Cinco de la tarde del sábado 22 de junio de 2019. La familia Habub espera, silenciosa, en torno a un descascarado teléfono Nokia colocado sobre la mesa del salón, en una parte de la casa donde siempre hay cobertura. Es muy difícil alejarse y distraerse haciendo otra cosa: los deberes de la escuela, ordenar el dormitorio, conversar con la vecina, preparar la cena.
Son las siete y nadie tiene hambre. Nivín Habub se debate entre los dolores, por momentos insoportables, y la necesidad de seguir sonriendo para tranquilizar a su familia.
Son las nueve. Hasta Yud, la más pequeña de la casa, comprende que el teléfono ya no sonará esa noche ni llegará el mensaje de una oficina militar israelí autorizando a su madre a salir al día siguiente de la Franja de Gaza para acudir a un hospital de Jerusalén, donde tiene prevista una sesión de radioterapia.
“¿Por qué me hacen esto?”
Levantar la voz exige a Nivín una fuerza que ya no tiene, le hace jadear y enrojecer de rabia hasta que la mirada amorosa de Saleh, su marido, y una caricia en su mano inflamada y deformada por la enfermedad la devuelven al silencio doliente en el que a menudo se sumerge.
El peso de la angustia la sepulta cuando se acuesta.
El lunes deberá empezar una vez más el tortuoso proceso burocrático para obtener una nueva cita en el hospital de Jerusalén y solicitar otro permiso de salida a las autoridades de Israel.
Cuando las luces se apagan, su desamparo aumenta y la fortaleza que muestra en público flaquea. Está muy cansada.
La falta de un tratamiento adecuado y constante ha hecho que el tumor en un pecho diagnosticado a finales de 2011 crezca en ella como un monstruo del que no puede zafarse. Nivín es dolorosamente consciente de que, en otro lugar del mundo, podría ser ya una mujer sana o estar, al menos, en proceso de recuperación, pero sabe que su condición de palestina de Gaza la condena a una muerte temprana.
“Soy una mujer muy enferma. Pero quiero lograr mi tratamiento y curarme. Los enfermos también tenemos derechos, pero en Gaza, los derechos humanos ya no existen”.
Nivín tiene 42 años y desde hace más de 8 vive esperando los permisos que le permitan recibir fuera de Gaza los tratamientos que necesita.
Esperando el diagnóstico definitivo que solo llegó tras un escáner en Ramala, esperando para someterse a radioterapia en Jerusalén ya que es un tratamiento que no existe en la Franja, esperando a que entre en la Franja la quimioterapia que necesita o pedir permiso para salir a recibirla fuera.
Esperando.
Desde 2007, Israel impone, con la ayuda de Egipto, un bloqueo por tierra, mar y aire que aísla la Franja y sume en la pobreza a la inmensa mayoría de sus casi dos millones de habitantes.
El bloqueo tiene infinitos y a menudo inimaginables efectos en la vida diaria de los gazatíes. Ningún trámite es simple y lo sencillo se transforma en un camino plagado de obstáculos que a menudo vuelve a conducir al punto de partida. El encierro que sufre la Franja prohíbe, por ejemplo, la entrada de ciertos equipamientos médicos y tratamientos y obliga a enfermos como Nivín a solicitar un permiso para acceder, fuera de Gaza, a las pruebas y cuidados que necesitan.
“No dejan entrar un cierto tipo de medicinas o de máquinas para los hospitales por razones de seguridad, lo cual no tiene sentido. ¿Por qué este material sería una amenaza para la seguridad de Israel? ¿Se va a usar para fabricar explosivos o misiles? Es absurdo”.
Raji Sourani, fundador y director del Centro Palestino para los Derechos Humanos (PCHR), habla alto y sin pelos en la lengua desde hace años. Cuando se trata de los enfermos, su rabia se multiplica. Este abogado palestino recibe cada día en sus oficinas de Gaza a decenas de personas que sufren las funestas consecuencias del bloqueo israelí. Su fotografía social de la Franja es demoledora.
“El bloqueo es un crimen contra la humanidad. Israel tendría que rendir cuentas ante la justicia internacional por este castigo a los civiles. Desde 2007 no ha habido movimiento de bienes y personas, tenemos una de las tasas de desempleo más altas del mundo y no podríamos sobrevivir sin distribución de ayuda humanitaria. Gaza se ha convertido en una tierra de mendigos”. Según cifras de la Oficina Palestina de Estadística (PCBS), en 2020 un 47% de los gazatíes no tenía trabajo, un porcentaje que subía al 67% entre los jóvenes.
No se puede salir de Gaza
La mayoría de los enfermos de Gaza pide a Israel únicamente que les abra la puerta de salida y les deje transitar por su territorio hasta llegar al hospital palestino de Jerusalén-Este, Ramala u otra ciudad de Cisjordania, donde tendrán acceso gratuitamente, gracias a una precaria seguridad social palestina, al tratamiento que necesitan, inexistente en la Franja. Puede ser una inyección, un escáner o una sesión de radioterapia.
Desde la casa de Nivín Habub, en Gaza, hasta el hospital Augusta Victoria de Jerusalén, donde está disponible su tratamiento, hay menos de 80 km. Hora y media en coche si no hubiera paradas ni retenes militares.
