Soledades mayores… 38 días después

Juana Terrés murió en una residencia el 12 de abril. Sus familiares la acaban de enterrar. En ese tiempo, muchas cosas han cambiado.

Soledades mayores… 38 días después
Santi Palacios

En abril publicamos Soledades mayores, una crónica sobre la situación de las residencias para ancianos en Cataluña que cuenta la muerte de Juana Terrés. Cinco semanas después, explicamos la odisea de sus familiares para darle el último adiós —y los cambios que trae la desescalada a las residencias.

Es mediodía del 20 de mayo. Un sol rabioso bate los nichos del cementerio municipal de L’Hospitalet de Llobregat (Barcelona). En las filas inferiores de uno de los muros, un espacio está preparado para recibir, tras una larga espera, las cenizas de Juana Terrés. Han pasado 38 días desde la muerte de la anciana, a los 92 años, en una residencia de Sabadell: es una de las más de 19.000 personas fallecidas con coronavirus o síntomas asimilables en centros de mayores en España.

La muerte de Juana se produjo el 12 de abril, en el periodo más duro del confinamiento por la pandemia. Han pasado casi seis semanas y España sigue en estado de alarma, pero la llamada desescalada avanza —a distintas velocidades— en todo el país. 

El escenario de aceras vacías y controles policiales ha quedado atrás: de camino al cementerio nos cruzamos con gente paseando con niños, una pareja corriendo, un jardinero desbrozando crestas de hierba al lado de la carretera. Pero las residencias de ancianos son aún confines cerrados. Sin la posibilidad de recibir visitas para impedir contagios de covid-19, las ausencias familiares marcan ahora las vidas y las muertes de muchos de los ancianos. 

La hija de Juana Terrés, Marita, está algo antes de las doce en la entrada del cementerio portando la urna fúnebre. La acompañan su marido, Teo, y sus dos hijos. Las semanas que han pasado desde la muerte de su madre las ha vivido, dice, como una montaña rusa.

—Como esos muñecos que caen, y se vuelven a levantar, y cuando ya están arriba, paf: otro golpe. Y se vuelven a levantar… 

La verja de acceso está cerrada. Desde dentro, una empleada empuja una barra metálica e indica a Marita y a su familia que pueden pasar.

—Cierren después de entrar. Si no, la gente se piensa que está abierto.

El acceso al cementerio de L’Hospitalet, en la penúltima semana de mayo, sigue restringido. En la llamada fase 1 —en la que Barcelona, Madrid y parte de Castilla y León entran este lunes 25— es cada Ayuntamiento el que decide la apertura de estos lugares, así que en muchos municipios ya se permiten las visitas a tumbas y nichos. También se ha flexibilizado la asistencia a funerales y velatorios.

La despedida final a la madre de Marita llega después de un doloroso recorrido por etapas. La cremación de sus restos tuvo lugar el 21 de abril, un martes con cielo de plomo en el que no dejó de llover sobre las calles desiertas de Sabadell. En el centro de la ciudad, la imagen de tres patos caminando en solitario sobre la acera mojada, no muy lejos del estanque que es su hogar habitual, resumía la extrañeza de esos días. Por la carretera llena de curvas hacia el crematorio no circulaban apenas vehículos. Cerrado al público, con la excepción de los servicios de incineración programados, el lugar aparecía tan vacío como el resto de la ciudad. La norma establecía entonces un máximo de tres familiares: tuvieron que pedir un permiso especial para que, además de Marita y sus hijos, también su marido pudiera acceder a la incineración. Fue un proceso rápido e inundado de pena.

Las cenizas las fueron a recoger el 1 de mayo. Fue raro, explica Marita, como todo en estas circunstancias.  

—Como en otros momentos de este largo proceso, las cosas más evidentes tardan en llegar del cerebro al corazón. Sí sabía que no había habido rito, claro, pero hasta el momento que recogí las cenizas no sentí ese vacío.

Se dio cuenta entonces, dice, de que no había pensado dónde poner la urna hasta que no pudiese llevarla al cementerio. Decidieron guardarla en un armario de una habitación que no utiliza nadie. El hecho de tenerlas en casa no le hacía sentirse bien. 

—Cada vez tengo más prisa por acabar con todo esto.

En medio de la excepcionalidad creada por la pandemia, tendría que esperar aún otros diecinueve días para depositarlas en el cementerio de L’Hospitalet, como su madre quería, junto a los restos de su marido. 

