La vida y la muerte de Lydia y Lyezer Katan siempre tuvieron algo más de una semana de diferencia. Él nació el 25 de junio de 1941 en Turquía. Ella, el 7 de julio del mismo año en Rumanía. No eran buenos tiempos para nacer en Europa. Ambas familias abandonaron las orillas del Bósforo y del Danubio cuando terminó la Segunda Guerra Mundial, para alejarse de la pobreza y la devastación. La de Lyezer huía del hambre. La de Lydia, del horror nazi.
La madre de Lyezer era de Esmirna y el padre de Estambul. Al poco tiempo de nacer el primer hijo, viajaron a Palestina en busca de un futuro. Allí nació la hermana de Lyezer, Oro. Se enfrentaron a la incertidumbre en un momento de cambio, cuando llegaba a su fin el mandato británico sobre esas tierras. Finalmente, partieron a Venezuela para alejarse de las guerras. América era una tierra que ofrecía trabajo y tranquilidad. Vivieron con mucha escasez, al borde de la pobreza.
Clara, madre de Lydia, venía de Chernovich, un pueblo de Rumania. El padre fue enrolado para pelear en las filas rusas. La madre se quedó sola con su suegra y la pequeña Lydia. Todos los primos y tíos del padre fueron asesinados en la guerra. La madre sobrevivió como dependienta de una farmacia. Por meses fue a la estación con un letrero con la esperanza de que volviera su marido. Algunos regresaban de los campos de concentración o heridos. Un día apareció el padre, vestido de soldado. La madre se puso a llorar porque no lo reconocía. Partieron de Rumania los cuatro, como quien olvida una pesadilla. En Venezuela fundaron un negocio familiar en Los Teques, a las afueras de Caracas.
Venezuela fue el punto de encuentro de miles de extranjeros que llegaron con ropas raídas, persiguiendo la esperanza de volver a empezar. Era una nación petrolera que necesitaba mano de obra especializada. Gente que quisiera poner el hombro para desarrollar una economía pujante. El país los recibió con generosidad. Lydia y Lyezer Katan llegaron al puerto de La Guaira, en el litoral venezolano, en 1948. En Caracas se conocieron diecisiete años después. Los presentó un amigo, Akiba Misrahi, un sábado, convocados por un movimiento de jóvenes judíos. Se casaron el 12 de diciembre de 1965.
La vida puede ser un remolino de contradicciones. Un día uno se queja demasiado de la persona que tiene a su lado y al día siguiente esa persona ya no está. Ninguno de los dos pudo imaginar que morirían con un poco más de una semana de diferencia. Lydia, el 25 de marzo de 2020. Lyezer, el 3 de abril siguiente. Ambos fueron enterrados en el cementerio judío Jardines del Cercado, en la localidad de Guarenas, a veinte minutos de Caracas. Estuvieron entre las diez primeras víctimas mortales por covid-19 reconocidas en Venezuela. Ambos acorralados por un virus que ha puesto de rodillas al planeta.
Economía y salud
Dos muertes que gravitan en un contexto económico alarmante. La mezcla de precios a la baja y reducción de la producción de petróleo hoy resulta letal. El flujo de divisas descendió. Las cuentas fiscales mantienen un déficit que se produce desde 2014. El financiamiento del Banco Central de Venezuela al fisco acentúa la hiperinflación. Las remesas han disminuido por la paralización del planeta. Con la cuarentena, cerca de la mitad de la fuerza de trabajo no recibe ingresos: esto refuerza la recesión. A este panorama hay que sumarle una crisis de servicios que afecta la vida cotidiana. No hay suministros estables de gasolina, agua, luz eléctrica y medicinas en el territorio nacional.
Si la economía está quebrada, la salud pública no luce mejor. La Encuesta Nacional de Hospitales de diciembre del2019, cuando comenzaron a llegar las primeras noticias desde China del virus, evidenció que en los hospitales venezolanos no había terapias intensivas ni camas hospitalarias para atender el número de personas que podría infectarse con el coronavirus.
Un alcance de esta encuesta, del 24 de enero de 2020, realizado a personal de 40 hospitales en 23 estados de Venezuela, ratificó esta situación: más del 53% de los hospitales no contaba con mascarillas; un 92% no poseía protocolo de actuación específico; ninguno tenía habilitada una zona de aislamiento para pacientes infectados para evitar la propagación del virus.