Hubo un tiempo no tan lejano —muchos gazatíes aún lo recuerdan— en que los palestinos de la Franja salían por la mañana, iban a una reunión en Jerusalén, comían en Ramala y volvían a su casa a dormir. Sin enseñar una sola vez su documento de identidad a un soldado israelí. Fue hace algunas décadas, pero parece que haya pasado un siglo, por lo improbable que hoy resulta esta escena.
La Gaza actual tiene dos puertas de entrada y salida para los ciudadanos de a pie. Por el sur hacia Egipto y por el norte en dirección a Israel y también al resto de los territorios palestinos (Cisjordania y Jerusalén-Este). Gaza no controla sus salidas al mar y su aeropuerto, inaugurado en 1998 y financiado con dinero europeo, es hoy una montaña de escombros debido a los bombardeos israelíes.
Según datos de la OMS, un 90% de las solicitudes de enfermos de Gaza que necesitaban un tratamiento fuera de la Franja era aprobada en 2012, pero este porcentaje se desplomó en los años posteriores. Desde 2017 hasta la llegada de la pandemia de coronavirus, entre 2.000 y 3.000 palestinos enfermos solicitaban cada mes esta autorización con las debidas justificaciones médicas para demostrar que el tratamiento que necesitaban no estaba disponible en la Franja. En 2017, Israel aprobó un 54% del total de permisos presentados; en 2019, la cifra de respuestas positivas llegó al 64%.
Pero estos porcentajes pueden ser engañosos.
“Los pacientes de cáncer comienzan un tratamiento que debería durar tres, cuatro o seis meses, pero después de uno o dos permisos ya no se conceden más. Les dicen que no tienen más permisos por razones de seguridad, pero no les explican jamás cuáles son esas razones. A los pacientes solo les queda esperar la muerte. Mueren ante la mirada de sus seres queridos, no porque falten medicinas, sino porque se les niega el acceso a ellas. El derecho internacional existe para proteger a civiles en tiempos de guerra, pero en Gaza no se les protege”, dice Sourani.
En 2020, el coronavirus cayó como una losa sobre los gazatíes enfermos. En una región superpoblada y pobre, donde falta información y la higiene es en muchos casos un lujo, donde los hospitales están mal abastecidos y preparados y sus médicos y personal sanitario son conscientes de que muchos de sus conocimientos están obsoletos debido al aislamiento, los riesgos se multiplican. Los pacientes de Gaza asistieron impotentes al desplome del número de permisos de salida concedidos por Israel y al aumento de las restricciones en caso de obtenerlo, comenzando por cuarentenas obligatorias que en muchos casos eran imposibles de respetar.
En 2020, unos 6.000 pacientes de Gaza pudieron salir de la Franja para recibir su tratamiento fuera, mientras que en 2019 salieron más de 18.000 pacientes y en 2018 fueron 15.000, según cifras de la ONU.
En Gaza se contabilizaron hasta principios de junio de 2021 unos 110.000 casos de coronavirus y más de 1.020 muertes, según datos de la Oficina de la ONU para la coordinación de asuntos humanitarios en los territorios palestinos. Como ocurre en otras partes del mundo, los números reales de la pandemia son otros.
La lucha humanitaria
Desde hace años, oenegés israelíes, palestinas e internacionales han tejido una cooperación necesaria para intentar que las personas enfermas puedan salir de Gaza si su tratamiento lo exige. Caso por caso, con nombres y apellidos. Porque los porcentajes, fríos y anónimos, no hablan de la incertidumbre y del sentimiento de injusticia que hay detrás de pedir autorización para acudir a un hospital dentro de tu propia tierra, de lo incomprensible y hasta caprichoso que es el sistema de obtención permisos, o del tiempo que un enfermo espera: un factor que, en algunos casos, puede significar el fin.
“Los pacientes de Gaza piden permiso e Israel tarda meses en examinarlo por razones de seguridad. Esto es una decisión política y, desde una perspectiva médica, estos retrasos para muchos pacientes son como una condena. Porque un año para un enfermo de cáncer significa la muerte”, explica Ran Yaron, portavoz de la oenegé israelí Médicos por los Derechos Humanos (PHR, siglas en inglés), que presiona al Gobierno israelí y ha ayudado a pacientes de Gaza, por ejemplo a Nivín, a obtener su permiso para recibir tratamiento.
Las cifras son difíciles de establecer y los datos complicados de verificar en una región que es un inmenso hormiguero, con pocos medios técnicos y toneladas de resignación aprendida durante años, un cóctel perfecto para muertes silenciosas de las que nunca se tendrá noticia.
La OMS aseguró que, tan solo en 2017, al menos 54 palestinos, 46 de ellos enfermos de cáncer, murieron porque sus solicitudes de salida no fueron aprobadas. Pero las oenegés en Gaza saben que los números reales son mucho mayores.
Hasna Hader forma parte de esa oscura lista de muertes invisibles y silenciosas. Falleció en 2017 a los 53 años y su nombre no está incluido en ninguna queja formal o comunicado en el que se pida explicaciones a responsables palestinos e israelíes sobre las circunstancias que agravaron su sufrimiento y precipitaron su muerte.
