Labios de Instagram

En la última década, la media de edad de las personas que se someten a un tratamiento estético por primera vez en España ha caído de los 35 a los 20 años. La tendencia es global y parece imparable.

Labios de Instagram
Anna Surinyach

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Sin el estímulo de las redes sociales, Jennifer —ojos verdes, uñas de gel, nariz pequeña y cejas finamente perfiladas— no habría sentido la necesidad imperiosa de rellenarse los labios. Antes de que, sin haber cumplido los 21 años, el ácido hialurónico penetrara en la piel rosada de su boca y comenzara a hincharla de a poco, sus labios lucían perfectamente naturales. En ellos no podía intuirse ninguna imperfección, no al menos el tipo de tara que cualquier veinteañera de la era digital pudiera considerar como un desperfecto que tuviera que ser subsanado. “Comencé a notarlos cada vez más pequeños”, dice. Sus labios son el epítome de toda una generación.

Los labios de Juliet, en cambio, eran como dos ligeras rasgaduras que separaban la nariz del mentón. La única manera de hacerlos parecer más grandes era pintándoselos. 

Un día de principios de abril acudieron juntas a una de las muchas clínicas privadas que ocupan hoy el centro de Barcelona y decidieron lo que tantas. Allí conocieron brevemente al doctor que les concedería el deseo de unos labios prominentes. Les explicó en qué consistiría la intervención, les entregó un folleto donde se detallaban las posibles complicaciones y remató la charla con la promesa de unos labios perfectos. Unos días y 250 euros —cada una— después, los labios de una y otra se parecían tanto. Cuántas veces los habían visto reflejados en otras caras, y ahora eran suyos: habían ganado vida y frescura, rezumaban exuberancia, lucían embriagadoramente tiernos. 

Labios de catálogo, labios de Instagram, labios replicantes. Los labios de Jennifer y Juliet son los mismos que brillan en los rostros de las modelos cuyas fotografías publicitarias lucen en este centro comercial de Barcelona en el que ambas trabajan como dependientas. Las dos tienen 21 años. Si terminan de cursar sus estudios, en un futuro Jennifer será psicóloga; Juliet se convertirá en educadora infantil. Como muchos otros universitarios, compaginan sus estudios con los típicos empleos de estudiantes que sustentan los placeres de la juventud: las noches de fiesta, las escapadas de fin de semana, el más nuevo y mejor móvil del mercado, la compra casi obsesiva de ropa y, desde hace algún tiempo, el retoque de alguna sección de sus cuerpos. “Prácticamente todas nuestras compañeras se han operado los labios”, dice Jennifer. Y va más allá. “La mitad de nuestras amigas se ha hecho algún retoque, quizá incluso sean más”. Al menos la mitad de un grupo —asegura— heterogéneo, con pensamientos y ambiciones muy diferentes, pero que comparte el mismo apetito voraz por plasmar en sus carnes la belleza más absoluta. 

Hasta la última década, la industria estética estaba tradicionalmente relegada al servicio de una élite de mujeres en su edad madura que querían burlar el tiempo a base de pinchazos para conseguir tersar su piel, eliminar arrugas y realzar partes del cuerpo que, con tanta insistencia, la edad y la gravedad se habían empeñado en empujar hacia el suelo. Pero, gracias al desarrollo de la ciencia, la invención de nuevos métodos, el boom de las clínicas low cost y una cultura que cada vez invierte más tiempo, recursos y esfuerzos en moldear cuerpos de revista, ahora los milagros de la medicina estética están al alcance de cualquiera. En la última década la media de edad de las personas que se someten a un tratamiento estético por primera vez en España ha caído de los 35 años a los 20. La tendencia es global y parece imparable. Sin ir más lejos, la hermana de Juliet, de 15 años, en alguna ocasión le ha dejado caer que cuando cumpla los 18 tiene pensado quitarse las ojeras, justo como hizo hace unos meses una de sus influencers favoritas. “Creo que alguien de su edad —o de la mía— debería disfrutar de su cuerpo, pero yo no puedo decirle que no lo haga, sería hipócrita”, dice Juliet. Aunque cada vez hay más hombres que quieren operarse, ellas siguen siendo mayoría: un 71,8%, según la Sociedad Española de Medicina Estética (SEME).

