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Los lunes son siempre lunes, pero lo son más si sales al balcón a las siete de la mañana a despedir a tu compañera para el resto de la semana. En la esquina de la calle del profeta Eliseo, en el centro de Jerusalén, le espera el coche blanco con el logotipo de la oenegé para la que trabaja.
—Cuídate —le digo a Alo en voz baja para no despertar a los niños.
—No te olvides de la clase de trompeta de Telmo martes y jueves, la de guitarra de Ane lunes y jueves, de hablar con Bayam para cerrar la clase de árabe, y estate pendiente de los mensajes de la piscina por si dan permiso de una vez a los niños para regresar a la natación… —repasa la lista de actividades que también me ha dejado apuntada en mi despacho, junto al calendario. Me la sé de memoria después de tanto tiempo, pero siempre hay que repasar.
Un beso rápido en silencio. Baja las escaleras, sale por el gran portón de hierro, se despide de Daniela, la gata inválida que protege nuestro viejo edificio de todos los males, y se mete en ese coche que la llevará directa al hospital de Dura, al sur de Hebrón, principal centro de los territorios palestinos para tratar el coronavirus. El trayecto es de unos 40 kilómetros, poco más de una hora, y supone cruzar desde un lado del muro en el que la vacunación masiva ha hecho que la vida sea ya casi normal, hasta un hospital colapsado por enfermos que se asfixian, postrados en camas separadas unas de otras por simples cortinas. Un viaje por carretera desde un país que ya se ha quitado la mascarilla al aire libre hasta un territorio donde mucha gente no puede permitirse un confinamiento porque depende de los ingresos que consigue cada día.
La vacuna contra la covid-19 tiene un doble efecto. El primero es el médico: como revelan los estudios elaborados por Israel, es efectiva para prevenir contagios y, en caso de que los haya, para hacer que la enfermedad sea más leve. El segundo es psicológico: te quita el miedo al virus, hace que te relajes, bajes las defensas y suavices las restricciones en el día a día. Los tres confinamientos nacionales y el cierre de fronteras de Israel no fueron suficientes para controlar un virus que ha dejado hasta el momento cerca de 6.300 muertos en el país. La vacuna ha sido la clave que explica la vuelta a la normalidad; algunos expertos apuntan a que Israel se aproxima a la inmunidad de grupo. El profesor Cyrille Cohen, de la Universidad de Bar-Ilan, considera que la inmunidad grupal está próxima porque incluso después de festividades como la Pascua judía, que se celebró entre el 27 de marzo y el 4 de abril, la tasa de reproducción del virus (R0) se ha mantenido entre 0,7 y 0,8. Mantener la famosa R0 por debajo de 1 supone que la enfermedad está en retroceso.
Yo me vacuné el 14 de enero, apenas tres semanas después de que Israel pusiera en marcha su campaña de inmunización con la imagen de Benjamín Netanyahu recibiendo la primera dosis de la vacuna de Pfizer. El primer ministro mantiene dividido a un país que ha sido llamado a votar en cuatro ocasiones en menos de dos años: los votantes le odian o le adoran —no hay término medio—, pero todos coinciden en que su perseverancia ha sido clave para que Israel lograra hacerse con tantas dosis.
Aquel día pasé a recoger al fotógrafo Quique Kierszenbaum, uruguayo israelí de enorme humanidad, y nos fuimos a hacer un reportaje al Pais Arena, pabellón del Hapoel Jerusalem, el equipo de la ciudad santa que disputa el trono del baloncesto nacional al todopoderoso Maccabi de Tel Aviv. Donde antes había aficionados animando a sus estrellas, nos encontramos a ciudadanos que acudían a recibir la vacuna: el Arena se había reconvertido en el mayor centro de vacunación de Israel. El límite empezaba entonces en los 55 años, pero tras entrevistar a la jefa de enfermería del lugar y constatar que con el paso de las horas iba llegando gente que claramente era menor de esa edad, le pregunté si me podía vacunar. Le formulé la pregunta de forma espontánea, en medio del goteo incesante de gente que entraba y salía, y pensando en incorporar la anécdota a la crónica que preparaba para el periódico.