Israa, su hija, y Saleh, su viudo, tienen preparada una carpeta con toda la documentación en una mesa del patio de su casa, un oasis en medio de la Gaza bulliciosa y caótica. Está ordenada pulcramente con protectores de plástico. Hace poco más de un año que Hasna ha muerto y diagnósticos, permisos, recetas médicas y resultados de escáneres prolongan de alguna manera su existencia y dan fe de ella.
La familia explica la enfermedad de Hasna con rigor médico, conoce el nombre de las pruebas que le hicieron y de las que no le pudieron hacer, el tratamiento que necesitaba y la esperanza de vida en casos como el suyo.
—Te lo voy a contar todo —dice Saleh.
Hasna era profesora y madre de siete hijos (cuatro chicos y tres chicas).
El diagnóstico cayó como un mazazo en 2014. Mieloma múltiple, un tipo de cáncer que se forma en un glóbulo blanco llamado célula plasmática y se acumula en la médula ósea.
—Al principio pudo salir a Nablus [norte de Cisjordania] sin demasiados problemas. Algunas veces, iba únicamente a recibir una pastilla. Era increíble. Le acompañaba alguna de sus hermanas y cuando ninguna obtenía permiso iba sola. A mí nunca me dejaron ir. Hubo días difíciles, en los que ella se sentía muy mal y tenía que pasar los retenes militares, cambiar de taxi y aventurarse sola por carreteras alejadas.
Saleh recuerda perfectamente que poco a poco la quimioterapia le hizo sentirse mejor y volvió a caminar. “Podría haber vivido muchos años con la enfermedad. El problema fueron los permisos. Hubo un periodo en el que no obtuvo autorización durante seis meses y empeoró muchísimo. Cada día”.
Finalmente tuvo que someterse a un trasplante de médula ósea en Nablus. Pero no funcionó como se esperaba y necesitaba ir a Jerusalén a recibir un tratamiento, que debería haberse prolongado durante muchos años.
Su familia averiguó las medicinas que necesitaba y se endeudó para pagar unas pastillas que lograron traer a Gaza. Aún guardan las cajas vacías. Solo duraron seis meses.
—El último año pedimos permiso a Israel siete veces y Hasna fue rechazada seis veces. Decían que estaban estudiando el caso. Cuando llegó finalmente la autorización, ya era demasiado tarde. Ella estaba exhausta, pero aun así fue. Era marzo y murió en junio.
Frases a medio acabar y sorbos silenciosos al café.
—¿Cree sinceramente que en otro lugar del mundo Hasna estaría viva hoy?
—No puedo preguntarles eso —dice nervioso el traductor.
Hay maneras de hablar y de querer saber que resultan demasiado directas y descarnadas. Al cáncer muchas veces ni siquiera se le llama cáncer. “La enfermedad”, se repite en los pasillos de los hospitales y en las casas de los pacientes en Gaza.
—Puede preguntar lo que quiera —dice Saleh, adivinando el malestar.
El traductor le hace la pregunta.
—Nuestra madre murió por una razón muy clara: no recibió permiso —dice Israa—. Los enfermos de Gaza no importan a nadie. Por supuesto que ella, en otro lugar del mundo, estaría viva. Porque también perdimos mucho tiempo aquí con los médicos, que no sabían cómo curarla. Tardaron en diagnosticar lo que tenía.
—Sufrimos mucho como familia, buscando en internet la manera de ayudarla, viendo tratamientos, lugares donde podrían recibirla como paciente. Ella siempre decía: “No escuches a los médicos, ya verás, me voy a curar”.
Saleh era albañil y dejó su empleo para cuidarla. Un año después de su muerte sigue sin trabajar y viviendo de las ayudas de la familia. Siete hijos de los que ocuparse no le dejan apenas tiempo.
—Cuando murió me fui a casa a llorar solo, no pude llorar delante de ellos.
Una tortura para los enfermos
Nivín Habub, la mujer que espera que suene el teléfono, también lleva años formando parte de las estadísticas negativas de Gaza. Los números y las fechas se alinean en su cabeza con una precisión sorprendente. Y cuando la memoria falla, ella y su esposo, que también se llama Saleh, recurren a una carpeta con el dossier médico, en la que se suceden los permisos solicitados que nunca fueron respondidos y los que terminaron siendo rechazados, las citas a las que nunca pudieron acudir y los tratamientos que no ha logrado recibir.
Después de ser operada en 2012 y hasta 2015, Nivín consiguió ir a Jerusalén únicamente para recibir dos sesiones de radioterapia y someterse a dos PET TAC, una prueba diagnóstica que ofrece una fotografía detallada del cuerpo para ver la extensión de la enfermedad, evaluar la respuesta a los tratamientos y detectar una posible recaída. Esta tecnología, crucial para los pacientes oncológicos, no se puede practicar en Gaza.
Su tratamiento nunca fue completo. Pero desde 2015 la situación empeoró y Nivín no pudo volver a salir. Hasta mediados de 2018 pidió ocho permisos y los ocho le fueron denegados.
“Marfud”. Rechazado. Una de las palabras en árabe que más se repite en los hogares de Gaza.