Pasar por las manos de algún doctor para afilarse la nariz, aumentar los labios o elevar los pómulos se ha convertido en algo casi tan cotidiano como hacerse un tatuaje o un piercing. Además, en todas estas operaciones se repite un mismo patrón: el temor inicial que cualquiera siente al someterse por primera vez a una intervención que consiste en rajar la piel, y la sensación adictiva que se aloja en quienes lo han probado una vez y desde entonces necesitan repetir.

En unos meses, el efecto del ácido hialurónico se habrá esfumado por completo de sus cuerpos y sus rostros volverán a exhibir unos labios primigenios. Volverán los labios naturales, sin relleno, de Jennifer. Volverán las finas rasgaduras entre la nariz y el mentón de Juliet. Cuando eso ocurra, o antes incluso de que el ácido se diluya y abandone completamente las cavidades de sus labios, volverán a la clínica, mantendrán una charla aún más breve que la primera con el doctor, que les recordará en qué consistía el tratamiento, les mencionará de nuevo las posibles complicaciones y terminará, como entonces, con una sonrisa y con la promesa de unos labios perfectos, al menos durante los seis o doce meses siguientes hasta que el mágico efecto vuelva a remitir. Unos días y 250 euros —cada una— después, el ciclo habrá concluido. Nadie sabe cuántas veces se repetirá.

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Voy con una joven a una clínica de Barcelona para saber más sobre estas operaciones.

A la altura de los ojos, en un cian claro como una mañana despejada de primavera, serigrafiado en el impoluto cristal de la puerta, se lee: “Porque lo soñabas”. Es el eslogan de otra clínica a pie de calle en el centro de Barcelona. Ssss. La puerta se desliza suavemente hacia la izquierda y entramos. Todos los carteles y folletos van acompañados por palabras como mejorar, corregir o perfeccionar. Esto es un taller, y los cuerpos algo que arreglar. Un recepcionista de bata blanca toma los datos y nos hace pasar a la sala anexa para esperar el turno. En los sillones de color beis crema están sentadas varias chicas jóvenes. La sala es un remanso de paz blanco, diáfano y aséptico que solo se ve truncado cuando una gran pantalla de bordes cuadrados que cuelga de la pared frente a los sillones cambia de imagen: “43 kilos menos”, indica un rótulo en el mismo cian claro de la entrada. Es un díptico. En la imagen de la izquierda aparece un hombre enorme de gesto cansado; da la sensación de que a su pesado cuerpo le supone un gran esfuerzo el mero hecho de posar. A la derecha, también él, pero sin rastro de su antigua barriga: 43 kilos menos y un rostro feliz. La imagen cambia. Ahora es un díptico sobre las maravillas del bótox. En la imagen de la derecha, aparece una frente tan lisa y radiante que uno podría patinar sobre ella. La sala sigue en silencio. El ambiente es tenso. 

—Tranquila, si te lo hago yo no te hará daño —el doctor suelta una carcajada—. Si no nos hacemos publicidad nosotros mismos, ¿quién nos la va hacer?

No termina de quedar claro si lo dice en serio o en tono irónico. El perfil de la clínica en Instagram es un sinfín de publicaciones de influencers que explican con todo lujo de detalles el antes, durante y después de sus tratamientos, y en todos ellos recomiendan sus servicios a la legión de fans, que en algunas ocasiones roza el millón de seguidores. “El ácido hialurónico está rebajado de precio”, dice el doctor. Estamos a 10 de noviembre, quedan pocos días para que se desate la locura consumista del Black Friday, aunque, a decir verdad, los descuentos no entienden de fechas. “Siempre tenemos rebajas —dice con gesto algo molesto, como si eso del marketing no fuera propio del noble arte de la medicina estética—. Aquí el ácido [hialurónico] es como el oro o el petróleo: fluctúa”. Según la semana, los precios suben o bajan.

