Francia las tendrá en 2022, con una presión extraordinaria.
Dice el vicepresidente de la Comisión Europea, Margaritis Schinas, veteranísimo de Bruselas, ex eurodiputado y ex portavoz jefe de Jean-Claude Juncker, que dentro de unos meses o años, con algo de perspectiva, entenderemos la importancia histórica del momento. Cree que 2020 será recordado como el momento CECA —aquel germen de la UE basado en la libre circulación del carbón y el acero— de nuestra era y que el Fondo de Recuperación y la estrategia de vacunación quedarán para siempre en el acervo comunitario. La deuda como el “momento Hamiltoniano”, en referencia a cuando Alexander Hamilton, secretario del Tesoro de los entonces incipientes Estados Unidos, logró convencer a las colonias para crear un instrumento “federal” mutualizando la deuda de la guerra. Las vacunas, como el nuevo acero y carbón, son el pilar sobre el que sostener una “Unión cada vez más cercana”.
Evitar el desastre
Para comprender lo que ha ocurrido y sigue ocurriendo con las vacunas en Europa es necesario entender lo que pasó en los meses previos, pero también la esencia misma de la Unión. La UE no es ni puede ser como un país. No es ni puede ser (solo) una idea. No es un proyecto, porque su legitimidad no se deriva ni se puede derivar de una promesa utópica de futuro. No es, simplemente, una unión de veintisiete partes. Tampoco es un milagro, un redentor, un ente supranacional todopoderoso.
Los europeos —y los Estados— proyectamos en Bruselas constantemente. Nuestros sueños y esperanzas, pero también nuestros traumas y temores. Nuestros anhelos de futuro, pero también los dramas del pasado. Lo vemos, a menudo, como algo externo, como un ente que pone y dispone, como un órgano supranacional que impone y vigila. Lo usamos (algunos socios más que otros) como un árbitro, como un servicio de Policía que pone límites a las ambiciones y desmesuras de gobernantes. La utilizamos como arma arrojadiza, como arpón, para defender o atacar nuestras ideas, políticas y decisiones. Y luego, inevitablemente, decepciona.
La UE decepciona por su lentitud, por su burocracia, por su falta de ambición. Aplaudimos, como norma general, el consenso, pero nos irrita cuando implica semanas de negociación. Aplaudimos, como norma, el compromiso, pero nos carga de impotencia que el resultado sean a menudo “soluciones subóptimas”. Nos aferramos a Bruselas como garante de contratos, vigilante de cuentas públicas, preceptora del Estado de Derecho, pero nos saca de quicio que esa actitud puntillosa, legalista, implique ir más despacio o menos lejos que los Gobiernos que se lanzan (y pueden lanzarse) sin los mismos paracaídas.
Hablamos con orgullo de una Europa de valores, solidaria, generosa, escrupulosa con la ley y los contratos. Europa es y sólo puede ser así, porque de ninguna otra manera lograría mantener la cohesión. El pegamento que mantiene unido el continente son los Tratados, los reglamentos, las reuniones infinitas de embajadores y sherpas, los técnicos. Un proceso infinito, en la gestión vertical u horizontal. Es desesperante, es paródico, pero es, también, inevitable. Si algo ha enseñado el último lustro, o la última década, es que la politización de Europa es probablemente inevitable, pero también peligrosísima. La UE que conocemos es el resultado de décadas de avances discretos, a puerta cerrada, con —literalmente— millones de pequeñas decisiones de las que nadie ha oído hablar. Traer luz y taquígrafos es necesario, es probablemente inevitable, pero tiene consecuencias.
Europa es tan importante como desconocida. Es vital en nuestro aparato legal, económico y político. Todo, absolutamente todo, pasa por aquí en algún momento. Cada decisión política y pública. Pero desconocemos el funcionamiento, los mecanismos, las normas, el lenguaje. La vacunación es el mejor ejemplo posible. La UE no tiene competencias en materia de Salud, como no las tiene en fronteras o transportes. Bruselas no puede decirle a ningún Gobierno cómo hacer las cosas, no puede impedir que se tomen decisiones. Puede coordinar, asesorar, sugerir. Proporciona asistencia técnica, legal. Pero la última palabra es de los Gobiernos. Y sin embargo, constantemente se habla del fracaso de la estrategia europea de vacunación.