Tras una típica crónica de diario, con la formalidad habitual y esa tercera persona en la que tendemos a escondernos para no mostrar nuestros sentimientos, superada la mitad del texto no pude aguantar más la hoja de estilo y la hice pedazos:
“La respuesta me sorprende. Me pide la tarjeta de la aseguradora y se la entrego, aunque otros extranjeros se están vacunando simplemente mostrando su visado de residencia. Me entran las dudas. No es que no quiera vacunarme, lo estoy deseando, pero ¿por qué yo? Pienso en que estoy lejos de los grupos de riesgo, no trabajo en ningún hospital o escuela. Pienso en toda la gente que conozco al otro lado del muro, en los territorios palestinos, que necesita mucho más que yo esta dosis, pero que no les llega por culpa del dichoso conflicto y tendrán que esperar hasta el mes de marzo, cuando esperan recibir las vacunas rusas compradas por la Autoridad Nacional Palestina (ANP). Pienso en mis padres, a quienes no veo desde hace un año, y al ritmo que van las cosas en España tardarán varias semanas en recibirla en el mejor de los casos.
Mientras pienso y pienso, me coloca la aguja en el brazo izquierdo y me inyecta la primera dosis sin que apenas me entere del pinchazo. Entonces, cuando sale la aguja, me reafirmo en el egoísmo del ser humano, en la suerte que tenemos por ser ciudadanos del primer mundo y en lo injusto del sistema de reparto de vacunas. Me piden que espere quince minutos por si siento algún efecto secundario como sudores o picores. En mi fuero interno solo siento un profundo asco por mi egoísmo. El virus no conoce fronteras, las vacunas sí”.
Un lector, sorprendido por encontrar este formato en medio de la uniformidad de sus noticias diarias, me escribe al día siguiente para agradecer el ejercicio de sinceridad.
Tres meses después, el “profundo asco” se ha convertido en un “enorme alivio” y tengo mi “pase verde”, el documento que acredita que estoy inmunizado, en el teléfono móvil. En la era poscovid, esto te permite ir a gimnasios, cines, conciertos, al interior de restaurantes o regresar al país sin tener que guardar cuarentena. Soy una cifra más de ese “milagro de la vacunación” en Israel, como lo calificó el escritor Daniel Gordis en un artículo de opinión en Bloomberg. También The New York Times apostó por llevar la palabra “milagro” a un titular, en este caso para reproducir el testimonio de un cura católico feliz por poder celebrar de nuevo procesiones durante la Semana Santa.
Campaña masiva
Gracias a un acuerdo millonario con Pfizer/BioNTech, el Estado judío logró que se le enviaran vacunas antes que a nadie, y para mediados de abril más del 50 por ciento de la población estaba inmunizada con las dos dosis de esa vacuna: de los 9,3 millones de habitantes, 5,3 millones ya han sido inmunizados y otro 10 por ciento ha superado la enfermedad y generado anticuerpos. La campaña fue muy rápida desde el primer día, en medio del trabajo de las cuatro aseguradoras que gestionan el sistema sanitario israelí. Se citaba a la gente por SMS, por Facebook o correo electrónico, según su grupo edad o profesión de riesgo, y con el paso de los días pronto se retiraron los límites de edad y se vacunaba hasta la última dosis.
Tras su primera semana de trabajo en el hospital palestino de Dura, Alo, pese a estar también vacunada, volvió convencida de que se había infectado. “No hay vacuna que resista un lugar así”, me dijo. Sentía cansancio y estaba tremendamente desmoralizada por el cambio radical de panorama a tan pocos kilómetros de casa. Cogimos el coche y nos fuimos a un centro de test rápidos en el barrio de Sheikh Jarrah. Ella iba nerviosa y yo, al volante, mucho más porque mi grado de aprensión no tiene límites. En mi fuero interno me agarraba a la efectividad de Pfizer e imaginaba unos súper anticuerpos diseñados en el laboratorio de esta multinacional poniendo a raya al virus que campa a sus anchas al sur de Hebrón. Los sanitarios nos hicieron la prueba y anotaron nuestros teléfonos para enviarnos el resultado en las siguientes 24 horas.