“Rechazada, rechazada. Todo esto hace que mi estado empeore. Vivo esperando y puede que muera esperando. Israel nos deja salir una vez y siendo la misma persona nos cierra la puerta después. Tengo derecho a recibir mi tratamiento aquí en Gaza, como cualquier ser humano. O a que me dejen salir para recibirlo fuera”.
Estamos en junio de 2019. El teléfono nunca sonó ni esa tarde ni muchas otras. Nivín aparenta más de 42 años, tal vez por el rictus de dolor contenido que surca a menudo su rostro armónico, de piel fina y mirada suave. Pese al cansancio, dedica tiempo a arreglarse y procura que su túnica siempre esté impecable y combine con el velo que le cubre el pelo.
“Nivín era una mujer alegre, sonriente. Reía, no paraba de hacer cosas, entraba y salía, trabajaba. Pero ahora Nivín es otra persona. Soy otra persona. La enfermedad me ha destrozado. Estoy rota por dentro, no tengo fuerzas. Quiero luchar, pero el cáncer es más fuerte que yo. No puedo soportar el dolor, me deja paralizada y vivo tomando analgésicos”. El autorretrato de Nivín es devastador y sume en una profunda tristeza a su esposo y a sus cuatro hijos, Khaled, Mahmud, Ahmad y Yud.
Tras rechazar varias de sus solicitudes de salida, funcionarios israelíes interrogaron a Nivín sobre familiares que supuestamente pertenezcan a Hamás, el movimiento islamista que gobierna en Gaza y al que Israel, Estados Unidos y la Unión Europea consideran terrorista. En más de una ocasión, los permisos de salida fueron denegados por esa presunta relación con miembros de Hamás a los que las autoridades israelíes no dieron ningún nombre. Desesperada, la familia ha mirado con lupa a las personas de su entorno, intentando adivinar cuál de ellas podría haber provocado esta decisión, sin llegar a ninguna conclusión.
“Los israelíes quieren torturar a los enfermos. ¿Qué ha hecho Nivín? ¿Qué puede explicar el hecho de que sea rechazada? Gente de Hamás ha ido a Israel para recibir tratamiento. El nieto del líder de Hamás, Ismail Haniyeh, por ejemplo, sufre parálisis cerebral. Es un caso sin esperanza, es casi como si estuviera muerto, pero sin embargo ha salido a tratarse a un hospital israelí. ¡Israelí! Lo que dicen sobre nosotros no es cierto y, aunque lo fuera, tampoco es una razón justa”, dice Saleh.
“Castigo colectivo”
En 2018, varias oenegés israelíes, entre ellas PHR, presentaron ante el Tribunal Supremo israelí el caso de siete mujeres enfermas de Gaza que corrían peligro de muerte al no haber recibido permisos israelíes de salida por sus supuestas relaciones familiares con miembros de Hamás. Entre ellas estaba Nivín Habub.
La demanda hablaba de “castigo colectivo” y se sustentaba en cifras oficiales que apuntaban que, en el primer trimestre de aquel año, a más de 800 palestinos de Gaza, incluyendo enfermos de cáncer, se les había negado la salida por presuntos vínculos familiares con dirigentes del movimiento islamista. En agosto de ese año y en una decisión judicial inédita, la corte israelí ordenó al Estado que dejara salir a estas enfermas para recibir un tratamiento que no estaba disponible en Gaza y consideró que la decisión de bloquearlas era “ilegal” y violaba “los derechos humanos fundamentales”.
“Fue la primera vez desde el inicio del bloqueo sobre Gaza que el Tribunal Supremo canceló una política oficial del Gobierno israelí. Nunca había sucedido”, se felicita Ran Yaron, de PHR.
Pero el resultado no fue un mayor número de permisos concedidos para los enfermos de Gaza, sino la ausencia de explicación sobre por qué se deniegan o se dejan sin respuesta las solicitudes de salida de la Franja.
En el caso de Nivín, esta decisión de la justicia israelí no cambió demasiado su vida. No regularizó su tratamiento ni calmó su angustia. Sí logró ir a Jerusalén algunas veces. Otras, la mayoría, perdió sus citas médicas y tuvo que interrumpir de nuevo su tratamiento por falta de permisos.
En un mundo ideal, recuerda Raji Sourani, de PCHR, todos estos enfermos deberían poder salir de Gaza y tener la oportunidad de curarse. Porque el derecho humanitario internacional tendría que estar por encima de cualquier otra ley y proteger a los civiles en tiempos de conflicto, dice.
Pero en el mundo real de Gaza, tan alejado de lo que debería ser ese derecho humanitario, los enfermos no saben ni siquiera por qué no logran salir. No conocen las razones que hacen que el teléfono suene y las puertas de Gaza se abran horas después o las que justifican que la autorización israelí no llegue nunca. Vivir en la incertidumbre les angustia, hace que su estado empeore y merma su moral y la de sus familias.
“Es triste ver que hay leyes humanitarias para los dueños del mundo pero no para los esclavos. Los palestinos son parte de los esclavos del siglo XXI”, lamenta Sourani.