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Folleto de una clínica estética que incluye imágenes de antes y después del tratamiento. Anna Surinyach

El 40% de los usuarios de Instagram tiene 22 años o menos, según documentos corporativos a los que tuvo acceso el diario Wall Street Journal. Junto a TikTok, es el gran caladero de nuevos clientes. La presencia digital de las clínicas, el bombardeo continuo de un determinado canon estético y, sobre todo, la expansión de los llamados filtros de belleza explican gran parte de la etapa gloriosa que vive hoy la medicina estética. En España hay 6.305 clínicas autorizadas por el Ministerio de Sanidad, un 20% más que en 2019. La pandemia disparó la demanda de tratamientos, especialmente aquellos relacionados con el rostro, y con ellos también el número de facultativos que han cursado desde entonces un máster en medicina estética. Hoy España es el decimoprimer país donde se realizan más procedimientos estéticos en el mundo. En 2021 se realizaron cerca de 900.000, según la SEME. El 72% de ellos fueron retoques faciales.

—Antes utilizaba muchos filtros, sobre todo en Instagram, hasta que llegó un punto en que no era capaz de reconocerme —dice Jennifer.

“Solo Dios sabe lo que las redes sociales están haciendo al cerebro de los niños”, dijo Sean Parker, uno de los fundadores de Facebook, en un evento en 2017. Cuatro años más tarde, un reportaje del Wall Street Journal revelaría que los directivos de la compañía —ahora llamada Meta— sabían perfectamente las consecuencias que provocaban entre los más jóvenes. Además de Facebook, Meta es la dueña de otros dos gigantes de nuestra era: WhatsApp e Instagram. Las investigaciones internas mostraban datos demoledores: una de cada tres adolescentes dijo que cuando se sentía mal con su cuerpo, Instagram la hacía sentir aún peor. Como se pudo saber después gracias a la filtración de conversaciones privadas, algunos directivos admitían que Instagram era tóxica para los adolescentes. 

La ingeniera de datos Frances Haugen filtró información a la prensa que demostraba, entre otras cosas, que Facebook es tóxico para los adolescentes. Matt Dunham / AP
El director ejecutivo de Meta —empresa fundada originalmente con el nombre de Facebook—, Mark Zuckerberg, testifica ante el Comité de Energía y Comercio de la Cámara de Representantes en 2021 (organismo que difundió esta imagen). Vía AP

Frances Haugen era una de las voces discordantes. Luego resultaría ser la que más. Meses antes de la publicación en el periódico estadounidense, Haugen, ingeniera de datos de ojos azules, labios finos y melena rubia, abandonó Facebook llevándose con ella 21.000 documentos internos que demostraban, entre otras cosas, que altos cargos de la empresa conocían perfectamente esta información. Haugen filtró al Wall Street Journal los archivos que más tarde llevarían al fundador de Facebook, Mark Zuckerberg, a comparecer ante el Congreso de los Estados Unidos.

Durante la audiencia, la congresista Cathy McMorris Rodgers le preguntó: “¿Está de acuerdo en que pasar demasiado tiempo delante de las pantallas consumiendo pasivamente contenidos en redes sociales es perjudicial para la salud mental de los niños?”. A lo que Zuckerberg respondió: “Congresista, las investigaciones que he visto al respecto sugieren que si la gente utiliza los ordenadores y las redes sociales…”. McMorris lo interrumpió: “Sí o no, responda”. Y Zuckerberg dijo: “No creo que la investigación sea concluyente al respecto, pero puedo resumir lo que he aprendido, por si sirve de ayuda. El uso de redes sociales puede tener beneficios para la salud mental”. El reportaje del Wall Street Journal dinamitó el siguiente paso que planeaba dar la compañía: Instagram Kids, una versión de la plataforma para niños menores de 13 años.

“¿Cuántas pruebas necesitan los padres, reguladores y legisladores antes de intervenir para proteger a los jóvenes vulnerables?”, se preguntaba el reconocido psicólogo Jonathan Haidt en un artículo en The Atlantic.