El infectólogo Julio Castro, médico de la Policlínica privada Metropolitana y director de la oenegé Médicos por la Salud, denunció que “desde octubre de 2015 no hay información epidemiológica oficial. Hay información crítica de malaria, tuberculosis, VIH, dengue, sarampión y difteria que no es conocida’’.
Lydia y Lyezer Katan se encuentran entre los diez muertos por covid-19 que contabiliza el Gobierno de Nicolás Maduro en su página del Ministerio de Poder Popular para Relaciones Exteriores hasta el 18 de mayo, fecha del último boletín emitido. Se han confirmado 541 casos. Hay 241 recuperados, 121 en hospitales, 151 en centros de diagnóstico integral y 18 en clínicas privadas. Toda información sobre contagiados y fallecidos es controlada estrictamente por el Gobierno.
Cualquier información diferente a la que ofrece el Gobierno es descalificada por voceros oficiales. El pasado 8 de mayo la Academia de Ciencias Físicas, Matemáticas y Naturales de Venezuela publicó un informe donde se comunicaba cuál podría ser el número real de contagiados hasta esa fecha, y en qué momento se podría producir el pico de enfermos, con un número cercano a entre 1.000 y 4.000 infectados diarios en el mes de junio. El Gobierno acusó a los autores de crear alarmismo.
La oenegé Instituto Prensa y Sociedad (IPYS Venezuela) publicó un informe el Día Mundial de la Libertad de Prensa (3 de mayo). Después de realizar el monitoreo en 51 medios de comunicación (43 radios y 8 canales de televisión), revelaron al menos 78 casos de vulneraciones a los derechos informativos durante la cuarentena. Las detenciones arbitrarias fueron las agresiones más comunes. Y se destacó escasez informativa sobre la pandemia, con presencia absoluta de boletines oficiales para informar sobre la evolución de infectados en el país.
Desde que el Gobierno de Venezuela decretó la cuarentena el 16 de marzo, todo se paralizó. Encuentros internacionales, conciertos, presentaciones, actividades culturales… Solo abren negocios de venta de alimentos y medicinas. Para llevar o para repartir a domicilio. Las ciudadanos deben portar mascarillas y guantes. El país lleva más de dos meses en cuarentena. En los últimos reportes de la Encuesta Nacional de Hospitales, aparece un dato en las variables sociales que preocupa: desciende el acatamiento de la cuarentena por parte de los ciudadanos.
¿Quién ha visto un átomo?
Cuando llegaron a Venezuela, Lydia y Lyezer descubrieron un lugar en el mundo para vivir, estudiar y trabajar en paz. Y convertirse en profesionales exitosos y respetados. Construyeron una familia con tres hijos (Noemí, José y Carlos) y siete nietos (Kathy, Jonathan, Joel, Brigit, Carlos Júnior, Matías y Nicole). Al final de sus vidas, con 79 años, se empeñaban en seguir activos, siempre en San Bernardino, la urbanización donde reside una de las mayores comunidades judías de Venezuela.
Lyezer venía de una familia modesta y era consciente del valor de la educación. Su padre vendía telas en Catia, en el norte de Caracas, y falleció muy joven. Él estudió Química y se jubiló de una vida académica valorada en la Universidad Central de Venezuela (UCV) después de 25 años. Tenía un posgrado en el Instituto Francés del Petróleo. En la UCV existe un laboratorio con su nombre que lo recuerda. Era exigente y temido como profesor de Química. Desarrolló investigaciones en el área petroquímica: producción de catalizadores para acelerar procesos de refinación.
Los fines de semana Lyezer se instalaba en la sala de su casa a corregir exámenes. Así lo recuerda su hijo José: “Me acercaba a ver y siempre había exámenes con un 1 o un 5 en rojo, y yo decía: ‘Pobres muchachos’’’. José guarda una anécdota de esos años. “Un día me estaba explicando física o química de bachillerato y me decía algo sobre los átomos. Yo le pregunté si alguien alguna vez había visto un átomo. Me explico que no, pero que gracias a diferentes experimentos se podía inferir su existencia. Me reí y dije que, si no se podían ver, ¿cómo podían estudiarlos y aceptar su existencia? Y me burlé. Hasta el día de hoy recordaba esa anécdota: era la prueba superior de mi ignorancia total hacia la ciencia’’.