Imán y Nisrín Al Nayar, hermanas de 36 y 38 años, encarnan ese azaroso sistema de la concesión de permisos. Son hermanas del mismo padre y la misma madre y tienen cáncer de pecho. Nisrín ha obtenido autorizaciones regularmente para recibir radioterapia y someterse a exámenes en Jerusalén. Imán jamás ha podido salir de Gaza y ha perdido la cuenta de las veces que pidió permiso a Israel después de que recibiera su diagnóstico.
“Tal vez sea porque yo estoy casada y ella no. Uso el apellido de mi marido, pero en mi carné de identidad figura mi apellido anterior, que es el mismo que el de ella. No lo sé. ¿Por qué yo puedo seguir mi tratamiento y ella no?”. Nisrín intenta encontrar una razón ante la mirada triste de su hermana.
Ambas tuvieron que someterse a una mastectomía, intervención tras la cual es crucial recibir radioterapia en los seis meses que siguen a la operación para hacer desaparecer las células cancerígenas microscópicas.
“Pero Israel considera la máquina que suministra la radioterapia como un arma de doble filo y prohíbe su entrada en Gaza. En Gaza no tenemos radioterapia y perdemos a muchas de nuestras pacientes anualmente porque no consiguen el tratamiento adecuado en el tiempo que corresponde. Muchas mujeres de Gaza a las que se les niega el permiso de salida están sentenciadas a muerte”, explica Fyrial Thabet, directora del centro de atención femenina de Al Bureij, en el centro de la Franja.
En España, la supervivencia de las mujeres con cáncer de pecho supera el 80% pasados cinco años. En Gaza, roza el 65%, según cifras de la OMS, aunque algunas oenegés la sitúan en torno al 50%.
Además de no haber podido recibir radioterapia, Imán tampoco se ha sometido a un escáner completo, una fotografía detallada del cuerpo que mostraría si hay tumores en otros lugares. En este momento, los médicos no saben a ciencia cierta cómo está.
“Soy una persona normal, tengo derecho a recibir tratamiento como cualquier ser humano en este mundo. La ocupación israelí ha vulnerado mis derechos más básicos y estoy realmente muy preocupada. ¿Volverá el cáncer?”.
Nadie sabe responderle ni consolarla. Paralelamente a sus permisos denegados, su hermana sufrió una recaída, el cáncer se extendió a la parte superior de la columna y tuvo que volver a recibir quimioterapia en Jerusalén. Pero tuvo suerte y obtuvo un permiso de varios meses que le permite salir sin necesidad de solicitar autorización cada vez que tiene una cita médica. Sin cabello, sin pestañas ni cejas por estar terminando su tratamiento, Nisrín desgrana amargamente el complicado proceso de salida de Gaza, aun cuando se posee el preciado visto bueno israelí.
“A menudo se me somete a un control especial. Sospechan que puedo llevar algo en el pecho. Aunque yo les digo que es una prótesis de silicona y aparto un poco la blusa para que vean, no me creen y me someten a otro registro, en el que tengo que desnudarme”. El registro ocurre en Erez, el punto fronterizo entre Gaza e Israel, en el que Nisrín debe de estar a las 7 de la mañana y por el que regresará a última hora de la tarde, después de haber recibido su tratamiento.
“Me meten en una habitación pequeña y una militar israelí usa un micrófono para decir desde el otro lado del cristal qué tengo que hacer. Yo intento explicarle que no me siento bien, pero ella no me quiere entender. He tenido que quitarme toda la ropa, sobre todo la parte de arriba, incluido el pañuelo de la cabeza. Les he dicho que no tengo pelo, pero me lo tengo que quitar igual y mostrarles que no hay. Solo entonces, cuando la militar ve que no tengo pelo, dice que vale, que ya basta”.
La división palestina
El bloqueo israelí es una barrera a menudo infranqueable, pero en este camino plagado de obstáculos, pacientes y expertos también lamentan la parte de responsabilidad de las autoridades palestinas, divididas y debilitadas desde hace años.
La guerra interna entre la Autoridad Palestina del presidente Mahmud Abás y Hamás, que se hizo con las riendas de Gaza en 2007 tras haber ganado las elecciones legislativas, convierte en rehenes a los habitantes de la Franja, especialmente a los más débiles.
Gaza y Cisjordania están más separadas que nunca debido al bloqueo israelí y a estas divergencias internas.
“Las amargas divisiones internas palestinas han tenido un impacto negativo en la vida de todos nosotros, han ensombrecido el futuro de la juventud y también han afectado a la salud: faltan medicinas, tratamientos y, además, los equipos médicos no están bien preparados. La división palestina ha hecho además que ambas partes evadan sus responsabilidades. Todos culpan al otro y nadie se hace cargo: ni el gobierno de Ramala ni el de Gaza”, lamenta Fyrial Thabet, del centro de mujeres de Al Bureij.
Raji Sourani, de PCHR, subraya que cuando la Autoridad Palestina paga tarde y mal a los médicos de Gaza, cuando no envía todas las medicinas necesarias, cuando no dedica el 50% de su presupuesto de Salud a la Franja o no entrega a Israel el dinero de la factura de electricidad que suministra a Gaza —lo que reduce el suministro y hace que los hospitales dependan de generadores—, está poniendo en la cuerda floja a muchos pacientes.