Ese europeísmo naif, muy español, tiene bases débiles. Y en cuanto percibe que algo va mal se echa las manos a la cabeza. Cree que todo es blanco o negro, sin matices. O éxito o fracaso. O sale bien o se hunde. Y con la vacunas tiene la sensación de que el fracaso es absoluto. En un mundo de hipérboles y gráficos descontextualizados en tuits virales, el pacto, las reglas y los procedimientos suenan a derrota.
La UE optó en 2020 por centralizar las vacunas por dos razones principales. La primera, porque pensó que era el mejor sistema posible. La fuerza de 450 millones de personas será siempre superior a la de veintisiete pequeños actores en una carrera global. A la hora de negociar, de presionar, de rebajar precios, de pactar calendarios. No hubo nadie, absolutamente nadie, que objetara en público. Empezando por la canciller Merkel, que lleva años repitiendo que un país como el suyo, Alemania, por fuerte que parezca, tiene poco que ganar en solitario en un mundo con superpotencias como EEUU o China y gigantes como Rusia o la India.
Pero la segunda razón, casi más importante si cabe, es la de la esencia misma de la UE: evitar el desastre. Lo que es hoy la Unión nace de la necesidad de superar siglos de odios y batallas, tras dos Guerras Mundiales y decenas de millones de muertos. Y ese, su gran mérito, la legitimidad perpetua, es un éxito indiscutible. Tras seis años de luchas por la llegada de refugiados, con crisis económica, auge del populismo y el euroescepticismo, tras la ruptura del Brexit, las amenazas terroristas y geopolíticas, todos tenían muy claro que una batalla de todos contra todos por las vacunas rompería un continente herido. El error de marzo de 2020 y la falta de solidaridad, el pánico como motor de decisiones, estaba presente, y no había dudas de que algo parecido con las vacunas sería peor. Ningún maltés, eslovaco, luxemburgués o letón podría competir con franceses, alemanes o italianos a la hora de conseguir vacunas. Las envidias, los rencores, serían destructivos. Y por eso se optó por ir de la mano, conociendo las ventajas, pero también los riesgos.
Cuando no somos los primeros
Los últimos cuatro meses han estado llenos de sobresaltos, y la percepción en una parte importante de la ciudadanía es que ha salido mal. Que EEUU o el Reino Unido o Israel lo han hecho mejor. Que somos un desastre, que la UE no funciona, que todo va lento, que no sabemos gestionar, que no nos toman en serio. Porque si no somos los primeros, los mejores, somos los peores, los últimos.
No faltan razones para la crítica. Hay otros que lo están haciendo indudablemente más rápido, más eficientemente, mejor. Pero el contexto es esencial. Estados Unidos y el Reino Unido presentan mejores ratios de vacunación que la UE, es indiscutible. Se ha hablado de que negociaron mejor, que pagaron más, que sus sistemas de salud han sido más eficaces. La razón principal, sin embargo, es que la UE ha permitido desde el primer día que las vacunas producidas en su territorio se distribuyeran por todo el mundo, y Washington y Londres no. Unos por ley —a través de una ordenanza invocada por Trump y no tocada por Biden— y otros por contrato y presión.
Desde el 1 enero de 2021 han salido decenas y decenas de millones de vacunas de las fábricas de la UE. El Reino Unido se ha vacunado, en buena medida, con las dosis con sello comunitario. Canadá y México están recibiendo vacunas de Pfizer de las plantas europeas, no de las estadounidenses. Si la UE hubiera jugado con las mismas reglas y cerrado las fronteras de golpe sus números serían iguales o mejores, pero no lo hizo. Quizás pecó de inocente, quizás infravaloró las consecuencias, quizás sobrevaloró la capacidad de producción y las promesas de las farmacéuticas o quizás le concede más importancia a las reglas, los valores y los contratos que otros. Probablemente, todo lo anterior.