A la semana de jubilarse de la UCV, invitaron a Lyezer para que creara el Departamento de Investigación en la Universidad Metropolitana. Allí desarrolló un sistema de estímulo a los profesores para que se dedicaran a investigar y publicar. Su vida estaba en las aulas y de allí no quería apartarse.
José Katan ingresó en la UCV a estudiar Periodismo por mérito propio, sin utilizar la posibilidad de acceder con cupo seguro porque era hijo de profesor. Esa independencia de su hijo enorgullecía a Lyezer. Así como se sintió feliz de ponerle la medalla de arquitecto a su hija Noemí y, a su nieto Carlos, la de filósofo.
Una mujer inquieta
La familia de Lydia se residenció en Los Teques, en las afueras de Caracas. Poseían una quincalla (tienda de ultramarinos). Estaban más acomodados. Ella se graduó de psicóloga en la UCV, con especialización en mercadeo. Primero dio clases.
Después desarrolló una carrera empresarial en la agencia de publicidad global Leo Burnett y en la multinacional de alimentos Quaker, donde fue directora de Mercadeo e Investigación para América Latina. Desde ahí desarrolló el lanzamiento de la marca Gatorade cuando apareció en el continente. Viajaba mucho. Ya jubilada de su carrera profesional, sin deseo de postrarse, comenzó un diplomado de Estudios sobre la Venezolanidad en la Universidad Metropolitana. Tenía 79 años y se mantenía activa.
Lydia era “una mujer atenta, curiosa, interesada’’, confirman Rafael Arráiz Lucca y Roberto Lovera de Sola, profesores del diplomado. Lovera de Sola era vecino en el mismo piso del edificio Jastol Park. A menudo lo invitaban a comer y siempre lo llevaban a la universidad. Recuerda que Lydia usaba sortijas y collares. Sus hijos reconocen que era “explosiva, intensa, apurada’’. Jugaba cartas, pintaba, tejía bolsos a crochet, trabajaba la arcilla, asistía a cursos sobre ópera. No podía estar sin una ocupación.
Lyezer era diferente. Más pausado, lento para tomar decisiones. Era amante del mar, había adquirido una acción en el club Bahía de Piratas, en Carenero, a 120 kilómetros de Caracas. Le encantaba escaparse a la playa cada vez que podía. Cuando lo invitaban a otros países y visitaba las costas, siempre repetía que como Bahía de Piratas no había en el mundo. Le gustaba jugar al dominó y le apasionaban las carreras de caballos.
Tu madre se siente mal
Lydia y Lyezer Katan tuvieron tres hijos. Como tantas familias venezolanas, se encuentran hoy en diferentes lugares del mundo. Noemí, la arquitecta, vive en Florida. José, empresario, reside en Argentina. Y Carlos, socio de José, es el único que queda en Caracas. Con los tres me reuní, mediante videoconferencia, el viernes 17 de abril.
El sábado 14 de marzo Carlos fue al automercado Luvebras, de La Castellana, en el norte de la capital, y se encontró con su padre, Lyezer. Y este le comentó: “Tu madre se siente mal’’. Sufría de vértigo. Se sentía débil. Había asistido al diplomado en la Metropolitana. Necesitaba que la ayudaran con una tarea para la universidad, sobre Alma llanera, una canción del folklore venezolano conocido como joropo, que tiene rango de himno nacional.
El lunes 16 hablaron con el médico de Lydia. Le mandó un antibiótico. No tenía fiebre. Pero continuaban la debilidad y el vértigo. Se sentía mal. No quería comer. Así avanzó la semana y, el domingo 22 de marzo, Carlos la llevó al Hospital de Clínica Caracas para tratar de averiguar qué ocurría.
Los exámenes muestran que los pulmones están comprometidos. El médico de guardia les dice que tiene neumonía y que deberá quedarse en la clínica. Le hacen una prueba nasal para saber si se ha infectado de coronavirus y da negativo. Ese primer domingo Carlos Katan no se puede quedar a dormir con su madre. Los médicos y las enfermeras le piden que se vaya a casa. Ellos la cuidarán. En ese momento activan un chat en WhatsApp los tres hermanos y los médicos, para poder saber cómo avanza todo.