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El primer filtro apareció en 2015. Lo lanzó Snapchat. Rápidamente fueron evolucionando y otras plataformas como Instagram y TikTok los comenzaron a incorporar como un servicio más de su catálogo, pero pronto se convirtieron en una de las funciones más populares. En la era de la medicina estética y las influencers mejoradas quirúrgicamente, los filtros han aprovechado al máximo los avances de la inteligencia artificial y la realidad virtual para disimular los signos del envejecimiento, perfeccionar nuestras facciones, aumentar los labios, recortar nuestra cintura, rasgarnos los ojos, alzar los pómulos o esconder nuestras rarezas. Son los llamados filtros de belleza. Un clic y la pantalla te muestra la ¿mejor? versión de ti.

El cuerpo modificado como reflejo de la sociedad. 

Stéphane Vojetta, 49 años, pelo corto y ojos azules, lleva dos décadas viviendo en España, pero desde hace dos años es diputado por Renaissance (Renacimiento), el partido del presidente Emmanuel Macron. A raíz de varias estafas que involucraban a influencers, algunos diputados se reunieron y se dieron cuenta de que era necesario ponerle freno a la situación. “Ahora mismo las redes sociales son el camino más directo hacia los jóvenes —dice Vojetta—. Además, entre los influencers y su público se crea una relación de confianza que facilita los abusos. Cuando ves publicidad en la televisión, o la escuchas en la radio, o la lees en un periódico, sabes que lo es; en cambio, cuando la persona a la que admiras te recomienda algo sin que quede muy claro que aquello es publicidad, caes en la trampa”.

Para evitarlo, el Parlamento francés aprobó la conocida ley de los influencers. Es el primer país en regular el sector de una manera tan rotunda. Desde que entró en vigor en junio de 2023, los influencers franceses tienen que comunicar claramente en sus publicaciones si han utilizado algún filtro de belleza, y tienen prohibido promocionar tratamientos estéticos y cirugías en redes sociales. Quienes no cumplan la ley se enfrentan a penas de hasta dos años de cárcel y multas de hasta 300.000 euros. “Nuestra ley se hizo porque hasta ahora las redes sociales podían evitar las reglas que se aplican al resto del mundo. Eso se acabó”, dice. 

Es difícil poner una cifra, pero sabían que había miles de denuncias relacionadas con procedimientos estéticos fraudulentos. En ese momento, Vojetta se reunió con el diputado de la oposición Arthur Delaporte, del Partido Socialista francés, y juntos presentaron un texto que aprobaron por unanimidad tanto la Asamblea Nacional como el Senado. En sus años como político pocas veces había visto que una propuesta de ley generara tanto consenso.

—¿Cómo se controla un territorio tan extenso como las redes sociales? —le pregunto.

—Es difícil. Hemos creado una brigada especial, pero son pocos —responde.

—¿Cuántos?

—Quince.

Por ahora, la Dirección General de Competencia, Consumo y Represión del Fraude (DGCCRF) solo ha multado a una persona: un influencer que promocionaba blanqueamientos dentales. La multa fue de 50.000 euros. “Por el momento no hemos multado a nadie por utilizar filtros sin notificarlo, pero espero que pase pronto, porque así servirá de ejemplo a todo el sector”, dice. Pese a la rotundidad con la que habla, el número de agentes de la DGCCRF no puede abarcar todo el ciberespacio. Por eso —dice Vojetta— los agentes se apoyan en las denuncias de los usuarios y en la responsabilidad de las propias plataformas para que se lo comuniquen.

En un futuro, Vojetta sueña con llevar su ley a todos los países de la Unión Europea. “Aunque sea un diputado francés, vivo en España y mis hijos también, y por el momento la ley española es insuficiente”, dice. Ha habido algunas propuestas, aunque por ahora ninguna ha tenido recorrido. En octubre de 2022, el diputado español Íñigo Errejón propuso una medida similar e instó a formular una ley que obligase a Instagram y otras plataformas a advertir a los usuarios sobre aquellas fotografías donde se hubieran utilizado filtros u otros sistemas para modificar el cuerpo. Un año antes, el PSOE presentó otra proposición no de ley sobre el uso de filtros en redes sociales. Tampoco tuvo éxito.