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El 25 de mayo marca el inicio de una nueva fase en todo el territorio español, aunque hace días que el ambiente en las calles es muy diferente al que se respiraba en abril. En Barcelona, el paseo marítimo de la Barceloneta es a mediados de mes un lugar concurrido donde muchos paseantes se cruzan con aquellos que hacen deporte a primera y última hora del día. En otras calles del centro de la urbe ya no es raro ver a mayores y niños en las distintas franjas horarias, o establecimientos de hostelería que, con una barrera en la entrada, ofrecen comida o bebida para llevar, o peluquerías abiertas, o librerías que van recuperando el movimiento. El tráfico ha vuelto a las carreteras y cada vez hay menos verjas echadas.

Entre las paredes de las residencias de mayores, sin embargo, la situación es otra. En muchos centros los peores días de la pandemia parecen haber quedado atrás, pero la amenaza de los contagios está muy presente y las visitas de familiares siguen prohibidas. Si a mediados de abril los fallecidos registrados en residencias por coronavirus o síntomas similares eran 12.500, la cifra a 24 de mayo asciende a algo más de 19.000, según los datos proporcionados por las Comunidades Autónomas y recopilados por RTVE. Según las cifras oficiales, a 24 de mayo en España han muerto por covid-19 algo más de 28.750 personas. El número de ancianos fallecidos equivaldría al 67% de este total.

En Cataluña, los equipos de la oenegé Open Arms han seguido en las últimas semanas dando apoyo a los profesionales de atención primaria en la realización de tests masivos entre ancianos y trabajadores de residencias. El ambiente con el que se encuentran los voluntarios es diferente al de abril, cuando abundaban los trajes de protección hechos con bolsas de basura, la falta de información y la desesperación por conseguir material. Ahora hay mucho cansancio, pero la sensación más repetida es la de que, tras el impacto inicial, ha llegado la fase de respuesta y la situación poco a poco se empieza a controlar. Una palabra, “controlar”, que se pronuncia todavía con cautela. La preocupación y los nervios siguen presentes. 

Rocío Castro es directora del geriátrico Xanel, en Sant Vicenç de Montalt, a unos 40 kilómetros de Barcelona. Ninguno de sus 50 residentes ha mostrado síntomas estas semanas. Ello ha permitido que aquí no se haya sufrido falta de material. Si se hubiera dado algún caso, reconoce la directora, “habría sido diferente”. Lo que sí ha habido es mucho “miedo y psicosis”, dice. 

—Ahora vienen cada día una enfermera y un médico del centro de atención primaria, que eso también te da un poco de tranquilidad. 

Lo más complicado es el aislamiento, la soledad forzada de unos mayores que, en muchas ocasiones, tienen deterioro cognitivo y no entienden lo que ocurre. En la residencia Pla de Martís, en Esponella (Girona), rodeada de campo y con los Pirineos de fondo, tampoco han tenido a ningún anciano con sintomatología ni fiebres, dice su directora, Anna Viñals. A finales de marzo les llegó la recomendación de las autoridades sanitarias de evitar aglomeraciones en las zonas comunes. Confinaron entonces a algunos residentes en las habitaciones: a aquellos que creyeron que podrían entender el hecho de estar en una habitación, o a los que tenían una dependencia tan elevada que para ellos no implicaba un gran cambio. Pero notaron que aquellos con alguna demencia sufrieron un bajón.

—Estaban como más desorientados, con discursos más ilógicos, o más apagados. A la que empezó a hacer buen tiempo empezamos a sacarlos de las habitaciones para que estuvieran un ratito fuera.

***

Jesús es el responsable de mantenimiento de una residencia de Barcelona cercana al Parque Güell. Cuando lo conocimos, a mediados de abril, iba enfundado en un buzo blanco de protección y coordinaba el traslado de varias ancianas —todas con covid-19— a un espacio habilitado en Barcelona. Dos de aquellas mujeres fallecieron los días siguientes, igual que una tercera que estaba ya ingresada en la UCI. El resto está ya “de vuelta a casa”, en el centro, dice. La directora, la enfermera y el fisioterapeuta también han regresado. Él ha cambiado el buzo por su uniforme habitual, complementado ahora con mascarilla y guantes, y ha retomado sus rutinas de mantenimiento de la residencia. Están “más tranquilos”, cuenta, y siguen los protocolos de seguridad que marca la Generalitat. 