“La responsabilidad finalmente es compartida, aunque el origen, sin duda, es la ocupación israelí y el bloqueo sobre Gaza. Hay quien piensa que, ejerciendo esta presión sobre los habitantes de Gaza, poniéndolos al límite, Hamás perderá fuerza y la población se pondrá en su contra, pero la rabia va hacia otro lado, hacia la Autoridad Palestina. Los gazatíes se sienten castigados”.
En estos últimos años, Gaza ha vivido momentos críticos por esta división interna. En septiembre de 2018, en los pasillos del hospital Rantisi de Gaza, que trata a enfermos de cáncer, se respiraba la impotencia, la resignación y la falta de recursos. En la sala de espera donde los enfermos aguardaban su turno para someterse a una ecografía o radiografía, hacerse análisis o recibir noticias sobre su tratamiento, faltaban incluso sillas para tantos pacientes.
Cuando una puerta se abría y aparecía un enfermero, varios pacientes se precipitaban sobre él para saber cuándo llegaría su turno, blandiendo fríos informes médicos con sus vidas condensadas y que mostraban a cualquiera que se interesara por su estado de salud.
Semanas antes, el hospital Rantisi había tenido que suspender sus tratamientos de quimioterapia por no haber recibido las dosis necesarias desde Ramala. Finalmente llegó lo suficiente para un mes y después para dos semanas. Un cuentagotas angustioso para el personal sanitario.
“El primer problema es la ocupación israelí, y luego las diferencias internas palestinas. Todo es una decisión claramente política. Los enfermos de Gaza deberían ser tratados como los enfermos de Cisjordania, pero no es así”, lamenta el director del hospital, Mohamed Abu Silmiya.
“Los enfermos esperan. Mucha gente muere y otros empeoran. La enfermedad se extiende, afecta a otros órganos. Es muy difícil como médico ver llegar al paciente con cáncer y no tener respuestas. Solo les podemos decir: no hay medicinas y no les podemos derivar a otro centro”.
Falta de medicinas, hospitales viejos y abarrotados, médicos con conocimientos obsoletos, cortes de electricidad, puertas cerradas…
“Los pacientes se sienten en medio del juego político entre Israel, la Autoridad Palestina y Hamás. El valor de las vidas en Gaza es muy bajo, hay trabas burocráticas de todas las partes. Da la sensación de que los enfermos no son una prioridad para nadie”, dice Ran Yaron, de la oenegé PHR.
El estigma
Pánico. La periodista Hayar Harb recuerda perfectamente esa sensación de recibir un puñetazo seco en el estómago y quedarse sin aliento el 10 de abril de 2017, cuando un médico le confirmó que tenía un tumor en el pecho. Como reportera, Hayar había visto hospitales y salas de quimioterapia inundadas de gente, había entrevistado a personas que llevaban meses esperando un permiso de salida e iban a morir. Sabía lo complicado que era todo, se informó sobre sus posibilidades y peleó por tener otra opción.
“Decidí decirlo. Ser fuerte. Esta sociedad rechaza a las mujeres que tienen cáncer, sobre todo cáncer de pecho, pero yo opté por publicarlo. Los israelíes me negaron el permiso para salir y escribí una carta abierta en Facebook a Mahmud Abás pidiendo que me dejaran ir a otro lugar para poder curarme”.
Cuatro días después, Hayar recibió una llamada diciendo que podía salir de Gaza y cruzar Israel con destino a Jordania, donde un hospital había aceptado financiar su tratamiento dentro de un programa de ayuda a mujeres palestinas. Era un permiso para ir sola.
“Lo pasé mal cuando me vi sola en el hospital en Jordania, cuando tuve que tomar una de las decisiones más difíciles de mi vida: que me extirparan un pecho sin saber si podría someterme a una reconstrucción después. Estaba aterrada, pero me autoenviaba señales de fuerza, llenaba la pared con mensajes del tipo: no tengas miedo, no te vas a morir”, explica tres años después, recién cumplidos los 35.
Hayar pasó un año en Jordania, sin poder recibir visitas de ningún miembro de su familia. A medida que pasaban los meses empezó a sentir los silencios y la distancia de su marido, que había tenido que quedarse en Gaza.
“Volví con el deseo de recuperar mi matrimonio, pero no funcionó. Se casó con otra rápidamente. Me dijo que era una mujer deforme por el cáncer”. Hayar es una mujer lúcida, abierta y con ideas que chocan con el conservadurismo de la sociedad gazatí, pero el abandono le ha destrozado la autoestima y la ha llenado de inseguridades, pese al aplomo y la fuerza que parece desprender a primera vista.
“¿Acaso parezco un monstruo?”, pregunta medio en serio, medio en broma, enseñando en el móvil fotografías que solo se intercambia con sus amigas y su hermana, en las que aparece sin velo, en manga corta o en bañador.
Hayar se esmera en cuidarse, maquillarse y vestirse, pero la imagen que le devuelve el espejo no la tranquiliza.