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Una de las cosas que más detesta Cristina Galiana es que los clientes lleguen a la clínica con una foto en el teléfono del resultado que quieren conseguir. “Quiero estos labios”, le dicen. Y esos labios, en muchas ocasiones, son los de alguna influencer

—Suelen ser chicas muy jóvenes, de 18 años, e incluso menores, que vienen con una autorización de sus padres.

Pero no todo el mundo puede tener los labios, ni los pómulos, ni las narices, ni las frentes ni los pechos que desea. En ocasiones Cristina dice que prefiere negarse: “Nosotros buscamos la naturalidad”. Ya se ha encontrado muchas veces con clientes que llegan con labios operados y aun así quieren más. Otras, en cambio, llegan con los labios hinchadísimos porque en la clínica a la que fueron anteriormente les inyectaron más ácido del que sus labios podían retener y al final termina esparcido por los alrededores y deformando completamente la boca. “Recuerdo cómo más de una persona casi se desmaya al decirle que no le íbamos a hacer el tratamiento”. Otras se echan a llorar. La mayoría se enfada y amenaza con irse a otra clínica si no se cumplen sus deseos de forma estricta. 

“Es complicado. Intento aconsejarles, pero al final harán lo que sea por conseguir que alguien les haga lo que quieren”, dice. Cristina tiene 33 años, una gran sonrisa y unos ojos claros. Desde hace dos años trabaja como asesora comercial en una clínica de Barcelona. Es el enlace entre los clientes y los médicos, se encarga de resolver sus dudas, hacer una primera exploración y darles una orientación.

—A lo largo del día veo muchos casos de dismorfia: chicos y chicas jóvenes que están perfectos y quieren hacerse tratamientos que no necesitan.

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Parece un trastorno moderno, un efecto secundario de los países ricos, pero la dismorfia corporal lleva más de un siglo causando estragos, aunque nunca los casos fueron tan amargamente profusos. Según el DSM-5, el manual más reciente sobre trastornos mentales, la dismorfia corporal “se caracteriza por la preocupación persistente por uno o varios defectos o imperfecciones percibidos en la apariencia que son imperceptibles o solo ligeramente perceptibles para los demás”. En otras palabras, la dismorfia es el problema de los que ven algo que no existe. Imaginan, crean o exageran defectos en sus cuerpos.

Llega el día en que se miran al espejo o abren la cámara de sus teléfonos y ven que su nariz no está lo bastante recta, que sus pómulos están en una posición que no toca, que sus mandíbulas no lucen tan marcadas como deberían, que sus ojos no son lo suficientemente grandes —o que sí lo son y deberían ser más rasgados—, que sus labios no son tan prominentes o que sus pechos no tienen la talla correcta. Entonces una voz despierta y poco a poco conquista la mente. Lo único que importa es ocultar esa tara que les carcome, y comenzarán a evadirse, a evitar exponerse, a compararse, a utilizar máscaras, filtros que tapen sus vergüenzas, hasta que llegue un día en que consigan fusionar el mundo virtual con el real para así terminar con la angustia.

Pero en el proceso de transformar sus cuerpos en unos más sugerentes, más canónicos, más atractivos, más esculturales, más fuertes, más vigorosos, más exuberantes, más normativos, más exquisitos, más elegantes, más espléndidos, algunos terminan reduciéndose al más puro hueso. Otros literalmente se deforman. La dismorfia tiene muchos caminos. En los casos más extremos, el rechazo al propio cuerpo lleva a muchas personas a sufrir depresiones episódicas, y no tan pocas terminan por pensar que la única salida posible para poner fin al problema es terminar con sus cuerpos, y en consecuencia con todo lo demás, para que el cuerpo nunca jamás sea un problema.

Un estudio científico realizado en 2006 en Estados Unidos indica que la tasa de intento de suicido entre las personas con el trastorno dismórfico corporal (TDC) es 45 veces mayor respecto a la población general. Es una tasa superior incluso a la de la población que padece depresión severa, y además es relativamente sencillo que el TDC termine derivando en otros trastornos como la misma depresión, la fobia social, la anorexia nerviosa o el trastorno obsesivo compulsivo. La media de edad de los afectados es de 16,2 años. 