Pero los familiares aún no pueden visitar a sus mayores, y esa es una de las partes más complicadas, que se repite en las residencias de todo el país. No hay, por ahora, ninguna fecha contemplada para romper este aislamiento. En algunos centros los ancianos y sus familiares pueden verse a través de una verja o desde la calle, siempre a distancia. Pero son las menos: la gran mayoría de los mayores aún no puede ver a sus seres queridos, más allá de videollamadas que tratan de mitigar la ausencia física. Jesús, como muchos de sus compañeros, se vuelca en llenar esos vacíos con palabras de cariño que, en ocasiones, incluyen un abrazo envuelto en precaución. 

—Han pasado muchas cosas aquí. ¿Por qué no abrazar a una persona que lo necesita?

***

En la residencia Vivaldi de Sabadell, donde falleció Juana Terrés el 12 de abril, otros dos ancianos murieron los días siguientes. En total perdieron la vida 14 de los 27 residentes de ese centro. Los otros 13 se encuentran bien, dice Julia Rajo, la directora. Cree que todos han superado la covid-19: en el último test “solo una persona ha salido positiva, pero ya está bien. Ya no tiene sintomatología”, cuenta por teléfono. Hablamos con ella el 21 de mayo, pero la frustración que mostraba a principios de abril, cuando prácticamente todos sus ancianos mostraban síntomas de la enfermedad, se nota aún en su voz: recuerda la falta de apoyos y alternativas para los residentes enfermos durante las semanas más difíciles.

—Esto ha sido muy duro, hemos estado muy solas. 

Los test masivos que comenzaron en abril se siguen llevando a cabo, pero Julia —que además de Vivaldi gestiona otro centro en la localidad de Montcada i Reixac, en el que ningún anciano ha dado positivo— lamenta los tiempos que pasan desde la ejecución de las pruebas a la comunicación de los resultados. El miedo es que haya trabajadores infectados asintomáticos que, sin conocer su estado, puedan introducir el virus en el centro. 

La directora interrumpe su discurso al otro lado de la línea para contar que está ahí una de las abuelas, que se ha puesto la mascarilla por debajo de la barbilla “y la lleva de bufanda”. Que tiene 96 años y padece una demencia, pero que camina y físicamente está “como una rosa”. 

—A veces viene y te dice: “¡Ay, pero qué dura es la vida! Se me han ido los recuerdos. No me acuerdo de nada”.

Le pregunto cómo ve el futuro después de lo que ha pasado. 

—Todavía estamos en medio de todo esto. No ha pasado, ni muchísimo menos. Las familias no pueden venir. Los residentes siguen aislados, no pueden interactuar. Algunas son personas demenciadas que están en la habitación, no pueden salir. Esto está a la mitad.

Esto está a la mitad.

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Poco después de la conversación telefónica con Julia, se oye un aplauso tímido desde un balcón lejano en el barrio del Raval de Barcelona. Son las 8 de la tarde. De otro balcón a distancia surge el golpeteo de una cacerola solitaria: su dueño tampoco es visible. A derecha e izquierda solo veo balcones vacíos. De un segundo piso sale un vecino que cuelga una toalla en el tendedero y vuelve a entrar. En la acera hay gente paseando, una chica en bicicleta con media cara cubierta por la mascarilla, un adolescente en pantalón corto y chanclas que cruza la carretera con andar perezoso. Tres chavales están parados hablando en la esquina. En un momento, uno de ellos levanta las manos al cielo y se une solo por unos segundos a los aplausos que salen del balcón invisible. Estos se apagan poco después. La cacerola sigue sonando un rato más.

***

Marita, con la mascarilla puesta, sostiene la urna con las cenizas de su madre frente al nicho familiar. Alrededor, el cementerio es un desierto silencioso bajo la luz fiera del mediodía. Un empleado en uniforme color tierra recoge con manos enguantadas la urna con los restos de Juana Terrés de manos de su hija y la coloca en la boca abierta del nicho. Durante un par de minutos solo se oye su paleta rascando el cemento fresco para sellar la tumba. Al rato llega un segundo técnico y entre los los dos colocan el mármol delantero. Se despiden, la familia les agradece la labor. Todo ha durado seis minutos: la desembocadura de un camino largo y difícil. Marita y su familia permanecen un rato más ante el nicho para, ahora sí, decir adiós. 

Luego se dan un largo abrazo.

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