“Las mujeres gazatíes con cáncer de mama padecen varios tipos de violencia, entre ellas la violencia social, porque es una enfermedad vista como un estigma. Hay personas que las miran como a seres débiles e improductivos. Muchas han perdido el apoyo de sus maridos y ese respaldo conyugal es fundamental para que se mantengan fuertes y luchen para superar la enfermedad”, dice Fyrial Thabet, del centro de mujeres de Al Bureij.
Además de a su marido, al regresar a Gaza Hayar también perdió su trabajo. Era la época de la Gran Marcha del Retorno, las multitudinarias manifestaciones semanales en las que miles de gazatíes acudían a la frontera con Israel para pedir el retorno de los refugiados y el fin del bloqueo israelí. Al otro lado de las torretas de vigilancia, de las verjas de seguridad que marcan la frontera, el Ejército israelí los reprimía con gases lacrimógenos y Hayar, que trabajaba para una televisión árabe, tuvo que ser atendida por desvanecerse al inhalar estos gases.
“Me dijeron que no podía seguir trabajando para ellos, porque estaba en tratamiento y les dio miedo que me pasara algo y ser responsables. Me despidieron”, suspira.
“La gente piensa que el cáncer mata, pero quien mata primero es una sociedad que te trata como un caso raro, como si no fueras normal”.
El centro de mujeres dirigido por Fyrial Thabet está lleno de mujeres que han sentido el peso de esa sociedad a la que Hayar se refiere. Se notaron un bulto en el pecho o supieron que algo no iba bien, pero callaron por temor al rechazo de amigos y familia, como un niño que se tapa los ojos pensando que así el resto del mundo no lo ve. Son demasiadas las que recibieron el diagnóstico tarde y hay algunas que murieron sin saber a ciencia cierta qué les ocurría.
Su miedo es no poder casarse y tener hijos. Ser repudiadas. Viviendo para siempre en el hogar paterno y sin salir apenas. Una pesadilla en un lugar donde una mujer decidiendo por ella misma, teniendo su propia casa y subsistiendo gracias a su trabajo es una idea prácticamente inconcebible.
“Esa barrera social es terrible para las mujeres que vienen aquí buscando respuestas”, asegura Fyrial.
A su alrededor, más de 30 mujeres escuchan las explicaciones de una enfermera que escenifica en un busto de silicona un autoexamen de los pechos para saber detectar bultos sospechosos. La mayoría de su público ya se ha chocado de frente con el cáncer. Sus rostros, macilentos, serios y con aire desvalido, fijan la vista en esa muñeca de goma, pero parecen estar muy lejos.
El cáncer las deja aún más solas y las convierte en víctimas por partida doble: víctimas de la enfermedad, como lo son también los hombres, y víctimas de una sociedad cada día más alejada del mundo, patriarcal y conservadora. Una combinación perfecta para este cruel retroceso social.
“Creo que la salud de las mujeres no es una prioridad en Gaza, pero tampoco en Cisjordania, porque invertir en temas considerados femeninos, en derechos, igualdad de género o salud, no está arriba de la lista. Si miramos a los que toman las decisiones en Palestina se entiende: la inmensa mayoría son hombres”, dice Fyrial Thabet.
Hayar Harb solía visitar la sala de quimioterapia femenina del hospital oncológico Al Rantisi de Gaza. Es un lugar espartano, a menudo falto de higiene, en el que se alinean, en sillones desgastados, decenas de mujeres de todas las edades para recibir tratamiento. Pálidas, a menudo silenciosas y con los efectos de la quimioterapia ocultos tras el velo. Es una sala únicamente de mujeres, una triste sororidad entre compañeras de un doloroso viaje marcado por el miedo.
Rara vez hay maridos sujetando manos o esperando fuera. Los únicos hombres son los médicos y enfermos o algún hijo pequeño que las pacientes no han podido dejar en casa.
Hayar pasaba largos ratos en esta sala del hospital. Enseñaba a las mujeres recién operadas a hacer gimnasia para recuperar la movilidad de los brazos y evitar la retención de líquidos, les daba trucos para curar las cicatrices, les contaba chistes o simplemente las escuchaba.
En julio de 2019, Hayar fue invitada a un congreso internacional de mujeres periodistas y libertad de prensa en Londres. Logró salir de Gaza por Egipto, gracias a los permisos y a la financiación del organismo que organizaba el evento. Una vez en el Reino Unido, decidió no volver a Gaza y pedir asilo, sustentando su demanda en unos problemas judiciales que tuvo en la Franja hace algunos años por denunciar una presunta trama de corrupción de las autoridades en el ámbito sanitario. En mayo de 2021, el Gobierno británico le concedió el asilo y un permiso de residencia de cinco años.
Nivín
Huele a carne y verduras asadas. Nivín sonríe serena, cierra los ojos y escucha el agradable barullo de su familia preparando la comida, mientras intenta llenarse de ese sol que riega la pequeña parcela comprada por su familia años atrás. En ella han sembrado árboles frutales y han construido una sencilla caseta con un porche fresco para poder ir a pasar el día, hacer un asado y reunirse en familia. No está lejos del mar y Nivín respira y siente una levedad que la contenta, pese a los fortísimos dolores que apenas le dejan levantarse de la silla.