—Cada vez nos llegan casos más jóvenes. De doce o incluso de diez años. 

Para el psicólogo clínico Jordi Royo, fundador de Amalgama 7 y exvicepresidente del Clúster de Salud Mental de Cataluña, la irrupción de la inteligencia artificial marcó un antes y un después en la forma de comprender el TDC. 

—Por primera vez en la historia de la humanidad la realidad no es definitiva. Por primera vez se puede cambiar, ya sea de forma simulada mediante filtros o de forma real, mediante cirugía.

Le viene a la mente uno de los casos que más le ha impresionado: el de un chico que llegó a su consulta cuando aún tenía 14 años. El chaval estaba obsesionado con la simetría de su nariz, que no era la correcta. Quería operarse a toda costa, pero Jordi no creía que una cirugía fuera a solucionar su problema. A pesar de que insistió para que no lo hiciera, los padres autorizaron la intervención. En los siguientes cinco años, el chico se sometió a cinco rinoplastias. Hoy tiene 19 años y sigue pensando en una sexta operación.

Un bisturí no puede extirpar lo que ocurre en nuestra mente. La terapia, en cambio, parece ofrecer mejores resultados, como en el caso de Lucía, Sofía, Laura, Valeria y Carla —nombres falsos para proteger sus identidades—, que ya no odian sus cuerpos. 

Can Ros es una de las cuatro escuelas terapéuticas que tiene Amalgama 7. Situada en el municipio de Aiguamurcia (Tarragona), para llegar hasta allí hay que sortear una sinuosa carretera que transcurre entre viñedos, olivos y almendros. La escuela es una finca rural con más de 100 hectáreas en la que viven durante un tiempo chicas y chicos —la mayoría menores— mientras sus mentes se toman un respiro.

Lucía, Sofía, Laura, Valeria y Carla ingresaron debido a un trastorno de conducta alimentaria (TCA). Todas ellas, además, muestran síntomas de TDC. En sus relatos se encuentran muchas de las claves que explican el auge de esta nueva epidemia en ciernes. 

—Miré los precios para hacerme una liposucción —dice Sofía tocándose el abdomen—. Quería quitarme la grasa de la barriga y ponérmela en las caderas.

También buscó los precios para hacerse una rinoplastia, realzar los pómulos, rellenarse los labios, aumentarse el pecho, quitarse una costilla, estilizarse las piernas y quitarse las cartucheras. Sofía tiene 16 años.

—Los chicos siempre me decían lo buena que estaba —dice Valeria—. Insistían tanto en mi cuerpo que pensaba que era lo único bueno que tenía, así que comencé a hacer todo lo que estaba en mis manos para mejorarlo.

Después de eso, Valeria se sumió en un TCA que la dejó chupada. Aun así no paraba de mascar chicle. Dice que así sentía las facciones de la cara aún más marcadas. Tampoco apoya los muslos en la silla cuando está sentada. De hacerlo, se ensancharían. Valeria tiene 16 años.

—Mi madre me decía que rellenarse los labios era de putas, pero yo tengo una amiga de 22 o 23 años que pincha en su casa —dice Lucía—. No ha estudiado nada de eso, pero sabe hacerlo muy bien. Yo he visto cómo pinchaba a otras amigas y lo hacía genial.

No sabe cómo, pero su madre se enteró y la detuvo en el último momento. Lucía tiene 14 años.

—¿Sabías lo que te iba a inyectar? —pregunto.

—No, pero me fiaba de ella.

—¿Solía pinchar a menores?

—A nuestro grupo de amigas. Una vez incluso le pinchó los labios a una niña de 10 años. Parecía mayor, eh. Mi amiga —la que pincha— le recomendó no hacerlo porque realmente ella era muy pequeña, pero era tal el complejo que tenía que al final la pinchó.

***

Antes de ser el tratamiento estético más popular del mundo, el bótox estuvo cerca de convertirse en un arma de destrucción masiva. Japón durante la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos durante la guerra de Corea, la Unión Soviética durante la guerra de Vietnam, Irak durante la guerra del Golfo: todos intentaron crear bombas viables a partir de la toxina botulínica. La toxina a partir de la cual se fabrica el bótox es también el veneno más letal que se conoce: 15.000 veces más potente que el agente nervioso VX, según la organización Iniciativa contra la Amenaza Nuclear (Nuclear Threat Initiative). En malas manos, la toxina botulínica tiene el potencial para destruir mundos. 