Israel ha empleado hasta el momento unos diez millones de dosis de Pfizer. El 87 por ciento de los ciudadanos mayores de 50 años está inmunizado, según el Ministerio de Salud, que ahora trabaja para comenzar la vacunación en el grupo de 12 a 16 años. El profesor Eran Segal, del Instituto Weizmann, una de las voces con más peso en los medios desde el estallido de la pandemia, ha recurrido esta semana a las redes sociales para compartir su idea de que, gracias a la vacuna, Israel “vuelve a la vida precovid”. Segal repasa en su cuenta de Twitter los datos de los últimos meses: “Desde el pico de la pandemia a mediados de enero, hay un 98 por ciento menos de casos, un 93 por ciento menos de pacientes en estado crítico, un 87 por ciento menos de muertes, el 85 por ciento de los jóvenes de 16 años han sido vacunados o han superado la enfermedad y son inmunes. Es hora de levantar las restricciones”. Entre ellas, la más significativa ha sido la retirada, el 18 de abril, de la obligatoriedad del uso de la mascarilla al aire libre.
Al otro lado del muro
Las vacunas también han llegado, aunque a una escala muy distinta, al otro lado del muro. Los israelíes han vacunado con Moderna a unos 110.000 palestinos de Cisjordania, 80.000 de ellos con permiso para entrar en Israel, y otros 30.000 para trabajar en las colonias. En los primeros días también donaron 2.000 dosis a la ANP para comenzar la inmunización de su personal sanitario. A esto hay que sumar donaciones llegadas desde Rusia, Emiratos Árabes Unidos y las del sistema Covax, fondo creado para que la vacuna llegue a los países con menos medios.
Estos gestos, sin embargo, no han servido para aplacar las críticas. A mediados de enero la oficina de Derechos Humanos de Naciones Unidas recordó al Estado judío su “responsabilidad como potencia ocupante” a la hora de dar acceso a las vacunas a la población que vive bajo su control. El organismo internacional criticó la estrategia israelí, indicó que la campaña de vacunación debía “incluir a los palestinos que viven bajo su ocupación” y calificó de “moral y legalmente inaceptable la diferencia en el acceso al cuidado médico, en medio de la peor crisis sanitaria del siglo”. El Estado judío se defiende diciendo que, según los Acuerdos de Oslo, la competencia en temas de salud en Gaza y Cisjordania es de la ANP, un argumento que rechazan la ONU y las principales organizaciones de derechos humanos presentes en la región.
Desde Médicos Sin Fronteras llaman también a una mejora del acceso equitativo de las vacunas y recuerdan que, tras cinco décadas de ocupación militar, el sistema de salud palestino “es frágil e incapaz de hacer frente a las necesidades”. Frente al éxito de la vacunación al otro lado del muro, esta organización pide a Israel que “reconozca su responsabilidad en la asistencia sanitaria como potencia ocupante y actúe sin discriminación, redoblando esfuerzos para inmunizar los territorios que ocupa”.
A las ocho de la tarde llega al móvil una notificación de SMS. El remitente es el Ministerio de Salud de Israel, que nos informa de que la prueba realizada esa mañana ha dado resultado negativo. Lleno de coraje, pido acceso a MSF para hacer un reportaje en Dura. Mis experiencias en hospitales de la región no son muy positivas; en una unidad de quemados en el centro de Egipto, por ejemplo, me caí redondo en mitad de una grabación, mareado por el olor y el calor. Armado con la vacuna y un EPI me enfrento, por primera vez desde el inicio de la pandemia, a la enfermedad cara a cara. En mi interior dan vueltas las palabras de Agus Morales, director de 5W, en su libro Cuando todo se derrumba, sobre la pandemia en Cataluña.