Saleh se ha levantado a las 4 de la mañana para cocinar y nada más llegar pone en marcha el fuego para asar la carne, ayudado por uno de sus hijos. Lleva años ocupándose de una gran parte de las tareas de casa y lo hace con mimo, en silencio y lleno de amor y respeto por Nivín.
Hace falta pasar poco tiempo con él para darse cuenta de que es un hombre bondadoso y tierno. Tal vez durante todos estos años no pudo mostrar su miedo y su dolor con nadie y mucho menos con su esposa y sus hijos. Estuvo con Nivín en cada sesión de quimioterapia o radioterapia, en las consultas y pruebas a las que debía someterse. En Gaza y en Jerusalén, cuando tenían permiso.
Mientras se asa la comida, Nivín explica, con una sonrisa infantil, que otras pacientes le confiesan, sin ocultar su envidia, que tiene suerte por ir siempre acompañada. Ella lo sabe, pero da por sentado que, en el caso contrario, ella también habría hecho lo mismo.
—Una mujer nunca abandona a su marido cuando tiene cáncer. Es injusto que las mujeres tengan que afrontar todo esto sin apoyos.
—No podría actuar de otra manera hacia Nivín y espero que podamos marcharnos juntos de este mundo. Inshallah —responde Saleh, mientras sigue preparando las ensaladas que ha hecho para acompañar la carne.
Humus, tabulé y mutabal, una crema de berenjena asada, todo hecho en casa. Los platos son colocados en la mesa hasta que se oye algo desde la cocina.
—¡Faltan las flores! Traed todo de vuelta.
Saleh había previsto una decoración para cada ensalada: flores de cebolla, de limón y de calabacín, perfectamente cortadas y transportadas desde casa con cuidado en una caja de plástico.
—A mí me gustan estos detalles y sé que a Nivín también —dice, casi avergonzado, colocando con esmero los adornos en el centro de cada plato.
Me conmueve recordar a Saleh como el hombre que hacía flores de cebolla antes de que se hiciera de día, en la soledad de su cocina de Gaza, mientras sus hijos dormían y su esposa descansaba, para que la mesa quedara bonita.
Fue una comida deliciosa, inundada de risas y gestos de cariño entre gente alegre y esperanzada, bañada por la luz de aquel jardín cuidado con esmero. Una imagen para atesorar, la fotografía de una quietud que rara vez se tiene la suerte de disfrutar en la Franja, por la que los periodistas pasamos casi siempre corriendo, mirando el reloj y calculando los gastos de nuestro desplazamiento.
Los tiempos que llegaron después fueron mucho menos luminosos. Nivín falleció en su casa de Gaza en octubre de 2020. Hacía más de cuatro meses que no recibía ningún tipo de tratamiento y vivía drogada para soportar el dolor.
Nota de la autora:
El documental Condenadas en Gaza, base de esta crónica, nació del encuentro con una mujer enferma que en otro lugar del mundo habría podido recibir el tratamiento adecuado y probablemente vivir muchos más años.
En la cabeza de la periodista Ana Alba y en la mía no estaba hacer un documental, pero conforme fuimos ahondando en la historia, vimos que era un tema sobre todo visual, que era importante ver a estas mujeres y escuchar su voz. En el documental solo se les escucha a ellas justamente por eso. No quisimos poner una voz en off porque son personas a las que casi nadie presta atención y tienen una historia que contar, una denuncia que hacer. Ellas también fueron ganando confianza y fuerza a medida que se metieron dentro del documental. Sabían que no cambiaría en nada su vida, pero quisieron ser oídas.
Condenadas en Gaza, filmado en la Franja en junio de 2019, nace también de la necesidad de presentar el conflicto israelo-palestino, tan desgastado y del que estamos a menudo tan hartos, de otra manera, a través del rostro de estas mujeres enfermas, que se nos parecen tanto y a las que se ha privado de un derecho fundamental.
Ana Alba y yo quisimos hacer un documental sobre derechos humanos, que superase lo político y el conflicto. Fuimos conscientes de que el mero hecho de hablar de Gaza es ya político, pero quisimos dar una fotografía lo más completa posible de la injusticia y de la impotencia que preside la enfermedad de estas mujeres.
Creo que el documental transmite la dignidad de sus protagonistas, una dignidad simple pero rotunda. Es imposible ponerse en su lugar. A la angustia de recibir el diagnóstico se une la de saber que tu tratamiento está al otro lado de la barrera que hace de frontera y que para llegar a él te espera un camino de obstáculos a menudo insalvables. Sus testimonios desarmaban; no sabes qué decir ante alguien que te está describiendo algo semejante.
Condenadas en Gaza es también el último proyecto periodístico de Ana Alba, una reportera que vibraba con este tipo de historias y que siempre contó el conflicto israelo-palestino haciendo hincapié en el coste humano que genera. Ya enferma, invirtió en este documental parte de sus últimos meses de vida con el deseo de que mucha gente pudiera conocer la historia de las mujeres que lo protagonizan.
El documental fue filmado en Gaza y una pequeña parte en Jerusalén. Contamos con la ayuda de un crowdfunding y el apoyo de la dirección general de cooperación del Gobierno de Cantabria para terminarlo. Todas las imágenes de esta crónica son capturas del documental.