Al día siguiente, todo cambia. Lydia Katan ha pasado una noche terrible. Siente claustrofobia. No tolera a las enfermeras. No saben qué hacer y ese lunes le piden a Carlos que se quede a dormir porque no pueden controlar a la paciente.
Mientras, los tres hermanos comienzan a recibir noticias de que Lyezer no puede respirar. Se siente mal. Carlos se queda con su madre hasta el miércoles. Ya está grave y van a intubarla. Le piden que salga de la habitación.
Impresionado por la evolución de la enfermedad de Lydia, Carlos baja porque su padre viene en una ambulancia. Quiere saber qué tiene que no puede respirar. Lo recibe en la planta baja, con enfermeras que tienen trajes especiales para atender pacientes posiblemente contagiados. Lo acompañan hasta el séptimo piso.
Se encarga del papeleo con el seguro. Finalmente lo ingresan. Carlos se queda en el pasillo. Tras una larguísima espera sale la doctora y le informa de que su madre ha fallecido.
No saben decirle cuál es la enfermedad final que produjo la muerte. Aprueba que le hagan una biopsia post mortem. El resultado tarda dos días. Llega el viernes 27. Arroja positivo: tenía covid-19.
Impresionado por la noticia de la muerte de su madre, Carlos intenta acercarse a su padre. Lo han intubado, y a él no lo dejan entrar. Los médicos le informan de que no podrá ver más a su padre. Le recomiendan urgentemente ponerse en cuarentena. Podría estar contagiado.
Carlos sale del Hospital de Clínicas Caracas desolado. Está procesando la muerte de su madre. Y haber dejado a su padre. Pero, además, existe la posibilidad de que esté enfermo. Va a su casa y se aísla de la familia.
La evolución de los enfermos varía muchas veces. Un día parece haber una mejoría, al día siguiente hay varios órganos comprometidos. La doctora anuncia que necesita la autorización para no seguir aplicando medidas heroicas, porque ya Lyezer se encuentra en coma profundo. Solo lo dejarían con suero y respirador. No lo pueden salvar. El 3 de abril, nueve días después de Lydia, Lyezer muere en su habitación, solo.
¿Qué lenguaje habla el destino?
Cada quien comprende la muerte de un ser querido a su manera. Puede ser un punto de luz o un punto ciego. Es una experiencia que lleva tiempo procesar. Y que nos afecta de manera diferente por mucho tiempo. Para los tres hermanos Katan, la velocidad con que ocurrió todo, la imposibilidad de prever y la distancia que separó a dos de ellos de lo que ocurría han profundizado el estado de shock. Nunca es fácil. Menos aún en las condiciones en que murieron sus padres.
José, que reside en Argentina, no puede entender que todo haya ocurrido tan rápido, y menos en un país donde las cifras oficiales establecían en aquel momento 10 muertos: la misma cifra que hoy. Con él conversé el domingo 26 de abril.
“Todo me parece muy raro. Absolutamente nadie de nuestros conocidos está contagiado. Es un tema que me obsesiona. Recreé la cronología de los últimos días. Mi hipótesis es que mamá se contagió el jueves 12 en la Universidad Metropolitana y luego contagió a papá. Eso explicaría por qué no hay más casos de contagio en Hebraica, el club donde se reúne la comunidad judía, por ejemplo. Después del jueves 12 ellos casi no salieron de casa. Sé que papá fue el sábado 14 al supermercado Luvebras de la urbanización de La Castellana y el lunes 16 a la Unimet, pero es posible que no estuviera contagiado aún”.
“Es un tema que me obsesiona, porque no veo en Caracas una cantidad de casos importante. Me da una enorme rabia leer que en Venezuela van 10 muertos y que dos de ellos sean mis padres. ¿Tanta mala suerte? Releo lo que escribo y parece que estuviera loco. Pero es que estaban perfectos, con ganas de vivir, produciendo, y de repente, de un plumazo, me dicen que los mató un virus’’.
Cuando el coronavirus aún no se había cobrado diez víctimas en Venezuela, Lydia y Lyezer cruzaron una marca. Estuvieron aislados en el Hospital de Clínica Caracas, en un espacio de tiempo casi idéntico. Ella no se enteró de que Lyezer había ingresado. Ni él de que ya ella había muerto. No pudieron decirse adiós. El destino siempre los mantuvo a más de una semana de distancia.