“Nos derrumbamos todos, porque nos quedamos a solas. Fue un tiempo de soledad que solo puede explicarse desde la intimidad y el asombro, y no a partir de la rutina clásica periodística. Eso ya no alcanza. Tengo que contarlo desde mis adentros. No quiero hacer revelaciones escabrosas para llamar la atención, caer en las trampas del ego, embrutecerme con el exhibicionismo. Pero sí me gustaría renunciar a contar cómo vivieron la emergencia las personas con las que hablé, porque eso es casi imposible. Contaré cómo sentí que la vivieron. Cómo la sentí yo mismo. Cómo se sintió”.
Llevaba un año hablando de la covid-19 y no había sido capaz de dar el paso de entrar en una Unidad de Cuidados Intensivos. Me refugiaba una vez más en la tercera persona, en los informes y estadísticas para maquillar una cobertura mediocre.
Acostumbrado a cubrir crisis de este tipo a miles de kilómetros de casa, Morales tuvo que superar sus miedos para trabajar en casa. En mi caso, la lucha contra la pandemia había entrado de lleno en nuestras vidas, se libraba a una hora en coche de mi casa y Alo estaba en la línea del frente.
Lo que veo en Dura me desmoraliza. Decenas y decenas de pacientes peleando con sus pulmones para poder respirar, tirados en camas junto a monitores que no dejaban de sonar. A su lado, familiares con cara de miedo, con la muerte de sus seres queridos ante sus ojos. Sí, en esta UCI se permite la entrada de al menos un pariente por enfermo para que nunca estén solos, con el riesgo que esto supone para la propagación del virus. “Uno de los problemas que tenemos es que la gente acude a nosotros cuando está ya en estado crítico, demasiado tarde…”, me confiesa el doctor Rabie, director del hospital, con gesto de impotencia. Otro de los problemas es que una parte del personal médico desconfía de las vacunas y, cuando se les ha ofrecido la oportunidad de ponerse alguna como la de AstraZeneca, la han rechazado.
Mientras los hospitales palestinos se colapsan y la ANP decreta el toque de queda durante el mes sagrado de ramadán de ocho de la tarde a seis de la mañana, los centros hospitalarios israelíes registran la menor ocupación desde hace un año y los musulmanes de Jerusalén pueden rezar por miles en la Explanada de las Mezquitas.
Quitarse la mascarilla
El 14 de enero me puse la primera dosis de Pfizer y el 18 de abril me quité la mascarilla en espacios abiertos. Lo hice en directo delante de la cámara en un ejercicio de striptease y liberación que luego compartí en las redes sociales. En este caso, no me sentí tan culpable como cuando me vacuné. Vivo en mi mundo inmunizado, separado por un muro y apenas unos kilómetros de otro mundo sin vacunas. El sistema de seguridad —las barreras, los permisos, los puestos de control— levantado a lo largo de estos años ha logrado tal grado de segregación entre israelíes y palestinos, que los propios expertos en salud del Estado judío se han sorprendido de su impacto durante la pandemia.
“La no vacunación de los palestinos no está afectando a este lado del muro como pensábamos al comienzo, y esto demuestra que no hay tanto contacto directo entre nosotros. Desde el punto de vista médico creo que hay que hacer todo lo posible para que reciban la vacuna, pero desde el epidemiológico el riesgo no es tan alto y así lo confirman las estadísticas”, apunta el profesor Leshem a la hora de referirse al contraste en el proceso de vacunación a los dos lados del muro. Con el paso de los meses hemos ido tejiendo una amistad por WhatsApp que me ha ido permitiendo tener respuesta a las preguntas que me surgían sobre la emergencia. Leshem siempre responde de manera clara y directa y chapurrea algo de español.
Vivo en mi mundo inmunizado y me paseo sin mascarilla por la calle, pero a 40 kilómetros la gente agoniza en un hospital por culpa del virus. Mientras no se conviertan en un riesgo desde el punto de vista epidemiológico para este lado del muro, no hay nada que temer. Si no lo ves, parece que no existe, que no es real, que ha terminado. Pero lo que para unos comienza a ser pasado, para los otros en un presente que amenaza con ser continuo. En 40 kilómetros se cruzan dos realidades y dos espacios de tiempo. 40 kilómetros entre la vida y la muerte.
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