Pero hay que tener en cuenta que la UE funciona por consenso. La vacuna centralizada se pactó porque los Veintisiete estaban de acuerdo. El mecanismo de control de exportación puesto en marcha hace unos meses, para evitar que AstraZeneca siguiera sacando del continente millones de dosis mientras incumplía sus contratos, fue también aprobado por consenso. Pero no hay unanimidad en Europa para hacer lo que han hecho otros. Hay países (Suecia, Bélgica, Países Bajos) que no están cómodos limitando las exportaciones y no quieren que se bloqueen de forma sistemática. Por sus creencias en el libre comercio, por miedo a un enfrentamiento y a las consecuencias si otros bloques además de vacunas impiden exportar componentes. Por intereses empresariales. Hay diversos motivos, pero sin unanimidad en estas ideas no puede haber posición única, firme. Es la grandeza y la miseria de la UE.
Europa y la Sputnik
Lo mismo ocurre con la vacuna rusa. En las últimas semanas ha habido mucho ruido al respecto, con noticias sobre el interés—real o no— de diferentes comunidades autónomas españolas o Länder alemanes o regiones italianas. Con el interés del Gobierno germano por adquirirla, incluso en solitario, si recibe autorización de la Agencia Europea de Medicamentos (EMA). El desconocimiento de los elementos más básicos de la UE hace que cualquier petardo parezca una bomba. El clima de tensión y angustia, y esa sensación permanente de que todo está al borde de la ruptura, magnifica las intenciones, retuerce las posibilidades y consecuencias. Son lecturas en clave europea de peleas en clave nacional.
La UE tiene una estrategia única y coordinada de vacunación, y está funcionando. Debería haber sido mejor, se esperaban resultados mucho más veloces, pero no ha descarrilado y el bloque sigue firme. El objetivo es lograr que el 70% de la población adulta esté vacunada en verano; los comisarios están poniendo sus ojos incluso en mediados de julio. Es posible, pero no seguro. AstraZeneca falló y sus entregas (30 millones en el primer trimestre frente a los 100 millones inicialmente previstos, y 70 en el segundo si todo va bien, frente a los 160 millones pactados) son una incógnita. Y Johnson & Johnson, la única vacuna monodosis, está en vilo, pues la empresa congeló las entregas por una decisión del regulador estadounidense tras encontrar ocho casos de trombos en siete millones de vacunados. Si las empresas no respondieran, si hubiera un accidente, si se bloqueara una fábrica, es posible que la UE no logre el objetivo. Pero lo mismo les ocurre a todos los demás.
La estrategia, sin embargo, se mantiene. Hungría, que desde hace un año pone palos en todas las ruedas de la UE, decidió romper la unidad y optó por comprar vacunas rusas, tras una autorización de emergencia de su regulador sanitario nacional (algo legal en la UE en circunstancias como las actuales). Pero se ha quedado sola. Eslovaquia quiso seguir sus pasos y el desastre fue mayúsculo, con un Gobierno dimitido y un millón de dosis que serán devueltas tras no haber garantías de qué producto les había sido entregado. En República Checa, el enésimo ministro de Sanidad dimitió tras negarse a apostar por una vacuna que es una incógnita todavía.
Pero no ha pasado nada más. No hay división, guerra civil. Hay disputas, tensiones, problemas, como lo hay siempre en todo. Merkel, el pilar más sólido de la Unión, no ha puesto en peligro nada ni ha roto filas. Su Gobierno se inclina por comprar la vacuna rusa (pero sólo si recibe la autorización de la EMA) porque la situación política y social es muy delicada, porque hay elecciones en septiembre, porque las encuestas para su formación, la CDU-CSU, pintan mal, porque hay dudas enormes sobre el sucesor escogido (y cuestionado salvajemente hasta esta misma semana), porque tiene que mejorar como sea los números estas semanas, porque su dependencia energética de Rusia la hace más sensible. Hay infinitas razones, pero comprar Sputnik no es ni traición ni ruptura. No debería ser leído así.