Tan solo 30 nanogramos, es decir, la milmillonésima parte de 30 gramos, son suficientes para fulminar a una persona de 70 kilos mediante ingestión. Algunos estudios científicos van más allá: para acabar con toda la humanidad se necesitarían algo más de 55 gramos, el equivalente a menos de cinco cucharadas soperas.

Un frasco de bótox en un local del Grupo de Cirugía Plástica de Long Island, en el centro comercial de lujo Americana Manhasset, Nueva York. Shannon Stapleton / AP

Bótox es el nombre comercial de la toxina que llega a las consultas después de haber sido refinada y purificada a partir de las cepas de la bacteria Clostridium botulinum. En su estado natural, este microorganismo se encuentra en las plantas, la tierra, el agua y, sobre todo, en el tracto intestinal de los animales. Es también el causante del botulismo, una enfermedad poco frecuente que se contrae —generalmente— al ingerir alimentos contaminados con la bacteria que hayan sido empaquetados con poco oxígeno.

Pasó más de un siglo desde que un médico alemán descubrió la existencia del diminuto patógeno hasta que la ciencia comenzó a investigarlo con fines médicos. A finales de la década de 1960, el prestigioso neurocientífico Daniel B. Drachman estaba inmerso en su proyecto: inyectar cantidades ínfimas de toxina botulínica en las extremidades de polluelos. Al poco se dio cuenta del enorme potencial que atesoraba aquella bacteria. Los pollos no podían andar. Era el preludio de un imperio multimillonario.

Alan B. Scott, un oftalmólogo de San Francisco, fue el primero en interesarse en la prometedora bacteria con fines médicos. Hacía tiempo que buscaba una alternativa más eficaz para curar el estrabismo, que hasta entonces solo se corregía mediante cirugía, y rápidamente contactó con Drachman. Este le presentó a Edward J. Schantz, uno de los responsables de refinar y purificar la toxina en Fort Detrick, la que había sido una de las sedes del programa de armas biológicas del Ejército estadounidense. Schantz, que ya en otras ocasiones había puesto la toxina a disposición de la comunidad académica, envió una muestra a Scott. Las pruebas de Scott fueron un éxito rotundo: el Clostridium botulinum demostraba ser un remedio seguro contra el estrabismo. Al poco tiempo, Scott fundó su propia empresa, Oculinum Inc., y comenzó a diversificar. En pocos años, la toxina botulínica había pasado de ser una potencial arma de destrucción masiva a ser el tratamiento estrella contra el estrabismo, el espasmo hemifacial y el blefaroespasmo. Unos años después, en 1991, y atraída por los poderes paralizantes que se le atribuían a la toxina, la empresa farmacéutica Allergan absorbió Oculinum Inc. El resto es historia de la medicina estética. En 2002, Allergan consiguió que la Administración de Alimentos y Medicamentos de Estados Unidos (FDA) aprobase el uso del bótox para uso cosmético. 

Desde entonces, Allergan es el mayor fabricante de bótox del mundo. Controla más del 90% del mercado de usos médicos de neurotoxinas y el 75% del mercado de usos cosméticos. En el último trimestre de 2023 Allergan ingresó 1.400 millones de dólares, y se espera que las cifras sigan aumentando. Si las previsiones no fallan, en 2030 la industria del bótox generará unos ingresos superiores a los 10.000 millones de dólares. 

La toxina botulínica se aplica cada vez en más tratamientos. En 2017, la revista Time la describió como el fármaco que se usaba para tratar “todo”: depresión, problemas cardíacos, migrañas, disfunción eréctil, dolor de espalda, manos sudorosas, hipersalivación… En un futuro próximo se espera que la lista se amplíe. Pero el uso más común sigue siendo el menos esencial, el más prescindible: el estético. 

Un uso para el que no faltarán clientes.

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