La Comisión centralizó la compra de vacunas porque los Veintisiete llegaron a un acuerdo, y la Comisión no planea de momento firmar un contrato con Sputnik porque no lo hay, como no lo hay sobre el ‘pasaporte de vacunación’ y su uso. Los bálticos y Polonia no quieren nada con Putin. Creen que la oferta difusa rusa es una trampa, una estrategia de desinformación y división, y no quiere arriesgar nada, porque, sostienen, ya hay suficientes vacunas encargadas. Un contrato con Sputnik no resolvería nada, a corto plazo por lo menos.
La Comisión, en la misma línea, no ve ninguna posibilidad ahora mismo. Para poder firmar un contrato así hacen falta dos criterios: la aprobación de la EMA y que haya garantías reales de producción, y ninguno de los dos se cumple. Moscú no ha pedido la autorización de la Agencia del Medicamento, y en Bruselas creen que es porque no tiene mucho interés. Vladimir Putin gana más simplemente alimentando discordias, sembrando dudas, provocando malestar. Pero es que, además, la Comisión no cree que Sputnik pudiera proporcionar dosis masivas. La vacunación rusa no va a un ritmo mejor que la de la UE, los rusos desconfían seriamente de esa vacuna y no habría forma, además, de vigilar la producción, porque no hay instalaciones suficientes y propias en territorio comunitario. Tras el desastre de AstraZeneca, los Veintisiete difícilmente querrán comprometer parte de su estrategia en un producto con tantas incógnitas. Otra cosa es que algún país concreto, por las razones enumeradas, crea que el riesgo y el coste merecen la pena si se logran mejorar los datos provisionales en los próximos meses.
La estrategia de vacunación ha sido una apuesta y en buena parte, a ciegas. Para todos. Y el único balance creíble es el que se hará a posteriori, no a mitad de proceso. La Comisión Europea, los Veintisiete, firmaron contratos con Moderna, AstraZeneca, Pfizer/BioNTech o Johnson&Johnson sin saber qué pasaría, qué tipo de tecnología sería mejor, quiénes llegarían antes, quiénes responderían mejor a las demandas. Eso explica también parte de las tensiones posteriores.
El inicio de abril de 2021 fue muy delicado en la UE porque un grupo de países, con Austria y Eslovenia a la cabeza, se pusieron en pie de guerra, denunciando absurdas conspiraciones y discriminaciones inexistentes. El canciller austríaco Sebastian Kurz, mal informado, mal aconsejado o con una agenda deliberadamente populista, lideró una revolución que los demás no lograban entender. Cuando la Comisión firmó los contratos con las farmacéuticas propuso que el reparto a los Veintisiete se hiciera escrupulosamente en función de la población. Una ratio objetiva, clara, indiscutible. Pero los Gobiernos no quisieron. Al ir a ciegas, apostaron. Había vacunas más baratas, más caras, producidas más cerca. Había diferentes tecnologías. Por no hablar de requisitos técnicos (como la temperatura, la conservación y el transporte) que hacían algunas más tentadoras en función de la democracia, la orografía, la insularidad de los países.
Austria y los demás apostaron por AstraZeneca al inicio y se encontraron con un problema muy serio. Con su abastecimiento amenazado, en vez de pedir un favor o rogar por solidaridad, se enrocaron y amenazaron con bloquear cualquier iniciativa si los demás no cedían parte de sus stocks para compensar a los que iban por detrás, aunque fuera por sus propios errores. Los Veintisiete estaban de acuerdo con la idea, con ayudar a los que tuvieron peor visión o peor suerte, pero no a Austria, que por números, precisamente, no iba peor que la mayoría sino todo lo contrario. Pero todo se resolvió, como siempre, sin sangre. Acordando más reuniones, más negociaciones, más cesiones.
La batalla a largo plazo
Europa es compromiso, es cesión, es derrotas parciales para victorias acumuladas. Pero no basta. La autocrítica brilla por su ausencia. Las instituciones europeas y sus dirigentes (que no han estado a la altura en liderazgo, comunicación y firmeza) se amparan en la estructura, las limitaciones legales, pero no basta. No hay cintura política, no hay sensibilidad, no hay una estrategia de comunicación efectiva. Y cuando hay pifias —en ruedas de prensa en Moscú, en encerronas en Ankara—, no saben actuar.
La presidenta de la Comisión Europea, Ursula Von der Leyen, rodeada de un pequeño grupo de colaboradores que lo decide todo (la mayoría, alemanes como ella), respondió tarde y mal. Obsesionada con la coyuntura política en su país, respondía sólo a la opinión pública germana, siempre a la defensiva, a remolque. Pensando que admitir errores, que explicar equivocaciones, era reconocer un fracaso, una enmienda a la totalidad.
La estrategia europea en sí ha tenido errores. Muchos. La negociación con las empresas ha sido mucho menos transparente de lo que debería. Siguiendo los procedimientos habituales, los contratos estándar, las prácticas de la mayoría de los países. Pero no estamos en tiempos habituales. Se generó, durante meses, una duda profunda sobre los calendarios de entregas. No están claros los precios, ni si fueron una de las posibles razones para que otros países hayan recibido entregas antes. Tampoco se explica a los ciudadanos muy pedagógicamente lo que pasa. Siempre a medio gas.
La Comisión, órgano regulador por excelencia de una superpotencia reguladora mundial, se centró en los contratos y descuidó la presión: la política, la diplomática, la administrativa en la fase de la producción (si bien eso se remedió y el ritmo ahora es extraordinario). La Comisión se fió demasiado de las empresas y no tuvo la capacidad de movimiento de Washington o Londres. Ni para pedir ayuda, si era necesaria, para ejercer el mismo lobby que sus competidores. Por las buenas o por las malas. Europa, quizás también, se equivocó al permitir que el mundo dependa de la farmacéutica estadounidense Pfizer, cuando la tecnología de BioNTech —su socia para el desarrollo de la vacuna—, la que está dando mejores resultados, tenía pasaporte europeo. Aunque nunca sabremos si, con otra compañía, esa alianza hubiera podido ofrecer los mismos resultados globales.
Agobiados por la presión, los Gobiernos nacionales y regionales replican lo que se ha visto durante décadas: nacionalización de éxitos y europeización de los fracasos. Apelan a la ciencia, pero ignoran sistemáticamente las recomendaciones de los expertos sanitarios cuando dicen que las vacunas más cuestionadas son perfectamente seguras, deben ser usadas y no hay grupos de riesgo identificados.
Es siempre fácil, cómodo y a menudo productivo, culpar a Bruselas, a los burócratas. Y la Comisión, altamente sensible a la crítica, duda. La estrategia no es a corto plazo, pero la urgencia sí. La UE está pensando en 2022 y 2023. Está negociando con Pfizer, apostando por las vacunas mRNA, la compra de 1.800 millones de dosis para el futuro, preparándose por si estamos ante una nueva realidad.
La batalla no es a tres meses, no es para este verano; es para recuperar nuestras vidas para siempre. También es una apuesta. Si el virus desaparece, la inversión, las compras, la movilización de recursos para producir masivamente a perpetuidad podrá ser considerada un despilfarro y un error. Si, por el contrario, la situación exige una vacunación anual permanente, la apuesta quizás se perciba como inteligente en un lustro. De forma inexplicable, de esto apenas se habla. Como, de forma inexplicable, los dirigentes europeos no llevan meses explicando a sus ciudadanos día tras día, una vez detrás de otra, por qué en otros lugares la vacunación va más rápido y cuál el precio a pagar para lograr lo mismo.
Fernand Braudel, maestro de historiadores, sostenía que la historia puede dividirse en tres categorías: lo que se mueve rápidamente, lo que se mueve lentamente, y lo que parece no moverse en absoluto. Mal asunto cuando, analizando la política europea, cuesta distinguirlas y sus protagonistas se desvanecen entre ellas.